La casa de estructura gris con los cimientos de piedra y una despensa subterránea en la parte trasera fue construida por un capitán de mar hace siglos. La propiedad ha sido blanqueada y erosionada por las inclemencias del tiempo, expuesta a todo lo que sopla del mar, y está sola al final de una calle estrecha y nevada que ha sido cubierta de arena por los equipos de emergencia de la ciudad. En los lugares donde las ramas se han quebrado por el peso, el hielo aparece destrozado sobre la tierra helada, brillando como cristales rotos bajo un sol que no ofrece ningún calor, solo un resplandor cegador.
Se oye el sonido rasposo de la arena contra los bajos del todoterreno mientras Benton conduce muy despacio, atento a un lugar donde aparcar. Contemplo la brillantez de la carretera arenosa, el azul oscuro del oleaje y el azul más claro del cielo sin nubes. Ya no siento la necesidad de dormir, ni creo que pudiese si lo intentase. Me levanté a las cinco y cuarto de la mañana del día anterior en Delaware. Llevo despierta unas treinta horas desde entonces, algo que no es infrecuente en mí. En realidad, no es destacable si me detengo a calcular lo a menudo que sucede en una profesión donde las personas no tienen la simple cortesía de matar o morir durante las horas de trabajo. Pero éste es otra clase de insomnio. Es extraño, poco familiar, con la excitación añadida que raya la histeria tras haber sido informada, al menos implícitamente, de que he vivido gran parte de mi vida junto a alguien letal y que yo soy la razón de que con el tiempo se volviese mortal.
Nadie me dice tal cosa con esas palabras exactas, pero sé que es verdad. Benton es diplomático, pero lo sé. No dice que sea culpa mía que hayan matado a unas personas con la mayor brutalidad y de que muchísimas más hayan sido agraviadas y profanadas, por no mencionar a los afectados por las drogas, personas cuyos nombres quizá nunca sabremos, cobayas o «ratones de laboratorio», como las llama Benton, para un malévolo proyecto científico que utiliza un esteroide anabólico muy potente o testosterona, mezclado con un alucinógeno, para crear fuerza y masa muscular y aumentar la agresividad y la temeridad. Para crear máquinas asesinas, para convertir a seres humanos en monstruosidades sin corteza frontal, sin ninguna conciencia de las consecuencias, autómatas humanos que matan de una forma salvaje y no sienten remordimiento, no sienten casi nada en absoluto, incluido el dolor. Benton ha estado repitiendo lo que Liam Saltz le dijo al FBI esta mañana, un pobre hombre desconsolado y aterrorizado.
El doctor Saltz sospecha que Eli se vio vinculado a una traicionera y no autorizada tecnología en Otwahl, que se encontró en medio de una investigación de la DARPA que salió mal, que salió terriblemente mal, y estaba a punto de advertir a su humanitario padrastro laureado con el Nobel, de darle pruebas y rogarle que le pusiese fin. Fielding tuvo que detenerlo porque él estaba utilizando esas peligrosas drogas, quizás ayudando a distribuirlas, pero sobre todo porque mi director adjunto, con su sempiterno anhelo de la fuerza y la belleza física y sus dolores crónicos, era un adicto. Ésa es la teoría que hay detrás de los viles crímenes de Fielding. No me creo que sea así de sencillo, ni siquiera que sea verdad. Pero sí que creo los otros comentarios que Benton continua haciendo. He sido demasiado buena con Fielding. Siempre he sido demasiado buena con él. Nunca lo había visto cómo realmente es, ni había aceptado su capacidad para hacer daño de verdad, y por lo tanto se lo he permitido.
La nieve se convierte en una lluvia helada cuando el océano calienta el aire. El suministro eléctrico continúa interrumpido como consecuencia de las líneas caídas en esta zona de Salem Neck llamada Winter Island, donde Jack Fielding es propietario de una finca histórica de la que no sabía nada. Para llegar tienes que pasar por delante de la Plummer Home for Boys, una preciosa mansión verde musgo que se alza en una gran extensión de cara al mar, con vistas a la lejana rica comunidad veraniega de Marblehead. No puedo sino pensar en la manera en que las cosas comienzan y acaban, la manera en que las personas tienden a correr sin moverse realmente del mismo sitio, a flotar a merced del agua para en realidad no ir más allá de donde todo comenzó.
Fielding detuvo su vida donde se la arrebataron de forma tan precipitada, en un entorno pintoresco, para jóvenes con problemas, que ya no pueden vivir con sus familias. Me pregunto si fue deliberado escoger un lugar que está a un tiro de piedra de un hogar para chicos, si fue un factor subconsciente cuando decidió comprar una propiedad adonde, según me cuentan, tenía la intención de retirarse o quizá venderla para obtener una ganancia en el futuro cuando el mercado inmobiliario se recupere, después que terminar las reformas pertinentes. Él mismo se ha encargado del trabajo en la casa y en el anexo. Lo ha hecho mal. Casi puedo ver la manifestación de su mente desorganizada y caótica, el trabajo manual de alguien profundamente fuera de control, como me ha comunicado Benton. Estoy a punto de ver cómo vivió y acabó mi protegido.
—¿Todavía estás aquí? Sé que estás cansada —dice Benton y me toca el brazo.
—Estoy bien. —Me doy cuenta de que ha estado hablando y yo no lo he estado escuchando.
—No tienes buen aspecto. Todavía estás llorando.
—No lloro. Es el sol. No puedo creer que me dejase las gafas de sol en alguna parte.
—Te dije que podías usar las mías. —Sus gafas oscuras se vuelven hacia mí mientras avanza poco a poco por la carretera cubierta de arena en el sol resplandeciente.
—No, gracias.
—Por qué no me dices lo que te pasa, porque no vamos a tener ocasión de hablar durante un tiempo. Estás furiosa conmigo.
—Tú solo estás haciendo tu trabajo, sea el que sea.
—Estás furiosa conmigo porque estás furiosa con Jack, y tienes miedo de estar furiosa con él.
—No tengo miedo de lo que siento por él. Tengo más miedo de todos los demás —respondo.
—¿A qué te refieres?
—Es algo que intuyo, y tú no estás de acuerdo, así que deberíamos dejarlo correr —le digo y miro a través de la ventanilla, hacia el frío y azul océano y el horizonte distante, donde alcanzo a divisar las casas en la costa.
—Tal vez deberías ser un poco más específica. ¿Qué intuyes? ¿Es un nuevo pensamiento?
—No lo es. Es algo que nadie quiere oír —le respondo con la mirada puesta en la tarde resplandeciente mientras continuamos buscando un lugar donde aparcar.
En realidad no le estoy ayudando a buscar. Sobre todo estoy sentada y miro a través de la ventanilla y dejo que mi mente vaya adonde quiere ir, como un pequeño animal que corre en busca de un lugar seguro. Es probable que Benton piense que soy bastante inútil. Ha ayudado y reconocido mi inutilidad esperando todo este tiempo para venir a buscarme, para mostrarme algo que lleva ocurriendo desde hace horas. Aparezco cuando ya ha comenzado la función, como si esto fuese un musical o una ópera, y no me importa mucho entrar durante el intermedio o hacia el final, según el acto en que estén.
—Esto es ridículo. Pensaba que se les habría ocurrido reservarnos una plaza. Tendría que haberle dicho a Marino que pusiese conos, que reservase un lugar. —Benton escupe su cólera contra los coches aparcados y la calle angosta y luego me dice—: Quiero oír lo que tengas que decir. Tanto si es una nueva idea como si no. Y tiene que ser ahora, mientras tenemos un minuto a solas.
No tiene ningún sentido decirle el resto, explicarle de nuevo lo que intuyo, que hay una lógica calculadora y cruel detrás de lo que les hicieron a Wally Jamison, Mark Bishop y Eli Goldman, detrás de lo que le ha ocurrido a Fielding, detrás de todo, una agenda precisa muy bien formulada, aunque no haya salido como se planeaba. No es que conozca el plan en su totalidad, quizá ni siquiera la mayor parte, pero lo que intuyo es palpable e innegable, y no dejaré que me convenzan de lo contrario. «Confía en tus instintos. No confíes en nadie más. Esto va del poder. El poder para controlar a las personas, para hacerlas sentir bien, o asustadas, o sufrir de forma terrible. El poder sobre la vida y la muerte». No voy a repetir lo que estoy segura que suena como irracional. No voy a decirle todo esto de nuevo a Benton, que intuyo una insaciable sed de poder, intuyo la presencia de un ente asesino que nos mira desde un lugar oscuro y permanece al acecho. Algunas cosas se han acabado, pero no todo, y no le digo nada de todo esto a él.
—Voy a aparcarlo aquí, y los demás que se apañen. —En realidad no está hablando conmigo, sino consigo mismo, y se acerca lo más posible a un muro de piedra para que no sobresalgamos en la resbaladiza carretera cubierta de arena—. Esperemos que ningún idiota me dé. Si es así, se llevará una sorpresa muy desagradable.
Supongo que se refiere a que no será divertido comprender que la puerta que has abollado, el parachoques que has raspado o el lateral que acabas de rayar es propiedad del FBI. El todoterreno es el típico vehículo del Gobierno, negro con cristales tintados y asientos con tapizado de tela, luces de emergencia ocultas detrás de la parrilla, y en el suelo, en la parte trasera, dos tazas de café bien acomodadas en su lugar dentro de una caja de cartón para llevar, junto con una bolsa de comida hecha una bola. El vehículo de guerra de un agente ocupado es pulcro, pero no siempre está en un lugar conveniente para arrojar los desperdicios. No sabía que Douglas era una mujer hasta que Benton se refirió al agente especial que tiene asignado este coche como «ella» hace unos minutos, mientras me decía que ella había buscado la matrícula del Bentley que nos recibió en Hanscom anoche, un Flying Spur de cuatro puertas negro, del año 2003, propiedad personal del director ejecutivo de una compañía de servicios de Boston que ofrece «unos chóferes discretos» que conducirán cualquier vehículo solicitado, y explica por qué la matrícula del Bentley no es una matrícula de coche de alquiler.
La reserva fue hecha por Internet, por alguien que utilizó una dirección de e-mail que pertenece a Johnny Donahue, un paciente ingresado en el McLean sin acceso a Internet cuando enviaron el e-mail, ayer, desde una dirección IP que corresponde a un cibercafé cerca del Salem State College, que está muy cerca de aquí. La tarjeta de crédito utilizada pertenece a Erica Donahue. Que se sepa, ella jamás hace ninguna transacción online, de hecho, ni siquiera tocaría un ordenador. Huelga decir que ni el FBI ni la policía creen que ella o su hijo alquilaran el Bentley o el chófer.
Creen que lo hizo Fielding, que lo más probable es que consiguiese acceso a la tarjeta de crédito de la señora Donahue por los pagos que hizo en el club de taekwondo mientras su hijo estuvo matriculado, hasta que le dijeron que no volviese más después de intentar darle un puntapié a su instructor, mi director adjunto, un gran maestro con el séptimo dan de cinturón negro. Aún no se ha descubierto cómo accedió Fielding a la cuenta de correo de Johnny, a menos que de alguna manera hubiese manipulado al vulnerable y crédulo adolescente para que le diese la contraseña en algún momento, o quizá se enteró por otros medios.
El chófer, que no es sospechoso de nada excepto de no preocuparse de saber quién era la doctora Scarpetta antes de entregarle la carta, recibió el encargo de su oficina, y según dijeron, nadie que trabaje en la compañía de transporte de élite llegó a ver a la supuesta señora Donahue o habló con ella por teléfono. En la sección de notas de la reserva online se solicitó «un coche de lujo exótico» para un «recado», con la explicación de que nuevas instrucciones y una carta serían depositados en las oficinas centrales de la compañía privada de chóferes. Alrededor de las seis de la tarde echaron un sobre en el buzón de la puerta principal, y unas tres horas más tarde, el chófer se presentó en Hanscom Field con la carta y decidió que Benton era el doctor Scarpetta.
Salimos al aire frío y limpio, y el hielo está por todas partes, reflejando el sol como si estuviésemos en el interior de un candelabro de cristal iluminado. Me protejo los ojos con la mano. Miro cómo el mar azul oscuro se expande y contrae como un músculo, lanzándose tierra adentro para aplastarse y hervir contra una deshabitada costa llena de rocas. Aquí mismo un capitán de barco contempló una vez un paisaje que dudo mucho que haya cambiado en centenares de años, hectáreas de costa escarpada y playas con bosquecillos achaparrados, intocables y deshabitadas debido a que es parte de un parque marítimo, que resulta tener un embarcadero.
Un poco más allá, pasada la zona de acampada, donde el río Neck gira hacia la bahía de Salem, hay un embarcadero de yates donde el Mako de Fielding, de seis metros de eslora, está envasado al vacío con plástico y colocado en un remolque donde la policía lo encontró esta mañana. Yo tengo un vago recuerdo de que él tenía una embarcación que utilizaba cuando salía a bucear porque se lo oí mencionar, pero no sabía dónde la guardaba. Nunca hubiese imaginado, hace veinticuatro horas, que podría convertirse en el foco de una investigación de homicidio, al igual que su todoterreno, un Navigator azul oscuro con la placa delantera ausente, y su pistola Glock con el número de serie borrado. De hecho, la situación es para todo lo que Fielding posee y ha hecho a través de toda su existencia.
Por encima de nuestras cabezas, un helicóptero Dauphine naranja, un HH-65A, también conocido como Delfín, vuela bajo a través del frío cielo azul, y su rotor trasero de diez palas hace un característico sonido modulado que se describe como un sonido bajo pero que para mí es muy agudo, un lamento amenazador, que me recuerda un poco a un C-17 de Seguridad Interior realizando una vigilancia aérea. No sé por qué las fuerzas de la ley federal han tomado tierra, mar y aire, a menos que exista una preocupación por la seguridad de la bahía de Salem, un puerto importante con una gran central eléctrica. He oído a Benton mencionar la palabra terrorismo y también a Marino cuando hablé con él por teléfono hace unos minutos, pero en estos días escucho esa palabra con demasiada frecuencia. De hecho, la escucho continuamente. Bioterrorismo. Terrorismo químico. Terrorismo doméstico. Terrorismo industrial. Nanoterrorismo. Tecnoterrorismo. Si me paro a pensar, todo es terrorismo. Como todos los crímenes violentos, ciertamente es odioso y aborrecible.
Continúo pensando en Otwahl, todo me lleva de nuevo a Otwahl, mis pensamientos transportados por el ala de una mosca-robot o, como dice Lucy, no una simple mosca-robot, sino el Santo Grial de las moscas-robot. Luego pienso en mi vieja némesis MORT, un modelo de tamaño real, aparcado como un gigantesco insecto mecánico dentro de un apartamento de Cambridge, alquilado por Eli Goldman, y después me preocupo por el controvertido científico doctor Liam Saltz, que debe de estar desconsolado. Quizá se vio atrapado sin más en una de aquellas terribles coincidencias que ocurren en la vida, la trágica desgracia de ser padrastro de un brillante joven que se metió en la ciencia equivocada, en las drogas equivocadas y en las armas ilegales.
Un chico demasiado listo para su propio beneficio, como dice Benton, asesinado cuando llevaba un viejo anillo de sello que desapareció de la casa de Erica Donahue, lo mismo que desapareció su papel de carta, su máquina de escribir y una estilográfica, artículos que Fielding tuvo que agenciarse de alguna manera. Tuvo que sacarle toda clase de cosas al rico estudiante de Harvard al que maltrató, Johnny Donahue, y no importa si todo esto me parece erróneo. No puedo demostrar que Fielding no intercambió el anillo de oro por drogas. No puedo probar que no intercambió la Glock por drogas. No puedo negarlo porque Eli tenía el anillo y el arma; pero seguro que debe de haber alguna otra razón mucho más nefasta y peligrosa de la que Benton y los demás proponen.
Puedo decir, y dije, que Eli Goldman era una obstrucción en el mercenario progreso de una compañía como Otwahl, y Otwahl es el común denominador de todo, más que el taekwondo o Fielding. Hasta donde me concierne, si Fielding es el único y directo responsable como dicen todos, entonces deberíamos mirar a fondo y desde otro ángulo a Otwahl. Deberíamos preguntarnos qué relación tenía con ese lugar, más allá de ser un usuario, un objeto de ensayo, o incluso alguien que ayudó a distribuir unas drogas experimentales, que a la postre lo condujeron a su completa aniquilación.
«Otwahl y Jack Fielding», le dije a Benton hace unos minutos. Si Fielding es culpable de asesinato, de manipular un caso, de obstrucción a la justicia y de toda clase de mentiras y conspiraciones, entonces estaba íntimamente vinculado con Otwahl, hasta su aparcamiento, donde es probable que anoche estacionase su Navigator fuera de la vista durante la tormenta. «Tienes que hacer esa conexión de una manera significativa», le repetí varias veces a Benton durante nuestro viaje a este desolado lugar, que posee una belleza extraordinaria y no obstante está en ruinas, como la misma propiedad de Fielding, una fea mancha en una marina exquisita.
—Otwahl Technologies y una casa del siglo XVIII de un capitán de barco en Salem Neck —le digo a mi marido, y le pregunto su opinión, su opinión sincera y objetiva. Después de todo, él tendría que estar muy bien informado y tener una opinión del todo objetiva debido a su leal alianza con un «nosotros», muy bien informados y del todo objetivos, como declaro, estos anónimos camaradas suyos, los fantasmagóricos rangos de un FBI al que ya no pertenece, según afirma, aunque por supuesto yo no le creo. Él es el FBI, sin duda, tan reservado y motivado, como lo recuerdo de hace muchos años, y quizá podría comprenderlo si no me sintiese tan absolutamente sola.
Ya ni siquiera me escucha cuando hace unos minutos atrás comenté que Fielding podía tener algún vínculo con Otwahl, más allá de enseñar artes marciales a unos pocos estudiantes sesudos que están haciendo prácticas en el gigante tecnológico. La vinculación tiene que ser algo más que solo drogas, afirmo. Unos parches analgésicos impregnados con drogas no pueden ser la única explicación para lo que estoy a punto de encontrar en el interior de un pequeño edificio auxiliar de piedra que Fielding estaba convirtiendo en una habitación para huéspedes, antes de que, al parecer encontrase otro uso que ha conseguido varios nombres nuevos.
«La casa de la muerte», pienso sombría y amargamente. «La casa del semen», pienso con cinismo.
Destinada a ser la atracción más novedosa en Salem durante Halloween, que dura todo octubre, con un millón de personas haciendo el peregrinaje hasta aquí desde todos los confines del país. Otro ejemplo de un lugar que ha adquirido la fama gracias a atrocidades que ya no parecen reales, cuentos chinos, casi de tebeo, como la bruja montada en su escoba que forma parte del emblema de Salem, que está en los escudos de la policía e incluso pintada en las puertas de sus coches. Ten cuidado con lo que odias y asesinas, porque algún día se apoderará de ti. La Ciudad de las Brujas, como la gente ha bautizado el lugar, cuyos hombres y mujeres eran traídos hasta aquí a lo que ahora se llama Gallows Hill Park, un lugar similar a este donde Fielding compró la casa del capitán de barco. Lugares que no han cambiado mucho. Lugares que ahora son parques. Solo que Gallows Hill es feo, como debe ser. Un campo abierto y estéril azotado por el viento. En su mayor parte no hay nada más que rocas, hierbajos y algunos trozos de una hierba dura. Allí no crece nada.
Estos pensamientos son como estallidos solares, que crecen y se expanden con una cronología que al parecer no puedo controlar, mientras Benton toca mi codo, y luego lo sujeta con firmeza, cuando cruzamos el final de la calle sin salida cubierta de arena, que se ha convertido en un aparcamiento para vehículos de las fuerzas de la ley, con identificación y sin identificación, algunos con el emblema de Salem, siluetas de brujas montadas en sus escobas. Aparcada muy cerca de la casa del capitán, casi pegada a la parte trasera, está la furgoneta blanca del CFC que Marino condujo hasta aquí horas antes, mientras yo estaba en la sala de autopsias y luego arriba, sin tener idea de lo que estaba ocurriendo a unos cincuenta kilómetros al noreste. La puerta trasera de la furgoneta está abierta, y Marino está en el interior, con las botas de goma verde, un casco amarillo brillante y un traje anticontaminación amarillo brillante, que nosotros utilizamos para trabajos que requieren protección contra peligros biológicos y químicos.
Unos cables serpentean sobre el suelo de acero y salen por las puertas metálicas abiertas, cruzan el helado camino de entrada sin pavimentar, y desaparecen a través de la fachada del edificio de piedra, que debió de ser un encantador y cómodo edificio auxiliar antes de que Fielding lo convirtiese en un solar en construcción con los cimientos sobresaliendo de un suelo helado de color gris. La zona detrás de la casa del capitán es una visión espantosa de cemento derramado, pilas de madera y ladrillos tumbados, herramientas oxidadas, tejas, materiales aislantes y clavos por todas partes. Una carretilla está cubierta con una lona suelta que se agita al viento. Todo el perímetro está rodeado con la cinta de plástico amarilla de la escena del crimen que se sacude y salta en el viento.
—Tenemos energía suficiente para abastecer las luces, pero es lo que hay; disponemos de unos ciento veinte minutos de electricidad —me dice Marino mientras busca en el interior de una de las cajas.
Se refiere al generador auxiliar que mantiene el sistema eléctrico de la furgoneta funcionando cuando el motor está apagado, y suministra una cantidad limitada de electricidad de emergencia.
—Eso suponiendo que no vuelva la electricidad. Quizá tengamos suerte. He oído que puede suceder en cualquier momento. El problema principal son los postes derribados por los árboles abatidos, que sin duda habéis visto al pasar por Derby Street cuando veníais hacia aquí. Pero incluso si vuelve la electricidad, no será de mucha ayuda allí —dice señalando el edificio auxiliar de piedra—. Ahí no hay calefacción. Hace un frío de cojones, y solo te digo que al cabo de un rato se te mete en los huesos —me explica desde el interior de la furgoneta. Benton y yo estamos fuera, soportando el viento. Me subo el cuello de la chaqueta—. Tan frío como nuestro maldito frigorífico de la morgue, siempre que puedas imaginarte trabajando allí durante horas.
Como si yo nunca hubiese trabajado en un escenario con un tiempo helado y no conociese lo que es el frigorífico de una morgue.
—Por supuesto, tiene sus ventajas cuando se va la electricidad, algo común en estos lugares cuando hay tormentas, y no tienes un generador de reserva —continúa Marino. Se refiere a que Fielding no lo tenía—. Puedes perder un montón de dinero si el congelador deja de funcionar. Por eso conectar un calefactor y ponerlo al máximo era obviamente para estropear el ADN, para que nunca supiésemos a quién le había sacado la mierda. ¿Crees que es posible? —me pregunta.
—Depende de a qué parte… —comienzo a decir.
—Para que no podamos identificarlos. ¿Es posible que no podamos? —Marino continúa hablando sin parar, como si hubiese estado tomando café desde la última vez que lo vi. Tiene los ojos inyectados en sangre y vidriosos.
—No —respondo—. No creo que sea posible. Creo que lo averiguaremos.
—Entonces no crees que es tan inútil como la tapioca.
—Joder —exclama Benton—. Me lo podrías haber evitado. Desearía que dejases de hacer esas putas analogías con la comida.
—Se necesitan pocas copias. —Le recuerdo a Marino que podemos conseguir un perfil de ADN de algo tan pequeño como tres células humanas. A menos que todas las células estén degradadas, no pasará nada, le aseguro.
—Así es si lo intentamos en serio. —Marino me habla a mí como si Benton no estuviese aquí, me dirige todos sus comentarios como si él fuese el responsable, no quiere que le recuerden que mi marido es del FBI o un antiguo agente del FBI—. ¿Me refiero a qué pasaría si fuera tu hijo?
—Estaría de acuerdo en que tendríamos que identificarlos y comunicárselo a sus familiares más cercanos —respondo.
—Y que nos demanden, ahora que lo pienso —reconsidera Marino—. Quizá no tendríamos que decírselo a nadie. A mí me parece que solo necesitamos saber de quiénes provino. ¿Por qué decírselo a los familiares y remover el avispero?
—Divulgación total —dice Benton en un tono de ironía como si de verdad supiese que es eso. Mira su iPhone, lee algo en la pantalla y añade—: Porque es probable que muchos de ellos ya lo sepan. Estamos aceptando que Fielding arregló con ellos un pago adelantado por el servicio que ofrecía. No es posible ocultar nada.
—No lo vamos a hacer —respondo—. No ocultamos cosas. Y punto.
—Pues te diré una cosa. Estoy pensando que en realidad deberíamos instalar cámaras dentro de nuestro frigorífico, no solo en el vestíbulo, en el muelle y en algunas salas, también allí dentro —me dice Marino, como si siempre hubiera sido de la opinión de que deberíamos tener cámaras en el frigorífico, probablemente dentro también del congelador. De hecho, nunca me mencionó la idea antes—. Me pregunto si las cámaras funcionarían en el interior de un frigorífico… —continúa.
—Funcionan en el exterior. Hace más frío en invierno por aquí que en el interior de un frigorífico —comenta Benton con voz sorda, casi sin escuchar a Marino, tan pagado de sí mismo, que disfruta de su papel en el drama que ha ocurrido. A él nunca le ha gustado Fielding. No podría imaginar un «Ya te lo dije» más sonoro.
—Tenemos que hacerlo —me dice Marino—. Cámaras y basta de esta mierda, de gente haciendo cosas que creen que podrán hacer sin que nadie los pille.
Miro detrás de nosotros las botas y los zapatos alineados en el exterior de la abertura que lleva al interior de la casa. La Casa de la Muerte, la Casita del Semen. Algunos polis la llaman la Pequeña Tienda de los Horrores.
—Cámaras —oigo que dice Marino mientras miro la casa de piedra—. Si las tuviésemos en el frigorífico, podríamos tenerlo todo en vídeo. Demonios, podría estar muy bien. Mierda, imagina si algo como eso comienza a filtrarse y acaba en YouTube. Fielding haciéndole eso a todos aquellos cadáveres. Joder. Apuesto a que tenéis cámaras así instaladas en Dover.
Nos da unos trajes amarillos brillantes plegados como el suyo.
—Dover debe de tener cámaras en los frigoríficos, ¿no? —continúa—. Estoy seguro de que el Departamento de Defensa lo aceptaría, y nada mejor que este momento para pedirlo, ¿no te parece? A la vista de las circunstancias. No creo que nada se pueda descartar cuando se trata de aumentar la seguridad en nuestro chiringuito…
Me doy cuenta de que Marino todavía me habla a mí, y no le respondo porque me preocupa lo que hay en la cabina de la camioneta. De pronto me siento abrumada por la pena mientras estoy de pie en el frío, el viento y el resplandor, con mi traje de protección plegado y sujeto debajo del brazo. Benton se pone el suyo.
Marino continúa muy alegre, como si esto fuese un carnaval.
—… como dije, es una suerte que haga frío. Soy incapaz de imaginarme lo que sería trabajar uno de esos días de cuarenta grados como teníamos en Richmond, donde podías sacar agua del aire y nada se movía. Quiero decir, qué cerdo de mierda. Ni se te ocurra mirar el lavabo ahí adentro; probablemente la última vez que vaciaron el depósito fue cuando todavía quemaban brujas por aquí…
—Las ahorcaban —me oigo a mí misma responder.
Marino me mira con una expresión en blanco en su gran rostro, y tiene la nariz y las orejas rojas, el casco en lo alto de su cabeza calva, como la caperuza de una boca de incendios amarilla.
—¿Cómo está? —Señalo la cabina de la furgoneta y lo que hay dentro.
—Anne es toda una doctora Dolittle. ¿Sabías que quería ser veterinaria antes de convertirse en Madame Curie? —Todavía dice «curry», como la especia, no importa las veces que le haya dicho que es «Curíí», como el elemento curio, que fue nombrado en honor a Madame «Curíí».
—Te diré otra cosa —prosigue—. Es una suerte que la calefacción de esta casa no estuviese apagada más de cinco o seis horas antes de que alguien llegase aquí. Ese pobre perro no tiene mucho más pelo que yo. Se metió debajo de las mantas en la ratonera que es la cama de Fielding y así y todo temblaba como si tuviese el mal de San Vito. Por supuesto, estaba aterrado con todos esos polis y el FBI entrando al asalto con su equipo táctico, vaya un montaje. Además, según he oído, a los galgos no les gusta estar solos, tienen lo que se llama «ansiedad de separación».
Abre otro recipiente y me da un par de botas, porque sabe mi número sin preguntar.
—¿Cómo sabes que es la cama de Jack?
—Su mierda está por todas partes. ¿De quién más podría ser?
—Tenemos que comprobarlo todo. —Sigo repitiéndolo—. Él estaba aquí en mitad de la nada. Sin vecinos, sin nadie que lo viese u oyese, y el parque desierto en esta época del año. ¿Cómo sabes a ciencia cierta que él estaba solo aquí? ¿Cómo puedes estar absolutamente seguro de que no recibió ayuda?
—¿De quién? ¿Quién demonios podría ayudarle a hacer algo como esto? —Marino me mira y puedo ver en su gran rostro lo que piensa. No puedo ser racional con Fielding. Eso es lo que piensa Marino, lo que con toda probabilidad piensan todos.
—Necesitamos mantener una mente abierta —respondo, y luego señalo de nuevo la cabina de la furgoneta y pregunto otra vez por el perro.
—Está bien —dice Marino—. Anne le trajo algo de comer, pollo y arroz de aquel restaurante griego en Belmont, le hizo una buena cama y la calefacción está a tope, en la cabina hace más calor que en un horno, suficiente para mantener su culo flaco caliente. ¿Quieres verlo?
Nos da unos gruesos guantes negros y otros desechables de nitrilo, y Benton se frota las manos para calentarlas mientras continúa enviando mensajes de texto y leyendo los que recibe en su teléfono. No parece interesado en nada de lo que decimos Marino y yo.
—Deja que primero me ocupe de todo —le digo a Marino, porque no quiero en este momento ver a un perro abandonado que fue dejado solo en una casa a oscuras y sin calefacción, después de que su amo fuese asesinado por la persona que lo robó. Por lo menos, eso es lo que sostiene la teoría.
—Ésta es la rutina —dice Marino, y coge dos cascos amarillos brillantes y nos los da—. Allí, donde veis aquellos bidones de plástico para la descontaminación. —Señala una zona de tierra cerca de una plancha de contrachapado que hace las veces de puerta principal de la casa—. Mejor no salir más allá del perímetro. Los trajes y las botas se ponen y quitan allí mismo.
Apoyados junto a tres bidones de plástico llenos de agua hay una botella de lavavajillas e hileras de calzado, las botas y los zapatos de las personas que están en el interior, entre ellas las que reconozco como unas botas de combate marrones, de medida de hombre. Basándome en lo que estoy viendo, hay por lo menos ocho investigadores trabajando en el escenario, entre ellos alguien que podría ser del Ejército, quizá Briggs. Marino se inclina para comprobar la pantalla de estado del generador auxiliar, en la parte de atrás de la furgoneta, y luego baja los escalones de acero para salir al resplandor y el hielo que cubre los árboles desnudos como si hubiesen sido sumergidos en cristal. Colgados por todas partes hay largos y afilados carámbanos que me recuerdan a clavos y lanzas.
—Mejor que te pongas el equipo —dice Marino. Se dirige solo a mí porque Benton se ha alejado, ocupado con su teléfono, comunicándose con alguien, sin prestarnos atención.
Marino y yo comenzamos a caminar hacia la casa, con mucho cuidado de no resbalar en el hielo desnivelado por las rodadas, el barro y los escombros que Fielding nunca limpió.
—Deja los zapatos aquí —me dice Marino—, y si necesitas utilizar el baño o salir a tomar un poco de aire fresco, asegúrate de cambiarte las botas antes de volver a entrar. Hay un montón de mierda ahí dentro que mejor que no la esparzas por todas partes. Ni siquiera sabemos qué mierda es, podría ser una mierda de la que nada sabemos. Pero lo que sí que sabemos es que es mejor no esparcirla por todas partes. Ya sé que dicen que el virus del sida no puede vivir mucho tiempo post mórtem o lo que sea, pero mejor no averiguarlo.
—¿Qué se ha hecho hasta ahora? —Despliego mi traje, y el viento casi me lo arranca de las manos.
—Cosas que tú no querrías hacer y no deberían ser tu problema. —Marino mete sus grandes manos en un par de guantes rojos.
—Mi trabajo es hacer cualquier cosa que haga falta —le recuerdo.
—Vas a necesitar los guantes de goma gruesos si comienzas a tocar muchas de las cosas que hay ahí adentro. —Marino se los pone a continuación.
Tengo ganas de replicarle que no estoy aquí de visita turística. Por supuesto que tocaré cosas. Pero no voy a rebajarme a decir que me he presentado a trabajar en una escena del crimen como si fuese uno de los polis que informan a Marino y después lo saludan. No es que no comprenda la actitud de Marino, la de Benton, la de todos los que están metidos en este caso. Por una de ésas ironías, nadie quiere que sea culpable de lo mismo que la señora Donahue acusó a Fielding. No es que yo quiera tener un conflicto, y comprendo que no debería ser yo quien examinara a alguien que trabajó para mí, y con quien, según el rumor, tuve relaciones sexuales en algún momento de mi vida.
Lo que no entiendo es por qué no estoy más preocupada de lo que lo estoy. La única tristeza de la que soy consciente ahora es la que siento por un perro llamado Sock, que duerme sobre unas toallas en la cabina de la furgoneta del CFC. Tengo miedo de que si veo al perro me vendré abajo, y no podré pensar en otra cosa que no sea él. ¿Adónde irá? No a un refugio de animales. No lo permitiré. Tendría sentido que Liam Saltz se lo llevase, pero él vive en Inglaterra, y cómo podría llevarse el perro al Reino Unido si no es en la bodega de un avión, y eso tampoco lo permitiré. La pobre criatura ya ha pasado suficiente en esta vida.
—Solo ten cuidado. —Marino continúa advirtiéndome, como si yo no tuviese la más mínima idea de lo que está pasando por aquí—. Y para que lo sepas, la furgoneta está haciendo más viajes de ida y vuelta que un yo-yo.
Sí, lo sé. Soy yo quien lo montó. Veo a Benton que vuelve hacia la furgoneta, hablando con alguien por el móvil, y me siento olvidada. Me siento apartada. Siento que no soy de ayuda o interés para nadie.
—Casi sin parar, ya casi hay treinta o cuarenta muestras de ADN en los laboratorios, muchas que no están del todo descongeladas, así que quizá tengas razón y tengamos suerte. La furgoneta ya ha hecho un viaje con pruebas y volvió de inmediato, y ahora mismo está regresando de nuevo mientras hablamos —dice Marino.
Me agacho y desabrocho los cordones de una de mis botas.
—Anne conduce como un demonio. No lo sabía. Siempre creí que conduciría como una viejecita, pero entra y sale de aquí como si la maldita furgoneta tuviese esquís. Es digno de ver —comenta Marino, como si ella le gustase—. En cualquier caso, todo el mundo está trabajando más que los ayudantes de Papá Noel. El general dice que podrá traer científicos de refuerzo desde Dover. ¿Estás segura?
En este momento no sé lo que quiero. Excepto la oportunidad de evaluar la situación por mí misma, y eso ya lo he dejado claro.
—No es tu decisión —le respondo a Marino y desabrocho la otra bota—. Yo me ocupo.
—A mí me parece que sería útil que viniesen los del AFDIL. —Marino habla de una manera que despierta mi suspicacia y miro las botas de combate marrones junto a los bidones de descontaminación.
Resulta bastante incómodo tener a Briggs por aquí, y se filtra en mi mente que quizá no sea el único que ha venido desde Dover.
—¿Quién más? —pregunto a Marino mientras me apoyo en los ladrillos para mantener el equilibrio—. ¿Rockman o Pruitt?
—El coronel Pruitt.
Otro hombre del Ejército. Pruitt es el director del Laboratorio de Identificación del ADN de las Fuerzas Armadas, el AFDIL.
—Él y el general vinieron juntos —añade Marino.
No le he pedido a ninguno de los dos que vinieran, pero no necesitaban que yo se lo pidiese, y además Marino sí que lo hizo, al menos ha admitido haber invitado a Briggs. Me lo dijo por teléfono mientras veníamos hacia aquí. Por cierto, dijo como de pasada que esperaba que a mí no me importase que se tomara esa libertad, máxime cuando Briggs supuestamente me había estado llamando y yo no le había respondido, así que Briggs buscó a Marino. El general quería información acerca de Eli, el hombre de Norton’s Woods, y Marino le explicó lo que se sabía sobre el caso, y luego le dijo «todo lo demás». Y esperaba que a mí no me importase.
Respondí que me importaba, pero lo hecho, hecho está. Me parece que estoy diciendo eso demasiadas veces ya. Se lo dije a Marino también al teléfono mientras veníamos hacia aquí. Le dije todas las cosas que se han hecho porque Marino las había ordenado, y que no puedo dirigir una oficina de esta manera. De todas formas, lo que estaba implícito, pero no se dijo, era que Briggs está aquí por esa misma razón. Está aquí porque no puedo dirigir una oficina. No de esta manera. En absoluto. Si pudiese dirigir el CFC como el Gobierno, el MIT y Harvard y todos lo demás esperaban, nadie estaría trabajando en esta escena del crimen, porque no existiría.
El traje amarillo es duro y se me clava en la barbilla mientras me pongo las botas de goma verdes. Marino aparta la improvisada puerta de contrachapado fuera del camino. Detrás hay una gruesa hoja de plástico transparente clavada a la parte superior del marco, colgando como una cortina.
—Que quede bien claro, mantendré la cadena de custodia. —Le digo a él lo mismo que dije antes—. Haremos esto de la misma manera que lo hemos hecho siempre.
—Si tú lo dices.
—Lo digo.
Tengo derecho a decirlo. Briggs no está por encima de la ley.
Tiene que hacer honor a la jurisdicción, y para bien o para mal, este caso es de la jurisdicción de Massachusetts y de los distritos donde han ocurrido los crímenes.
—Solo creí que cualquier ayuda que pudiéramos conseguir… —dice Marino.
—Sé lo que creíste.
—Mira, no es como si fuera a haber un juicio —añade—. Fielding le ahorró a la Commonwealth un montón de puto dinero.