21

La mancha en la pared encalada es fea y oscura. Está a un metro ochenta por encima del suelo de piedra, seguramente donde estaba la cabeza y el cuello de Wally Jamison cuando le colocaron los grilletes y le golpearon y sajaron hasta matarlo.

A partir de la mancha más grande hay una constelación de salpicaduras como cabezas de alfiler, diminutas marcas negras que vistas de cerca son alargadas, anguladas, por la sangre desprendida del arma cuando se movía repetidamente, cuando se ensangrentaba una y otra vez al impactar en la carne humana. Imagino el hacha que mencionó Pruitt y estoy de acuerdo con él. Qué terrible manera de morir. Luego pienso en el cuchillo de inyección. Otra horrorosa manera de morir. Sadismo.

—Sin duda tenía un sistema para registrar las muestras —le digo a Pruitt con la mirada puesta en los investigadores de amarillo brillante, que se mueven a gatas, algunas de ellos personas que no conozco. Quizá Saint Hilaire de Salem. Quizá Lester «Lawless» Law de Cambridge. No estoy segura de quién está aquí, solo que el FBI está trabajando junto a un grupo especial de trabajo formado por investigadores de varios departamentos, miembros del North Eastern Massachusetts Law Enforcement Council, el NEMLEC—. Si de verdad estaba vendiendo semen extraído —continúo con mi línea de razonamiento—, diría que tenía un sistema para registrar los especímenes. —Dirijo su atención a los trozos de etiquetas todavía adheridos a los cristales rotos del suelo—. Encontrar dicha información nos ayudaría con la identificación, quizá nos daría una información preliminar que después verificaríamos a través del ADN. Si todos estos especímenes vinieron de casos del CFC, tendríamos que tener el ADN en las tarjetas con la sangre en el expediente de cada caso.

—Sé que Marino se ocupa de eso, tiene a alguien buscando todos los casos de hombres jóvenes que pudieran haber sido candidatos viables. Sobre todo si Fielding hizo las autopsias.

—Con el debido respeto, la orden la he dado yo, no Marino. —Oigo el tono defensivo que no puedo evitar en mi voz, pero ya estoy un tanto harta de mi nuevo autodesignado jefe Pete Marino. He oído demasiadas referencias que implican que él está al mando de mi oficina.

—Todavía no hemos encontrado un registro —añade Pruitt—. Pero Farinelli se está encargando del ordenador de Fielding, que estaba tan muerto como lo estaba él cuando llegamos aquí. Quizás el registro esté allí.

Siempre me resulta extraño cuando los investigadores se refieren a mi sobrina por su apellido. Lucy debe de estar en la casa vecina, donde no hay luz ni calor, a menos que haya vuelto la electricidad. Me doy cuenta de que aquí abajo podría no saberlo, dado que estamos utilizando luces de emergencia traídas y montadas. Me acerco a una caja abierta cerca del pie de las escaleras donde encuentro una linterna, y vuelvo a la pared para alumbrar la mancha de sangre y ver qué más me puede decir antes de mirar a la persona que supuestamente las causó, mi director adjunto, que trabajaba solo en su Casita de la Muerte. «Mi director adjunto, el lobo solitario que no tuvo ayuda en todo esto», pienso con escepticismo y cada vez más furiosa con la policía, el FBI, con todos los que comenzaron a trabajar en la escena sin mí.

Debajo de la mancha oscura de la pared encalada está la correspondiente zona oscura en el suelo blanco, una miríada de gotas que se combina para formar una mancha sólida, que puedo decir que era un charco de sangre casi negro y escamoso. Una parte se ha filtrado en las piedras porosas. Algunas de las gotas en el borde de la zona manchada son círculos perfectos, con solo una pequeña distorsión en los bordes por la aspereza de la piedra, salpicaduras pasivas de la hemorragia de la víctima. Otras manchas están desparramadas porque alguien, lo más lógico el atacante, las pisó, o arrastró algo sobre ellas cuando todavía estaban frescas. Supongo que quizás arrastró la alfombra y los tableros de madera por encima de ellas. Las únicas manchas de sangre que muestran la dirección de trayectoria son aquéllas en la pared y en el techo, negras y alargadas o en forma de lágrimas, y creo que la mayoría de ellas fueron proyectadas por los repetidos movimientos e impactos del arma.

La víctima estaba de pie cuando sangró, al parecer esposada a la pared, y lo que no puedo decir es en qué momento se produjo al menos uno de los golpes mortales. ¿Ocurrió al principio o más tarde? «Cuanto antes mejor». No dejo de pensar en lo que imagino que se hizo, y reconstruyo el dolor, el sufrimiento y por encima de todo su terror. Espero que no haya estado sometido al abuso durante mucho tiempo cuando le cercenó una arteria, lo más probable la carótida en el lado izquierdo del cuello. La característica huella en la pared es de sangre arterial, que mana a gran presión gracias a los latidos del corazón. Recuerdo las fotografías que vi, los profundos cortes en el cuello.

Wally Tamison solo hubiese vivido apenas unos minutos después de recibir semejante herida. Me pregunto durante cuánto tiempo duraron los cortes y los golpes después de que fuese demasiado tarde para hacerle más daño. Me pregunto por la rabia. Y por cuál pudo haber sido la vinculación entre Wally Jamison y Jack Fielding. Tiene que ser algo más que solo el hecho de ir al mismo gimnasio. Wally iba a las clases de artes marciales, y hasta donde se sabe, no conocía a Johnny Donahue, Eli Goldman o Mark Bishop. Tampoco trabajaba o estaba de prácticas en Otwahl, y al parecer no tenía nada que ver con la robótica y otras tecnologías. Lo que sé de Wally Jamison es que era de Florida, un estudiante en su último año en el BC, donde estudiaba historia y gozaba de cierta celebridad gracias al fútbol, a las fiestas y a ser lo que se llama un galán. No se me ocurre ninguna razón por la que Fielding pudiera conocerlo, a menos que fuese en algún encuentro casual, quizá a través del gimnasio y luego quizás las drogas, el cóctel hormonal que Benton mencionó.

El análisis toxicológico de Wally Jamison dio negativo para drogas ilegales o terapéuticas, y para el alcohol. Pero no buscamos esteroides porque no forma parte de la rutina, solo se buscan si se tiene una razón para sospechar que la muerte puede estar relacionada con ellos. La causa de la muerte de Wally no estaba en duda. No había ninguna razón para creer que los esteroides lo habían matado, al menos no de forma directa, y ahora quizás es demasiado tarde para volver atrás. No vamos a conseguir otra muestra de su orina, aunque podemos intentar analizar su pelo. Las moléculas de las drogas, incluidos los esteroides, pueden haberse acumulado en el interior del cabello. Un análisis como ése requeriría tener mucha suerte para detectar esteroides, y no nos va a decir si Wally los consiguió de Fielding, si lo conocía o si fue asesinado por él. Pero estoy dispuesta a investigar cualquier cosa, porque mientras miro este sótano y veo la forma del cuerpo de Fielding debajo de una sábana en el suelo, quiero saber por qué. Quiero saberlo y no aceptaré que la causa fue su locura, que había perdido el juicio. No es suficiente.

Vuelvo a la caja cerca de las escaleras, encuentro unas rodilleras y me las pongo antes de arrodillarme junto a la sábana azul redondeada. Cuando la aparto del rostro de Jack Fielding no estoy preparada para lo real que parece. Ésa es la palabra que viene a mi mente, «real», como si todavía estuviese aquí, como si estuviese dormido pero no se sintiese bien. No hay nada vital o vibrante en él, y mi cerebro recorre los detalles que veo, los mechones de pelo rígidos por el gel que utiliza para disimular la calvicie, las manchas rojas en su rostro, que está hinchado y pálido. Quito la sábana que cruje cuando la aparto de mi camino, me siento sobre los talones de mis botas de goma y lo miro en su totalidad, me fijo en su pelo castaño claro que ralea en la coronilla, en las partes calvas, y en la sangre seca alrededor de la oreja y encharcada debajo de la cabeza.

Imagino a Fielding apuntando el cañón de su Glock hacia el interior de su oreja izquierda y apretando el gatillo. Intento entrar en su mente, intento conjurar sus últimos pensamientos. ¿Por qué haría eso? ¿Por qué la oreja? El costado de la cabeza es algo habitual en los suicidios con arma de fuego, pero no la oreja, ¿por qué la izquierda y no la derecha? Fielding era diestro. Yo solía tomarle el pelo diciendo que tenía lo que yo llamaba una «manitis aguda» porque no podía hacer nada útil con la mano izquierda, nada que requiriese algún grado de destreza o habilidad. Desde luego, no se disparó en la oreja izquierda empuñando la pistola con la mano derecha, a menos que se hubiese convertido en un contorsionista en mi ausencia. Posiblemente esta conjetura se les habrá ocurrido a todos. Pero necesito comprobar el ángulo. Apunto mi dedo derecho a mi oreja izquierda lo mejor que puedo, finjo que mi dedo índice es el cañón de la Glock.

—Las cosas en realidad no están tan mal —dice una voz profunda—. No hemos llegado hasta ese extremo, ¿verdad? —pregunta el general John Briggs.

Lo miro de pie a mi lado, con las piernas separadas, las manos a la espalda, grande y voluminoso en su traje amarillo brillante, pero no lleva visor, guantes ni casco. Su rostro de facciones duras no deja de ser atractivo, algunos lo describen como el de un gavilán, con una sombra de barba. Es un hombre que siempre parece barbudo, y no importa lo a menudo que se afeite, siempre parece que necesita un afeitado. Sus ojos son del mismo gris oscuro que el revestimiento de titanio de mi edificio, y su pelo es negro, abundante, con muy poco gris para su edad, que es de sesenta años.

—Coronel —añade, y se arrodilla a mi lado. Recoge la linterna que estuve usando antes y que he dejado apoyada en el suelo—. Imagino que se pregunta lo mismo que yo. —Enciende la luz.

—Lo dudo mucho —respondo cuando alumbra en el interior de la oreja izquierda de Fielding.

—Me pregunto dónde estaba —dice Briggs—. ¿Buscas la mancha de alta velocidad, algo que señale que estaba aquí mismo, que te indique el porqué? ¿Estaba junto a su congelador criogénico y sin más apretó el arma en su oreja?

Cojo la linterna y enfoco las partes que me interesan cuando miro en el interior de la oreja de Fielding. Casi todo lo que veo es una costra de sangre oscura y seca, pero al acercarme veo el pequeño orificio de entrada, negro, una herida de contacto que es alargada. Traza un ángulo. Hay una gran cantidad de sangre debajo de la cabeza, un charco seco que es grueso y parece pegajoso porque el sótano es húmedo. Huelo la sangre que comienza a descomponerse, el débil olor dulzón y fétido, y detecto el alcohol. No me sorprendería que al final Fielding estuviese bebiendo. Tanto si se disparó a sí mismo como si lo hizo algún otro, es probable que estuviese ebrio. Recuerdo el gran todoterreno con los faros de xenón que nos siguió a mí y Benton hace unas dieciséis horas cuando conducíamos a través de una tormenta de nieve hacia el CFC. La suposición actual es que Fielding iba en aquel todoterreno, que era su Navigator y que quitó la matrícula delantera para que no pudiéramos saber quién estaba detrás de nosotros. Nadie ha podido explicar satisfactoriamente por qué decidió seguirnos o cómo se las arregló para desaparecer al instante, al parecer en la nada, después de que Benton se detuviese en mitad de la carretera nevada, con la ilusión de que quien fuese que iba pegado a nuestro parachoques nos adelantase.

Yo parezco ser la única persona preocupada por el hecho de que Otwahl Technologies esté muy cerca del lugar donde desapareció el gran todoterreno con los faros de xenón y los antiniebla. Si tenía un mando a distancia o un código para entrar en ese lugar, o quizás si era conocido por la seguridad privada, esa persona pudo haber guardado el Navigator allí, algo así como desaparecer en la Batcueva. Así es como se lo describí a Benton, que no pareció impresionado. «¿Por qué Jack Fielding tendría esa clase de acceso a Otwahl?», le pregunté a Benton durante nuestro viaje hacia aquí. «Incluso suponiendo que estaba involucrado con algunas de las personas que trabajan allí, ¿tendría acceso a su aparcamiento? ¿Pudo haber entrado tan rápido y estar seguro de que la policía privada que vigila las instalaciones estaría de acuerdo en ello?».

—Con todas estas superficies blancas que hay aquí —Briggs me está diciendo—, cualquiera creería que podríamos encontrar algo que nos pudiese indicar dónde se efectuó el disparo.

Miro las manos de Fielding. Están frías como las piedras del sótano, y están completamente rígidas. Musculoso como es, es como mover los brazos de una estatua de mármol cuando alumbro con la linterna sus grandes y fuertes manos. Las examino, me fijo en las uñas limpias y bien cortadas, y me sorprende. Esperaba verlas sucias, tan locas y fuera de control como todos parecen creer que estaba. Advierto los callos, que siempre ha tenido por el uso de las pesas en el gimnasio, por trabajar en sus coches o hacer reparaciones domésticas. Al parecer murió sujetando la pistola con la mano izquierda, o se supone que debe parecer que lo hizo así, sus dedos apretando muy fuerte y la impresión en la palma hecha por la culata con las cachas punteadas antideslizantes de la Glock. Pero no veo la delgada película de la salpicadura de sangre que pudo haberse proyectado sobre la piel cuando apretó el gatillo.

La rociadura de retroceso es algo que no se puede evitar o falsear.

—Haremos la prueba de residuos de un disparo en sus manos —comento, y veo que Fielding no lleva el anillo de boda. La última vez que lo vi lo llevaba, pero aquello fue en agosto, y todavía, por lo que tengo entendido, vivía con su familia.

—El cañón del arma tiene sangre —me dice Briggs—. Manchas en el interior del cañón cuando la sangre fue aspirada.

El fenómeno es provocado por los gases explosivos cuando el cañón de un arma es presionado contra la piel y se aprieta el gatillo.

—¿El casquillo fue eyectado? —pregunto.

—Está allí. —Señala un lugar en el suelo blanco a metro y medio de la rodilla derecha de Fielding.

—¿Y el arma? ¿En qué posición? —Deslizo las manos debajo de la cabeza de Fielding y palpo el duro bulto del metal aplastado debajo del cuero cabelludo por encima de la oreja derecha, donde la bala salió del cráneo y está atrapada debajo de la piel.

—Todavía sujeta en su mano izquierda. Estoy seguro de que habrás visto la manera como tiene curvados los dedos y la marca de la empuñadura en la palma. Tuvimos que quitarle el arma de la mano a la fuerza.

—Ya lo veo. Así que se disparó con la mano izquierda a pesar de ser diestro. No es imposible, pero sí poco habitual, si no estaba tumbado aquí mismo en el suelo cuando lo hizo o cayó con el arma todavía sujeta en la mano. Un espasmo cadavérico y la sujetó con más fuerza. Cayó limpiamente de espaldas como está aquí. Bueno, es algo que cuesta de imaginar. Tú me conoces y sabes lo que opino de los espasmos cadavéricos, John.

—Ocurren.

—Como ganar a la lotería —respondo—. También ocurre. Solo que nunca me toca a mí.

Noto cómo se mueve el hueso roto debajo de mis dedos cuando palpo con suavidad la cabeza de Fielding e imagino la trayectoria de la herida: hacia arriba y ligeramente de atrás hacia delante, la bala alojada más o menos a unos ocho centímetros del ángulo inferior de la mandíbula derecha.

—¿Se disparó de esta manera? —Convierto de nuevo mi mano izquierda en un arma, y apunto mi dedo índice enfundado en el guante de nitrilo rojo en un ángulo forzado, como si fuese a dispararme a mí misma en la oreja izquierda—. Incluso si sujetó la pistola con la mano izquierda cuando no era zurdo, es un tanto forzada y poco habitual la manera como mi codo tiene que ponerse por debajo y detrás de mí, ¿no te parece? Y yo esperaría una mínima salpicadura de retroceso en la mano. Desde luego, estas cosas no son verdades como templos —digo en el interior del sótano de piedra pintado de blanco de Fielding.

»Algo curioso sobre dispararte a ti mismo en la oreja —comento—, es que las personas por lo general son remilgadas por el miedo al estampido que oirán, algo que no es racional, porque de todas maneras vas a morir, pero así es la naturaleza humana. Es como dispararte en un ojo. Casi nadie lo hace.

—Tú y yo tenemos que hablar, Kay —dice Briggs.

—Y, sobre todo, a qué hora abrieron el congelador criogénico —continuo— y pusieron en marcha el calefactor, y lo que se quemó arriba, probablemente el papel de carta de Erica Donahue. Si Jack hizo todo eso antes de matarse, ¿entonces por qué no hay semen o cristales rotos debajo de su cuerpo? —Manipulo el pesado cuerpo de Fielding. Es un peso muerto, totalmente rígido y poco voluntarioso cuando lo muevo un poco para inspeccionar el suelo debajo del cuerpo que está blanco y limpio—. Si vino aquí abajo y rompió todos estos tubos de ensayo, y luego se disparó a sí mismo en la oreja, tendría que haber cristales y semen debajo de su cuerpo. Está todo a su alrededor, pero no hay nada debajo. Hay un trozo de cristal enganchado en el pelo. —Lo cojo y lo miro—. Alguien rompió esto después de que él estuviese muerto, después de que ya estuviese tumbado en el suelo.

—Pudo ser que el cristal se le enganchase en el pelo cuando rompió los tubos de ensayo, cuando lo destruyó todo con gran violencia —dice Briggs, y suena paciente y amable para ser quien es. Casi parece sentir piedad de mí. De nuevo mis inseguridades.

—¿Ya has tomado una decisión, John? ¿Tú y todos los demás? —Lo miro a la cara.

—Tú me conoces muy bien —responde—. Tenemos mucho de qué hablar, y preferiría no hacerlo aquí delante de los demás. Cuando estés lista, estaré aquí al lado.

La electricidad volvió a Salem Neck alrededor de las dos y media de la madrugada, más o menos para la hora en que estaba acabando con Jack Fielding, de rodillas a su lado en aquel suelo de piedra hasta que mis pies comenzaron a entumecerse y mis rodillas a dolerme y a arder a pesar de las rodilleras que llevaba.

Las lámparas de pared en la anticuada cocina están encendidas, la casa muy fría pero con la promesa de calor en el aire de la ventilación forzada que noto que sale de las rejillas del suelo cuando camino con mis botas, las prendas de campaña y la chaqueta, después de haberme quitado el equipo protector, excepto los guantes desechables. El fregadero de loza blanca está lleno de platos y en el agua espumosa flota una mancha de grasa amarillenta coagulada. La cortina amarilla que cubre la ventana sobre el fregadero está manchada y descolorida.

Allí donde miro encuentro restos de comida, basura y botellas de licor. Me recuerda la miseria de innumerables escenas en las que he trabajado, de su podredumbre y deterioro, de sus olores mohosos, de lo a menudo que la vida que precede a la muerte es el verdadero crimen. Los últimos meses de Fielding en la tierra fueron mucho más torturados de lo que se merecía, y no puedo aceptar que no quisiese nada de lo que hizo para sí mismo. Esto no es lo que programó para su destino final, no es para lo que había nacido, y continúo pensando en aquella frase favorita suya cuando me recordaba que no había «nacido para» esto o «nacido para» aquello, sobre todo cuando le pedía que hicieses cosas que le parecían desagradables y aburridas.

Hago una pausa junto a la mesa de madera con dos sillas de madera debajo de una ventana que da a la calle helada y, más allá, al agua azul oscuro del mar revuelto. La mesa está cubierta con periódicos y revistas que desparramo con mi mano enguantada. El Wall Street Journal, el Boston Globe, el Salem News, de fechas tan recientes como el sábado. Recuerdo haber visto varios periódicos cubiertos de hielo en la acera, como si los hubiesen arrojado allí y nadie los hubiese traído al interior de la casa antes de la gran tormenta. Hay alrededor de media docena de revistas Men’s Health, y veo que las etiquetas con la dirección corresponden a la dirección de Fielding en Concord. Los números de enero y febrero fueron enviados aquí, como también un montón del resto de la correspondencia en la pila que reviso. Recuerdo que el contrato de alquiler de Fielding de la casa de Concord comenzó hace más de un año, y según el amontonamiento y los muebles que reconozco como suyos y lo que me han dicho de sus problemas domésticos, tendría sentido que no renovase el alquiler. Se instaló en una fría casa antigua que carece de todo encanto debido a su estado ruinoso, y si bien puedo imaginar lo que él vio cuando se enamoró del lugar, algo cambió para él.

«¿Qué te pasó?». Miro la miseria que dejó en su estela. «¿Quién eras tú al final?». Veo sus manos muertas y recuerdo su frialdad, su rigor y lo pesadas que se notaban cuando las sujeté. Estaban limpias, las uñas bien cuidadas, y ese pequeño detalle no parece encajar con todo lo demás que estoy viendo. «¿Hiciste tú todo este tremendo desastre? ¿O lo hizo algún otro? ¿Alguna otra persona que es desordenada y loca estuvo en tu casa?». Pero sé también que la consistencia es en realidad como el duende de las pequeñas mentes, que aquello que Ralph Waldo Emerson escribió es verdad. Las personas no se explican y definen con facilidad, y lo que hacen no siempre es consistente. Fielding bien pudo estar cayéndose a trozos junto con todo lo demás a su alrededor, pero aún era lo bastante vanidoso para mantener una buena higiene personal. Podría ser verdad.

Pero no voy a saberlo. Su tomografía computerizada, su autopsia no me lo dirán. Hay tanto que no sabré, incluido por qué nunca me habló de este lugar en Salem. Benton dice que Fielding compró la casa en cuanto se trasladó a Massachusetts, que hizo un año el pasado enero, pero nunca me lo mencionó. No estoy segura de que estuviese ocultando nada delictivo, que lo estuviese haciendo o que intentara hacerlo, sino que tengo la sensación de que deseaba algo que solo fuese suyo, algo que no tuviese ninguna vinculación conmigo, donde yo no tuviese opinión al respecto y que no fuese a ayudarle a mejorar o cambiar. No quería que yo lo controlase cuando se disponía a convertir la casa de un capitán de barco del siglo XVIII en suya, en una inversión o lo que fuese que en un principio había imaginado tener solo para él.

«Si ésa es la verdad, entonces qué triste», pienso. Miro el agua que brilla como zafiros, las olas que llegan y se estrellan contra la rocosa costa gris al otro lado de la calle helada y cubierta de arena. Paso a través de la amplia abertura que una vez tenía puertas correderas a un comedor con las vigas de roble oscuro a la vista, con un techo pintado de blanco que tiene manchas de agua. Me fijo en el latón manchado de la lámpara con forma de cebolla, que debería estar en una entrada y no encima de una mesa de nogal polvorienta y rodeada por sillas que no hacen juego y que necesitan un tapizado nuevo. No culpo a Fielding por no quererme aquí. Soy demasiado crítica, demasiado segura de mi maldito buen gusto y de mis opiniones informadas, y no es de extrañar que lo volviese loco. No solo soy una persona permisiva sino también una mala madre, cuando en realidad no tengo derecho siquiera a ser una buena. No era mi sitio ser para él nada más que un jefe responsable, y si él estuviese aquí le diría que lo siento. Le pediría que me perdonase por conocerlo y preocuparme, porque ¿qué ayuda era ésa? ¿Qué maldito bien le hice?

Me concentro en un lugar donde el polvo está removido en un extremo de la mesa, donde alguien estuvo comiendo o trabajando, quizá donde estaba la máquina de escribir Olivetti, y la silla delante está en mejor estado que las demás. Su tapizado de terciopelo rojo se ve descolorido y gastado, pero está intacto y puede que sea segura para sentarse. Pienso en Fielding aquí tecleando. Intento ubicarlo en esta mesa y las viejas ventanas. La vista desde aquí no es más que un triste camino de gravilla. Es imposible para mí imaginarlo inclinado en una silla pequeña debajo de una lámpara colgante, escribiendo una carta de dos páginas una y otra vez en un papel con marca de agua hasta que consiguió la versión final impecable.

Fielding y sus grandes dedos impacientes. Nunca fue un buen mecanógrafo, aprendió por su cuenta, lo que él llamaba «cazar y coger» en lugar de «buscar y picotear». Y el motivo de aquel documento supuestamente escrito por Erica Donahue es ilógico si vino de él. Si consideramos la situación en que estaba Fielding, basándonos en lo que Benton vio cuando se reunió con él la semana pasada en mi despacho, a mí no me parece creíble que mi director adjunto pudiese llegar a tales extremos para tenderle una trampa a un estudiante de Harvard y hacer que lo acusasen del homicidio de Mark Bishop. ¿Por qué Fielding mataría a un niño de seis años? No me creo lo que Benton dice, que Fielding se estaba matando a sí mismo como niño cuando clavó los clavos en la cabeza de Mark Bishop. Fielding estaba poniendo fin a los abusos de su propia niñez, me dijo Benton, pero yo no estoy convencida.

Debo recordarme a mí misma que hay muchas cosas en la vida que tienen sentido para las personas que las hacen, mientras que el resto de nosotros nunca conseguimos entenderlo. Incluso cuando se nos dicen los motivos, las explicaciones no parecen encajar con cualquier patrón que tenga ritmo o razón. Me detengo delante de una de las ventanas, todavía poco dispuesta a dejar esta habitación y pasar a la siguiente, donde oigo a Briggs caminando con sus botas de combate. Habla con alguien por el móvil. Saco el mío para comprobar los mensajes de texto y veo que hay uno de Bryce.

«¿Puedes llamar a Evelyn?».

La llamo al laboratorio de pruebas y me atiende otro microscopista, un joven científico llamado Matthew.

—¿Está cerca de algún ordenador? —La voz de Matthew suena confiada y tensa por la excitación—. Evelyn acaba de ir al lavabo, pero queríamos enviarle algo del todo extraño. No dejo de pensar que es un error o la contaminación más estrambótica. Usted sabe que un cabello mide unos ochenta mil nanómetros, ¿verdad? Así que imagínese algo de cuatro nanómetros. En otras palabras, un pelo sería veinte mil veces el diámetro de lo que hemos encontrado. Y no es orgánico, aunque la huella elemental es casi carbono puro, pero también hemos detectado residuos de lo que parece ser fenciclidina…

—¿Ha encontrado PCP? —interrumpo su charla agitada.

—PCP, polvo de ángel, en realidad solo un rastro, una cantidad minúscula. Utilizamos la espectroscopia de infrarrojos transformada de Fourier. A una ampliación de cien aumentos, con un sencillo microscopio de luz, ves los gránulos y otro montón de residuos microscópicos, en especial fibras de algodón, en la parte de atrás del parche analgésico, ¿vale? Probablemente alguna de sus estructuras granulares son PCP, quizá también Nutrin o Motrin, lo que fuese que el parche original llevaba, además de otros compuestos químicos.

—Matthew, cálmate.

—Bueno, a ciento cincuenta mil aumentos con el SEM verá que de lo que le hablo, lo que queremos enviarle, es tan grande como una panera, doctora Scarpetta.

—Adelante, envíalo, y si es necesario, iré a la furgoneta y me conectaré allí. Prueba de enviarlo también como un PDF e intentaré abrirlo con mi iPhone. ¿De qué estamos hablando exactamente?

—Algo así como unas bolitas imantadas, como una pesa hecha de bolitas imantadas pero con patas. Está muy claro que está hecho por el hombre, pero del tamaño de una cadena de ADN, como dije, de cuatro nanómetros y carbono puro, excepto por lo que fuese que debía suministrar. También hay rastros de polietilenglicol, que hemos conjeturado que era el revestimiento exterior de lo que debía suministrar.

—Explica esa parte de lo que debía suministrar. ¿Algo construido a una escala nanométrica para suministrar una cantidad mínima de PCP o qué?

—Como es obvio, ésta no es mi especialidad, y no tenemos aquí un AFM, un microscopio atómico. Porque yo diría que acabamos de entrar en una nueva era, en la que tendremos que comenzar a buscar cosas como éstas, cosas que tienes que ampliar millones de veces. Y en mi opinión, tuvieron que utilizar algo así como un microscopio atómico para montar esto, para hacer el nanomontaje, para manipular los nanotubos, las nanopartículas, mientras intentas unirlas utilizando una nanosonda o lo que sea. Es probable que podamos ocuparnos de muchos de estos casos con el SEM, pero un microscopio atómico sería una buena idea si es esto lo que se avecina y está a punto de darnos en la cabeza, doctora Scarpetta.

—No sabes lo que has encontrado, pero es un nanorobot de algún tipo, y en tu opinión se utilizó para suministrar droga o drogas. ¿Encontraste uno en el dorso de la película que estaba en la bata de laboratorio? —No le digo la bata de laboratorio de quien.

—Solo uno mezclado con las partículas, las cintas y otros restos debido a que no analizamos toda la película, solo el espécimen que había en un trozo. El resto de la película de plástico está ahora mismo en huellas dactilares, y luego irá a ADN, después pasará al espectrómetro de masa y cromatografía de gases —responde Matthew—. Además, está roto o degradado.

—¿El qué?

—El nanorrobot. Parece roto, o quizá se está deteriorando, porque se supone que tiene ocho patas, pero solo veo cuatro en un lado y dos en el otro. Ahora se lo estoy enviando por e-mail, un par de fotos que hicimos para que usted pueda verlas por sí misma.

Puedo descargar las imágenes desde mi iPhone. Es una sensación inexplicable advertir la siniestra simetría que penetra en mi mente de que el nanorrobot parece una versión molecular de una mosca micromecánica. No puedo saber si el Santo Grial de la mosca-robot de Lucy tiene el aspecto de este nanorrobot ampliado miles de veces, pero la estructura artificial en la foto es de un insecto con su cuerpo alargado de bolitas magnéticas grises. Las delicadas piernas o patas de nanoalambre que están todavía intactas aparecen dobladas en ángulos rectos con apéndices como pinzas en las puntas, posiblemente para sujetarse a las paredes de las células o abrirse paso en las venas o los órganos, para encontrar el objetivo, en otras palabras, y adherirse a él mientras suministran una medicina, o quizá drogas ilegales destinadas a ciertos receptores del cerebro.

Se me ocurre que no debe extrañarme que el análisis para drogas de Johnny Donahue fuese negativo. Si los nanorrobots fueron añadidos en las gotas sublinguales para las alergias o, mejor todavía, en su aerosol nasal de corticosteroides, las drogas pudieron haber estado por debajo del nivel de detección. Todavía más sorprendente, las drogas pudieron no haber penetrado en absoluto la barrera sangre-cerebro, pero habrían sido programadas para unirse a los receptores en la corteza frontal. Si las drogas nunca entraron en el torrente sanguíneo, no podían ser excretadas por la orina. No hubiesen acabado en el pelo, y ése es el objetivo del uso de la nanotecnología en medicina, para tratar enfermedades y trastornos con drogas que no son sistémicas, y, por lo tanto, menos dañinas. Como sucede con todo lo demás, todo lo que se pueda utilizar para el bien sin duda acabará siendo utilizado para el mal.

La sala de estar de Fielding tiene las paredes y el suelo desnudos. Apiladas hasta el techo hay unas cajas marrones polvorientas, todas del mismo tamaño, con el logo de la compañía de mudanzas Gentle Giant’s en los costados, decenas de cajas en pilas cúbicas como si nunca hubiesen sido tocadas desde que las trajeron aquí.

En el centro de este búnker de cartón está sentado Briggs. Me recuerda a la imagen que vi de Matthew Brady en una fotografía, un general de la Guerra Civil, con su traje de combate verde y arena, sus botas, un portátil Mac en el regazo, su espalda de anchos hombros recta contra la silla de respaldo recto. Decido que sería muy propio de él seguir sentado y hacerme permanecer de pie. Coreografiar nuestra conversación para que me sienta pequeña y sumisa, pero él se levanta, y yo le digo que no, gracias, me quedaré de pie. Así que ambos lo hacemos, nos acercamos a una ventana donde él coloca el ordenador en el alféizar.

—Me parece interesante que tuviese Internet inalámbrico aquí —comienza Briggs de inmediato, y mira la vista del océano y las rocas al otro lado de la calle helada cubierta de arena—. ¿Con todo lo que has visto, quién iba a pensar que tuviese Internet?

—Quizá no era la única persona que vivía aquí.

—Tal vez.

—Al menos tú aceptas la posibilidad. Es más de lo que parecen estar haciendo todos los demás. —Coloco mi iPhone en el alféizar para que pueda ver lo que está en la pequeña pantalla. Él la mira, y después desvía la mirada.

—Imagina dos tipos de nanorrobots —dice, como si estuviese hablando con alguien al otro lado de la vieja ventana, como si su atención estuviese allí afuera en la luz del día y el agua resplandeciente, y no en la mujer de pie a su lado, la mujer que siempre se siente joven e insegura con él, sin importa su edad o en quién se haya convertido.

—Un nanorrobot que es biodegradable —continúa—, que desaparece en algún momento después de suministrar una minúscula dosis de alguna droga psicoactiva, y luego un segundo tipo de nanorrobot que se autorreplica.

Siempre me siento como otra persona con Briggs, alguien que no soy yo, y mientras estoy a su lado, con nuestras mangas tocándose y sintiendo su calor, pienso en las maneras maravillosas y terribles en que me modeló.

—El autorreplicante es el que más nos preocupa. Imagínate si tienes algo así dentro de ti —dice, y lo que está dentro de mí es la fuerza irresistible del general John Briggs. Ahora comprendo lo que Fielding sintió y lo mucho que debió de quererme.

Comprendo lo terrible y maravilloso que es sentirse abrumado por alguien. Se me ocurre que es como una droga. Una adicción de la que deseas librarte con desesperación, y al mismo tiempo deseas con desesperación no perderla. Creo que Briggs siempre tendrá ese mismo efecto en mí. No lo superaré en esta vida.

—Y el nanorrobot autorreplicante permite la descarga continuada de algo como la testosterona —señala Briggs. Siento su energía, su intensidad, y soy consciente de lo cerca que estamos el uno del otro, atraídos el uno hacia el otro, como siempre hemos estado y nunca deberíamos haber estado—. Una droga como el PCP no podría replicarse, por supuesto, así que eso sería un callejón sin salida, solo se repetiría si el sujeto continuara utilizando el aerosol nasal, las inyecciones o se aplicara un parche impregnado con nanorrobots biodegradables. Pero se podría programar para que se replicase algo que tu cuerpo produce de forma natural, así que el nanorrobot se replica, fluye libremente a través de tus arterias, se engancha a los objetivos, como la corteza frontal de tu cerebro, sin la necesidad de una batería. Es autopropulsante y replicante.

Briggs me mira. Sus ojos son duros, pero hay algo en ellos que siempre han tenido para mí. Un vínculo que es constante y al mismo tiempo conflictivo. Recuerdo con claridad quiénes éramos en Walter Reed, cuando nuestros futuros contenían misteriosas e ilimitadas posibilidades, cuando él era mayor y profundamente formidable para mí, y yo era un prodigio. Me llamaba Prodigio Mayor, y luego volví de Sudáfrica y fui a Richmond y no me llamó en absoluto, no durante años. Lo que teníamos el uno con el otro era complejo e insondable, y lo recuerdo en su totalidad cuando estoy con él.

—Ya no necesitaríamos más guerras —comenta—. No la clase de guerras que tú y yo conocemos, Kay. Estamos en las puertas de un nuevo mundo donde nuestras viejas guerras parecerán sencillas y humanas.

—Jack Fielding no era de esa clase de científicos —respondo—. No fabricaba esos parches y es probable que se hubiese mostrado extremadamente resistente e inquieto si alguien intentó tentarlo para que utilizase drogas suministradas por nanorrobots. Me extrañaría incluso que supiese qué es un nanorrobot, o que tuviera la más mínima idea de que era eso lo que se estaba metiendo en su sistema. Lo más probable es que creyese que estaba tomando algún tipo nuevo de esteroide, un esteroide de diseño, algo que podía ayudarle a desarrollar su físico, ayudarle a aliviar sus dolores crónicos durante décadas de abusos, ayudarle a luchar contra la vejez. Detestaba hacerse viejo. Envejecer no era una opción para él.

—Bien, ahora ya no tendrá que preocuparse por eso.

«No, no tendrá que preocuparse por eso, está claro», pienso. Lo que digo en voz alta es:

—No acepto que se matase porque no quería envejecer. No acepto que se matase a sí mismo y tengo grandes dudas al respecto.

—Tengo entendido que has estado expuesta a uno de sus parches —prosigue Briggs—. Lo lamento de veras, pero si no lo hubieses hecho, no sabrías todo el resto. Kay Scarpetta colocada. Vaya, es toda una novedad. Lamento no haber estado allí para verlo.

Benton debió de decírselo.

—Esto es a lo que nos enfrentamos, Kay —señala Briggs—. Nuestro valiente nuevo mundo, lo que yo llamo neuroterrorismo, lo que el Pentágono llama el gran miedo. Haz que nos volvamos locos y ganarás. Conviértenos en unos locos y nos mataremos a nosotros mismos, evitaremos a los malos tomarse el trabajo. En Afganistán, dales opio a nuestras tropas, dales benzodiacepinas, dales alucinógenos, algo que los aleje de su aburrimiento, y entonces ya verás lo que ocurre cuando suben a los helicópteros y aviones de combate, tanques y Humvees. Mira lo que pasa cuando vuelven a casa convertidos en adictos, vuelven a casa enloquecidos.

—Otwahl —comento—. ¿Estamos desarrollando armas como ésas?

—Nosotros no. No es para eso para lo que la DARPA está pagando tantos millones, maldita sea. Pero alguien en Otwahl lo está haciendo, y no creemos que sea solo uno. Una célula de supercerebros ocupados en un experimento no autorizado o aprobado, y con todo lo peligroso que puede ser.

—Supongo que sabes quién.

—Unos condenados mocosos —responde, con la mirada puesta en la tarde brillante—. Diecisiete, dieciocho años, con unos cocientes de inteligencia que se salen de las tablas y llenos de pasión pero nada más aquí arriba. —Se toca la frente—. No necesito decirte nada sobre los jóvenes, sobre sus lóbulos frontales sin acabar, como galletas a medio hornear hasta que cumplen los veintitantos, y sin embargo ahí los tienes, jodiendo en los laboratorios de nanotecnología, con los superconductores, la robótica, y la biología sintética, todo lo que te puedas imaginar. Ya es complicado darles un arma y hacer que piloten bombarderos invisibles al radar, pero tenemos reglas —afirma en un tono áspero—. Tenemos estructuras, regímenes, liderazgos, la más estricta de las supervisiones, ¿pero qué demonios crees que está pasando en un lugar como Otwahl, donde el objetivo no es la seguridad nacional y la disciplina sino el dinero y la ambición? Por el amor de Dios, esos malditos genios que están allí, como Johnny Donahue y su grupo, no saben una mierda de Afganistán, Pakistán o Irak. Nunca han puesto un pie en una base militar.

—No veo la vinculación de Jack con nada de eso, más allá de enseñar artes marciales a un puñado de chicos. —El cielo es un tejido azul turquesa y debajo el océano azul se encrespa.

—Se mezcló con ellos, y diría que de forma involuntaria se convirtió en un proyecto científico. Tú sabes muy bien lo que pasa con los proyectos de investigación y las pruebas clínicas, pero solo el tipo que nosotros conocemos, supervisados y controlados estrictamente por juntas de revisión de estudios humanos. ¿Entonces, dónde consigues voluntarios, si eres un ingeniero técnico de dieciocho años de Harvard o el MIT que trabajas en Otwahl? Solo podemos suponer que Jack hizo sus contactos a través del gimnasio, a través del taekwondo. Todos nosotros tenemos muy claros sus problemas de toda la vida con el abuso de sustancias, sobre todo esteroides, así que ahora alguien le va a entregar el elixir de la vida, la fuente de la juventud a través de unos parches analgésicos. Pero lo que sin duda no recibió fue lo prometido. Tampoco Wally Jamison, Mark Bishop o Eli Goldman.

—Wally Jamison no trabajaba en Otwahl.

—Durante un tiempo salió con alguien que si lo hace. Dawn Kincaid, otra de los neuroterroristas de allí.

—La mejor amiga de Johnny Donahue —digo—. ¿Dónde está ahora mismo? —pregunto—. Al parecer todos los que has mencionado están muertos, excepto ella. —Siento que una alarma se dispara en mi interior.

—Desaparecida en combate —dice Briggs—. No se presentó en Otwahl ayer ni hoy, al parecer está de vacaciones.

—Estoy segura.

—Exacto. La encontraremos y conseguiremos saber el resto de la historia, porque no hay duda de que ella será quien nos la dirá. Dado su experiencia en la nanoingeniería, la síntesis química a nanoescala. Basándonos en lo que sabemos, es probable que estuviese desarrollando estos asquerosos nanorrobots que encontraron su camino dentro de Jack Fielding y lo convirtieron en un mister Hyde, por decir lo mínimo.

—Mister Hyde —repito—. Lo mismo que Erica Donahue dijo que le ocurrió a su hijo —señalo—. Solo que dudo que Johnny matase a nadie.

—Él no mató a aquel chico.

—Estás convencido de que lo hizo Jack.

—Fuera de control, chapucero —dice Briggs.

—Y después mató a Eli. —Mi comentario flota en el aire, y me pregunto si suena tan hueco para Briggs como lo suena para mí. Me pregunto si puede oír con qué fuerza no lo creo.

—Piensa que esto lo sabemos gracias a la maldita gripe porcina. —Continúa mirando el día al otro lado del cristal polvoriento—. Si el padre biológico de la hijastra no hubiese caído enfermo, Liam Saltz no hubiese tenido el placer de acompañarla al altar en su boda, y no hubiese venido a Estados Unidos, a Cambridge, a Norton’s Woods, en el último minuto. Y Jack no hubiese tenido que apuñalar a Eli por la espalda con el maldito cuchillo de inyección.

—Me estás diciendo que evitó que Eli hablase con el doctor Saltz.

—Por desgracia, no podemos preguntárselo a Jack.

—Quizá lo entendería si Eli iba a decírselo al doctor Saltz, o a alguien a quien Jack estaba vendiendo el semen que robaba de los cadáveres. Quizás ése sería un motivo.

—No sabemos lo que Eli sabía. Pero es probable que conociera la vinculación de Jack con las drogas. Es obvio que lo conocía lo bastante como para tener una de sus armas. Tuvo que darse un susto de cuidado cuando Jack se enteró por la policía de Cambridge de que el muerto llevaba una Glock con el número de serie borrado.

—Al parecer Marino te ha informado a fondo. Te relató todo esto como si fuese la historia de un caso irrefutable. No lo es. Es una teoría. No tenemos ninguna prueba tangible de que Jack matase a nadie.

—Sabía que estaba metido en un lío. Creo que eso se puede decir sin conjeturas —responde Briggs.

—Como todo lo que se puede decir. Estoy de acuerdo en que no hubiese sacado la Glock del laboratorio de no haber temido un problema. Mi pregunta es si se estaba cubriendo a sí mismo o a alguien más.

—Sabía muy bien que restauraríamos el número de serie y que podríamos seguir la pistola hasta él.

—Nosotros —señalo—. Últimamente estoy escuchando mucho esa palabra.

—Sé cómo te sientes al respecto. —Briggs apoya las manos en el alféizar y se inclina hacia delante, como si le doliese la cintura—. Crees que estoy intentando quitarte algo. Tú lo crees. —Sonríe a pesar de todo—. La capitana Avallone vino aquí el otoño pasado.

—¿Alguien de tan poco rango? ¿Para no levantar sospechas?

—Así es, para que pareciera algo natural, una visita informal mientras iba de camino a alguna otra parte. Cuando la realidad es que estábamos oyendo cosas que no nos gustaban sobre la manera como tu director adjunto estaba dirigiendo el CFC. No necesito decirte que tenemos un interés importante. El AFME lo tiene, el Departamento de Defensa lo tiene, hay un montón de personas que lo tienen. No es tuyo para que lo destruyas.

—No es mío en absoluto —respondo—. Es obvio que lo hice fatal antes de siquiera comenzar…

—No has hecho nada malo —me interrumpe—. Yo también soy culpable. Tú escogiste a Jack, o mejor dicho, cediste a su deseo de regresar, y no me interpuse en su camino. Estoy seguro de que debería haberlo hecho. No quería pasar por encima de ti, y tendría que haber pasado por encima de ti para tomar esa decisión. Me dije que en cuatro meses estarías de vuelta en casa, y con toda sinceridad no imaginé el desastre que ese hombre podía causar en tan poco tiempo, pero estaba mezclado con la pandilla de Otwahl Technologies, consumiendo drogas y echándose a perder.

—¿Por eso demoraste mi partida de Dover? ¿Para poder encontrar un reemplazo que liderara el CFC? ¿Tener tiempo para reemplazarme? —le digo con todo el coraje que puedo.

—Todo lo contrario. Para mantenerte apartada. No quería que te vieses salpicada. Te retrasé todo lo que pude sin llegar a un secuestro abierto, y luego el padre de la novia de Londres pesca la maldita gripe porcina y un cadáver comienza a sangrar. Y tu sobrina aparece con su helicóptero en Dover y yo intento conseguir que te quedes ofreciéndote transportar el cadáver allí, pero no quisiste, y ahí se acabó todo. Ahora aquí estamos de nuevo.

—Sí, de nuevo.

—Ya hemos tenido nuestros líos antes. Y es probable que los volvamos a tener.

—Tú no enviaste a Lucy a recogerme.

—No lo hice. No creo que esté dispuesta a aceptar órdenes de mí. Gracias a Dios que nunca pensó en alistarse. Hubiese terminado en Leavenworth.

—Tú no le pediste que pusiese micros y cámaras en mi despacho.

—Una sugerencia hecha de pasada para saber exactamente qué hacía Jack.

—Cuando tú haces una sugerencia de pasada es como un caníbal que invita a alguien a cenar —afirmo.

—Bonita analogía.

—Las personas prestan atención a tus sugerencias, y lo sabes.

—Lucy presta atención cuando le conviene.

—¿Qué pasa con la capitana Avallone? ¿Conspiró con Jack contra mí?

—Nunca. Te dije por qué se presentó en noviembre para su gira. Te es muy leal.

—Tan leal que le habló a Jack de Ciudad del Cabo. —Me sorprendo a mí misma al decirlo en voz alta.

—Eso nunca ocurrió. Sophia no sabe nada de Ciudad del Cabo.

—¿Entonces cómo lo supo Julia Gabriel?

—¿Cuando te gritó? Comprendo —dice como si acabase de responder a una pregunta que yo no supiese que él habría formulado—. Me detuve delante de tu puerta para hablar contigo y te oí hablar por teléfono, me di cuenta de que estabas muy involucrada. Ella también habló conmigo. Habló con muchísimas personas después de enterarse por los rumores que hacíamos extracciones de semen en Dover, que todos los médicos forenses lo hacen de forma rutinaria, lo que es una mentira total. Nunca haríamos semejante cosa a menos que fuese absolutamente correcta y estuviese aprobada. Ella se llevó esa impresión porque Jack lo estaba haciendo en secreto en el CFC y lo había hecho en el caso de un hombre que se mató en un taxi de Boston el día de su boda. Alguien relacionado con el hijo de la señora Gabriel. Creo que tú puedes entender de dónde sacó la idea de que su hijo Peter debería recibir el mismo tratamiento especial.

—Ella no sabe nada de mi persona. No se refería a mí de forma personal. ¿Estás seguro?

—¿Por qué crees que estas cosas negativas que dijo de ti son algo personal? —pregunta.

—Creo que tú sabes por qué, John.

—De ninguna manera se estaba refiriendo a nada específico. Era una mujer enérgica y furiosa y solo estaba descargándose cuando te llamó las mismas cosas que me llamó a mí y a varias personas más en Dover. Intolerantes. Racistas. Nazis. Fascistas. Un montón de personal fue bautizado con un montón de nombres muy desagradables aquella mañana.

Briggs se aparta de la ventana y recoge el ordenador del alféizar. Es su manera de decirme que quiere marcharse. No puede tener una conversación que dure más de veinte minutos, y de hecho la que acabamos de mantener es larga para él, ha puesto a prueba su paciencia y ha llegado demasiado cerca de muchas otras cosas.

—Un favor que podrías hacer por mí y que te agradecería muchísimo —dice—. Por favor, deja de decir a la gente que yo creía que MORT era la mejor opción desde la sopa de ajo.

«Benton», pienso. Adivino que estos dos se han hecho muy amigos.

—No es así, pero comprendo que tú lo recuerdes de esa manera, y lamento que topásemos en ese tema —continúa Briggs—. Sin embargo, ¿hay que elegir entre un robot que arrastre un cadáver fuera del campo de batalla y un ser vivo que arriesgue su vida para hacerlo? Eso es lo que yo llamo la decisión de Sophie. No es una buena elección, sino dos malas. Tú no tenías razón, y yo tampoco.

—Entonces lo dejaremos así —respondo—. Ambos tomamos malas decisiones.

—No es como si no lo hubiésemos hecho antes —murmura.

Me acompaña hacia la salida de la casa del capitán de barco, pasamos por habitaciones en las que ya he estado. Todos los espacios parecen vacíos y deprimentes, como si nunca nadie hubiese habitado la casa. No existe la sensación de que Fielding haya vivido aquí, solo de que ha estado aquí mientras trabajaba enloquecido en la reforma y lo que hacía en secreto en el sótano. No entiendo qué lo incitaba. Quizás fuera el dinero. Siempre había querido tener más dinero y nunca iba a conseguirlo en nuestro oficio, y eso también era algo que me echaba en cara. Me va mejor que a la mayoría. Planifico bien y Benton tiene su herencia, y después está Lucy, que es inmensamente rica por las tecnologías informáticas que ha estado vendiendo desde que no tenía más edad que los neuroterroristas de los que me acaba de hablar Briggs. Gracias a Dios las invenciones de Lucy son legales.

Ella está en el interior de la furgoneta del CFC con Marino y Benton. Se han quitado los trajes amarillos y los cascos, y todos parecen cansados. Anne acaba de marchar de nuevo en la furgoneta para hacer otra entrega a los laboratorios mientras más pruebas la esperan aquí, cajas blancas llenas con bolsas de pruebas de papel blanco.

—Hay un paquete para ti en tu coche —me informa Briggs delante de los demás—. El último modelo de chaleco antibalas de nivel 4A, específicamente diseñado para las mujeres en el teatro de operaciones, lo que estaría muy bien si ustedes, señoras, se preocupasen por los blindajes.

—Si el chaleco no es cómodo… —comienzo a decir.

—Creo que lo es, pero claro mi constitución física es un poco diferente de la tuya. El problema es que no cierra del todo en los costados. Lo hemos visto en demasiadas ocasiones, y los proyectiles encuentran esa maldita abertura.

—Lo probaré por ti —me propone Lucy.

—Bien —dice Marino—. Tú te lo pones, y yo comienzo a disparar para ver cómo funciona.

—O el trauma de la fuerza bruta, que es lo que la mayoría de las personas parecen olvidar —le comento a Briggs—. La bala no penetra en el blindaje, pero si la fuerza bruta del impacto va más allá de los cuarenta y cuatro milímetros, no sobrevives.

—Hace tiempo que no voy al polígono de tiro. —Lucy continúa su charla con Marino—. Quizá nos permiten utilizar el de Watertown. ¿Has estado en el nuevo?

—Juego a los bolos con el encargado del polígono.

—Ah, sí, tu equipo de cretinos. ¿Cómo se llama? Bolas de Alcantarilla.

—No Dejes Ninguno. Alguna vez tendrías que venir a jugar a los bolos con nosotros —le dice Marino a Briggs.

—¿Sería aceptable para ti, si el AFDIL envía a un equipo de científicos de apoyo para ayudar en el CFC? —me está diciendo Briggs—. Dado que al parecer tenemos una avalancha de pruebas que no paran de llegar.

—Cualquier ayuda será bienvenida —respondo—. Probaré el chaleco ahora mismo.

—Primero duerme un poco. —Briggs lo dice como una orden—. Tienes un aspecto de mierda.