23

Un frente cálido ha llegado durante la noche y ha traído más nieve, esta vez una nieve suave que cae en silencio, apaga todos los sonidos, cubre todo lo que es feo, agudo y duro con suaves montículos.

Me siento en mi cama en el dormitorio de la segunda planta de la casa en Cambridge, mientras la nieve sigue cayendo y se apila sobre las ramas desnudas de un roble al otro lado de la gran ventana más cercana a mí. Hace un momento estaba allí una ardilla gris y gorda en un equilibrio perfecto en la rama más pequeña y nos miramos a los ojos. Ella movía sus mandíbulas mientras me miraba a través de la ventana y yo pasaba las hojas y las fotos en mi regazo. Huelo el papel viejo, el polvo, el olor a medicinas de los bastoncillos que utilicé con Sock, que sospecho que no le habían limpiado los oídos desde hacía mucho, quizá nunca, no de la manera que se los he limpiado yo. Al principio no le gustó, pero lo convencí con una voz suave y con un trozo de boniato que Lucy trajo cuando me dio el recipiente con los bastoncillos que utiliza con su bulldog. El miconazol clorhexidina es bueno para la paquidermitis, pero cometí el error de mencionárselo a mi sobrina a primera hora de esta mañana cuando se detuvo para visitarme.

Jet Ranger no agradecerá que le llamen paquidermo, protestó Lucy. No es un elefante o un hipopótamo, y no se puede hacer mucho más respecto a su peso. Ahora lo tiene sometido a una nueva dieta para perros adultos, pero no puede hacer mucho ejercicio debido a su dolor en las caderas. Además, la nieve le produce un sarpullido en las patas por alguna razón, y sus patas son demasiado cortas para una nieve tan profunda, así que no puede salir ni siquiera para el más breve de los paseos en esta época del año, continúa y continúa, como si la hubiese ofendido de verdad. Pero así es como se pone Lucy cuando está preocupada y asustada. Está asustada principalmente porque no estuvo anoche aquí. Está furiosa porque no estuvo aquí para enfrentarse con Dawn Kincaid, pero no lo lamento en lo más mínimo. Puedo decir que estoy orgullosa de mí misma por provocarle a alguien una fractura lineal en el cráneo y una contusión, pero si Lucy hubiese estado en el garaje en mi lugar, entonces hubiese habido otra persona muerta. Mi sobrina hubiese matado a Dawn Kincaid, lo más probable es que le hubiese pegado un tiro, y ya tenemos suficientes muertos.

También es posible que Lucy no hubiese sobrevivido al encuentro, no me importa lo que diga. Todo dependió de dos detalles que marcaron la diferencia entre que yo todavía esté aquí y Dawn Kincaid esté encerrada en una sección forense de un hospital. No creo que ella esperase verme entrar en el garaje. Creo que estaba acechando al otro lado de la ventana abierta a la espera de que sacase a Sock al patio, a oscuras. Pero la sorprendí al entrar primero en el garaje para buscar lo que había dejado en el coche, y para cuando ella consiguió entrar por el gran espacio donde se suponía que debía estar la ventana, yo ya había abierto la caja y me había colgado el chaleco antibalas sobre el hombro. Cuando me apuñaló en la espalda con el cuchillo de inyección, golpeó contra la placa de Kevlar recubierta de nailon, y la terrible sacudida provocada por el brusco frenazo hizo que sus dedos se deslizasen a lo largo de la hoja. Se cortó tres dedos hasta el hueso y se amputó la punta del meñique al mismo tiempo que soltaba el CO2, y me roció una nube de su sangre.

Mi propósito es recalcarle a Lucy que si Dawn no hubiese perdido la ventaja de la sorpresa en el ataque y que si Lucy no hubiese llevado puesto un chaleco antibalas o por lo menos llevase uno colgado sobre el torso, quizá no hubiese tenido tanta suerte como yo. Por tanto, creo que mi sobrina debería dejar de decir que es una maldita vergüenza que no estuviese aquí anoche, y también dejar de afirmar que ella se hubiese hecho cargo el asunto sin ninguna duda, como si yo no lo hubiese hecho, porque lo hice, aunque fuese por pura suerte. Creo que me ocupé de las cosas muy bien y solo espero poder ocuparme de un asunto mucho más importante, que aún no me ha matado, pero que en ocasiones desde luego tengo la sensación de que podría hacerlo.

—Me comentó que las habían insultado —me dice la señora Pieste por el teléfono cuando repaso con ella el caso de su hija—. Que la llamaban boer. Les decían boers marchaos a casa. Usted ya sabe que en afrikáans significa campesino, pero en realidad es un término despectivo para todos los sudafricanos blancos. Yo no dejaba de decirle al hombre del Pentágono que poco me importaba la razón, que daba lo mismo que Noonie y Joanne fuesen blancas, norteamericanas o que supusieran que eran sudafricanas. Que, por supuesto, no lo eran. No importa por qué. Pero no podía creer que hubieran sufrido como él me acaba de describir.

—¿Recuerda quién era el hombre del Pentágono? —pregunto.

—Un abogado.

—¿No era un coronel del Ejército? —Mi esperanza suena muy clara.

—Era un abogado joven del Pentágono que trabajaba para el secretario de Defensa. No recuerdo su nombre.

Entonces no era Briggs.

—Un charlatán —añade la señora Pieste en un tono de despecho—. Recuerdo que no me gustó. Pero con las cosas que me dijo, dudo que alguien pudiese gustarme.

—El único consuelo que puedo ofrecer a todo esto —repito—, es que Noonie y Joanne no sufrieron de la manera que a usted le hicieron creer. No puedo decir con absoluta certeza que no se dieron cuenta de que las estaban asfixiando, pero es muy probable que no, porque las habían drogado.

—Pero sin duda eso hubiese tenido que aparecer en las pruebas —dice la voz de la señora Pieste. Tiene acento de Massachusetts, pero no puede pronunciar las erres, y no me di cuenta de que ella nació en Andover. Después del asesinato de Noonie, los Pieste se mudaron a New Hampshire, como acabo de descubrir.

—Señora Pieste, creo que usted comprende que nada se investigó de la manera como debía hacerse —señalo.

—¿Por qué no lo hizo usted?

—El médico forense en Ciudad del Cabo…

—Pero usted firmó los certificados de defunción, doctora Scarpetta. Y los informes de la autopsia. Tengo copias que me envió el abogado del Pentágono.

—Yo no los firmé. —Rehusé firmar unos documentos que sabía que eran mentiras, pero saber que era una mentira me hacía culpable de todas maneras—. No tengo copias, por mucho que le cueste creerlo —añado—. No me las dieron. Lo que tengo son mis propias notas, mis propios registros, que envié a Estados Unidos antes de dejar Sudáfrica porque me preocupaba que revisasen mi equipaje, y así fue.

—Pero usted firmó lo que tengo.

—Le juro que no lo hice yo —respondo con calma, pero con firmeza—. Supongo que ciertas personas se ocuparon de falsificar mi firma en aquellos documentos falsos por si acaso decidía hacer lo que hago ahora.

—Si se decidiese a decir la verdad.

Resulta muy duro oírlo con tanta claridad. La verdad. Implica que todo lo que dije, o no he dicho a lo largo de los años, me convierte en una mentirosa.

—Lo siento —repito—. Tenía usted derecho a saber la verdad entonces, en el momento de la muerte de su hija. Y la muerte de su amiga.

—Entiendo por qué no dijo usted nada entonces —dice la señora Pieste, y solo suena un poco alterada. En gran medida parece interesada y más tranquila al hablar de algo que ha dominado gran parte de su vida—. Cuando las personas hacen cosas como ésas, no hay manera de saber cuándo pararán. Bueno, no hay límite. Otras personas sin duda también resultaron heridas. Incluida usted.

—Yo no quería que nadie más resultase herido —declaro, y me siento peor, como si ella estuviese diciendo que guardé silencio por miedo a mi propia seguridad. He tenido miedo a muchas cosas y a muchísimas personas que no podía ver. Tenía miedo de que muriesen otras personas. Que otras personas fueran acusadas falsamente.

—Espero que comprenda que cuando leí los certificados de defunción y el informe de la autopsia, no entendí la mayor parte de los términos médicos, y cualquiera hubiese creído que los hallazgos eran suyos —dice la señora Pieste.

—No lo eran en absoluto, y son falsos. No había respuesta de los tejidos a las heridas. Todo aquello fue post mórtem. De hecho, pasó horas después de las muertes, señora Pieste. Lo que hicieron con Noonie y Joanne ocurrió muchas horas después de que muriesen.

—¿Si no hicieron análisis de drogas, entonces cómo puede estar segura de que les dieron algo? —continúa su voz, y oigo el sonido cuando levantan otro teléfono.

—Soy Edward Pieste —dice una voz de hombre—. Yo también estoy al teléfono. Soy el padre de Noonie.

—Siento mucho su pérdida. —Suena débil, del todo insípido—. Desearía tener las palabras correctas para hablar con ustedes dos. Siento mucho que les mintiesen y que yo lo permitiese, aunque no quiero disculparme…

—Comprendemos por qué no puede usted decirnos lo que pasó —dice el padre—. Los sentimientos de aquella época, con nuestro Gobierno en complicidad secreta con aquéllos que querían mantener viva la segregación. Era el tema del documental que estaba realizando Noonie. No permitieron que el equipo de filmación entrase en Sudáfrica. Cada una de ellas tuvo que entrar en el país como si fuesen turistas. Un secreto tan grande como sucio, lo que nuestro Gobierno estaba haciendo para dar apoyo a las atrocidades que se cometían allí.

—No era un secreto tan grande, Eddie —protesta la voz de la señora Pieste.

—La Casa Blanca puso muy buena cara.

—Estoy segura de que le hablaron del documental que estaba rodando Noonie. Tenía tanto futuro —me dice la señora Pieste mientras miro una foto de su hija que no querría que los Pieste viesen nunca.

—Sobre los chicos del apartheid —respondo—. Lo vi cuando lo pasaron aquí.

—Las maldades de la supremacía blanca —dice ella—. O de cualquier supremacía.

—Me he perdido la primera parte de vuestra conversación —señala el señor Pieste—. Estaba quitando la nieve del camino.

—No me hace caso —protesta la esposa—. Un hombre de su edad quitando la nieve, pero es testarudo. —Lo dice con un triste afecto—. La doctora Scarpetta me decía que Noonie y Joanne fueron drogadas.

—De verdad. Pues ya es algo —lo dice sin energía en su tono.

—Fui al apartamento varios días después de las muertes e hice una retrospectiva. Era un montaje, por supuesto, la escena del crimen era un montaje —les digo—. Había latas de cerveza, vasos de plástico, y una botella de vino en el cubo de la basura, una botella de vino blanco de Stellenbosch. Conseguí llevarme las latas, la botella y los vasos junto con otros artículos, y los hice enviar de vuelta a Estados Unidos, donde hice las pruebas. Encontramos grandes niveles de GHB en la botella de vino y en dos de los vasos. Ácido gamma hidroxibutirato, lo que se conoce vulgarmente como éxtasis líquido o droga de la violación.

—Dijeron que las habían violado —dice el señor Pieste con el mismo afecto pasivo.

—No sé a ciencia cierta si las violaron. No había señal física, ninguna herida excepto las falsas que se hicieron post mórtem, y las muestras que hice analizar en privado aquí en Estados Unidos dieron negativas para esperma —explico, y sigo repasando las fotos de los cuerpos desnudos amarrados a las sillas; sé que las mujeres no estaban sentadas cuando las asesinaron. Miro los primeros planos que muestran un livor mortis que me dice que las mujeres estuvieron tumbadas en la cama sobre las sábanas arrugadas durante unas doce horas después de la muerte.

Voy pasando las fotos que tomé con mi propia cámara de los cortes y las heridas que apenas sangraron, y las ligaduras que apenas dejaron una marca en la piel, porque los brutos que había detrás de todo esto eran demasiado ignorantes para saber qué demonios estaban haciendo, alguien alquilado o enviado por el Gobierno o los militares para echar droga en una botella de vino local y beber con las mujeres, lo más probable un amigo, o alguien que ellas creían que era amigo o una persona de fiar, cuando, por supuesto, era todo lo contrario, y les digo que las pruebas de serología que hice después de volver indicaban la presencia de un varón. Más tarde, cuando hice las pruebas de ADN, obtuve el perfil de un europeo, o un varón blanco, que permanece desconocido. No puedo decir con seguridad cuál es el perfil del asesino, pero añado que era alguien que estuvo bebiendo cerveza en el interior del apartamento.

Hasta donde buenamente se puede reconstruir lo que pasó, les digo a los Pieste lo que creo que sucedió, que después de drogar a Noonie y Joanne y esperar a que estuviesen atontadas e inconscientes, el asaltante las ayudó a acostarse y las asfixió con una almohada, y baso esto en las hemorragias y otras heridas. Luego, por alguna razón, esa persona debió marcharse. Quizá quería volver más tarde con otros vinculados a la conspiración, o podría ser que esperase en el interior del apartamento a que llegasen sus compatriotas. No lo sé. Pero para la hora en que las mujeres fueron atadas, sajadas y mutiladas con tanto salvajismo, llevaban muertas hacía tiempo, y no podía ser más obvio para mí cuando por fin las vi.

—Por aquí arriba ya tenemos unos diez centímetros —dice el señor Pieste al cabo de un rato, como si ya hubiese oído suficiente—. Eso encima del hielo. ¿Tienen hielo por ahí en Cambridge?

—Supongo que deberíamos quejarnos de esto a alguien —señala la señora Pieste—. ¿Importa cuánto tiempo ha pasado?

—Nunca importa cuánto tiempo ha pasado cuando se habla de la verdad —respondo—. No hay un estatuto de limitación para el homicidio.

—Solo espero que no hayan encerrado a alguien que no tendría que haber sido condenado —dice entonces la señora Pieste.

—Los casos permanecen sin resolver. Se atribuyeron a un grupo de negros, pero no ha habido arrestos —les digo.

—Pero es probable que fuese alguien blanco —opina ella.

—Un blanco estuvo bebiendo cerveza en el apartamento, eso lo puedo decir con una razonable certeza.

—¿Sabe usted quién lo hizo? —pregunta.

—Porque nos gustaría que los condenasen —dice el marido.

—Solo sé la clase de personas que probablemente lo hicieron. Personas cobardes, interesadas solo por la política y el poder. Yo creo que ustedes deberían hacer lo que sienten, lo que está en su corazón.

—¿Eddie, tú qué opinas?

—Le escribiré una carta al senador Chappel.

—Ya sabes de qué serviría.

—Entonces a Obama, Hilary Clinton, Joe Biden. Les escribiré a todos.

—¿Qué puede hacer nadie al respecto ahora? —pregunta la señora Pieste a su marido—. No creo que pueda revivir de nuevo todo esto, Eddie.

—Tengo que ir a limpiar el camino de nuevo —dice él—. Tengo que mantenerme por delante de la nieve, y ahora nieva mucho. Muchas gracias por su tiempo y las molestias, señora —me dice a mí—. Por contárnoslo todo. Sé que no fue una decisión fácil, y estoy seguro de que mi hija lo apreciaría si estuviese aquí para decírselo ella misma.

Cuelgo el teléfono. Permanezco sentada en la cama durante un rato. Luego guardo los papeles y las fotos de nuevo en el archivador de acordeón gris donde han estado durante más de dos décadas. Guardaré el archivador en la caja blindada del sótano. Pero ahora no. No me siento con ganas de bajar al sótano y acercarme a aquella caja ahora mismo, y creo que alguien acaba de aparcar en nuestro camino. Oigo el crujido de la nieve, y no estoy con ánimos para ver quién es. Me quedaré aquí arriba un rato más. Quizás haciendo una lista de la compra, pensando en los recados o acariciando a Sock durante un par de minutos.

—No puedo llevarte a dar un paseo —le digo.

Está acurrucado junto a mí, la cabeza en mi muslo, sin molestarse por la triste conversación que acaba de oír y sin tener idea del mundo donde vive. Pero él conoce la crueldad, quizá la conoce mejor que el resto de nosotros.

—Nada de paseos sin abrigo —continúo, lo acaricio, y él bosteza y me lame la mano. Oigo el pitido de la alarma cuando la desconectan, y luego que se cierra la puerta principal—. Creo que lo intentaremos con las botas —le digo a Sock mientras las voces de Marino y Benton llegan desde la entrada—. Es probable que no te gusten estos zapatitos que hacen para perros y es probable que te enfades mucho conmigo, pero te prometo que es una buena idea. Bueno, tenemos compañía. —Reconozco las pesadas pisadas de Marino en las escaleras—. Lo recuerdas de ayer, en la furgoneta grande. El hombre grande de amarillo que me pone de los nervios la mayor parte del tiempo. Pero para futuras referencias, no tienes ningún motivo para tenerle miedo. No es una mala persona, y puede que ya sepas que las personas amigas desde hace mucho tiempo tienden a ser más rudas las unas con las otras de lo que lo son con las personas que les gustan mucho menos.

—¿Hay alguien en casa? —El vozarrón de Marino le precede en el dormitorio cuando gira el pomo, y llama mientras abre la puerta—. Benton dijo que estabas visible. ¿Con quién hablabas? ¿Estabas al teléfono?

—Entonces eres clarividente —respondo desde la cama, bien arrebujada debajo de las mantas, sin nada más que el pijama—. No estaba al teléfono ni hablaba con nadie.

—¿Cómo está Sock? ¿Cómo estás, chico? —añade Marino, antes de que pueda responder—. ¿Cómo es que tiene ese olor? ¿Qué le has echado, spray antipulgas? ¿En esta época del año? Se te ve bien. ¿Cómo te sientes?

—Le limpié las orejas.

—¿Cómo estás, doc?

Marino se me acerca, y su presencia parece más grande de lo habitual, porque lleva su pesado abrigo, la gorra de béisbol y los botines, mientras que yo no llevo nada más que un pijama de franela, y estoy modestamente debajo de una manta y un edredón. Lleva en la mano una pequeña maleta negra que reconozco como el iPad de Lucy, a menos que haya conseguido hacerse con uno, algo que dudo.

—Salí ilesa. No me pasa nada. Solo me he quedado en la cama esta mañana para ocuparme de unas cuantas cosas —le digo—. Supongo que Dawn Kincaid está bien. La última noticia que tuve era que estaba estable.

—¿Estable? ¿Bromeas, no?

—Hablo de su estado físico. De que le curasen el dedo y el daño en el resto de la mano, los otros dedos que sufrieron unos cortes muy profundos. Es probable que haya sido una suerte para ella que hiciese tanto frío en el garaje. Y, por supuesto, pensamos en envolverle la mano y el dedo amputado en hielo. Espero que eso ayudara. ¿Sabes una cosa? No he oído ni una palabra. ¿Cuál es su estado? No he oído ningún informe desde que la admitieron anoche.

—Estás de broma, ¿verdad? —Los ojos de Marino me miran, y están inyectados en sangre, como lo estaban ayer en Salem.

—No bromeo. Nadie me ha dicho ni una palabra. Benton me dijo antes que llamaría, pero no creo que lo haya hecho.

—Ha estado al teléfono con nosotros toda la mañana.

—Quizá tendrías la bondad de llamar al hospital y preguntar.

—Como si me importase un carajo si pierde un dedo o todos —dice Marino—. ¿A ti qué te importa? ¿Tienes miedo de que te demande? Tiene que ser eso, y ¿no sería la hostia? Es probable que lo haga. Te demandará por quizá perder el uso de su mano de forma tal que no podrá seguir construyendo nanorrobots o lo que sea, una psicópata como ésa. Supongo que los psicópatas están estables en el sentido enfermizo de la palabra. ¿Puedes estar loco y ser un psicópata? ¿Y todavía estar lo bastante bien como para trabajar en un lugar como Otwahl? Su caso va a ser un gran problema. Si ella sale, bueno, ¿te lo puedes imaginar?

—¿Por qué iba a salir?

—Solo te estoy diciendo que el caso va a ser un problema. No estarás segura si la vuelven a soltar. Ninguno de nosotros lo estará.

Se sienta a los pies de la cama y la cama se hunde. De pronto tengo la sensación de estar sentada en una pendiente cuando él se pone cómodo, acaricia a Sock y me informa de que la policía y el FBI encontraron la ratonera que Dawn Kincaid había alquilado, un apartamento de un solo dormitorio en Reveré, en las afueras de Boston, donde se alojaba cuando no estaba con Eli Goldman, o su padre biológico, Jack Fielding, o con quien fuese que tuviese enganchado en su telaraña en algún momento. Marino saca el iPad de la caja y lo enciende mientras me hace saber que él, Lucy y varios de los otros investigadores han estado buscando en la ratonera durante horas, han entrado en el ordenador de Dawn y todo lo que tiene, incluido todo lo que ha robado.

—¿Qué pasa con su madre? —pregunto—. ¿Alguien ha hablado con ella?

—Dawn ha estado en contacto con ella durante años, y la visitaba en la cárcel de Georgia de vez en cuando. Volvió a conectar con ella y Fielding a lo largo de los años. Llamaba cuando necesitaba algo, una manipuladora de primera clase.

—¿Pero su madre sabe lo que ha pasado aquí?

—¿Por qué te importa lo que piense una abusadora de niños?

—Su relación con Jack no era tan sencilla. No se explica con tanta facilidad como tú acabas de decir con tanta elocuencia. Detesto que ella se entere de lo que le pasó por las noticias.

—¿A quién le importa una mierda?

—Nunca he querido que nadie se entere de esa manera —contesto—. No me importa quién sea. Su relación con él no era sencilla —repito—. Relaciones como esas nunca lo son.

—Para mí son claras y sencillas. Blanco y negro.

—Si ella lo oye en las noticias… —respondo, y comprendo que me reitero—. Siempre he odiado que eso ocurra. Es algo muy inhumano que la gente se entere de cosas terribles como esas así. Me preocupa.

—Una cleptómana —dice entonces Marino, porque su único interés en este caso es aquello que los investigadores han estado descubriendo en el apartamento de Dawn Kincaid.

Al parecer, es una auténtica cleptómana, para citar a Marino. Alguien que parece llevarse un recuerdo de toda clase de personas, añade, incluidos objetos robados a personas de las que no tenemos ni idea. Pero entre todo lo que los investigadores han encontrado hasta ahora han identificado joyas y monedas antiguas de la casa Donahue, y también varias partituras musicales autografiadas, que la señora Donahue no sabía que faltaban de la biblioteca de la familia.

En un cofre cerrado dentro de un armario en el apartamento de Dawn recuperaron armas que se cree que pertenecían a la colección de Fielding, y su anillo de bodas. En el mismo cofre había también una bolsa de artes marciales, me dice, y en el interior una faja de satén negro, un uniforme blanco, equipo de entrenamiento, una bolsa llena con viejos clavos de suelo con cabeza en ele, un martillo, un par de zapatillas Adidas para niño que se cree que eran las que llevaba Mark Bishop cuando practicaba puntapiés en su patio trasero aquella tarde que lo mataron. Aunque nadie está seguro de cómo, Dawn engañó al niño para que se tumbase boca abajo y le permitiese jugar a un siniestro juego que incluía «fingir» clavarle clavos en la cabeza, o más específicamente el primer clavo.

—Entró directamente por aquí. —Marino continúa conjeturando, y señala un espacio detrás de la nuca y la base del cráneo—. Eso lo hubiese matado de forma instantánea, ¿verdad?

—Si debemos utilizar esa frase —respondo.

—Me refiero a que ella probablemente le ayudó en algunas de las clases para los Tigres Pequeños de Fielding —continúa desarrollando su historia—. Así que el chico la conoce, la mira, y está muy buena, quiero decir que es preciosa. Si hubiese sido yo, le hubiese dicho al niño que le iba a enseñar un nuevo movimiento o algo así y que se tendiese boca abajo en el patio. Y por supuesto el chico hará cualquier cosa que le diga el experto, lo que le dice alguien que le enseña, y él se tumba boca abajo, es casi de noche y entonces pum. Se acabó.

—Alguien así nunca podría salir —afirmo—. Volvería a hacerlo y la próxima vez sería mucho peor, si es eso posible.

—Lo niega todo. No habla excepto para decir que Fielding lo hizo todo y que ella es inocente.

—Él no lo hizo.

—Estoy contigo.

—Le costará muchísimo explicar lo que había en su apartamento —señalo, y continúo mirando las fotografías. Marino debe de tener centenares.

—Es guapa, encantadora y lista como un demonio. Y Fielding está muerto.

—Incriminatorias. —Lo he dicho muchas veces mientras miro las fotos en el iPad—. Deberían ser muy útiles para el fiscal. No estoy segura de saber por qué crees que el caso será un problema.

—Lo será. La defensa se lo cargará todo a Fielding. La maldita psicópata conseguirá un montón de abogados de primera, y ellos harán que el jurado crea que Fielding lo hizo todo. —Marino se inclina hacia mí, y la pendiente de la cama vuelve a cambiar. Sock ronca muy suave, poco interesado en su anterior dueña o en su ratonera, que tenía una cama para perros. Marino me la muestra.

Se acerca todavía más, y pasa varias fotos de la cama del perro a cuadros y varios juguetes, y yo le digo que preferiría mirar las fotos por mi cuenta. Lo tengo a él y a Sock encima, y me siento asfixiada.

—Solo pensé que me tocaba mostrártelas, dado que soy yo quien las ha tomado —dice Marino.

—Gracias. Ya me las arreglaré. Has hecho un muy buen trabajo con las fotos.

—Es obvio que el perro se quedaba ahí. —Marino se refiere a que Sock se quedaba en la ratonera de Dawn Kincaid—. Y también con Eli y Fielding —añade—. Hay que reconocerle el mérito. Supongo que le gustaba el perro.

—Lo dejó en casa de Jack solo y sin calefacción. —Voy pasando las fotos que son con toda claridad incriminatorias.

—Nada le importa una mierda a menos que le convenga. Cuando no es así, se libra de una manera o de otra. Se preocupó por él cuando le convino.

—Es la historia más probable —asiento.

Miro las fotos de una cama de matrimonio deshecha, y luego otras fotos de un dormitorio pequeño que está lleno de trastos, como si a Dawn Kincaid le gustase acumularlos.

—Además, tenía otra razón para dejarlo —continúa Marino—. Si deja el perro en casa de Fielding, entonces quizá nosotros creemos que los mató a todos, y luego se mató a sí mismo. El perro está allí. La correa roja está allí. La embarcación que probablemente se utilizó para arrojar al agua el cuerpo de Wally Jamison está allí, y las prendas de Wally y el arma asesina están en el sótano de Fielding. El Navigator sin la placa de matrícula delantera está allí. Se supone que vas a creer que te seguía a ti y a Benton cuando yo salí de Hanscom. Que Fielding está loco. Que te vigila. Que te sigue, en un intento por intimidarte, espiarte, o quizá dispuesto también a matarte.

—Estaba muerto en el momento en que nos siguieron. Aunque no puedo señalar la hora exacta de la muerte, calculo que llevaba muerto desde el lunes por la tarde, lo más probable es que fuese asesinado no mucho después de llegar a casa en Salem, con la Glock que sacó del laboratorio del CFC. Era Dawn al volante del Navigator la que nos siguió el lunes por la noche. Ella es la desequilibrada. Se pegó a nuestro parachoques para asegurarse de que supiésemos que nos seguía, y luego desapareció, yo diría que desapareció de la vista en el aparcamiento de Otwahl. Nosotros acabaríamos creyendo que era Jack, quien de hecho ya había sido asesinado por ella con una pistola que supongo que después dio a su amigo, Eli, antes de asesinarlo. Pero tienes razón, es probable que ella intentase acomodar las cosas para que todo recayese en Jack, que no estaba para defenderse a sí mismo. Tendió a Jack una trampa para que pareciese que él le había tendido una trampa a Johnny Donahue. Es terrorífico.

—Tienes que conseguir que el jurado se lo crea.

—Ése es siempre el desafío, no importa el caso.

—Es malo que el perro estuviese en casa de Fielding —repite Marino—. Lo vincula con el asesinato de Eli. Demonios, en el vídeo se ve a Eli paseando al perro cuando lo mataron.

—El microchip —le recuerdo—. Lleva hasta Dawn, no hasta Jack.

—No significa nada. Él mata a Eli y luego coge al perro, y el perro conoce a Fielding, ¿no? —dice Marino, como si Sock no estuviese a unos centímetros de él, durmiendo con la cabeza apoyada en mi pierna—. El perro conocía a Fielding porque Dawn estaba allí en Salem, tenía al perro en la casa de Fielding parte del tiempo o lo que fuese. Así que Fielding mata a Eli y luego se lleva al perro cuando se va, o eso es lo que Dawn quería hacernos creer.

—No es lo que ocurrió. Jack no mató a nadie —mientras llego a la conclusión de que el apartamento de Dawn contiene el mismo tipo de miseria que observé en la casa de Fielding en Salem.

Desorden y cajas por todas partes. Prendas apiladas en montañas y dispersas en los lugares más curiosos. Los platos amontonados en el fregadero. La basura que rebosa. Montañas de periódicos, hojas impresas, revistas y, sobre la mesa del comedor, un gran número de objetos etiquetados y colocados allí por la policía, incluido un reloj deportivo con GPS que es del mismo modelo que le regalé a Fielding para su cumpleaños hace varios años, y un equipo de cirugía militar de la Guerra Civil en una caja de palo santo que es idéntica a una que le di cuando trabajaba para mí en Richmond.

Hay un primer plano de unos guantes negros, uno de ellos con una pequeña caja negra en la muñeca, que Marino describe como unos ciberguantes ligeros y flexibles con acelerómetro, treinta y seis sensores, y un receptor transmisor ultraplano integrado. Solo tengo que deducir todo esto, buscar entre sus palabras mal pronunciadas y descripciones mezcladas. Los guantes, que fueron examinados con atención por Briggs y Lucy en la escena, sirven con toda claridad para un control robótico basado en gestos, para controlar la mosca-robot que Eli tenía con él cuando fue asesinado, por la mujer que le había regalado el anillo de sello robado, que él llevaba cuando su cuerpo llegó al CFC.

—Entonces la mosca-robot estaba en el apartamento de ella —conjeturo—. ¿Benton te ha ofrecido café?

—Estoy de café hasta la coronilla. Algunos todavía no nos hemos ido a la cama.

—Estoy trabajando en la cama. No significa que haya dormido.

—Debe de ser bonito. Me gustaría quedarme en casa y trabajar en la cama. —Coge el iPad y busca entre los archivos.

—Quizá podríamos acomodar tu descripción de trabajo. Podrías trabajar en la cama cierto número de días al año, según la edad y decrepitud, que tendríamos que evaluar. Supongo que seré yo la encargada de evaluarla.

—¿Ah, sí? ¿Y quién evaluará la tuya? —Encuentra la foto que quiere que vea.

—La mía no necesita una evaluación. Es obvia para todos.

Me muestra un primer plano de la mosca-robot, solo que a primera vista es difícil de saber qué es, no es más que un objeto de alambre reluciente en un cuadrado de papel blanco en la mesa del comedor de Dawn Kincaid.

Se me ocurre que el artilugio micromécanico podría ser un pendiente. Un pendiente de plata que fue pisoteado, que es lo que se sospecha, me dice Marino. Lucy cree que la mosca robot fue pisoteada cuando los técnicos sanitarios se ocupaban de Eli. Luego Dawn la encontró cuando volvió a Norton’s Woods, probablemente vestida con el mismo abrigo de lana negro largo que llevaba en mi garaje, un abrigo que creo que era de Fielding. Un testigo afirma haber observado a un joven o una joven, la persona no está segura, con un gran abrigo negro que caminaba por Norton’s Woods con una linterna varias horas después que Eli Goldman muriese allí. El individuo con el abrigo grande estaba allí solo, y la persona que lo vio creyó que era algo curioso porque él, o ella, no iba con ningún perro, y parecía estar buscando algo mientras hacía gestos extraños con la mano.

—Tenía que venirle grande y prácticamente lo arrastraba por el suelo —dice Marino y se levanta de la cama—. No estoy diciendo que intentase parecer un hombre, pero con el pelo corto y el abrigo largo, con un sombrero y gafas o lo que sea. Siempre que no le mires las tetas. Tiene unas tetas estupendas. Tenía eso en común con su padre, ¿no?

—Nunca supe que Jack tuviese las mamas grandes.

—Me refiero que ambos tenían la misma constitución.

—Por lo tanto, volvió cuando supuso que era seguro hacerlo, y a pesar de que incluso la mosca-robot estaba muy dañada, respondió a las señales de radiofrecuencia enviadas por los ciberguantes. —Apago el iPad y se lo devuelvo.

—Creo que ella lo vio en el suelo, supuso que reflejaría la luz de la linterna y lo encontró de esa manera. Lucy dice que el artilugio estaba muerto en el lugar. Aplastado.

—¿Sabemos con exactitud lo que hace o lo que se supone que hace?

Marino se encoge de hombros, de nuevo imponiéndose sobre mí, todavía con su abrigo, que no se ha molestado en desabrocharse, como si no tuviese la intención de permanecer mucho tiempo.

—Ya sabes que no es un tema que domine. No entendí ni la mitad de lo que hablaban Lucy y el general. Solo sé que lo que se supone que esta cosa es capaz de hacer es algo que debe preocuparnos, y el Departamento de Defensa está dispuesto a realizar una inspección en Otwahl, para ver qué demonios está pasando de verdad allí. Pero no estoy seguro de que finalmente sepamos con exactitud qué diablos está pasando.

—¿Qué quieres decir?

Guarda el iPad en la caja y me responde.

—Me refiero a que me preocupa que el Gobierno sabe muy bien qué clase de investigación y desarrollo hacen allí pero no quiere que nadie más lo sepa, y después tienes a unos chicos descontrolados y la mierda que se desparrama. Creo que entiendes adónde quiero ir a parar. ¿Cuándo vuelves al trabajo?

—Es probable que hoy no —le contesto.

—Pues tenemos una montaña de cosas que hacer y deshacer —dice.

—Gracias por el aviso.

—Llámame si necesitas algo. Llamaré al hospital y te diré cómo le va a la psicópata.

—Gracias por la visita.

Espero hasta que el sonido de sus fuertes pisadas se detiene en la puerta principal, luego la puerta vuelve a cerrarse, hay una pausa, y Benton vuelve a conectar la alarma. Oigo sus pisadas, que son mucho más suaves que las de Marino, cuando pasa por delante de las escaleras, para ir hacia la parte de atrás de la casa, donde tiene su despacho.

—Venga, vamos a levantarnos —le digo a Sock, que abre los ojos, me mira y bosteza—. ¿Sabes lo que significa «adiós»? Supongo que no. No te lo enseñaron en la cárcel, solo quieres dormir, ¿no? Bueno, tengo cosas que hacer, así que vamos. Sabes, eres muy perezoso. ¿Estás seguro de que alguna vez has ganado una carrera o siquiera participado en una? No me lo creo.

Le aparto la cabeza y pongo mis pies en el suelo. Decido que debe de haber una tienda para animales por aquí cerca, que tenga todo lo que necesito para cuidar un viejo sabueso delgado y haragán, con este tiempo tan desapacible.

—Vamos a dar una vuelta. —Hablo con Sock mientras busco mis zapatillas y una bata—. Vayamos a ver qué está haciendo el agente secreto Wesley. Qué te apuestas a que está en su despacho otra vez al teléfono. Sabes, siempre está al teléfono, y estoy de acuerdo en que es muy irritante. Quizá nos lleve de compras, y entonces voy a preparar una pasta muy buena, pappardelle caseros con una salsa boloñesa bien fuerte, carne de ternera picada, vino tinto, y un montón de champiñones y ajo. Debo avisarte de antemano que tú solo comerás la mejor cocina canina. Es la regla de la casa. Estoy pensando que hoy comerás quinoa y bacalao. —Continúo hablando mientras bajamos las escaleras—. Será un bonito cambio después de tanto pollo y arroz del restaurante griego.