15

No me doy cuenta de que el sol ha salido y el frente ártico se ha marchado hacia el Sur hasta que abro la puerta de mi despacho y me encuentro con el cielo azul despejado al otro lado de los ventanales.

Miro siete pisos abajo, y hay pocos coches, que circulan a marcha lenta por la carretera, con la nieve surcada por las marcas de neumáticos, y en la otra dirección, un camión quitanieves con la pala amarilla en alto como la pinza de un cangrejo mientras avanza en busca del punto correcto, y luego baja la pala con estrépito. No puedo oírlo desde aquí arriba y comienza a rascar el pavimento, que no va a quedar del todo limpio debido al hielo.

La ribera está blanca, y el Charles tiene el color de una vieja botella de vidrio azul y ondulado por la corriente. Más allá, en la distancia, el skyline de Boston recibe las primeras luces, con la torre John Hancok que se levanta muy por encima de los otros rascacielos, maciza e imponente, como una solitaria columna que queda de pie en las ruinas de un antiguo templo. Pienso en café, y es una urgencia momentánea cuando entro en el baño y miro la cafetera en la encimera junto al lavabo y las cajas de cápsulas K-Cups con leche de avellanas.

Estoy más allá de la ayuda de los estimulantes, poco segura de que pueda notar los efectos de la cafeína excepto en el estómago, que está vacío. De vez en cuando siento náuseas, luego hambre, después nada en absoluto, solo el entumecimiento por la falta de sueño y la persistente insinuación de un dolor de cabeza que parece más recordado que real. Me arden los ojos y los pensamientos se mueven poco a poco, pero empujan con fuerza como una pesada marejada que golpea contra las mismas preguntas sin respuesta y las tareas pendientes. Si puedo elegir, no esperaré a nadie. No puedo esperar. No hay alternativas. Me saltaré los límites si es necesario y ¿por qué no puedo hacerlo? Los límites que fijé han sido pisoteados por los demás a diestro y siniestro. Haré las cosas a mi manera, las cosas que sé cómo hacer. Estoy sola, más sola de lo que estaba, porque he cambiado. Dover me ha cambiado. Haré lo que sea necesario y quizá no sea lo que la gente quiere.

Son las siete y media. He estado abajo todo este tiempo porque Anne y yo nos hemos ocupado de otros casos después de haber acabado con el hombre de Norton’s Woods, cuyo nombre seguimos sin saber, o si se conoce, no he sido informada. Sé detalles íntimos de él que no deberían ser de mi incumbencia, pero no los hechos más importantes: quién es, qué era y en qué esperaba convertirse, sus sueños, lo que amaba y odiaba. Me siento a mi mesa y compruebo las notas que Anne tomó por mí abajo. Añado unas cuantas propias y me aseguro de que recordaré más tarde que él había comido algo con semillas de amapola y queso amarillo poco antes de morir. La cantidad total de sangre y coágulos en el hemitórax izquierdo era de mil trescientos mililitros y tenía el corazón roto en cinco fragmentos irregulares todavía sujetos a nivel de las válvulas.

Se me ocurre que querré enfatizar todo esto a la fiscalía, porque estoy pensando en un juicio. Para mí todo termina allí, al menos en el lado civil de mi vida. Imagino al fiscal utilizando un lenguaje apasionado que yo no puedo usar, diciéndole al jurado que este hombre comió un panecillo con semillas de amapola y queso y que llevó a su viejo perro rescatado a dar un paseo, que algo le rompió el corazón en varios pedazos, lo que le provocó una hemorragia de casi tres unidades de sangre o más de una tercera parte de toda la sangre de su cuerpo en cuestión de minutos. La autopsia no reveló el propósito de su muerte, aunque al menos provisionalmente la causa es simple, y la anoto distraída mientras continúo pensando y meditando y haciendo planes.

Punción/puñalada atípica en la espalda abajo a la izquierda.

Un diagnóstico patológico que parece trillado después de lo que he visto, y que me daría que pensar si me lo encontrase en alguna otra parte. Lo encontraría críptico, casi burlón y evasivo, como un chiste malo porque sabes cómo acaba, la destrucción de los órganos como si se hubiese tratado de una explosión masiva y que la muerte es un homicidio cruel y calculado. Recuerdo el dobladillo de un abrigo largo negro que pasa deprisa y lo que debió haber ocurrido segundos antes, cuando la persona que lo vestía clavó un puñal en la parte inferior de la espalda de la víctima. Por un instante él sintió la respuesta física, la sorpresa y el dolor mientras exclamaba «¡Eh…!», se sujetaba el pecho, y caía de bruces sobre el sendero de pizarra.

Imagino a la persona del abrigo negro que se agacha deprisa para recoger los guantes negros del hombre y que se aleja a paso enérgico, quizás ocultando el puñal en la manga o en un periódico doblado, o no lo sé. Pero mientras lo imagino, creo que la persona del abrigo negro es el asesino y que fue grabado en secreto por los auriculares del hombre, y eso me lleva a preguntarme de nuevo quién lo estaba espiando. ¿El asesino colocó los artilugios micrograbadores en los auriculares de la víctima para poderle seguir? Me imagino a una figura con un largo abrigo negro caminando deprisa a través de los bosques en sombra, que se acerca por detrás a la víctima, que no podía oír nada debido a la música en los auriculares cuando fue apuñalado por la espalda, y cayó demasiado rápido para poder darse la vuelta. Me pregunto si murió sin saber quién se lo hizo. ¿Y después? ¿Es lo que propuso Lucy? ¿La persona del abrigo negro vio los archivos de vídeo y decidió que no era necesario borrarlos desde un ordenador situado en alguna parte, que de hecho era más inteligente dejarlos donde estaban?

«Hay razones para todas las cosas», me digo a mí misma, algo que siempre ha sido cierto, pero que nunca aparece de esa manera mientras estoy sumergida en el problema. Hay respuestas, y las encontraré, y aunque la manera en que la herida fatal fue ejecutada pueda parecer difícil de adivinar, me aseguro a mí misma de que hay huellas que el asesino dejó atrás. He capturado sus pisadas en el papel secante. Las seguiré hasta el autor del crimen. «No te saldrás con la tuya», pienso, como si estuviese hablando con la persona del abrigo negro largo. «Espero que quien quiera que seas, no tengas nada que ver conmigo, que no seas alguien a quien yo le enseñé a ser meticuloso y listo». He llegado a la conclusión de que Jack Fielding se ha dado a la fuga o está bajo custodia. Incluso entra en mi mente que quizás esté muerto. Pero estoy exhausta. Tengo sueño. Mis pensamientos no son tan disciplinados como deberían ser. No puede estar muerto. ¿Por qué iba a estar muerto? He visto a los muertos abajo, y él no estaba entre ellos.

Mis otros pacientes de la mañana fueron muy sencillos y pidieron muy poco de mí mientras los atendía: una víctima de un accidente de tráfico, que olía a alcohol y tenía la vejiga llena, como si hubiese estado bebiendo hasta el momento de salir del bar y se sentó al volante en medio de una tormenta de nieve que le llevó a estrellarse contra un árbol; un muerto de un disparo en un motel ruinoso, y los rastros de las agujas y los tatuajes de la prisión en uno más de entre nosotros que murió de la manera como vivió; una asfixia, con una bolsa de lavandería atada alrededor del cuello de una vieja viuda con una vieja cinta de satén rojo, quizás guardada después de unas vacaciones en tiempos mejores, el estómago lleno de las píldoras blancas disueltas y junto a la cama un frasco vacío de unas pastillas de benzodiacepina recetadas para la ansiedad y el insomnio.

No hay mensajes en mi móvil ni en el teléfono del despacho, ningún e-mail que me importe en este momento y en estas circunstancias. Cuando voy al laboratorio de Lucy, ella no está, y cuando pregunto a seguridad, descubro que incluso Ron se ha marchado, y ha sido reemplazado por un guardia que nunca he visto, gangoso y con orejas como asas a lo Ichabod Crane, alguien llamado Phil que dice que el coche de Lucy no está en el aparcamiento y que las instrucciones son que los guardias no deben dejar entrar a nadie en el edificio, ni siquiera por el nivel inferior o por el vestíbulo, sin pedirme autorización. No es posible, le digo a Phil. Los empleados ya tendrían que estar llegando, o estarán aquí en cualquier momento, y no puedo hacer de portero. Deje entrar a todos los que tengan derecho a estar aquí, le digo antes de subir. Excepto al doctor Fielding, y cuando añado eso, me doy cuenta de que no era necesario. El guardia llamado Phil parece tener muy claro que Fielding no aparecerá sin más o quizá que no es capaz de hacerlo, y además, el FBI domina mi aparcamiento. Veo sus todoterrenos con tanta claridad como el día brillante y frío que aparece en la pantalla de vídeo de mi mesa.

Giro mi silla hacia la encimera de granito negro pulido detrás de mí, a mi arsenal de microscopios y lo que los acompaña. Me pongo un par de guantes, abro uno de los sobres blancos que sellé con cinta adhesiva blanca inmediatamente antes de subir, y saco una hoja de papel secante que está teñida con una generosa mancha de sangre seca que corresponde a la zona del riñón izquierdo, donde en la resonancia magnética aparecía una densa colección de cuerpos metálicos extraños. Enciendo la lámpara del microscopio destinado a materiales, un microscopio Leica del que he dependido durante años, y muevo con cuidado el papel en la platina. Acomodo los oculares en un ángulo de visión que no me fuerce el cuello y los hombros y me doy cuenta de que han cambiado los ajustes para alguien mucho más alto que yo, diestro, y sospecho que es alguien que toma café con crema y masca chicles de menta. También han cambiado el foco ocular y la distancia interocular.

Paso a la operación de mano izquierda y ajusto la altura que más me conviene. Comienzo con un aumento de 50X. Manipulo la perilla del foco con una mano mientras utilizo la otra para mover la hoja de papel secante en la platina, alineo la mancha de sangre hasta que encuentro lo que busco, unas esquirlas y escamas plateadas brillantes en una constelación de otras partículas que son tan minúsculas que cuando subo la ampliación a 100X sigo sin ver sus características, solo los bordes ásperos y las estrías en las partículas más grandes, que parecen patatas chip de metal no quemadas y limaduras que han sido torneadas por una máquina o una herramienta. Nada de lo que veo me recuerda al residuo de un disparo, ni siquiera se parece remotamente a las escamas, los discos, o las bolas que asocio con la pólvora o los fragmentos rotos, o las partículas de un proyectil, o de su funda.

Más curiosos son los otros restos mezclados con la sangre y sus elementos obvios, el colorido confeti de detritos que constituye el polvo de cada día mezclado con glóbulos rojos apilados como monedas, y leucocitos granulares que recuerdan a una ameba, atrapados como si hubiesen sido congelados en el tiempo, que nadan y hacen piruetas como una pulga y un piojo que a tamaño ampliado me recuerdan por qué el Londres del siglo XVII se sintió dominado por el pánico cuando Robert Hooke publicó Micrografía y mostró las afiladas mandíbulas y garras de lo que infectaba a los gatos y los colchones. Veo los hongos y las esporas que parecen esponjas y frutos, los espinosos trozos de patas de insectos y cáscaras de huevos de insectos que parecen las delicadas cáscaras de nueces o cajas esféricas talladas en madera porosa. Mientras muevo el papel por la platina, encuentro más apéndices peludos de monstruos muertos hace tiempo, como mosquitos, ácaros y los grandes ojos compuestos de una hormiga decapitada, la plumosa antena de lo que quizás era un mosquito, las escamas superpuestas de pelo animal, quizá de un caballo, un perro o una rata, y las escamas rojizo anaranjadas de lo que podría ser óxido.

Cojo el teléfono y llamo a Benton. Cuando responde, oigo voces de fondo y la conexión es mala.

—Un puñal afilado o una hoja trabajada en un torno, lo más posible una hoja oxidada en un taller o sótano, probablemente en una vieja despensa subterránea donde hay hongos, insectos, verduras podridas, también probablemente una alfombra húmeda —digo de inmediato mientras comienzo una búsqueda en Internet en mi ordenador: escribo «puñal» y «gases explosivos».

—¿Qué era afilado? —pregunta Benton, y luego le dice algo a otro, algo como «Necesito la llave» o «Necesito llevar»—. Me estoy moviendo, no es un buen sitio —me dice a mí.

—El arma utilizada para apuñalarlo. Un torno, una piedra de amolar, muy posiblemente vieja o poco cuidada, con rastros de óxido, basándome en las limaduras de metal y partículas muy finas que estoy viendo. Creo que pulieron la hoja, quizá para hacerla más delgada y afilarle la punta en ambos lados, para convertir la punta en una lanza, busca cualquier cosa que pudiese haber sido utilizada para afilar y pulir, una escofina, una lima.

—Hablas de herramientas a motor viejas y oxidadas. ¿Un montón de óxido?

—Máquinas para trabajar metal de algún tipo, no necesariamente herramientas a motor; no estoy en posición de ser tan detallista. No soy experta en el trabajo en metales y no sé cuánto óxido. Solo que encontré lo que parecen ser escamas de óxido. «Intestinos reventados. Cómo limpiar tus bujías. Gases comunes asociados con el trabajo en metales y cuchillos hechos a mano». Leo en silencio lo que está en la pantalla de mi ordenador y luego le digo a Benton:

—No es que pretenda ser una analista de pruebas de rastros, pero microscópicamente no es nada que haya visto antes explotar en un cuerpo. Pero puede que en realidad nunca haya mirado igual que ahora. Nunca he tenido una razón para buscar algo como esto, no estoy acostumbrada a utilizar papel secante de forma interna cuando alguien ha sido apuñalado. Supongo que podría haber toda clase de fibras invisibles, residuos, partículas inyectadas en el interior de las personas a las que les han disparado, apuñalado o Dios sabe qué.

Escribo «cuchillo de inyección» en el campo de búsqueda porque mientras me escucho a mí misma, recuerdo los dardos y las armas propulsadas por CO2 para disparar, lo que es básicamente un dardo paralizante, o un misil tranquilizador con una pequeña carga explosiva y una aguja hipodérmica. ¿Por qué no se podría hacer lo mismo con un puñal, siempre que tenga un propulsor y un canal estrecho perforado a lo largo de la hoja con una salida cerca de la punta?

—Estoy a punto de entrar en el coche —dice Benton—. Estaré aquí dentro de cuarenta y cinco minutos o una hora si el tráfico no se complica demasiado. Las carreteras no están mal. La 128 no está tan mal.

—Bien, no ha sido tan difícil. —Estoy desilusionada. Nada capaz de hacer un daño tan letal debería ser tan fácil de encontrar.

—¿Qué no ha sido difícil? —pregunta Benton, mientras miro la imagen de un cuchillo de acero de combate con una salida de gas cerca de la punta y un mango de neopreno en una caja de plástico con forro de espuma.

—Un cartucho de CO2 se atornilla en la empuñadura… —Leo en voz alta—. Clave la hoja de acero inoxidable de doce centímetros en el objetivo al tiempo que utiliza el pulgar para apretar el botón de descarga, que aparece como parte del guarda gatillo…

—¿Kay? ¿Hay alguien contigo ahora mismo?

—Inyecta una bola de gas a muy baja temperatura, del tamaño de una pelota de baloncesto, o más de seiscientos cincuenta y cinco centímetros cúbicos a sesenta y siete kilos de presión por centímetro cuadrado —continúo, sin apartar la mirada de las imágenes de una página web muy bien hecha mientras me pregunto cuántas personas tienen esta arma en sus casas, en sus coches, en su equipo de acampada, o la llevan atada a un costado. Debo admitir que es ingeniosa, posiblemente una de las cosas más aterradoras que haya visto—. Puede tumbar a un mamífero grande de un solo golpe…

—¿Kay, estás sola?

—Congela el tejido alrededor de la herida al instante, y por consiguiente demora la hemorragia que atrae a otros depredadores. Si tiene que defenderse, por ejemplo, del ataque del gran tiburón blanco, no comenzará a sangrar en el agua atrayendo a otros tiburones hasta que esté lejos del lugar. —Ojeo, resumo y me siento enferma—. Se llama WASP. Lo puede añadir a su carro de compra por menos de cuatrocientos dólares.

—Hablaremos de eso cuando te vea —me dice Benton por teléfono.

—Nunca había oído hablar de él. —Leo un poco más sobre un cuchillo de inyección de gas comprimido que puedo pedir ahora mismo siempre que tenga más de dieciocho años de edad—. Recomendado para Operaciones Especiales, SWAT, pilotos que han caído al agua, buceadores. Al parecer desarrollado para matar a grandes depredadores marinos; como dije, tiburones, mamíferos, quizá ballenas y aquellos con traje de neopreno…

—¿Kay?

—También osos grizzly, por ejemplo, mientras tú te ocupas de lo tuyo en un tranquilo paseo por las montañas. —No hago ningún esfuerzo para evitar el sarcasmo en mi tono, para evitar la furia que siento—. Y por supuesto, militar, pero nada que haya visto en las bajas militares…

—Estoy en un móvil —me interrumpe Benton—. Preferiría que no mencionases esto a nadie más. A nadie de tu oficina, ¿o ya lo has hecho?

—No, no lo he hecho.

—¿Estás sola? —me pregunta de nuevo.

«¿Por qué no iba a estarlo?», pienso, pero respondo:

—Quizá podrías borrarlo de tu historial de búsqueda, vaciar tu caché, por si acaso alguien decide mirar tus últimas búsquedas.

—No puedo evitar que Lucy lo haga.

—No me importa si Lucy lo hace.

—No está aquí. No sé dónde ha ido.

—Yo sí —dice él.

—Cojonudo, entonces. —Por lo visto no me dirá donde está ella o donde está cualquiera—. Me ocuparé de las pruebas, me ocuparé de todo lo que pueda y me reuniré contigo abajo cuando llegues aquí. —Cuelgo e intento razonar sobre todo lo que acaba de suceder. Intento no sentirme herida por él mientras aplico la lógica e intento razonar.

Benton no parecía sorprendido ni preocupado. No parecía alarmado por lo que he descubierto, sino por el hecho de que lo haya descubierto y la posibilidad de que pudiese habérselo dicho a alguien, y eso probablemente significa lo mismo que he estado intuyendo desde que volví a casa desde Dover. Quizá no soy yo quien está encontrando cosas. Quizá solo soy la última en saberlo y nadie quiere que descubra nada. Qué inesperado predicamento en el que estoy, algo sin precedentes, pienso, mientras hago lo que Benton me pidió. Vacío el caché y borro el historial, y se lo pongo difícil a cualquiera que quiera ver lo que he buscado en Internet. Mientras lo hago me pregunto quién me lo ha pedido en realidad: ¿mi marido o el FBI? ¿Quién acababa de hablar conmigo y me decía lo que debía hacer como si yo no lo supiese?

Son casi las nueve. La mayoría de mi personal ya está aquí, aquéllos que no se valen de la nieve como un excusa para quedarse en casa o ir a alguna otra parte donde prefieran estar, como esquiar en Vermont. En el monitor de seguridad he visto cómo los coches entraban en el aparcamiento y a algunas personas entrar por la puerta de atrás, pero muchos más llegando por la entrada civilizada de la planta baja, a través del vestíbulo de piedra con sus formidables tallas y banderas, para evitarse el siniestro dominio de los muertos en el nivel inferior. Los científicos solo en contadas ocasiones necesitan encontrarse con los pacientes cuyos fluidos corporales, pertenencias y otras pruebas analizan. Entonces oigo los ruidos de mi administrador, Bryce, que abre la puerta en el pasillo que da a su despacho junto al mío.

Guardo el papel secante en un sobre limpio y abro un cajón para recoger otros objetos que he mantenido seguros mientras intento no hundirme en un espacio oscuro, rumiando oscuros pensamientos sobre lo que acabo de ver en una página web y lo que implica hacia los seres humanos y su capacidad para crear maneras imaginativas de hacer daño a otras criaturas. En nombre de la supervivencia, se me pasa por la mente, pero en raras ocasiones es en realidad para seguir vivo; en cambio, es para asegurarse de que alguna otra cosa no lo consiga, y con el poder que siente la gente cuando puede imponerse, dañar, matar. Qué terrible, qué siniestro, y no tengo dudas sobre lo que le pasó al hombre de Norton’s Woods, que alguien se le acercó por detrás y lo apuñaló con un puñal de inyección, descargó una bola de gas comprimido en sus órganos vitales, y si era CO2, no hay ninguna prueba que nos lo diga. El dióxido de carbono está en todas partes, literalmente tan presente como el aire que exhalamos, imagino lo que vi en la tomografía, las bolsas oscuras de aire que habían sido inyectadas en el pecho y lo que debió haber sentido, y cómo responderé a la misma pregunta que siempre formulo.

¿Sufrió?

La respuesta verdadera es que nadie lo sabe excepto la persona que está muerta, pero yo diría que no, que no sufrió. Diría que lo sintió. Sintió que le ocurría algo catastrófico. No estuvo consciente lo suficiente para sufrir durante los agónicos últimos momentos de su vida, pero debió de haber sentido un puñetazo en la parte superior de la espalda acompañado por una tremenda presión en el pecho mientras estallaban sus órganos, todo ocurrió a la vez. Sería la última cosa que sintió, excepto, con toda probabilidad, un destello, el relámpago de un pensamiento de terror de que estaba a punto de morir. Dejo de pensar en el tema, porque obsesionarse e imaginar más allá sería inútil. Una teoría autoindulgente es paralizante y nada productiva. No puedo ayudarle si estoy alterada.

No le sirvo a nadie si siento lo que siento, de la misma manera que ocurrió cuando atendía a mi padre y me convertí en una experta en apartar las emociones que brotaban dentro de mí como una criatura desesperada que intentaba salir. «Me preocupa lo que has aprendido, mi pequeña Katie», me decía mi padre cuando yo tenía doce años y él era un esqueleto en el dormitorio de la parte trasera, donde el aire siempre estaba demasiado caliente y olía a enfermedad y la luz se colaba débilmente a través de las persianas que mantenía cerradas la mayor parte de sus últimos meses. «Has aprendido cosas que nunca hubieses tenido que aprender y menos a tu edad, mi pequeña Katie», me decía mientras le hacía la cama con él acostado, después de aprender a lavarle con esmero para que no se llagase, a cambiarle las sábanas sucias moviendo su cuerpo, un cuerpo que parecía vacío y muerto excepto por el calor de la fiebre.

Balanceaba con suavidad a mi padre para ponerlo de lado, lo sujetaba de un lado, luego del otro, lo apoyaba contra mí porque no podía levantarse de la cama, ni siquiera podía sentarse. Estaba demasiado débil para ayudarme a moverlo durante lo que su doctor llamaba la fase final de su leucemia mieloide crónica. A veces entra en mi mente y siento su peso contra mí cuando estoy vestida con las ropas de protección, y miro a través de un visor el trabajo en mi mesa de acero.

Lleno las peticiones de análisis del laboratorio que tendrán que firmar cada uno de los científicos a los que les envían diversos objetos para mantener intacta la cadena de pruebas. Luego me levanto de mi mesa.