El Hospital Veterinario de Massachusetts tiene un servicio de emergencia de veinticuatro horas, y aunque Sock no parece sufrir ninguna angustia mientras duerme enrollado como una bola, como si fuese un chihuahua o un caniche que puede caber en el bolso, necesito averiguar todo lo que pueda sobre él. Es casi de noche, y Sock está en mi regazo, los dos en el asiento trasero del todoterreno prestado, y viajamos en dirección norte por la I-95.
Tras haber identificado al hombre que fue asesinado cuando paseaba a Sock, intento dedicar el mismo interés al galgo de carreras rescatado, porque nadie parece saber de dónde ha salido. Liam Saltz no lo sabe y tampoco sabía que su hijastro Eli tuviese un galgo o ningún animal doméstico. El conserje del edificio de apartamentos, cerca de Harvard Square, le dijo a Marino que no se permitían animales. A todas luces, cuando alquiló su apartamento allí la primavera pasada no tenía perro.
—En realidad no es necesario hacer esto esta noche —me dice Benton mientras viajamos y yo acaricio la cabeza sedosa del galgo y siento una profunda piedad por él. Tengo cuidado con sus orejas rasgadas porque no parece que le guste que se las toquen y tiene viejas cicatrices en su hocico afilado. Está tranquilo, como algo mudo. «Si pudieses hablar», pienso.
—Al doctor Kessel no le importa. Es mejor hacerlo ahora ya que estamos fuera —respondo.
—No pensaba en si le importaba al veterinario o no.
—Sé que no lo hacías. —Acaricio a Sock y tengo la sensación de que quizá podría quedármelo—. Intento recordar el nombre de la mujer que cuida a Jet Ranger.
—No sigas por ahí.
—Lucy tampoco está nunca en casa, y funciona muy bien. Creo que se llama Annette, o quizá Lannette. Le preguntaré a Lucy si Annette o Lannette podría pasarse durante el día, quizás a primera hora de la mañana. Recoger a Sock y llevarlo a la casa de Lucy para que él y Jet Ranger puedan hacerse compañía. Entonces Annette o como se llame podría traer a Sock de regreso a Cambridge durante la noche. ¿Por qué tiene que ser tan difícil?
—Le encontraremos a Sock un hogar cuando sea el momento. —Benton toma la salida de Woburn y la señal se ilumina con un verde iridiscente cuando nuestros faros la alumbran. Reduce la velocidad en la rampa.
—Vas a tener una casa preciosa —le digo a Sock—. El agente secreto Wesley acaba de decirlo. Acabas de oírlo.
—La razón por la que no puedes tener un perro es la misma razón de siempre: es una mala idea —añade la voz de Benton desde la oscuridad del asiento delantero—. Tu cociente de inteligencia baja unos cincuenta puntos.
—Entonces sería un número negativo. Menos diez o algo así.
—Por favor no comiences a hablar como un bebé, a decir sandeces, o lo que sea que dices cuando hablas de animales.
—Intento recordar dónde podemos detenernos para comprarle comida.
—¿Por qué no te dejo y voy yo a alguna tienda o supermercado a comprar algo? —sugiere Benton.
—Nada envasado. Necesito investigar primero sobre las marcas, quizá lo mejor será una ración pequeña para perros adultos porque no es ningún polluelo. Ya que hablamos de pollo, prepararemos pechuga, arroz y algo de pescado blanco, como bacalao, quizás algún cereal saludable, como la quinoa. Pero me temo que entonces tendrás que ir a un supermercado de verdad. Creo que en algún lugar de por aquí hay un Whole Foods.
En el interior del hospital veterinario me llevan por un pasillo muy largo y bien iluminado hasta los consultorios. La técnica que nos acompaña es muy amable con Sock, que se retrasa un poco. Camina suavemente sobre sus pies pequeños, se mueve con lentitud por el pasillo como si nunca hubiese corrido una carrera en su vida, como si no hubiese podido incluso.
—Creo que está asustado —le digo a la técnica.
—Son perezosos.
—¿Cómo pensar eso de un perro que puede correr a setenta kilómetros por hora? —comento.
—Cuando tienen que hacerlo, pero no quieren hacerlo. Prefieren dormir en el sofá.
—No quiero arrastrarlo. Tiene el rabo entre las patas.
—Pobrecillo. —La técnica se detiene casi cada segundo para acariciarlo.
Sospecho que el doctor Kessel avisó al personal de las tristes circunstancias del galgo, y no nos han mostrado nada más que consideración, compasión y muchísima atención, como si Sock fuese famoso, y de todo corazón espero que no lo sea. No le ayudaría en nada si las noticias sobre él se hacen públicas, se convierte en tema de charla en Internet, motivo de curiosidad, o de las habituales bromas desagradables que parecen crecer a mi alrededor. ¿Llevo a Sock a la morgue? ¿Sock está siendo entrenado como un cadáver de perro? ¿Qué hace Sock cuando llego oliendo a cadáver?
No tiene fiebre y sus dientes y encías están sanos, el pulso y la respiración son normales, y no hay ninguna señal de problemas de corazón o deshidratación, pero no le permito al doctor Kessel que le extraiga sangre y orina. Sugiero que esperemos un tiempo para una revisión a fondo, porque el perro no necesita más traumas. «Quiero que primero me conozca antes de asociarme con el dolor y el sufrimiento», le digo al doctor Kessel, un hombre delgado que parece demasiado joven para haber acabado la carrera de veterinaria. Utiliza un pequeño escáner, que él llama una varita, para localizar cualquier microchip que pudiese haber sido implantado debajo de la piel del lomo huesudo de Sock, mientras el perro está sentado en la camilla y yo lo acaricio.
—Tiene uno, un bonito chip RFID, aquí, donde debería estar, encima de los hombros —dice el doctor Kessel mientras mira lo que aparece en la pantalla de la varita—. Lo que tenemos es un número de identificación. Permítame que haga una llamada rápida al Registro Nacional de Animales Domésticos y descubriremos a quién pertenece.
El doctor Kessel hace la llamada y toma nota. Al cabo de unos minutos me da un trozo de papel con un número de teléfono y el nombre Lost Sock.
—Es todo un nombre para galgo de carrera, ¿no, chico? —le dice el veterinario al perro—. Quizás hizo honor al nombre y es por eso que lo mandaron a pastorear. Un código de zona siete-siete-cero. ¿Alguna idea?
—No lo sé.
Va al ordenador que está en una encimera, escribe el código de zona en el campo de búsqueda y dice:
—Douglasville, Georgia. Es probable que sea el consultorio veterinario. ¿Quiere llamar desde aquí y averiguar si está abierto? Pareces estar muy lejos de casa —le dice a Lost Sock, y yo ya sé que no lo llamaré así.
—Nunca más te volverás a perder —le digo cuando volvemos al coche, porque no quiero hacer la llamada delante de una audiencia.
La mujer que responde solo dice hola, como si hubiese llamado a un número particular. Le digo que llamo por un perro que tiene este número de teléfono en el microchip.
—Entonces es uno de nuestros rescatados —explica con un deje sureño—. Es probable que sea de Birmingham. Aquí van a parar muchos de ellos cuando se retiran de las pistas. ¿Cómo se llama?
Se lo digo.
—Negro y blanco, de cinco años.
—Sí. Es correcto —respondo.
—¿Está bien? ¿Está herido? No lo habrán maltratado.
—Duerme en mi regazo. Está bien.
—Es un encanto, pero todos lo son. Lo bueno de éste es que es tolerante con los gatos y los perros pequeños, y se lleva muy bien con los niños siempre que no le tiren de las orejas. Si tiene un minuto, lo buscaré en mi ordenador y veré lo que puedo averiguar sobre dónde se supone que debe estar y con quién. Recuerdo un estudiante que se lo llevó, pero no puedo recordar su nombre. En algún lugar del norte. ¿Lo han encontrado perdido o qué? ¿Desde dónde me llama? Sé que ha sido entrenado y socializado, pasó por el programa con buenas notas, así que de verdad tiene un magnífico perro, y estoy segura de que su propietario debe de estar desesperado buscándolo.
—¿Entrenado y socializado? —pregunto mientras pienso en que Sock era propiedad de un estudiante—. ¿Qué programa? ¿Su grupo de rescate se ocupa de algún programa especial que lleva a galgos a comunidades de retiro, hospitales o algo así?
—Prisiones —me dice—. Fue sacado de las carreras el pasado julio, y pasó por nuestro programa de nueve semanas donde los internos hacen el entrenamiento. En su caso, fue a la cárcel para mujeres de Georgia en Savannah.
Recuerdo que Benton me habló de una mujer encarcelada en una prisión ubicada en Savannah, la terapeuta sentenciada por molestar a Jack Fielding cuando él era un adolescente con problemas y fue enviado a vivir en un rancho cerca de Atlanta.
—Nos relacionamos con ellos porque entrenaban perros para detectar, explosivos, y pensamos ¿por qué no ver si quieren hacer algo un poco más cálido y amoroso como ocuparse de estas preciosas criaturas? —continúa la mujer. Conecto el altavoz y subo el volumen—. Las internas aprenden a tener paciencia y responsabilidad, y lo que es ser amada sin condiciones, y el galgo aprende las órdenes. En cualquier caso, Lost Sock fue entrenado por una interna en la prisión para mujeres de Georgia que dijo que lo quería para ella cuando por fin saliese, pero me temo que eso no será posible por un tiempo. Entonces fue adoptado por la persona que ella nos recomendó, la joven de Massachusetts. ¿Tiene algo con que escribir?
Ella me da el nombre de Dawn Kincaid y varios números de teléfono. La dirección es donde acabamos de estar en Salem, la casa de Jack Fielding. Dudo mucho que Dawn Kincaid viviese allí todo el tiempo, pero quizás ha estado allí a menudo. También dudo de que estuviese viviendo con Eli Goldman, pero podría ser que él le cuidase el perro. Es obvio que la conocía, ambos estaban en Otwahl, y recuerdo que Briggs dijo que la especialidad de Dawn Kincaid era la síntesis química y la nanoingeniería. Cualquiera que sea un experto en nanoingeniería podría considerar un juego de niños colocar unos micrófonos ocultos y una microcámara de vídeo en un par de auriculares. Es probable que tuviese un acceso fácil a los auriculares de Eli y la radio satélite portátil. Trabajaba con él. Su perro estaba en su apartamento, y eso significa que quizás era una visitante frecuente. Pudo haber estado ahí. Puede que tuviese una llave.
Bryce todavía está en el CFC cuando le llamo. Le digo que haga una fotocopia de la carta de Erica Donahue antes de enviarla a los laboratorios, y por favor, que encuentre el archivo y lea los números de teléfono. Los acabo de anotar y le pregunto qué pasa en el laboratorio de ADN.
—Trabajan a contrarreloj —responde Bryce—. Espero que no se te ocurra venir aquí esta noche. Descansa.
—¿El coronel Pruitt regresó a Dover o está en los laboratorios?
—Lo vi hace un rato. Está aquí con el general Briggs y algunos de los de su gente que vienen de Dover. Bueno, supongo que también son tu gente.
—Ve a ver al coronel Pruitt y pregúntale si, tal como dispuse, los perfiles de la máquina de escribir han ido al CODIS de inmediato, antes que cualquier otra cosa. ¿Lo han hecho ya? Él sabrá a qué me refiero. Pero lo importante de verdad es que quiero una búsqueda familiar, comprobar cualquier perfil con el ADN excluyente de Jack Fielding, y una búsqueda familiar hecha en CODIS que incluya una comparación con el perfil de una interna en la prisión para mujeres de Georgia en Savannah. Su nombre es Kathleen Lawler. —Le deletreo el nombre—. Es una delincuente habitual.
—¿Dónde?
—En la prisión para mujeres cerca de Savannah, Georgia. Su ADN tendría que estar en la base de datos del CODIS…
—¿Qué tiene eso que…?
—Ella y Jack tuvieron un bebé, una niña. Quiero una búsqueda familiar para ver si tenemos una coincidencia con cualquier cosa recuperada…
—¿Qué? ¿Que tuvo qué con quién?
—Y las huellas latentes en la película de plástico… —comienzo a decir.
—Vale. Ahora me estás trastornando el cerebro…
—Bryce. Pon en orden el cerebro y cállate, y es mejor que anotes todo lo que te estoy diciendo.
—Lo estoy haciendo, jefa.
—Quiero que comparen las huellas dactilares de la película con las de Fielding y conmigo, y quiero que también hagan el ADN cuanto antes. Para ver quién más pudo tocar la película. Quizá quien lo hizo alteró el parche de donde vino la película. Yo diría que Otwahl podría tener las huellas dactilares de sus empleados, tener las huellas archivadas. Un lugar tan preocupado por la seguridad. Es realmente muy importante que sepamos con exactitud quién suministró estos parches manipulados. El coronel Pruitt y el general Briggs lo entenderán.
Luego llamo a Erica Donahue mientras Benton conduce a través de Cambridge, por las mismas calles que recorrió Eli un domingo, la última vez que caminó con Sock, en su camino para encontrarse con su padrastro para chivarse de Otwahl Technologies a un hombre que podía hacer algo al respecto.
—¿Una huésped bienvenida que les visitaba con qué frecuencia? —le pregunto a la señora Donahue cuando por el altavoz me comenta que Dawn Kincaid ha estado en la casa de los Donahue en Beacon Hill muchas veces y que siempre es una huésped bienvenida. Los Donahue la adoran.
—A cenar, o solo a estar aquí, sobre todo los fines de semana. No sé si sabe que tuvo una infancia muy dura, que todo lo que ha conseguido tuvo que ganárselo a pulso. Su vida ha sido un cúmulo de desgracias, su madre muerta en un accidente de coche y después su padre que murió de una manera trágica, pero he olvidado cómo. Una chica adorable, y siempre es tan dulce con Johnny… Se conocieron cuando él comenzó a trabajar en Otwahl la primavera pasada, aunque ella es mayor, está en un programa para licenciados en el MIT, transferida desde Berkeley, creo, e increíblemente brillante y tan atractiva. ¿Cómo la conoció?
—No nos conocemos. No he tenido la oportunidad.
—En realidad, es la única amiga de Johnny. Desde luego la más íntima que ha tenido. Pero nada romántico, aunque lo he deseado, pero no creo que eso llegue a suceder. Creo que ella se ve con algún otro en Otwahl, un científico con el que trabaja allí.
—¿Sabe su nombre?
—Lo siento, no lo recuerdo, si es que lo supe. Creo que él también era de Berkeley, y acabó aquí por el MIT y Otwahl. Un sudafricano. Oí a Johnny referirse a él de una forma un tanto grosera, como el empollón afrikaans que sale con Dawn, y otros nombres que no repetiré. Y antes de eso, un gilipollas musculitos, según mi hijo, que estaba un poco celoso.
—¿Un gilipollas musculitos? —pregunto.
—Una cosa muy grosera para decirla de alguien que murió de una forma tan trágica. Es parte de su rareza.
—¿Recuerda el nombre del hombre que murió?
—No lo recuerdo. Aquel jugador de fútbol que encontraron en la bahía.
—¿Johnny habló del caso con usted?
—No va a sugerir que mi hijo tuvo algo que ver con…
La tranquilizo con calma de que no estoy sugiriendo nada por el estilo, y acabo la llamada cuando el todoterreno cruza la entrada cubierta de nieve helada de nuestro camino particular en Cambridge. Al final, debajo de las ramas desnudas de un gran roble, está la cochera de carruajes, nuestro garaje remodelado, con las puertas dobles de madera iluminada por nuestros faros.
—¿Ya te habías enterado? —le digo a Benton.
—No significa que Jack no lo hiciese. No significa que no matase a Wally Jamison, Mark Bishop y Eli Goldman —afirma—. Debemos tener cuidado.
—Por supuesto que debemos tener cuidado. Siempre tenemos cuidado. ¿No sabías nada de esto?
—No te puedo decir lo que me dijo un paciente. Pero vamos a decirlo de esta manera: lo que la señora Donahue acaba de decir es interesante, y no digo que estoy convencido acerca de Fielding. Solo digo que debemos tener cuidado porque ahora mismo no sabemos ciertas cosas a ciencia cierta. Pero lo sabremos. Te lo prometo. Todo el mundo está buscando a Dawn Kincaid. Les pasaré esta última información —dice Benton, y lo que está diciendo en realidad es que no podemos hacer nada al respecto o nada que debamos hacer al respecto, y tiene razón. No podemos salir como una partida de dos y rastrear a Dawn Kincaid, que probablemente está a mil quinientos kilómetros de aquí en estos momentos.
Benton detiene el todo terreno y apunta al garaje con el mando a distancia. Una puerta de madera se levanta y una luz se enciende en el interior para dejar a la vista su Porsche descapotable negro y otras tres plazas vacías. Mete el todoterreno junto a su coche deportivo y yo deslizo la correa por encima del largo y delgado cuello de Sock. Lo ayudo a bajarse de mi falda, y luego a salir del asiento trasero y pasar al interior del garaje, donde hace mucho frío debido a la ventana que falta en la parte de atrás. Llevo a Sock por el suelo de caucho y miro a través del agujero negro abierto nuestro patio trasero cubierto de nieve. Está oscuro, pero veo la nieve revuelta, un montón de pisadas, los chicos del vecindario que utilizan una vez más nuestra propiedad como un atajo, y esto tiene que acabarse. Tenemos un perro, y yo haré que tapien el patio trasero o pongan una cerca. Seré la vecina amargada y quejica que no permite intrusos.
—Vaya broma —le comento a Benton cuando salimos del garaje separado y caminamos por la calzada resbaladiza y nevada, la noche muy fría, blanca e inmóvil—. Decides poner un sistema de alarma en el garaje, y ahora tenemos uno que no funciona y cualquiera puede entrar. ¿Cuándo vamos a poner una ventana nueva?
Vamos hacia la puerta de atrás y caminamos con cuidado sobre la nieve. A Sock no le gusta, levanta las patas como si estuviese caminando sobre ascuas y tiembla. Los árboles oscuros se sacuden con el viento, el cielo nocturno salpicado de estrellas, la luna pequeña y de color blanco hueso muy por encima de los techos y árboles de Cambridge.
—Es una mierda —dice, y pasa las bolsas de la compra a su otro brazo para buscar la llave de la puerta—. Me aseguraré de que vengan mañana. Es que no he estado por aquí y alguien tiene que estar en casa.
—¿Qué te parece si ponemos una cerca atrás para Sock? De forma que lo podamos soltar y no preocuparnos de que se escape.
—Dijiste que no le gustaba escaparse. —Benton abre la puerta de la galería acristalada.
Más allá están las siluetas oscuras de los árboles de Norton’s Woods. El edificio de madera con su tejado metálico de tres niveles es una mole sombría contra el telón de la noche, ninguna luz en el interior. Siento pena cuando miro las oficinas centrales de la Academia Americana de Artes y Ciencias y pienso en Liam Saltz y su hijastro asesinado. Me pregunto si la mosca-robot averiada todavía estará en algún lugar de por allí, enterrada y congelada, ya no viva, como dice Lucy, porque el sol no la puede encontrar. Tengo la curiosa sensación de que alguien la tiene. Decido que quizás el FBI. Quizá la gente de la DARPA, del Pentágono. Quizá Dawn Kincaid.
—Creo que necesitaremos ponerle botas —digo—. Fabrican unas botas pequeñas para perros. Necesita algo por el estilo, así no se lastimará las patas en el hielo y la nieve helada.
—No irá muy lejos con este frío. —Benton abre la puerta y la alarma comienza a pitar—. Confía en mí. Te costará lo tuyo hacer que salga con este tiempo. Espero que esté acostumbrado a estar dentro de una casa.
—Necesita un par de abrigos. Me sorprende que Eli, Dawn o quien fuese no tuviese abrigos para él. Aquí los galgos los necesitan. A decir verdad ésta no es la mejor parte del mundo para los galgos, pero es lo que hay, Sock. Vas a estar caliente, bien alimentado y muy a gusto.
Benton teclea el código en el teclado y vuelve a conectar la alarma en el instante que cierra la puerta detrás de nosotros, y Sock se apoya contra mis piernas.
—Tú enciende el fuego y yo serviré las copas —le digo a Benton—. Luego prepararé el pollo y el arroz y quizás haga bacalao y quinoa, pero no ahora mismo. Lleva comiendo pollo y arroz todo el día, y no quiero que se ponga enfermo. ¿A ti qué te apetece? ¿O quizá debo preguntar qué hay en casa?
—Queda algo de pizza en el congelador.
Enciendo las luces, y los vitrales en el hueco de la escalera son oscuros pero se verán preciosos desde el exterior, iluminados por las luces dentro de la casa. Imagino escenas de la vida campestre francesa iluminadas brillantemente cuando saque a Sock por la noche y lo alegre que será. Me imagino jugando con él en el patio de atrás en primavera y verano, cuando hace calor, y ver las vibrantes ventanas encendidas por la noche y lo pacífico y civilizado que será. Vivir al costado de Harvard y venir a casa después del despacho para encontrarme con mi viejo perro. Plantaré una rosaleda en el patio de atrás, y pienso en lo bonito que suena.
—Nada de comer para mí ahora mismo —dice Benton y se quita el abrigo—. Vamos por orden. Por favor, una copa bien fuerte.
Va a la sala de estar, y las uñas de Sock golpean contra la madera dura, luego no hacen ruido en las alfombras cuando pasamos de habitación en habitación y vamos a la cocina, donde lo siento apoyado contra mis piernas cuando abro los armarios de color cerezo oscuro que hay sobre los electrodomésticos de acero inoxidable. Cada vez que me muevo, él se mueve y se aprieta contra mí, apoyándose contra mis pantorrillas mientras saco los vasos, luego los cubitos del congelador y una botella de nuestro mejor whisky escocés, un Glenmorangie de veinticinco años, regalo de Navidad de Jaime Berger. Se me parte el corazón cuando sirvo las bebidas y pienso en la separación de Lucy y Jaime, las personas muertas, lo que Fielding ha hecho con su vida, y que ahora está muerto. Se ha estado matando a sí mismo desde el principio, y luego alguien lo remató, apoyó una Glock en su oreja izquierda y apretó el gatillo, probablemente cuando estaba de pie cerca del congelador criogénico donde guardaba el semen robado antes de enviarlo a esposas, madres y amantes de los hombres que murieron jóvenes.
¿En quién confiaría tanto Fielding como para permitirle entrar en su bodega, compartir su empresa ilegal, dejar que utilizase su casa del capitán de barco y probablemente todo lo que tenía? Recuerdo lo que su antiguo jefe me dijo, el jefe de Chicago. Comentó que se alegraba de que Jack fuese a Massachusetts para estar cerca de la familia, solo que no se refería a Lucy, Marino, ni a mí, a ninguno de nosotros, ni siquiera a su actual esposa y sus dos hijos. Tengo la sensación de que el jefe se refería a alguien que yo nunca supe que existía antes de ahora, y si yo no hubiese sido tan egoísta, quizás la idea se me hubiese ocurrido antes.
Qué típico de mí asumir tanta importancia en la vida de Fielding, cuando él no estaba pensando en absoluto en mí cuando le dijo a su antiguo jefe lo que dijo sobre la familia. Lo más probable es que Fielding se refiriese a la hija de su primer amor, probablemente la primera mujer con la que había estado, la terapeuta del rancho cerca de Atlanta que dio a luz a su hija, y luego renunció a ella de la misma manera que Fielding había renunciado. Una niña con una carga genética, como dijo Benton, que acabaría por conducirla a la cárcel, o tal vez a la muerte. Ella se trasladó aquí el año pasado desde Berkeley, y luego Fielding vino aquí desde Chicago.
—Mil novecientos setenta y ocho —digo cuando entro en la oscura y cómoda sala de estar, con las librerías empotradas en las paredes y las vigas del techo a la vista. Las luces están apagadas, el fuego crepita en el hogar de ladrillos y vuelan las chispas mientras Benton mueve un tronco con un atizador—. Debe de tener más o menos la edad de Lucy, alrededor de los treinta y uno. —Le doy la copa de whisky, una generosa cantidad con solo un par de cubitos de hielo. El whisky parece cobrizo a la luz del fuego. ¿Crees que es ella? ¿Qué Dawn Kincaid es su hija biológica? Porque yo sí. Y espero que tú no lo supieses ya.
—Te prometo que no. Si es que es verdad.
—Tú no estabas centrado en Dawn Kincaid o el bebé que Fielding tuvo con la mujer de la cárcel.
—De verdad que no. Piensa en lo reciente que ha sido todo esto, Kay. —Nos sentamos uno al lado del otro en el sofá, y entonces Sock se acomoda en mi regazo—. Fielding no estaba en el radar de nadie hasta la semana pasada, al menos no por algo delictivo, nada violento. Pero yo tendría que haberme tomado la molestia de seguir la pista del bebé adoptado —añade Benton. Parece un tanto enfadado consigo mismo—. Sé que habría acabado por hacerlo. No lo había hecho todavía porque no me pareció importante.
—No lo era en el gran esquema global, ni tampoco en ese momento. No estoy intentando ponerte a la defensiva.
—Sé por los archivos que revisé que el bebé, una niña, fue dado en adopción cuando su madre estaba en la cárcel por primera vez. Una agencia de adopciones en Atlanta —explica—. Quizás intentó buscar a sus padres biológicos como hacen otros niños adoptados.
—Con lo lista que es, sin duda no le resultó muy difícil.
—Joder. —Benton bebe un sorbo de whisky—. Siempre acaba siendo eso que creías que no importaba, la única cosa que crees que puede esperar.
—Lo sé, lo sé. Es así como funciona casi siempre. Ese detalle acerca del cual no te quieres tomar ninguna molestia.
Estamos sentados en el sofá, miramos el fuego. Sock está enroscado encima de mí. Se ha pegado a mí. No deja que me pierda de vista. Tiene que tocarme, como si estuviera seguro de que desapareceré y él volverá a verse abandonado en una casa ruinosa donde ocurren cosas terribles.
—Creo que existen muchas probabilidades de que será eso precisamente lo que nos dirá el ADN de Dawn Kincaid —continúa Benton en un tono apagado—. Ojalá lo hubiese sabido antes, pero no encontré ninguna razón para investigarlo.
—No hace falta que continúes repitiéndolo. ¿Por qué razón ibas a investigarlo? ¿Qué relación podía tener un bebé que él tuvo cuando era un adolescente con lo que ha estado pasando?
—Es obvio que podía tenerla.
—Eso lo dices en retrospectiva.
—Sé que le escribía a Kathleen Lawler, que le enviaba e-mails, pero no había nada criminal en eso, ni siquiera nada sospechoso, y ninguna mención de nadie con el nombre de Dawn, solo un interés que tenían en común. Recuerdo esa frase, el interés que compartían. Pensé que se estaba refiriendo a un crimen, su viejo crimen y cómo les había cambiado para siempre, que ése era el interés que tenían en común —dice como lamentándose, e intenta deducirlo mientras habla—. Ahora tengo que preguntarme si el interés que compartían pudo ser su hija, y si ésta es Dawn Kincaid. Por desgracia, Jack nunca pudo dejar atrás esa parte de su vida. Continuaba vinculado a Kathleen Lawler y con toda probabilidad ella a él. Luego una hija que heredó su inteligencia, sus partes buenas y malas. También las partes buenas y muy malas de su madre. Vete tú a saber todos los lugares en los que ha estado su hija. Pero que nunca vivió con su padre y sospecho que nunca supo quién era mientras crecía. Por supuesto, todo esto no son más que conjeturas.
—No te creas. Es como una autopsia. La mayor parte del tiempo me dice lo que ya sé.
—Temo lo que podamos saber. De verdad que lo temo. Se trata de una historia de horror. Para que después hablen de la mala semilla y los pecados del padre.
—Alguien diría que en este caso fueron los pecados de la madre.
—Debería hacer algunas llamadas —dice Benton mientras bebe y se sienta delante del fuego, mirándolo.
Está furioso consigo mismo. No puede tolerar no haber visto esa cosa, como él la llama. En su mente tendría que haber hecho que fuese de la máxima prioridad buscar al bebé dado a luz por una mujer en la cárcel hace más de treinta años, y ciertamente es poco razonable. ¿Por qué iba a creer que era importante?
—Jack nunca me mencionó a Dawn Kincaid o a una hija que había sido dada en adopción, absolutamente nada por el estilo.
No tenía ni idea. —El whisky me ha entonado. Acaricio a Sock, noto los bultos de sus costillas como una tabla de lavar, y siento la tristeza que se ha calado en mi interior y no se va—. De verdad, dudo mucho que alguna vez haya vivido con él hasta hace muy poco. No veo ninguna posibilidad. No en Richmond, de ninguna manera. Y es muy poco probable que sus esposas hubiesen tolerado que una hija de una primera relación delictiva fuese parte de sus vidas, suponiendo que lo supiesen. Lo más probable es que no se lo dijese, excepto la alusión a sus dificultades con casos relacionados con niños muertos. Si es que alguna vez llegó a decírselo a las mujeres de su vida.
—Te lo dijo a ti.
—Yo no era una mujer en su vida. Yo era su jefa.
—Eso no es todo.
—Por favor no empieces otra vez, Benton. De verdad. Comienza a ser ridículo. Sé que estás de malhumor y ambos estamos cansados.
—Pienso que no fuiste sincera conmigo. No me importa lo que hiciste entonces. No tengo derecho a inmiscuirme en lo que hiciste antes de que estuviésemos juntos.
—Vale, te importa, y tienes todo el derecho a que te importe cualquier cosa que quieras. ¿Pero cuántas veces te lo tengo que decir?
—Recuerdo la primera vez que nos encontramos.
—Qué anticuado suena. Como dos personas un domingo por la noche en los años cincuenta. —Busco su mano.
—Mil novecientos ochenta y ocho, aquel sitio italiano en el Fan. ¿Te acuerdas de Joe’s?
—Cada vez que salía con los polis, siempre acabábamos allí. Nada como aquel enorme plato de espaguetis después de una escena de un homicidio.
—No hacía mucho que eras jefa. —Benton le habla al fuego, y acaricia mi mano con suavidad, nuestras manos apoyadas en Sock—. Te pregunté por Jack porque tú te mostrabas tan diligente con él, tan atenta, tan pendiente, y me pareció que era poco habitual. Cuanto más te preguntaba, más evasiva te mostrabas. Nunca lo he olvidado.
—No era por él —respondo—. Era por la manera como me sentía hacia mí misma.
—Debido a Briggs. No es un hombre fácil del cual recibir órdenes. Y no me refiero a la manera como salieron las cosas. No que tú tuvieses que estar debajo de él o de nadie. Quizás encima.
—Por favor, no seas sarcástico.
—Bromeo, y los dos estamos muy cansados y molestos para bromas. Te pido disculpas.
—De todas maneras, lo que ocurrió es culpa mía. No lo culpo a él ni a nadie —continúo—. Pero en aquel entonces él era Dios para alguien como yo. De verdad, estaba muy protegida. Creo que no había hecho nada más que ir a la escuela, estudiar, consumida por las residencias. Dios, cuántos años, como un largo sueño de trabajar duro y dormir de cuando en cuando, y por supuesto hacer lo que me ordenaban las personas con autoridad. Los primeros días casi sin protestar. Porque sentía que no merecía ser médico. Tendría que haberme ocupado de la pequeña tienda de comestibles de mi padre, ser esposa y madre, vivir con sencillez como todos los demás de mi familia.
—John Briggs era la persona más poderosa con la que te habías cruzado. Comprendo la razón —señala Benton, e intuyo que él quizá conoce a Briggs mejor de lo que me había imaginado. Me pregunto cuánto habrán hablado en estos pasados seis meses, no solo de Fielding sino de todo.
—Por favor, no te sientas amenazado por él —digo y me pregunto qué sabe Benton de Briggs y, sobre todo, qué sabe Benton de mí—. Mi pasado con él ya no importa. Y de todas maneras era mi percepción. Necesitaba que él fuese poderoso. En aquel entonces lo necesitaba.
—Porque tu padre era todo menos poderoso. Todos aquellos años que estuvo enfermo, contigo cuidándolo, haciéndote cargo de todo. Necesitabas a alguien que cuidase de ti por una vez.
—Y cuando por fin consigues lo que quieres, adivina lo que pasó. John se ocupó muchísimo de mí. Aunque creo que sería más acertado decir que yo misma cuidé de mí. Sabía —mejor dicho, fui persuadida— que iba contra mi conciencia, y dejé que me llevasen a hacer algo que no estaba bien.
—Política —dice Benton como si lo supiese.
—¿Qué sabes tú de lo que ocurrió entonces? —Lo miro, y las sombras se mueven en su rostro apuesto iluminado por el fuego.
—Creo que son algo así como dos años de servicio por cada año de facultad de medicina o derecho pagados por los militares. Así que a menos que mi aritmética esté muy equivocada, tú le debías al Gobierno de Estados Unidos ocho años de servicios en las Fuerzas Aéreas, para ser más precisos, en el AFIP y en el AFME.
—Seis. Acabé Hopkins en tres años.
—Vale, así es. Pero serviste cuánto, ¿un año? Y cada vez que te lo preguntaba, me contabas la misma historia sobre el AFIP, que deseaba montar un programa de becas en Virginia y que decidieron ponerte allí de jefa.
—Comenzamos un programa de becas del AFIP. En aquellos días no había tantas oficinas si eras del AFIP y querías especializarte en ciencias forenses. Así que añadimos Richmond. Y ahora, por supuesto, nosotros. El CFC. Nos estamos preparando para eso muy pronto. En cualquier momento lo tengo que poner en marcha.
—Política —repite Benton, y bebe un sorbo de whisky—. Siempre te has sentido culpable por algo, y cuanto más lo pensaba, más creía que era Jack. Porque tú habías tenido una aventura con él, habías repetido su herida original. Una mujer poderosa responsable de él que había mantenido relaciones sexuales con él, convirtiéndolo de nuevo en víctima, devolviéndolo a la escena del crimen original. ¿Y qué significaba eso para ti? Hubiese sido imperdonable.
—Excepto que no lo hice.
—Lo juras.
—Lo juro.
—En cualquier caso, hiciste algo. —No parará hasta que lo tengamos delante de nosotros.
—Sí, lo hice, pero fue antes de Jack —respondo.
—Tú hiciste lo que te ordenaron, Kay. Tienes que dejarlo correr —dice, porque lo sabe. Es obvio.
—Nunca se lo dije a las familias —añado, y Benton no dice nada—. Las dos mujeres asesinadas en Ciudad del Cabo. No podía llamar a las familias y contarles cómo había ocurrido de verdad. Creían que se trataba de un crimen racial, cosa de las bandas durante el Apartheid. Decir que un gran número de blancos eran asesinados por los negros porque en aquel entonces les convenía a ciertos líderes políticos. Querían que fuese verdad. Cuantos más, mejor.
—Aquellos líderes ya no están, Kay.
—Tendrías que ocuparte de hacer esas llamadas telefónicas, Benton. Llama a Douglas o a quien sea y háblales de Dawn Kincaid, de quién es probablemente y de los análisis que he ordenado.
—La Administración Reagan acabó hace años, Kay. —Benton hará que hable de aquello, y estoy convencida de que ya lo ha tratado antes. Es probable que Briggs le dijese algo, porque Briggs sabe muy bien hasta qué punto me persigue todo aquello.
—Lo que yo hice no se ha acabado —afirmo.
—Tú no hiciste nada malo. No tuviste nada que ver con sus muertes. No necesito saber todos los detalles para afirmarlo —manifiesta Benton, que entrelaza sus dedos con los míos, y nuestras manos unidas suben y bajan con suavidad al ritmo marcado por la respiración de Sock.
—Tengo la sensación de que todo tiene que ver con eso —respondo.
—No es verdad —dice Benton—. Lo hicieron otras personas, y tú te viste obligada a guardar silencio. ¿Sabes con cuánta frecuencia no puedo decir lo que sé? Toda mi vida ha sido así. La alternativa es hacer las cosas peor. Ésa es la prueba. Decirlo empeora las cosas y hace que los demás sean perseguidos y mueran. Primum non nocere. Lo primero es no causar daño. Ése es siempre el rasero de medir, y estoy segurísimo de que tú haces lo mismo.
Ahora mismo no necesito una lección.
—¿Crees que ella lo hizo? —pregunto, mientras Sock respira tranquilo, contento, como si hubiese vivido aquí siempre y fuese su hogar—. ¿Los mató a todos?
—Es lo que me pregunto. —Mira su copa, y la bebida toma el color de la miel con la luz del fuego.
—¿Sacar a Jack de su miseria?
—Es probable que lo odiase —dice Benton—. Por eso debió sentirse atraída hacia él, quería conocerlo como adulta, si es eso lo que hizo.
—Pues yo no creo que él esposase a Wally Jamison en el sótano y lo matase a hachazos. Si Wally fue a la casa de Salem por propia voluntad, es probable que fuese por invitación de Dawn, para verla. Quizá para participar en alguna fantasía, un juego, un macabro juego sexual en Halloween. Quizás ella hizo lo mismo con Mark Bishop, y cuando los tuvo bajo su control, bajo su hechizo, tal como quería tenerlos, atacó. Un subidón, una emoción, para alguien así de diabólico.
—La segunda esposa de Liam Saltz, la madre de Eli, es sudafricana —me explica Benton—. Como lo es su esposo de un matrimonio anterior, el padre biológico de Eli. Y Eli llevaba el anillo que con toda probabilidad fue sustraído de la casa de los Donahue, puede que se lo llevase junto con la máquina de escribir y el papel de carta. Quizás utilizó el esparadrapo para recoger fibras, rastros, ADN de la casa de los Donahue cuando estuvo allí. Conseguir que la carta pareciese que había sido enviada por la madre, asegurarse de que la coartada de Johnny se debilitaba todavía más.
—Ahora estás pensando de la misma manera irracional que yo —digo con voz irónica—. Eso es lo que creo que sucedió, o algo muy parecido.
—El juego —musita Benton en el tono que utiliza cuando detesta lo que alguien hace—. Juegos y más juegos, unas tragedias muy elaboradas e intrincadas. No veo la hora de encontrarme con esa maldita puta. De verdad que no puedo esperar.
—Quizás hayas tomado demasiado whisky.
—Ni siquiera la mitad. ¿Quién mejor para manipular a Johnny Donahue que alguien así, una mujer que es mayor y con un cerebro fantástico? ¿Plantar la idea en la cabeza de ese pobre chico de que él asesinó a un niño de seis años, mientras alucinaba y tenía lapsus de memoria debido a las drogas que ella añadía en su medicación? Que añadió a los parches de Fielding y quién sabe a quién más. Una mujer ponzoñosa que destruye personas a las que se supone que ama, les hace pagar por cada crimen cometido contra ella, y si a eso le sumas su predisposición genética y quizás el mismo cóctel que le suministraba a Fielding.
—Como se suele decir, ésa sería la tormenta perfecta.
—Veamos la clase de máquina asesina que puedo ser y salirme con la mía —comenta Benton en ese tono tan propio, y si pudiese mirar a sus ojos, sé que allí también estaría. Un desprecio total—. Y cuando se acaba, no queda nadie en pie excepto ella. A prueba de balas.
—Puede que tengas razón. —Recuerdo la caja que dejé en el coche—. ¿Por qué no haces tus llamadas telefónicas?
—Esquiva, sádica, manipuladora, narcisista.
—Supongo que hay personas que pueden ser todo eso. —Dejo mi copa en la mesa de centro y levanto a Sock de mi regazo y lo dejo en la alfombra.
—Algunas personas lo son.
—Me olvidé la caja que Briggs dejó para mí —digo y me levanto del sofá—. Me llevo a Sock conmigo. ¿Estás listo para hacer tus cosas? —le pregunto al perro—. Luego calentaré la pizza. Supongo que no debe de haber nada para preparar una ensalada. ¿Qué demonios has estado comiendo todo el tiempo que he estado ausente? Deja que adivine. Has ido al restaurante chino de comida para llevar y has estado comiendo de eso durante tres días.
—Pues no estaría mal para cenar ahora.
—Incluso es probable que lo hayas estado haciendo toda la semana.
—Mejor tu pizza, por supuesto.
—No intentes hacerme la pelota —respondo.
Voy a la cocina a buscar la correa de Sock y se la paso alrededor del cuello. Encuentro una linterna en un cajón, una vieja Maglite que Marino me dio hace años, de aluminio, larga y negra, con pilas grandes, que trae a mi memoria los viejos tiempos, cuando la policía llevaba unas linternas del tamaño de porras en lugar de que todo fuese tan pequeño, o las linternas SureFire que prefiere Lucy y que Benton guarda en su guantera. Desactivo el sistema de alarma y me empiezo a preocupar por Sock, por el frío que hace, y entonces, cuando bajamos los escalones de atrás, en la oscuridad, me percato de que no me he puesto abrigo, y advierto que el sensor de luces adosado al garaje está desconectado. Intento recordar si estaba apagado hace una hora o poco más cuando llegamos a casa, pero no estoy segura. Hay demasiadas cosas que reparar, demasiadas cosas que cambiar, tanto que hacer. ¿Por dónde comenzaré cuando llegue mañana?
Benton no cerró la puerta del garaje, porque ¿qué sentido tendría con una ventana rota del tamaño de una pantalla grande? En el interior de la cochera remodelada está oscuro y hace frío. El aire sopla a través del cuadrado negro que apenas si alcanzo a ver. Enciendo la linterna y no funciona. Las pilas deben de estar casi agotadas. Un poco estúpido por mi parte no haberlo comprobado antes de salir de casa. Apunto con el mando a distancia al todoterreno y la cerradura se abre pero la luz interior no se enciende porque es un maldito coche del FBI, y el agente especial Burke no tiene una luz interior que se encienda. Busco en el asiento trasero la caja, que es bastante grande, y me doy cuenta de que no será fácil de cargar y al mismo tiempo ocuparme de Sock. De hecho, no puedo hacerlo.
—Lo siento, Sock —le digo al sabueso cuando lo siento temblar contra mis piernas—. Sé que aquí hace frío. Solo dame un minuto. Lo siento. Me parece que estás descubriendo que soy una persona muy estúpida.
Utilizo la llave del coche para cortar la cinta adhesiva en la parte superior de la caja y saco un chaleco que me es conocido pese a que no he analizado esta marca en particular, pero reconozco el tacto del nailon grueso y la rigidez de las placas cerámicas de Kevlar, que Briggs o alguien colocó en los bolsillos interiores. Quito las cintas de Velcro en los costados para abrir el chaleco y poder colgármelo del hombro. Noto el peso del chaleco colgado mientras cierro la puerta del coche, y Sock se aparta de mí como un conejo asustado. Me arranca la correa de la mano.
—No es nada más que la puerta del coche, Sock. No pasa nada, ven aquí, Sock… —comienzo a llamarlo al mismo tiempo que algo más se mueve en el interior del garaje cerca de la ventana abierta. Me vuelvo para ver qué es, pero está demasiado oscuro.
—¿Sock? ¿Eres tú el que está ahí?
El aire oscuro y frío se mueve a mi alrededor. El golpe a mi espalda es como un martillazo que me pega entre los omóplatos, como si un dragón furioso me estuviese atacando, y pierdo el equilibrio.
Oigo un alarido agudo y un siseo, y una niebla caliente y húmeda me salpica la cara mientras caigo contra el todoterreno y ataco con la linterna con todas mis fuerzas. La linterna golpea como un bate contra algo duro, que cede a causa del golpe y luego se mueve. Repito el movimiento y le pego a algo de nuevo, algo que se nota diferente. Huelo el olor a hierro de la sangre y la pruebo en mis labios y en mi boca mientras golpeo una y otra vez al aire. Entonces se encienden las luces. El resplandor me deslumbra. Estoy cubierta con una fina película de sangre como si me hubiesen rociado. Benton está en el garaje, apuntando con una pistola a una mujer con un gran abrigo negro que yace boca abajo en el suelo de goma. Veo la sangre que se amontona debajo de la ensangrentada mano derecha, y cerca, la punta de un dedo amputada con una uña postiza francesa. No muy lejos hay un cuchillo con una delgada hoja de acero y un grueso mango negro con un botón de descarga en la brillante guarda metálica.
—¿Kay? ¿Kay? ¿Estás bien? ¡Kay! ¿Estás bien?
Me doy cuenta de que Benton me grita mientras estoy en cuclillas junto a la mujer, le toco el costado del cuello y le encuentro el pulso. Me aseguro de que respira y después le doy la vuelta para mirar sus pupilas. Ninguna de la dos está fija. El rostro está bañado en sangre como consecuencia de los golpes de la linterna. Me sorprende el parecido, el pelo rubio oscuro corto, las facciones fuertes y el labio inferior grueso, muy parecido al de Jack Fielding. Incluso las orejas pequeñas y pegadas a los costados son como las suyas. Noto la fuerza en su tronco, en los hombros, aunque no es una persona grande, quizás un metro sesenta y cinco, o sesenta y siete, delgada, pero con huesos grandes como su padre muerto. Todo esto inunda mis sentidos mientras le digo a Benton que vaya corriendo a la casa y llame a urgencias, y traiga un cubo de hielo.