20

El aire está cargado con el olor de humo de madera, y veo que el hogar de la chimenea, en la pared más lejana, está lleno de trozos de madera quemados en parte y cubiertos por esponjosas nubes de ceniza blanca gris, delicada, como tejida por una araña, pero en capas. Algo que quema limpio, como la tela de algodón, pienso, o un papel muy caro que no tiene un alto porcentaje de pulpa de madera.

Quien quiera que encendió el fuego, lo hizo con el tiro cerrado. La primera suposición es que lo hizo Fielding, pero nadie está muy seguro de por qué, a menos de que estuviese loco o confiara en que eventualmente su Pequeña Tienda de los Horrores se quemaría hasta los cimientos. Pero si ésa era su intención, desde luego no se aplicó a hacerlo de la manera correcta. Tomo nota de que hay un bidón de gasolina en una esquina y cubos de aguarrás, trapos y pilas de leña. En todos los lugares donde miro veo la oportunidad de iniciar un incendio con suma facilidad, como si la chimenea no tuviese ningún sentido a menos que estuviese tan desequilibrado al final como para no pensar con claridad. O quizá no intentaba quemar el edificio, sino librarse de algo, destruir pruebas. O alguien quiso hacerlo.

Miro alrededor bajo la luz desigual y dura de las lámparas de bajo consumo que cuelgan de ganchos o están montadas en palos, con las bombillas encerradas en jaulas. Desparramadas encima de un viejo banco de trabajo manchado de pintura hay herramientas de mano, sargentos, brocas, mandriles, pinceles, cubos de plástico con clavos en forma de ele y tornillos, y herramientas eléctricas, como un taladro con un destornillador montado, una sierra circular, una pulidora y un torno sobre un pedestal metálico. Hay virutas de metal, algunas brillantes, y serrín en el banco y el suelo de cemento, todo sucio y oxidado, sin nada que proteja la inversión de Fielding en la reforma de la casa para protegerla del aire marino y las inclemencias del tiempo más allá de las telas de plástico y más planchas de contrachapado, grapadas sobre las ventanas. Al otro lado de la habitación hay otra puerta abierta de par en par. Oigo voces y otros sonidos que suben por la escalera que conduce al sótano.

—¿Qué habéis recogido aquí? —pregunto a Marino mientras miro alrededor y recuerdo lo que vi en el microscopio. Si pudiese ampliar las muestras del lugar de trabajo de Fielding, sospecho que me encontraría con un montón de escamas de óxido, fibras, hongos, tierra y partes de insectos.

—Es obvio, cuando miras las virutas de metal, que algunas son recientes, porque no se han oxidado y brillan de verdad —responde Marino—. Por lo tanto, recogimos las muestras que se han llevado al laboratorio para averiguar a través del microscopio si se parecen a lo que tú encontraste en el cuerpo de Eli Saltz.

—Su apellido no es Saltz —le recuerdo por enésima vez.

—Para comparar las marcas de las herramientas —continúa Marino—. No es que haya muchas razones para dudar de lo que hizo Fielding. Encontramos la caja.

La caja donde vino el WASP.

—Un par de cartuchos usados de CO2, más empuñaduras, incluso el libro de instrucciones —añade Marino—. Todo. Según la compañía, Jack lo pidió hace dos años. Quizá para sus inmersiones. —Encoje sus grandes hombros en su gran traje amarillo—. No lo sé, excepto que no lo pidió hace dos años para matar a Eli. Eso está muy claro. Hace dos años Jack estaba en Chicago, y supongo que tú podrías preguntar para qué necesitaba un WASP. —Marino camina con sus grandes botas verdes, y sigue mirando la puerta de acceso a las escaleras que bajan, como si tuviese curiosidad por lo que se está diciendo y lo que se hace allí abajo—. Que yo sepa la única cosa que te puede matar en los Grandes Lagos es el mercurio de los peces.

—Todo esto es nuestro. ¿Tenemos la caja y los cartuchos de CO2? ¿Lo tenemos todo? —Quiero saber cuáles son los laboratorios. Quiero asegurarme de que Briggs no está enviando mis pruebas a los laboratorios del AFME en Dover.

—Sí, lo tenemos todo. Excepto el cuchillo que estaba en la caja. El WASP es lo que todavía no ha aparecido. Yo creo que lo tiró después de apuñalar al tipo, quizá lo arrojó desde un puente o algo así. No es de extrañar que no quisiese que nadie fuese a la escena de Norton’s Woods, ¿verdad? —Los ojos inyectados en sangre de Marino me miran, y después miran distraídos alrededor, de la manera como miran las personas cuando nada de lo que ven es nuevo. Ha estado aquí muchas horas antes de que yo apareciese.

—¿Qué me dices de lo que hay aquí? —Me pongo en cuclillas delante del hogar. Es abierto y está construido con viejos ladrillos refractarios que con toda probabilidad son los originales—. ¿Qué han estado haciendo aquí? —El casco continúa deslizándose sobre mis ojos; me lo quito y lo dejo en el suelo.

—¿Qué hacemos con la chimenea? —Marino me mira desde donde está.

Muevo mi dedo enguantado hacia las cenizas blancas, y no pesan nada, se mueven y se levantan con el movimiento del aire, como si mis pensamientos las moviesen. Pienso en la mejor manera de preservar lo que estoy viendo. Las cenizas son demasiado frágiles para moverlas en conjunto. Estoy bastante segura de saber lo que ha ocurrido en esta chimenea, o al menos una parte. Lo he visto antes, pero no hace poco, quizá unos diez años. Los documentos que se queman en estos días, por lo general están impresos, no mecanografiados, y se imprimen en un papel barato con un gran contenido de pulpa de madera que quema de forma incompleta, lo que deja un montón de ceniza negra. Un papel con un alto contenido de algodón tiene un aspecto del todo diferente cuando se quema. Lo que me viene a la mente de inmediato es la carta de Erica Donahue que afirma no haber escrito nunca.

—Lo que recomiendo —le digo a Marino— es tapar el hogar para que las cenizas no se dispersen. Necesitamos fotografiarlas tal como están antes de moverlas de cualquier manera. Eso es lo que haremos antes de recogerlas en botes de pintura para el laboratorio de documentos.

Sus grandes pies calzados se acercan.

—¿Para qué? —pregunta.

Lo que de verdad pregunta es si estoy actuando como un investigador de la escena del crimen. Mi respuesta, si tuviese que dársela, algo que no haré, es porque alguien tiene que hacerlo.

—Vamos a acabar esto de la manera como se debe hacer, la manera como sabemos y siempre hacemos las cosas. —Sostengo su mirada vidriosa, y lo que le estoy diciendo de verdad es que nada se ha acabado. No me importa lo que crean los demás. No se acaba hasta que se acaba.

—Veamos lo que tienes. —Se pone en cuclillas a mi lado, y nuestros trajes amarillos hacen un sonido plástico cuando nos movemos. Su débil olor me recuerda a una cortina de baño nueva.

—Letras mecanografiadas en la ceniza. —Se las señalo, y las cenizas se mueven de nuevo.

—Ahora resulta que eres mentalista. Deberías conseguirte un trabajo en una de esas tiendas de magia de por aquí, si puedes leer algo en todo esto quemado.

—Puedes leer una parte porque el papel caro se quema de una manera limpia, se vuelve blanco, y se ven los caracteres entintados hechos por una máquina de escribir. Ya hemos visto cosas como estas antes, Marino. Solo que hace mucho tiempo. ¿Ves lo que estoy viendo? —Señalo, y el aire se mueve y las cenizas se mueven un poco más—. Puedes ver el grabado del membrete, o una parte. Boston y parte de un código postal. El mismo código postal de la carta que recibí de la señora Donahue, aunque ella dice que no la escribió y que su máquina de escribir desapareció.

—Hay una en la casa. Una verde, una vieja portátil en la mesa del comedor. —Se levanta y flexiona las piernas como si le doliesen las rodillas.

—¿Hay una máquina de escribir verde en la otra casa?

—Creí que Benton te lo había dicho.

—Supongo que no pudo decírmelo todo en una hora.

—No te cabrees. Es probable que no pudiese. No creerías el montón de mierda que hay en la otra casa. Al parecer cuando Fielding se trasladó aquí nunca se preocupó de colocar su mierda. Hay cajas por todas partes. Hay toda una montaña.

—Dudo que tuviese una máquina portátil. Dudo mucho que sea suya.

—A menos que se hubiese compinchado con el chico Donahue. Ésa es la teoría para explicar de dónde proviene buena parte de la mierda.

—Por lo que dice su madre, eso es poco probable. Johnny detestaba a Jack. ¿Entonces cómo puede ser que Jack tuviese la máquina de escribir de la señora Donahue?

—Si es de ella. No lo sabemos. También están las drogas —señala Marino—. Es obvio que Johnny las tomaba más o menos desde el momento en que comenzó a asistir a las clases de taekwondo con Fielding. Uno más uno suman dos, ¿no?

—Vamos a averiguar qué suma y qué no. ¿Qué me dices del papel de carta?

—No he visto sobres ni papel.

—Excepto el que parece estar aquí. —Le recuerdo que quizá pudieron quemar parte o todo el papel de carta de Erica Donahue, las hojas de papel y los sobres que sobraron después de mecanografiar la carta que alguien me escribió, fingiendo ser ella.

—Escucha… —Marino no acaba lo que está a punto de decir.

No necesito que lo haga. Sé lo que va a decir. Va a recordarme que no puedo ser razonable cuando se trata de Fielding, y Marino cree que lo sabe muy bien. Debido a nuestra propia historia. Marino también estaba en aquellos primeros días. Recuerda cuando Fielding era mi compañero patólogo forense en Richmond, mi protegido, y en las mentes de un montón de personas, al parecer, mucho más que eso.

—¿Esto estaba aquí en esta posición? —pregunto y le indico un rollo de esparadrapo gris en el banco de trabajo.

—Sí, claro —responde mientras se agacha junto a una maleta abierta de la escena del crimen que hay en el suelo y saca una bolsa de pruebas, porque se puede comparar el extremo cortado del rollo de esparadrapo con el borde del último trozo cortado—. Ahora dime, ¿cómo demonios pudo haberse hecho con ella y para qué?

Se refiere a Fielding. ¿Cómo hizo Fielding para conseguir la máquina de escribir de Erica Donahue y cuál era su propósito al escribir una carta supuestamente suya y hacer que me la entregase en mano un chófer de alquiler, que por lo general trabaja para fiestas como los bar mitzvah y las bodas? ¿Johnny Donahue le dio a Fielding la máquina de escribir y el papel de carta? Y si es así, ¿por qué? Quizá Fielding manipuló a Johnny sin más. Le tendió una trampa.

—Quizás un último esfuerzo para acusar al chico —añade Marino, que responde a su propia pregunta y da voz a lo que estoy pensando y a punto de desecharlo como una posibilidad—. Una buena pregunta para Benton.

Pero Benton está en alguna parte, habla por teléfono o quizá conversa con sus compañeros del FBI, quizá con la agente Douglas. Me preocupa cuando pienso en ella, y espero que solo esté comportándome como una paranoica, que no tenga razones de verdad para preocuparme por la naturaleza de su relación con la agente especial Douglas. Espero que la otra taza de café en la parte de atrás del todoterreno de ella no fuese de Benton, que no ha estado yendo con ella, pasando un montón de tiempo con ella, mientras yo estaba en Dover y luego, antes de aquello, en y fuera de Washington. No solo soy permisiva y una mala tutora, ahora se me ocurre que también soy una mala esposa. Todo parece estar destrozado, acabado. Parece como si estuviese trabajando en la escena de mi propia muerte, como si la vida que conocí antaño de alguna manera no haya sobrevivido mientras estaba ausente, y ahora estoy investigando, intentando reconstruir qué me mató.

—Esto es lo que vamos hacer ahora mismo —le digo a Marino—. Supongo que nadie ha tocado la máquina de escribir. ¿Sabes si es una Olivetti?

—Hemos estado muy ocupados aquí. —Me está diciendo que la policía tiene asuntos más importantes que ocuparse de una vieja máquina de escribir—. Encontramos al perro allí abajo, como te dije. Y un dormitorio que al parecer utilizaba Fielding. Puedes pensar que iba y venía de un edificio a otro, pero aquí es donde ocurrió. —Indica el edificio auxiliar donde estamos—. La máquina de escribir está dentro de su maletín, en la mesa del comedor. Lo abrí para ver qué había dentro, pero nada más.

—Toma muestras de las teclas para buscar el ADN antes de recogerla y transportarla a los laboratorios. Quiero que las muestras salgan con la próxima remesa de pruebas que se lleve la furgoneta. Quiero que primero analicen esas pruebas porque nos dirán quién me escribió la carta.

—Creo que ya sabemos quién.

—Después la máquina irá a Documentos para que podamos comparar los tipos con los de la carta que tengo, en letra cursiva, y analizaremos el esparadrapo que está en el sobre y veremos si procede del mismo rollo que acabamos de encontrar y los rastros que hay en él, el ADN, huellas dactilares, cualquier cosa. No te sorprendas si señala a los Donahue. Si el rastro es desde su casa, o las huellas dactilares, y si el ADN es de esa fuente.

—¿Por qué?

—Para acusar al hijo.

—No sabía que Jack fuese tan rematadamente listo —opina Marino.

—No digo que le tendiese una trampa a nadie. No le he juzgado y condenado a él, ni a nadie —respondo con voz monótona—. Tenemos su perfil de ADN y sus huellas dactilares para propósitos de exclusión, de la misma manera que tenemos los nuestros. Por lo tanto, tiene que ser fácil incluirlo o excluirlo, y a cualquier otro perfil. ¿Y si hay alguno más, si encontramos ADN de más de una fuente, que es algo que, por supuesto, podemos esperar perfectamente? Pues confrontaremos los perfiles con el CODIS de inmediato.

—Claro. Si es eso lo que quieres.

—Los haremos de inmediato, Marino. Porque sabemos dónde está Jack, pero ¿y si alguien más está involucrado, incluidos los Donahue? No podemos perder tiempo.

—Desde luego. Lo que tú digas —dice Marino, y puedo leerle los pensamientos.

«Ésta es la casa de Jack Fielding. Es la Casa de la Muerte, su Pequeña Tienda de los Horrores. ¿Por qué tomarse tantas molestias?». Pero Marino no lo dirá. Supone que estoy negando la evidencia. Que sostengo la remota esperanza irracional de que Fielding no mató a nadie, que alguien estuvo utilizando su propiedad y sus pertenencias como por arte de magia, y que es el responsable de todo esto, alguien al margen de Fielding, que es la víctima y no el monstruo que ahora todo el mundo cree que es.

—No sabemos si su familia estuvo aquí —le recuerdo a Marino con paciencia y en voz baja, pero en un tono severo—. Su esposa, sus dos niñas pequeñas. No sabemos quién ha estado en la casa y tocó las cosas.

—No a menos que viniesen aquí desde Chicago para estar en esta pocilga.

—¿En qué fecha exacta se marcharon de Concord? —Era allí donde su familia vivía con él, en una casa que Fielding había alquilado y que yo le había ayudado a buscar.

—El otoño pasado. Eso encaja con todo. —Marino hace otra suposición—. El jugador de fútbol y lo que pasó después de que la familia de Fielding volviese a Chicago y él viniese aquí, para reformar este lugar mientras vivía en él como un vagabundo. Pudo haberte enviado un maldito e-mail y hacerte saber que aquí las cosas no le funcionaban muy bien. Que su esposa y sus hijas se largaron, no mucho después de que el CFC comenzara a aceptar casos.

—No me lo dijo. Lamento que no lo hiciese.

—Sí, bueno, yo tampoco colaboré en ello. —Marino sella la bolsa de pruebas de plástico con el rollo de esparadrapo—. Pero no era asunto mío. No iba a comenzar mi nueva carrera aquí chivándome del personal y diciéndote que Fielding lo ha estado jodiendo todo y que eso es lo que tú deberías haber esperado de él cuando lo que en realidad creías es que era una idea brillante traerlo de vuelta.

—¿Esto es lo que debía esperar? —Sostengo la mirada resentida en los ojos inyectados en sangre de Marino.

—Ponte el casco antes de bajar. Hay un montón de mierda colgando del techo, con todas esas malditas luces colgadas como si fuese Navidad. Tengo que volver a la furgoneta, y sé que tú necesitas un minuto.

Me ajusto la correa del casco y la aprieto. La razón de que Marino no baje a la bodega conmigo no es porque necesito un minuto. No es porque sea lo bastante sensible como para ofrecerme la oportunidad de prepararme para lo que está ahí abajo a solas, sin él soplándome en el cogote. Ésa es la idea a la que ha llegado, de lo que se ha convencido a sí mismo, pero mientras lo oigo llegar junto a los bidones al otro lado de la puerta, chapoteando con sus botas en el agua, solo puedo imaginar lo desagradable que una escena como esta puede ser para él. Tiene poco que ver con los desagradables fluidos corporales que se calientan y descomponen, o incluso con su aprensión ante la hepatitis, o el sida, o cualquier otro virus, y todo lo que tiene que ver con cómo llegaron allí los fluidos corporales. Las abluciones de Marino en los bidones de plástico llenos de agua y lavavajillas son su intento de limpiarse a sí mismo de la culpa que sé que siente.

Él nunca ha visto a Fielding hacer nada de todo esto. Ése es el problema al que se enfrenta Marino. Lo que piensa al respecto es que debería haberse dado cuenta. Como le he explicado a Benton cuando veníamos hacia aquí y luego le expliqué a Marino por teléfono, la extracción de esperma no es muy diferente a una vasectomía, excepto que cuando dicho procedimiento se realiza en un cadáver, es todavía más rápido y sencillo, por razones obvias. No hace falta la anestesia local y el doctor no tiene que preocuparse de cómo se sentirá el paciente, si puede arrepentirse o cualquiera otra respuesta emocional.

Todo lo que Fielding tenía que hacer era una pequeña punción en un lado del escroto e inyectar una aguja en los tubos deferentes para extraerle el semen. Podía hacerlo en minutos. Lo más probable es que no lo hiciese durante la autopsia, pero sí antes de meterlo en el frigorífico cuando no había nadie cerca, y asegurarse de acceder al cadáver tan rápidamente después de la muerte como fuera posible, lo que en retrospectiva podría explicar por qué vio que el hombre de Norton’s Woods sangraba antes que cualquier otro. Fielding entró en el frigorífico en cuanto llegó al edificio a primera hora del lunes por la mañana para conseguir su última donación involuntaria de esperma, y fue entonces cuando vio la sangre en la bandeja debajo de la bolsa. Así que fue a paso rápido por el pasillo y avisó a Anne y a Ollie.

Si alguien hubiese advertido que algo así estaba pasando durante los seis meses que estuve en Dover, sería Anne, le dije a Marino. Ella nunca vio lo que Fielding hacía, y sabemos que extrajo esperma de por lo menos un centenar de pacientes, a tenor de lo que se ha encontrado en un congelador de la bodega y todos los restos esparcidos por el suelo. Potencialmente, unos cien mil dólares, quizá mucho más, dependiendo de cuánto cobrase y si lo hacía en escala descendente, si tomaba en cuenta lo que la familia o cualquier otro interesado podía pagar. Oro líquido, como lo llaman los polis, era lo que Fielding vendía en un mercado negro de su propia creación. No puedo dejar de pensar en la elección de Eli como donante involuntario, suponiendo que ésa fuese la intención de Fielding. Nunca sabremos la verdad.

Pero a la hora en que Fielding fue al frigorífico ayer por la mañana, solo había un joven cuerpo masculino lo bastante fresco para ser candidato adecuado para la extracción de esperma, y ése era Eli Goldman. El otro caso masculino era mayor, y era poco probable que sus seres queridos hubiesen estado interesados en comprar su semen. El tercer caso era una mujer. Si Fielding asesinó a Eli con el cuchillo de inyección, ¿sería después tan atrevido y temerario para sacar el esperma del joven? Y ¿a quién pensaba vendérselo sin incriminarse a sí mismo? Si intentó hacer algo así, daba lo mismo que confesase el homicidio.

Continúa dándome vueltas por la cabeza que Fielding no sabía quién era el joven muerto y no identificado, cuando le informaron del caso el domingo por la tarde. Fielding no se molestó en ir a la escena del crimen, no estaba interesado, y no tenía ninguna razón en ese momento para estarlo. Continuó sin saber quién era hasta que entró en el frigorífico, y entonces reconoció a Eli Goldman porque de alguna manera estaban vinculados. Quizá por las drogas. Por eso Eli tenía una de las armas de Fielding. Quizá Fielding le había dado o vendido la Glock a Eli. Desde luego, alguien lo hizo. Drogas, el arma, quizás algo más. Ojalá hubiese podido meterme en la mente de Fielding cuando entró en aquel frigorífico, poco después de las siete de la mañana de ayer. Entonces lo sabría. Lo sabría todo.

Aparto una lámpara que cuelga en mi camino para que no me golpee en el casco, cuando bajo los escalones de piedra con mi voluminoso traje amarillo y las grandes botas de goma.

Un sudor frío me corre por los costados. Me preocupa Briggs y qué pasará cuando me enfrente con él, y me preocupa un galgo llamado Sock. Me preocupo por todo lo que me pueda preocupar porque no puedo soportar lo que estoy a punto de ver. Pero es mejor de esta manera. Por mucho que me queje de Marino, él hizo lo correcto. Yo no hubiese querido que transportasen el cuerpo de Fielding al CFC. No hubiese querido verlo por primera vez metido en una bolsa sobre una camilla de acero o una bandeja. Marino me conoce lo bastante bien para decidir que, si yo pudiera elegir, exigiría ver a Fielding de la manera que murió, para convencerme a mí misma de que fue tal como parece, y lo que Briggs determinó cuando examinó el cuerpo horas antes es lo mismo que observo yo, y que Briggs y yo compartimos la misma opinión sobre la causa y el modo de la muerte.

El sótano es de piedra encalada con el techo abovedado y sin ventanas. Es un lugar demasiado pequeño para tanta gente, todos ellos vestidos como yo, de amarillo brillante con gruesos guantes negros, botas de goma verdes y resplandecientes cascos amarillos. Algunos llevan visores, otros, mascarillas quirúrgicas. Identifico a mis propios científicos, tres del laboratorio de ADN, que están recogiendo muestras en una parte del suelo de piedra que está cubierto de tubos de ensayo rotos y sus tapones de plástico negro.

Cerca está el calefactor que mencionó Marino, y un congelador criogénico de acero inoxidable, de la misma marca y modelo del que utilizamos en los laboratorios cuando debemos guardar muestras biológicas a temperaturas ultrabajas.

La puerta del congelador está abierta de par en par, los estantes movibles del interior, vacíos, porque alguien, al parecer Fielding, sacó todos los especímenes y los destrozó en el suelo de piedra, y luego puso en marcha el calefactor. Veo las etiquetas rotas pegadas a los fragmentos de cristal en el suelo, que por lo demás está limpio. El sótano parece blanqueado con algo no brillante, como una pintura de imprimación, como la bodega de un vinatero que ha sido reconvertida en un laboratorio, con un fregadero y una encimera de acero, soportes para tubos de ensayo y grandes tanques de acero de nitrógeno líquido. En el centro de la habitación principal en la que estoy hay una larga mesa metálica, que Fielding utilizó con toda probabilidad para preparar los envíos, y varias sillas, una de ellas un tanto apartada, como si alguien hubiese estado sentado en ella. Miro primero la silla y busco sangre, pero no veo nada.

La mesa está cubierta con papel blanco de carnicero y sobre él hay unos guantes criogénicos, ampollas, rotuladores, corchos grandes y varillas medidoras para recipientes de almacenamiento. Debajo están apiladas las cajas blancas de cartón, las que se denominan cubos criogénicos, que consisten en unos termos criogénicos baratos que utilizamos para enviar materiales biológicos colocados dentro de un recipiente de aluminio, donde pueden permanecer congelados a ciento cincuenta grados centígrados bajo cero hasta cinco días. Estos contenedores especiales también se pueden utilizar para el envío de semen congelado, y de hecho, a menudo se les llama «tanques de semen». Son muy utilizados por los criadores de animales.

Solo puedo suponer que el equipo y los materiales de Fielding para su ilegal y escandalosa industria casera fueron sacados del CFC, en la oscuridad de la noche o fuera de hora. De alguna manera consiguió llevarse lo que quería de los laboratorios sin que el personal de seguridad pestañease. O es posible que simplemente pidiese lo que necesitaba y nos lo cargase a nosotros, pero se lo hiciese enviar aquí, a la casa del capitán de barco. Incluso mientras intento deducir lo que pudo haber hecho, él está tan cerca de mí que casi podría tocarlo, debajo de una sábana azul desechable en su limpio suelo pintado de blanco, ahora manchado de sangre en el borde del papel plastificado, una mancha de sangre que es parte de un charco más grande que por lo que sé está debajo de su cabeza. Desde donde estoy, veo que la sangre ha comenzado a separarse y coagularse. Está en la primera etapa de descomposición, un proceso que podría haberse demorado mucho debido a la temperatura ambiente en el sótano. Hace tanto frío que puedes ver tu aliento, tanto frío como en el frigorífico de la morgue.

El flash de una cámara se dispara y se vuelve a disparar mientras un hombre de hombros anchos, vestido de amarillo, toma fotografías de una zona de la pared encalada que está ennegrecida y sucia, donde está montado un aparato en un trípode amarillo brillante. Es un sistema electro-óptico de medición de distancias, que, me digo, ya ha confeccionado un mapa de la escena, con las coordenadas de todos los detalles, incluidos los que está fotografiando el coronel Pruitt. Advierte que lo miro y baja la cámara a un lado cuando me acerco a la pared donde huelo la muerte, el débil hedor mohoso y acre de la sangre que se ha descompuesto y secado a lo largo de meses en un entorno frío y sin sol. Huelo moho. Huelo polvo. Veo pilas de trozos de una alfombra roñosa, y madera contrachapada cerca de otra pared, y puedo decir, por el polvo y la tierra en el suelo blanco, que la alfombra y la madera fueron arrastradas hace poco hasta donde están.

Atornillados a la pared a la altura de mi cabeza hay una serie de grilletes que asocio con unas poleas que se usan para levantar. A partir de los rollos de cuerdas, engrasadores, grapas, una carretilla de carga, garfios y anillas en el techo, deduzco que Fielding diseñó un ingenioso aparejo para mover los pesados tanques de nitrógeno líquido, y que en algún momento el sistema fue pervertido por otro propósito que sospecho que nunca fue su intención cuando comenzó con la extracción y la venta de semen.

—Por lo que puedo deducir hasta ahora, el objeto utilizado fue una de esas hachas que cortan y martillan, lo que justificaría la fuerza bruta y las heridas cortantes. —Pruitt comienza sin ni siquiera decir hola, como si nuestro encuentro aquí fuese normal, nada más que una continuación de nuestro tiempo juntos en Dover—. En otras palabras, un hacha de mango largo con cabeza de martillo atrás y el filo delante. Estaba bajo la alfombra y la madera, junto con una cazadora del Boston College, un par de zapatillas y otros artículos de ropa que creemos que pertenecían a Wally Jamison. Todo este trozo de suelo estaba debajo de aquello. —Señala la alfombra y la madera que han movido, que, como había supuesto, se utilizaron para ocultar la escena del crimen—. Todo, incluido el hacha, por supuesto, ha sido empaquetado y enviado a sus laboratorios. ¿Has visto ya el arma? —pregunta Pruitt sacudiendo la cabeza.

—No.

—No puedo imaginar que alguien venga a por mí con algo así. Jesús. El recuerdo de Lizzie Borden. Trozos de cuerda ensangrentada donde lo colgaron. —Señala los grilletes y las anillas atornilladas en las piedras cubiertas con unas costras negras de sangre, y casi imagino el olor del miedo aquí abajo, el inimaginable terror del jugador de fútbol torturado y asesinado la noche de Halloween.

—¿Por qué no limpió todo esto? —Formulo la primera pregunta que me viene a la cabeza mientras miro la escena, que no parece haber sido tocada después de que Wally Jamison fuera brutal y sádicamente asesinado aquí abajo.

—Supongo que siguió la ley del mínimo esfuerzo y se limitó a cubrirlo todo con los tableros de contrachapado y la vieja alfombra —responde Pruitt—. Por eso hay tanta tierra y fibras por todas partes. Al parecer, después del homicidio no se molestó en lavar las cosas en absoluto. Solo amontonó la vieja alfombra encima y apoyó todos estos tableros contra la pared. —Señala de nuevo la pila de trozos de alfombra de diferentes colores, y cerca, los grandes tableros de madera contrachapada apilados en el suelo blanco, al lado de una puerta de acceso cerrada que da al exterior del sótano.

—No sé por qué no lavó todo esto —repito—. Esto ocurrió hace tres meses. ¿Se limitó a dejar la escena del crimen como si fuese una cápsula del tiempo? ¿Solo echó una alfombra y maderas encima?

—Una teoría es que se regodeaba con ello. Como las personas que fotografían o filman lo que hacen para poder continuar disfrutando después del hecho. Cada vez que venía aquí abajo, sabía qué había detrás de los tableros y la alfombra, lo que estaba oculto debajo, y se divertía.

«O alguien lo hacía», pienso. Jack Fielding nunca obtenía placer del horror. Para ser un patólogo forense, en realidad era un tanto impresionable. Benton dirá que era por la influencia de las drogas. Es probable que todos digan eso, y quizá sea verdad. Fielding estaba alterado, no lo pongo en duda.

—Algunos de nosotros podemos ayudarte con esto, ya lo sabes —añade Pruitt, y me mira a través del visor de plástico que se nubla intermitentemente cuando respira el aire frío del sótano. Sus ojos castaños se ven alerta y amables cuando me mira, pero está preocupado. Cómo podría alguien no estarlo. Me pregunto si él intuye lo que estoy pensando. Me pregunto si nota en las tripas que algo no funciona en todo esto. Me pregunto si se formula la misma pregunta que ahora mismo me estoy haciendo cuando miro la ennegrecida pared encalada con los grilletes negros de óxido atornillados en la piedra.

«¿Por qué Jack Fielding haría algo así?».

Extraer semen para vendérselo a las desconsoladas familias es casi comprensible. Se puede echar la culpa con toda facilidad a la codicia o incluso al ansia de gratificación, el poder que debió sentir cuando podía devolver la vida allí donde había sido arrebatada. Pero mientras recuerdo las fotos, las grabaciones de vídeo y los escáneres que he visto del cuerpo mutilado de Wally Jamison, recuerdo lo que pasó por mi mente en aquel momento. Su asesinato parecía tener un motivo sexual y emocional, como si la persona que descargó el arma en él tuviese sentimientos hacia él, desde luego una furia que no cesó hasta que Wally quedó lacerado, troceado, cortado y contusionado más allá del reconocimiento, y sangró hasta morir. Después, su cuerpo desnudo fue transportado, lo más probable en una embarcación, lo más probable en la embarcación de Fielding, y arrojado en la bahía, junto a la base de los guardacostas, un acto que Benton describe como atrevido, una provocación a las fuerzas de la ley. Eso tampoco parece propio de Fielding. Para ser un gran maestro, fuerte y musculoso, era bastante cobarde.

—Gracias. Ya veremos qué se necesita —le respondo a Pruitt.

—Necesitas el ADN. Ya tenemos centenares de muestras, no solo del semen que ha de ser vinculado con el donante, sino de todas las demás muestras que se han recogido.

—Lo sé. Es un trabajo enorme y continuará durante bastante tiempo porque no sabemos qué ha ocurrido aquí. Solo una parte. Lo que había en el congelador y luego lo que supongo que tuvo que haber sido el homicidio del estudiante del BC, Wally Jamison. —Cuando digo su nombre me lo imagino, la mandíbula cuadrada, el pelo negro rizado, los brillantes ojos azules y de constitución fuerte. Luego lo que parecía más tarde—. ¿A qué hora habéis llegado aquí?

—John y yo volamos temprano, llegamos hace unas siete horas.

No pregunto dónde está Briggs ahora.

—Ha hecho el examen externo y repasará los detalles contigo cuando estés preparada —añade Pruitt.

—¿Nadie lo ha tocado? —Encontraron el cuerpo de Fielding poco después de las tres de la madrugada. Eso es al menos lo que me han dicho.

—Cuando John y yo llegamos aquí, el cuerpo estaba cubierto como está ahora. La Glock no está aquí. Después de que el FBI restauró el número de serie borrado, el arma se guardó en una bolsa de pruebas y está en sus laboratorios. —Pruitt me explica lo que ha hecho Benton.

—No sabía de todo esto hasta hace muy poco tiempo. Cuando me traían hacia aquí.

—Mira. Si yo hubiese estado aquí a las tres de la mañana y me hubiese tocado a mí… —Comienza a decir que me hubiese explicado todo lo que estaba pasando—. Pero el FBI quería retener el asunto porque nadie estaba seguro de si era un lobo solitario. —Se refiere a que si Fielding lo era—. Debido a todos los otros factores, como el doctor Saltz, el miembro del Parlamento y otros. El miedo al terrorismo.

—Sí. Solo que no es la clase de terrorismo del que, por lo general, tiene que preocuparse el FBI. Ésta es una clase diferente de terrorismo —comento—. Se intuye como algo personal. ¿No lo sientes como personal? ¿Qué piensas de todo esto?

—Nadie tocó el cuerpo cuando la policía, el FBI lo encontró. —Pruitt no quiere decirme lo que piensa—. Sé que entonces estaba a la misma temperatura que la habitación, que llevaba tiempo aquí, pero tendría que hablarlo con John.

—Dices que el cuerpo estaba a la misma temperatura del aire ambiente a las tres de la madrugada.

—Algo así de cinco grados más o menos. Quizás un poco más caliente debido a todas las personas que estaban aquí abajo. Pero mejor le preguntas los detalles a John.

Pruitt mira el montículo con forma humana envuelto en una sábana azul al otro lado del sótano, cerca del congelador, cerca de los fluidos que se descongelan en el suelo de piedra, donde los investigadores llevan rodilleras. Recogen los trozos de vidrio uno a uno, toman muestras y empaquetan cada objeto por separado en sobres de papel que etiquetan con rotuladores permanentes. No haré los cálculos hasta revisar el cuerpo, pero lo que oigo ahora se suma a lo que sospecho. Algo no cuadra.