17

La persona que atiende no parece comprender lo que digo, y tengo que repetirme dos veces, explicar que soy la doctora Kay Scarpetta y que respondo a una carta que acabo de recibir de Erica Donahue, y si ella está disponible, ¿por favor?

—Perdón —dice la voz bien modulada—. ¿Quién es? —Una voz de mujer, estoy casi segura, aunque es baja, casi con el registro de tenor. Podría pertenecer a un joven. En el fondo se oye un piano, sin acompañamiento, un solista.

—¿Hablo con la señora Donahue? —Comienzo a tener una sensación incómoda.

—¿Quién es, y por qué llama? —La voz se hace más dura y pronuncia con claridad.

Repito lo que dije mientras reconozco un estudio de Chopin, y recuerdo un concierto en el Carnegie Hall. Mijail Pletnev, asombroso en su maestría técnica en una composición que es muy difícil de interpretar. La música de alguien detallado y meticuloso que le gusta que todo sea así. Alguien que no es descuidado y no comete errores. Alguien que no ensuciaría un sobre de papel de hilo pegándole un trozo de esparadrapo. Alguien que no es impulsivo sino muy estudioso.

—No sé quién es —dice la voz, que ahora creo que es la voz de la señora Donahue, dura y plagada de desconfianza y dolor—. Tampoco sé cómo ha conseguido este número, dado que no figura en la guía y no se publica. Si esto es una broma pesada, es del todo escandaloso, y sea quien sea, debería usted sentirse avergonzada…

—Le aseguro que no es una broma pesada —la interrumpo antes de que me cuelgue mientras pienso que ella está escuchando a Chopin, Beethoven, Schumann, preocupándose como loca, sufriendo por un hijo que, probablemente, ha causado su angustia desde que le dio a luz—. Soy la directora del Centro Forense de Cambridge, la jefe médica forense de Massachusetts —le explico con autoridad pero con calma, la misma voz que utilizo con las familias que están a punto de perder el control, como si ella fuese Julia Gabriel y estuviese a punto de gritarme—. He estado fuera de la ciudad, y cuando llegué al aeropuerto ayer por la noche su chófer me entregó una carta suya, que he leído con mucha atención.

—Eso es del todo imposible. No tengo chófer y no le he escrito ninguna carta. No le he escrito a nadie de su despacho y no tengo ni idea de qué demonios está hablando. ¿Quién es? ¿Quién es de verdad, y qué quiere?

—Tengo la carta delante de mí, señora Donahue.

La miro encima de mi mesa y la vuelvo a alisar, con cuidado y deliberación mientras me incordia preguntarle a ella por Fielding, por qué le llamó y lo que él le dijo a ella. Me molesta desear que ella no me odie o crea que soy poco sensible o cualquier otra cosa aparte de sincera. Es posible que Fielding me criticase de la misma manera que sospecho que hizo con Julia Gabriel. Estoy a punto de preguntárselo, pero me detengo. ¿Qué le han dicho y qué le han hecho creer a Erica Donahue? Pero no ahora. «Contrólate», me digo a mí misma.

—¿Y qué se supone que digo? —pregunta la señora Donahue, indignada.

—Es un papel de hilo con una marca de agua. —Sostengo la primera página a la luz de la lámpara de mesa y ajusto la pantalla para que la bombilla alumbre a través del papel y muestre la marca de agua con claridad. Se parece a las partes interiores de un cangrejo de cáscara blanda vistas a través de la piel perlada—. Un libro abierto con tres coronas —digo, y me asombro.

No dejo que reconozca el asombro en mi voz. Me aseguro de que ella no pueda notar lo que está pasando por mi mente mientras le describo lo que veo, como un holograma, en la hoja de papel que sostengo ante la luz: un libro abierto entre dos coronas, con una tercera corona debajo, y arriba tres flores de cinco pétalos. Son las flores que Marino se olvidó mencionar en lo que a todas luces no es el escudo de armas de Oxford, ni tampoco el escudo de armas de la Universidad de la Ciudad de San Francisco online. Lo que estoy viendo no es lo que Benton encontró a primera hora de esta mañana en Internet, cuando todos nosotros estábamos en la sala de rayos X, pero es lo que vi en el anillo de sello de oro que saqué del armario de pruebas antes de subir, después de mirar en las prendas del muerto.

Abro el pequeño sobre y saco el anillo para dejarlo caer en mi mano enguantada. El oro refleja la luz y brilla contra el algodón blanco cuando lo muevo de distintas maneras para observarlo. Veo que está muy rayado y en el fondo de la banda está muy gastado. Para mí el anillo se ve muy viejo, como una antigüedad.

—Parece mi escudo y mi papel. Lo admito —dice la señora Donahue por teléfono, y luego le leo la dirección de Beacon Hill impresa en el sobre y en la cabecera, y ella confirma que también es suya—. ¿Mi papel de carta personal? ¿Cómo es posible? —Suena furiosa, de la manera que se ponen las personas cuando están asustadas.

—¿Qué puede decirme acerca de su escudo? ¿Le importaría explicármelo? —pregunto.

Miro el escudo idéntico grabado en el anillo de oro que ahora sostengo debajo de una lente de aumento. Las tres coronas y el libro abierto se ven muy grandes a través de la lente, y el grabado casi ha desaparecido en algunos puntos, las flores de cinco pétalos, los cinco folios en particular, solo son una sombra de lo que una vez estaba bien grabado debido a la antigüedad del anillo, que ha sido sometido a un uso incesante por alguien, o quizá por varias personas, incluido el hombre de Norton’s Woods, que lo llevaba en el dedo meñique de la mano izquierda cuando fue asesinado. No puede ser un error que lo llevase encima, el anillo vino con el cuerpo. No hubo ningún error por parte de la policía, el hospital, una funeraria. El anillo estaba allí cuando Marino sacó los efectos personales del hombre ayer por la mañana y los guardó y se quedó con las llaves hasta que me lo entregó a mí.

—El nombre de mi familia es Fraser —explica la señora Donahue—. Es el escudo de armas de mi familia. Ese blasón en particular pertenece a Jackson Fraser, un bisabuelo que al parecer cambió el diseño para incorporar elementos como el azul en la base, un borde de oro y una tercera corona de gules, que no puede ver a menos que estuviese mirando una réplica de un escudo de armas que muestra las tintas, tal como el que está enmarcado en mi sala de música. ¿Me está diciendo que alguien escribió una carta en mi papel de carta y que mandó a un chófer para que se la entregase en mano a usted? No veo ni entiendo cómo es posible, y no sé qué significa o por qué alguien haría algo así. ¿Qué clase de coche era? Desde luego no tenemos chófer. Yo tengo un Mercedes viejo y mi marido conduce un Saab y ahora mismo él no está en el país, y nunca hemos tenido un chófer. Solo utilizamos chóferes cuando viajamos.

—Me pregunto si el escudo de armas de su familia está en algo más. Bordado, grabado, además de estar enmarcado en la pared de su sala de música, en cualquier otro lugar donde pueda aparecer. Si es conocido o público, si alguien pudo habérselo apropiado. —No importa como lo diga, suena como una pregunta peculiar.

—¿Apropiárselo para hacer qué? ¿Con qué objetivo?

—Su papel de carta, por ejemplo. Pensemos en eso y cuál podría ser el objetivo final.

—¿Lo que usted tiene es grabado o impreso? —pregunta después—. ¿Puede diferenciar entre grabado e impreso con lo que tiene delante?

«Tú no sabes quién es», pienso. «No sabes si el hombre que murió llevando el anillo era un miembro de tu familia, un pariente». Recuerdo que Benton dijo que Johnny Donahue tenía un hermano mayor que trabaja en Langley. ¿Podría ser que ayer estuviese en Cambridge, alojado en un apartamento cerca de Harvard, quizás en el apartamento de un amigo que tiene un obsoleto robot de carga, un amigo con un galgo, un amigo que quizá trabaja en un laboratorio de robótica? ¿Qué pasa si el hermano mayor o algún otro hombre significativo para la señora Donahue estaba en ultramar, en el Reino Unido, y ha vuelto aquí de forma inesperada, y ahora resulta que está muerto y ella no lo sabe, la familia Donahue no lo sabe? ¿Qué aspecto tiene el hermano de Johnny?

«No se lo preguntes».

—El papel de carta está grabado —respondo a la pregunta de la señora Donahue.

¿Qué pasa si su familia de alguna manera estaba relacionada con Liam Saltz o con alguien que pudo haber asistido a la boda de su hija el domingo? ¿Quizá los Donahue tienen una vinculación con un miembro del Parlamento llamado Brown?

«Mantente apartada».

—Bueno, no puedes fabricar papel de carta con un sello grabado como si lo sacases de una chistera, que te lo hagan en un minuto —dice la señora Donahue.

Vuelvo a mirar el sobre, el esparadrapo en la parte de atrás que no he cortado, que pensé en preservar.

—Especialmente si no tienes las planchas —añade ella.

Utilizamos esparadrapo todo el tiempo para recoger rastros de pruebas de las alfombras, la tapicería, fibras, escamas de pintura, fragmentos de vidrio, residuos de disparos, minerales, incluso ADN y huellas dactilares de toda clase de superficies, incluidos los cuerpos humanos. Cualquiera lo sabe. Basta con ver la tele. Basta con buscar en Google «técnicas de investigación y equipos para las escenas del crimen».

—¿Alguien se hizo con mis planchas? ¿Pero quién? ¿Quién podría tenerlas? —protesta—. Sin ellas, se tardarían semanas. Y si pides pruebas de imprenta, que por supuesto hago, se añaden otras varias semanas. Esto no tiene sentido.

Ella no pondría esparadrapo en la parte de atrás de un elegante sobre que se tarda muchas semanas en grabar. No esta precisa y orgullosa mujer que escucha estudios de Chopin. Si algún otro lo hizo, entonces quizá yo pueda tener una idea de por qué. Sobre todo si fue alguien conocido para mí o que sabe cómo pienso.

—Sí, el escudo aparece en muchas cosas. Ha estado en mi familia durante siglos —añade ella, porque quiere hablar. Hay demasiados cosas dentro de ella, y quiere soltarlas.

«Déjala».

—Escocés, pero es probable que ya lo haya usted adivinado por el nombre —continúa—. Enmarcado en la pared de la sala de música, como mencioné, y grabado en algunas de las platerías de la familia, y una vez una ama de llaves nos robó varias piezas de plata. La despedimos pero nunca pudimos acusarla de nada porque no pudimos probarlo para satisfacción de la policía de Boston. Supongo que la plata de mi familia pudo haber acabado en alguna tienda de empeños de por aquí. Pero no veo qué tendría que ver eso con mi papel de carta. Suena como si usted estuviese insinuando que alguien pudo haber encargado papel de carta grabado idéntico al mío con el objetivo de hacerse pasar por mí. O que alguien lo robó. ¿Está sugiriendo un robo de identidad?

«¿Qué debo decir? ¿Hasta dónde puedo llegar?».

—¿Hay alguna cosa más que pudo haber sido robada, alguna otra cosa con el escudo de su familia? —No quiero preguntarle sin más por el anillo.

—¿Por qué lo pregunta? ¿Hay algo más?

—Tengo una carta que supuestamente es de usted —reitero en lugar de responder a su pregunta—. Está escrita a máquina.

—Todavía utilizo una máquina de escribir —confirma ella y parece asombrada—. Por lo general, escribo las cartas a mano.

—¿Puedo preguntarle con qué?

—Por supuesto, con una estilográfica.

—Y el tipo de letra de su máquina de escribir, ¿de qué modelo es? Pero quizá no conozca el modelo. No todos lo saben.

—No es más que una Olivetti portátil que tengo desde hace siglos. La letra es cursiva, como manuscrita.

—Una máquina manual que debe ser muy vieja. —Mientras miro la carta, con la letra cursiva hecha con barras metálicas que golpean en una cinta.

—Era de mi madre.

—Señora Donahue, ¿sabe dónde está su máquina de escribir?

—Voy a acercarme al armario de la biblioteca, que es donde la guardo cuando no la uso.

La oigo moverse a otra parte de la casa, y suena como si acabase de dejar un teléfono inalámbrico sobre una superficie dura. Luego se abren unas puertas, quizá las puertas de un armario, y un momento más tarde vuelve al teléfono y casi no tiene aliento cuando dice:

—No está. Ha desaparecido.

—¿Recuerda cuándo la vio por última vez?

—No lo sé. Hace semanas. Quizás por Navidad. No lo sé.

—¿Y no podría estar en algún otro lugar? Quizá la movió o alguien se la pidió prestada.

—No. Esto es terrible. Alguien se la ha llevado y probablemente también se llevó mi papel de carta. El mismo que le escribió a usted haciéndose pasar por mí. Yo no lo he hecho. Se lo aseguro.

La primera persona que se me viene a la cabeza es su hijo Johnny. Pero él está en el McLean. Es imposible que haya cogido la máquina de escribir, la estilográfica, el papel de carta, y después alquilado a un hombre y un Bentley para entregarme la carta. Eso aceptando que sabía dónde y cuándo llegaría yo anoche a bordo del helicóptero de Lucy, y tampoco voy a preguntárselo a su madre. Cuánto más le pregunto, más información doy.

—¿Qué hay en la carta? —insiste ella—. ¿Qué escribió esa persona haciéndose pasar por mí? ¿Quién se ha podido llevar mi máquina de escribir? ¿Debemos llamar a la policía? ¿Qué estoy diciendo? Usted es la policía.

—Soy médico forense —la corrijo en un tono natural mientras se acelera el tempo de Chopin. Un estudio diferente—. No soy la policía.

—Pero usted lo es de verdad. Los doctores como usted investigan como la policía y actúan como la policía, y tienen poderes de los cuales pueden abusar como la policía. Hablé con su ayudante, el doctor Fielding, sobre la acusación contra mi hijo, como usted bien sabe. Ya debe de saber que llamé a su oficina por el tema y por qué. Usted debe de saber por qué y lo erróneo que es. Suena como una mujer sensata. Sé que no estaba aquí, pero debo decir que no comprendo lo que ha sido condonado, ni siquiera a distancia.

Me giro en mi silla, y miro la pared curva detrás de mí que no es nada más que un cristal, mi despacho con la misma forma que el edificio si lo tumbas de lado, cilíndrico y redondo en un extremo. El cielo matinal es de un azul brillante, lo que Lucy llama un claro severo, y advierto algo que se mueve en el vídeo de seguridad, un todoterreno negro que aparca en la parte de atrás.

—Me dijeron que usted llamó para hablar con él —respondo, porque no puedo decir lo que está a punto de escapar de mi boca. ¿Qué es lo que no ha sido justo? ¿Qué he condonado? ¿Cómo supo que yo no estaba aquí?—. Comprendo su preocupación, pero…

—No soy una ignorante —me interrumpe la señora Donahue—. No soy una ignorante en estos temas, aunque nunca he estado involucrada antes en algo tan terrible, pero no había ninguna razón para que él fuese tan grosero conmigo. Estaba en mi derecho de preguntar lo que pregunté. No alcanzo a comprender cómo usted lo puede condonar y quizá de verdad no lo ha hecho. Tal vez no conoce todo este sórdido embrollo, ¿pero cómo puede no saberlo? Usted está al mando, y ahora que la tengo al teléfono, quizá pueda explicarme cómo puede ser justo y apropiado, o incluso legal, para alguien de su posición estar involucrado en esto y tener tanto poder.

La palabra «cuidado» destaca en mi mente, como si fuera una luz de advertencia en mi cabeza que se enciende con una luz roja intermitente.

—Lamento mucho si sintió que era descortés o estaba poco dispuesto a ayudar. —Me atengo a mi propia advertencia y soy cuidadosa—. Usted comprenderá que no podemos discutir casos con…

—Doctora Scarpetta. —Las notas agudas del piano suenan como si le respondiesen a ella o al revés—. Yo nunca lo haría y de ninguna manera lo hice —dice con pasión—. ¿Me disculpa un momento mientras bajo el volumen? Es probable que no conozca usted a Valentina Lisitsa. Si solo pudiese escuchar y no tener todos estos otros horribles sonidos sonando en mi cabeza, como bombos y platillos. Mi papel de carta, mi máquina de escribir. ¡Mi hijo! Oh, Dios. Oh, Dios. —Cuando cesa la música añade—: Yo no le formulé al doctor Fielding preguntas por curiosidad sobre alguien que fue asesinado, mucho menos acerca de un niño. Si es eso lo que le ha contado de por qué le llamé, es del todo falso. Bien, acabo de decírselo. Una mentira. Una maldita mentira. No me sorprende.

—Usted llamó para hablar conmigo —digo, porque es todo lo que sé de verdad aparte de sus comentarios a Bryce referentes a Johnny, su inocencia y sus alergias. Es obvio que no sabe que no he hablado con Fielding, que al parecer nadie lo ha hecho. Y cuanto menos caso haga de lo que está diciendo o directamente lo ignore, más fuerte hablará y más se soltará.

—A finales de la semana pasada —dice con energía—. Porque usted está al cargo, y yo no llegué a ninguna parte con el doctor Fielding. Por supuesto, comprenderá mi preocupación, y de verdad que es inaceptable si no criminal. Así que quería quejarme, y lamento que se haya encontrado con esto a su regreso. Cuando comprendí quién era, que ésta no era la llamada de algún loco, mi primera idea fue la de presentar una queja, en su despacho, nada tan oficial como estoy haciendo que suene, al menos no todavía, aunque mi abogado desde luego lo sabe y el consejo legal del CFC desde luego también lo sabe. Pero ahora quizá no tenga que presentar nada. Todo depende de lo que usted y yo acordemos.

¿Acordemos sobre qué? Pienso, pero no lo pregunto. Ella sabía que volvía a casa, y no encaja con lo que supuestamente me escribió. Pero encaja con un chófer que fue a encontrarse conmigo en Hanscom Field.

—¿Qué dice la carta? ¿Puede leérmela? ¿Por qué no lo hace? —dice de nuevo.

—¿Es posible que alguien de su familia pueda haberme escrito en su papel y tomado prestada su máquina de escribir? —sugiero.

—¿Y firmado con mi nombre?

No respondo.

—Supongo que supuestamente firmé lo que usted ha recibido, o no tendría razón para creer que es mía, aparte de la dirección grabada, que podría ser la de mi esposo, quien inevitablemente está en Japón por un asunto de negocios. Ha estado allí desde el viernes, aunque es el momento más inoportuno para ausentarse. En cualquier caso, él no escribiría semejante cosa. Por supuesto que no lo haría.

—La carta pretende ser de usted —respondo, y no le digo que está firmada Erica por encima de su nombre escrito en cursiva y que el sobre está escrito con una letra adornada con tinta negra y una estilográfica.

—Esto es muy inquietante. No sé por qué no me la lee. Tengo derecho a saber lo que alguien ha dicho haciéndose pasar por mí. Supongo que nuestro abogado tendrá que tratar con usted después de todo, el abogado que representa a Johnny, y supongo que la carta habla de él. Esa carta es una mentira, un fraude. Lo más probable es que sea una sucia treta de los mismos que están detrás de todo esto. Él estaba muy bien hasta que fue allí, y entonces se convirtió en mister Hyde, que es algo muy duro de decir de tu propio hijo. Pero es la única manera que se me ocurre decirlo para que usted entienda lo mucho que lo han alterado. Drogas. Tuvieron que ser las drogas, aunque las pruebas dieron negativas, según nuestro abogado, y Johnny nunca las tomaría. Tiene sentido común. Sabe lo que es un terreno peligroso donde ya ha patinado debido a sus rarezas. No sé qué más podría ser excepto las drogas, que alguien lo condujo a hacer algo que lo cambió, que tuvo un efecto terrible, para destruir con toda intención su vida, para tenderle una trampa…

Ella continúa hablando sin pausa, cada vez más alterada, cuando alguien llama a mi puerta, pero nadie intenta girar el pomo, al mismo tiempo que Bryce abre nuestra puerta común y sacudo la cabeza para decirle que no. Ahora no. Entonces me susurra que Benton está ante la puerta y que si puede dejarle entrar. Asiento. Él cierra la puerta y abre la otra.

Pongo la llamada de la señora Donahue en el altavoz.

Benton cierra la puerta y yo levanto la carta para indicarle con quién hablo. Coge una silla y se sienta cerca de mí mientras la señora Donahue continúa hablando y yo escribo una nota en un bloc.

«Dice que no la ha escrito ella, y tampoco no tiene chófer ni un Bentley».

—… en aquel lugar. —La voz de la señora Donahue resuena en mi despacho como si estuviese aquí.

Benton se sienta y no tiene ninguna reacción, su rostro se ve pálido, vacío y agotado. No tiene buen aspecto y huele a humo de madera.

—Nunca he estado allí porque no permiten visitantes, a menos que tengan algún evento especial para el personal… —continúa su voz.

Benton coge un bolígrafo y escribe en la misma hoja: «¿Otwahl?». Pero parece tan solo un trámite cuando lo hace. No parece tener mucha curiosidad.

—Y además las medidas de seguridad están a la par de las de la Casa Blanca, o puede que incluso sean más extremas —prosigue la señora Donahue—, no es que yo lo sepa de primera mano, sino por mi hijo que estaba asustado y hecho un desastre los últimos pocos meses que estuvo allí. Desde luego desde el verano.

—¿De qué lugar me habla? —le pregunto mientras le escribo otra nota a Benton.

«La máquina de escribir no está en su casa».

Él mira la nota y asiente como si ya supiese que la vieja Olivetti de Erica Donahue ha desaparecido, posiblemente robada, suponiendo que lo que ella me acaba de decir sea verdad. O quizá de alguna manera sabe que ella me lo ha dicho, y entonces aparece en mis pensamientos que quizá mi oficina tenga micros. Lucy dijo que había barrido mi despacho en busca de artilugios de vigilancia y quizás eso significa que ella los colocó, y mi atención se mueve por la habitación, como si pudiese encontrar las cámaras diminutas y los micrófonos ocultos en libros, estilográficas, pisapapeles o el teléfono desde el que hablo. Es ridículo. Si Lucy ha pinchado mi oficina, no voy a saberlo. Para ser más exactos, Fielding no lo hubiese sabido. Confío en que pueda pillarlo diciéndole cosas a la capitana Avallone, sin darse cuenta de que los dos están siendo grabados en secreto. Confío en pillarlos a los dos en el momento de conspirar para arruinarme, para echarme del CFC.

—… donde estaba haciendo su período de prácticas. Aquella compañía tecnológica que fabrica robots y cosas que se supone que nadie debe saber… —dice la señora Donahue.

Miro a Benton que entrelaza las manos en el regazo, entrelaza sus dedos, como si estuviese cómodo y relajado, cuando dista mucho de ello. Conozco el lenguaje de cómo se sienta y mueve los ojos y puedo leer su inquietud en lo que parece la absoluta quietud de su cuerpo y ánimo. Está estresado y agotado, pero hay algo más. Ha ocurrido algo.

—… Johnny tuvo que firmar contratos y un montón de acuerdos legales jurando que no hablaría de Otwahl, ni siquiera de lo que significa su nombre. ¿Se lo puede imaginar? Ni siquiera algo así, lo que significa Otwahl. ¡No me asombra! Lo que estas condenadas personas hacen. Enormes contratos secretos con el gobierno, y la codicia. Una codicia infinita. ¿Y a usted le sorprende que puedan desaparecer cosas, que unas personas se hagan pasar por otras, que se roben las identidades?

No tengo ni idea de lo que significa Otwahl. Supuse que era el nombre de una persona, la que fundó la compañía. Alguien llamado Otwahl. Miro a Benton. Él mira con expresión distante a través de la habitación, y escucha a la señora Donahue.

—… No sobre lo que sea, desde luego no lo que pasa allí, y cualquier cosa que hizo allí les pertenece a ellos y se queda allí. —Ahora habla deprisa, y su voz suena como si estuviese saliendo de su diafragma y no desde muy arriba en su garganta—. Estoy aterrorizada. ¿Quiénes son esas personas, qué le han hecho a mi hijo?

—¿Por qué cree que le han hecho algo a Johnny? —le pregunto mientras Benton en silencio y con calma escribe una nota en la hoja, sus labios apretados en una línea delgada y firme, el aspecto que tiene cuando se pone de esa manera.

—Porque no puede ser una coincidencia —responde ella, y su voz me recuerda a la letra cursiva de su vieja Olivetti. Algo elegante que se está deteriorando, apagando, que es menos claro y algo borroso—. Estaba bien y después no, y ahora está encerrado en un hospital psiquiátrico y confiesa un crimen que no cometió. Y ahora esto —dice con voz ronca y carraspea—. Una carta en mi papel o lo que parece ser mi papel, y que por supuesto yo no escribí y no tengo ni idea de quién se la entregó. Y mi máquina de escribir ha desaparecido…

Benton desliza la hoja hacia mí y veo lo que ha escrito en su letra clara.

«Lo sabemos».

Lo miro y frunzo el entrecejo. No le entiendo.

—… ¿Por qué querrían acusarlo de algo que no hizo, y cómo se las apañaron para lavarle el cerebro y convencerlo de que asesinó a aquel niño? —pregunta la señora Donahue, y después agrega—: Drogas. Solo puedo pensar en drogas. Quizás uno de ellos mató a aquel niño y necesitaban una cabeza de turco. Y allí estaba mi pobre Johnny, que es un crédulo, que no interpreta las situaciones como los demás. Qué mejor persona para escoger que un adolescente con Asperger…

Miro la nota de Benton. «Lo sabemos». Como si leyéndola más de una vez me ayudara a comprender lo que sabe, o lo que él y los otros invisibles, esos entes al que se refiere como «nosotros», saben al respecto. Pero mientras estoy sentada aquí, y me concentro en la señora Donahue e intento descifrar lo que de verdad está diciendo a medida que le saco con cautela más información, tengo la sensación de que Benton no escucha de verdad. Apenas si parece interesado, no está como siempre alerta y vigilante. Lo que detecto es que él quiere que acabe la llamada y me marche con él, como si algo se hubiese acabado y solo fuera una cuestión de liquidar lo que ya ha terminado, una cuestión de solucionar los cabos sueltos, de hacer la limpieza final. Es la manera como solía comportarse cuando un caso que lo había tenido ocupado durante meses o incluso años, finalmente se había resuelto, o se había abandonado, o el jurado había llegado a un veredicto, y de pronto todo se detiene y él se queda cansado y deprimido.

—¿Cuándo comenzó a notar la diferencia en su hijo? —Ahora no voy a renunciar, no importa lo que Benton sabe o lo cansado que esté.

—Julio, agosto. Seguro que en septiembre. Comenzó las prácticas en Otwahl el pasado mayo.

—Mark Bishop fue asesinado el 30 de enero. —Es lo más cerca que me atrevo de señalar lo obvio, que sus afirmaciones de que a su hijo le han tendido una trampa no tienen sentido, la cronología no encaja.

Si su personalidad comenzó a cambiar el verano pasado cuando trabajaba en Otwahl y Mark Bishop no fue asesinado hasta el 30 de enero, lo que ella sugiere significaría que alguien programó a Johnny para que se declarase culpable de un asesinato que no había ocurrido y que no ocurriría durante varios meses. El caso de Mark Bishop no encaja con algo meticulosamente planeado, sino como un violento ataque insensato y sádico contra un niño pequeño que estaba en su casa, jugando en el patio, a última hora de la tarde de un fin de semana mientras oscurecía y nadie miraba. A mí me suena como el crimen de un oportunista, un asesinato por emoción, el juego cruel de un depredador, posiblemente de alguien con tendencias pedófilas. No fue un asesinato. No fue el acto de un terrorista. No creo que su muerte fuese premeditada y ejecutada con un objetivo determinado en mente, como la seguridad nacional, el poder político o el dinero.

—… las personas que no entienden el Asperger suponen que quienes lo sufren son violentos, casi inhumanos, no sienten las mismas cosas que el resto de nosotros, o no sienten nada. La gente se imagina toda clase de cosas por lo que yo llamo rarezas, no enfermedad o desequilibrio, sino rarezas. Ésa es la desventaja a la que me refiero. —La señora Donahue habla deprisa y sin una secuencia ordenada de sus pensamientos—. Usted señala cambios de conducta que son alarmantes y otras personas creen que él es así. Solo porque Johnny debido a sus rarezas, que en realidad es una triste desventaja, como si él necesitase todavía otra desventaja. Bueno, no es esto, no tiene nada que ver con sus rarezas. Algo horrible comenzó cuando fue a aquel lugar, Otwahl, el pasado mayo…

También entra en mi mente lo que Benton mencionó horas antes, que la muerte de Mark Bishop podría estar vinculada con las otras: el jugador del BC, que fue encontrado en la bahía de Boston en noviembre pasado, y también el hombre asesinado en Norton’s Woods. Si Benton tiene razón, entonces a Johnny Donahue tendrían que haberle acusado de esos tres homicidios, ¿y cómo podría ser? Él era un paciente en el McLean cuando ocurrió el asesinato en Norton’s Woods. Sé que no pudo cometer ese homicidio, y no alcanzo a ver cómo pudo ser convencido para que aceptase la culpa a menos que no estuviese en la sala del hospital, a menos que estuviese suelto y armado con un puñal a inyección.

Benton escribe una nota. «Tenemos que irnos». Y la subraya.

—¿Señora Donahue, su hijo toma alguna medicación? —pregunto.

—En realidad, no.

—¿Medicamentos recetados o quizá de venta libre? —pregunto sin ser insistente, y requiere un esfuerzo de mi parte porque se me agota la paciencia—. Quizás usted pueda decirme si tomaba algo antes de que lo hospitalizasen o tuviese cualquier otro problema médico.

Casi digo «quizá tuvo» como si estuviese muerto.

—Un aerosol nasal. En los últimos tiempos.

Benton levanta las manos como para decir que eso no es ninguna novedad. Conoce la medicación de Johnny. A él también se le agota la paciencia y las señales comienzan a aparecer a través de su imperturbabilidad. Quiere que cuelgue el teléfono y me vaya con él ahora mismo.

—¿Por qué en los últimos tiempos? ¿Tenía problemas respiratorios? ¿Alergias? ¿Asma? —pregunto mientras saco un par de guantes de la caja y se los doy a Benton, luego le doy el sobre que contiene el anillo.

—Pelos de animal, polen, polvo, gluten, todo lo que se imagine, es alérgico a todo, ha sido tratado por alergólogos la mayor parte de su vida. Estaba muy bien hasta el verano pasado, y luego nada pareció funcionar bien. Fue una mala estación para el polen, y el estrés empeora las cosas, y él estaba cada vez más estresado —me explica—. Comenzó a utilizar de nuevo un aerosol con un tipo de cortisona. El nombre se me ha olvidado…

—¿Corticosteroides?

—Sí. Eso es. Me pregunté si podía afectar a su comportamiento. Su ánimo. Cosas como el insomnio, la irritabilidad, que, como usted sabe, se volvió extrema y que culminó con los momentos en blanco, las alucinaciones, y en última instancia la hospitalización.

—¿Comenzó a utilizarlo de nuevo? ¿Así que había utilizado el corticosteroide antes?

—Desde luego, a lo largo de los años. Pero no desde que comenzó un nuevo tratamiento, que significaba que ya no necesitaba las inyecciones. Durante un año fue como una cura mágica; luego empeoró de nuevo y volvió al aerosol nasal.

—Hábleme del nuevo tratamiento.

—Estoy segura que usted conoce las gotas debajo de la lengua.

Sé que la inmunoterapia sublingual aún tiene que ser aprobada por la EDA, y pregunto:

—¿Su hijo forma parte de un ensayo clínico? —Escribo otra nota para Benton.

«Aerosol y gotas al laboratorio stat.». Subrayo «Stat.», que significa «statim», o inmediatamente.

—Así es, a través de su alergólogo.

Miro a Benton para ver si sabe algo de esto, y él mira mi nota mientras se pone los guantes, y después consulta su reloj. Va a mirar el anillo solo porque se lo he pedido. Es como si ya lo hubiese visto o ya supiese que no es importante o ya hubiera tomado una decisión. Algo ha acabado. Algo ha ocurrido.

—… lo que se llama un uso sin etiqueta que su médico supervisa, pero se acabaron los viajes todas las semanas a su consultorio para las inyecciones —dice la señora Donahue, y parece calmada por el momento mientras habla de las alergias de su hijo en lugar de todo lo demás, con su dolor en remisión, pero no durará.

Si alguien ha estado manipulando los medicamentos de Johnny, esto podría explicar por qué sus alergias han empeorado de nuevo. Lo que se estaba poniendo debajo de la lengua o rociando su nariz podría haber alterado suficientemente la química para convertir la medicación en ineficaz, por no decir en extremo perjudicial. Miro a Benton mientras observa el anillo de sello. No hay ninguna expresión en su rostro. Levanto una hoja de papel de la carta para que vea la marca de agua. No hay ninguna reacción visible, y advierto una telaraña en su pelo. Acerco la mano y se la quito. Él devuelve el anillo al sobre. Me mira a los ojos y los abre de la manera que hace en las fiestas y las cenas cuando me está telegrafiando: «Vayámonos ya».

—… Johnny se ponía varias gotas debajo de la lengua todos los días, y por un tiempo tuvo unos resultados excelentes. Luego dejó de funcionar, y en ocasiones se sentía fatal. Este agosto pasado volvió al aerosol pero pareció empeorar, y unido al uso del aerosol aparecieron aquellos perturbadores cambios de su personalidad. Fueron advertidos por los demás, y se metió en problemas por su mal comportamiento, lo expulsaron de clase, como usted sabe, pero él no hubiese hecho daño a aquel niño. No creo que Johnny ni siquiera lo conociese, y mucho menos quería hacerle daño…

Benton se quita los guantes y los arroja a la papelera. Le señalo el sobre y él sacude la cabeza. «No le preguntes a la señora Donahue por el anillo». No quiere que lo mencione, o quizá no es necesario que se lo mencione debido a lo que sabe Benton y que yo no sé, y luego advierto sus botas negras de campaña. Están cubiertas con un polvo gris que no tenían antes cuando hablamos en el despacho de Fielding. Las perneras de sus pantalones negros también están polvorientas, y las mangas de su cazadora de cuero están sucias, como si se hubiese rozado con algo.

—… era la cuestión principal que quería preguntar, un asunto más personal dirigido a él como un hombre que enseña artes marciales y se supone que sigue un código de honor —dice la señora Donahue y vuelve a captar mi atención. Me pregunto si he entendido mal. No es posible que haya oído lo que acabo de oír—. Fue eso más que lo otro, no en absoluto lo que usted cree, o lo que él le dijo. Miente, estoy segura, porque como dije, si él afirma que lo llamé para preguntarle detalles sobre lo que le hicieron a aquel pobre niño, entonces mintió. Prometí no preguntar por Mark Bishop, al que, por cierto, no conocíamos personalmente. Solo lo vimos allí en algunas ocasiones. No pedí información sobre él…

—Señora Donahue, lo siento. Pero se corta la comunicación. —No es del todo verdad, pero necesito que repita lo que dijo y para aclararme.

—Estos teléfonos inalámbricos. ¿Así está mejor? Lo siento. Camino mientras hablo, camino por toda la casa.

—Gracias. Por favor, ¿podría repetirme lo último que ha dicho? ¿Qué pasa con las artes marciales?

Escucho con otra sacudida de incredulidad mientras me recuerda lo que ella supone que sé, que su hijo Johnny conoce a Jack Fielding a través del taekwondo. Cuando llamó a este despacho varias veces para hablar con Fielding, y acabar por quejarse a mí, era debido a esa relación. Fielding era el instructor de Johnny en el Cambridge Tae Kwon Do Club. Fielding era el instructor de Mark Bishop, enseñaba en la clase de Tigres Pequeños, pero Johnny no conocía a Mark, y desde luego no estaban en la misma clase, no aprendían juntos. La señora Donahue es muy clara al respecto, y le pregunto cuándo comenzó Johnny a tomar clases. Le digo que no estoy segura de los detalles y que necesito un relato preciso si tengo que ocuparme apropiada y justamente de su queja contra mi director adjunto.

—Empezó las clases en mayo —dice la señora Donahue mientras mis pensamientos se dispersan y rebotan como pelotas—. Es fácil comprender por qué mi hijo, que nunca ha tenido amigos, podría ser influenciado con suma facilidad por alguien al que idolatra y respeta…

—¿Idolatra y respeta? ¿Se refiere al doctor Fielding?

—No, en absoluto —dice con tono acre, como si de verdad odiase al hombre—. Su amiga del MIT estaba involucrada al principio, lo había estado durante algún tiempo. Al parecer, muchas mujeres se toman muy en serio el taekwondo, y cuando ella comenzó a trabajar con Johnny y se hicieron amigos, lo animó. Ojalá no la hubiese escuchado. Eso y, por supuesto, Otwahl, ese lugar y lo que sea que ocurre allí. Mire cómo acabó. Pero desde luego usted puede imaginarse por qué Johnny querría ser poderoso y capaz de protegerse a sí mismo, sentirse menos agredido. Aunque, por supuesto, la ironía del asunto es que para él aquellos días ya habían acabado. Nadie lo maltrataba en Harvard…

Ella continúa, divaga, ahora es menos precisa que autoritaria, y su desesperación es palpable. Lo noto en el aire dentro de mi despacho cuando me levanto de mi mesa.

—… cómo se atrevió. Como mínimo constituye una violación de su juramento hipocrático. Cómo se atreve a continuar a cargo del caso de Mark Bishop a la vista de lo que todos sabemos que es la verdad —afirma.

—¿Puede ser más específica sobre la verdad a la que se refiere? —Miro a través de la ventana la cegadora luz de la mañana. El sol y el resplandor son tan fuertes que me lloran los ojos.

—Sus prejuicios. —Su voz suena detrás de mí, en el altavoz—. Nunca le tuvo aprecio a Johnny ni fue en particular amable con él, le hacía comentarios carentes de tacto delante de los demás. Decía cosas como: «Tienes que mirarme cuando te hablo, y no mirar el maldito interruptor». Como ya sabrá, debido a las extrañezas de Johnny, su atención se centra en cosas que no tienen sentido para los demás. Tiene un mal contacto visual y eso puede ser ofensivo, porque las personas no comprenden que así funciona su cerebro. ¿Sabe usted algo sobre el Asperger, o su marido…?

—No sé gran cosa. —No pretendo entrar en lo que Benton me ha dicho o no.

—Johnny se fija en detalles que no tienen significado para nadie más y los mira mientras le hablan. Yo le puedo estar diciendo algo importante y él mira un broche o un brazalete que llevo, o hace algún comentario, o se ríe cuando no debe. El doctor Fielding lo regañó por reírse inapropiadamente. Lo recriminó delante de todos, y ahí fue cuando Johnny intentó darle un puntapié. Este hombre que tiene no sé cuantos grados de cinturón negro, y mi hijo, que pesa setenta kilos, intentó darle un puntapié. Fue entonces cuando se vio obligado a dejar la clase. El doctor Fielding le prohibió volver y amenazó con impedirle que se apuntase en cualquier otra parte.

—¿Cuándo ocurrió? —me oigo a mí misma preguntar como si hablase otra persona.

—La segunda semana de diciembre. Tengo la fecha exacta. Lo tengo todo anotado.

«Seis semanas antes del asesinato de Mark Bishop», pienso, mareada, como si fuese yo quien hubiese recibido el puntapié.

—Usted le sugirió al doctor Fielding… —comienzo a decirle al teléfono de mi mesa, como si estuviese mirando a la señora Donahue y ella pudiese verme.

—¡Desde luego que sí! —exclama, excitada, desafiante—. Cuando Johnny comenzó a decir aquellas tonterías de haber matado a un niño durante uno de sus episodios en blanco y que el instructor de taekwondo de ambos fue quien hizo la autopsia. ¿Se puede imaginar mi reacción?

El instructor de taekwondo de ambos. ¿A quiénes se refiere? ¿A la amiga de Johnny en el MIT, o hay otros? ¿A quién más enseñaba Fielding, y qué pudo hacer que Johnny Donahue confesase un crimen que Benton creía que no había cometido? ¿Por qué Johnny creería que hizo algo tan horrible durante un supuesto blanco? ¿Quién le influenció hasta el extremo de admitirlo y ofrecer detalles como que el arma era una pistola de clavos cuando yo sé a ciencia cierta que no es verdad? Pero no le voy a preguntar a la señora Donahue nada más. He llegado demasiado lejos, todo ha ido demasiado lejos. Le he preguntado más de lo que debía, y Benton ya conoce las respuestas a cualquier cosa que se me pueda ocurrir. Lo sé por la manera en que está sentado en su silla, mirando el suelo, el rostro duro y oscuro como la piel metálica de mi edificio.