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En la antesala me preparo para la batalla de la manera que siempre hago. Me visto con una armadura hecha de plástico y papel.

Nunca me siento como un médico, ni siquiera como un cirujano, mientras me preparo para realizar un examen post mórtem. Sospecho que la gente que se gane la vida con los muertos puede entender a qué me refiero. Durante mi residencia en la Facultad de Medicina no era diferente a los demás doctores, atendía a los enfermos y heridos en sala y en las salas de urgencia, ayudaba en los procedimientos quirúrgicos en los quirófanos. Por tanto, sé lo que es hacer una incisión en cuerpos calientes que tienen presión sanguínea y algo vital que perder. Lo que me dispongo a hacer no podría ser más diferente de aquello. La primera vez que inserté la hoja de un escalpelo en la carne fría e insensible, cuando hice la incisión en Y en el primer paciente muerto, renuncié a algo que nunca más he recuperado.

Descarté cualquier idea de que podría ser como un Dios, una heroína o una persona más dotada que el resto de los mortales. Rechacé la fantasía de que podía sanar a cualquier criatura, incluida a mí misma. Ningún médico tiene el poder para hacer que la sangre coagule, que los tejidos o los huesos se regeneren, o los tumores disminuyan. No creamos, solo animamos a las funciones biológicas para que trabajen o no trabajen adecuadamente por su cuenta, y en ese aspecto los médicos estamos más limitados que un mecánico o un ingeniero que construye algo de la nada. Mi elección de esta especialidad médica, que mi madre y mi hermana todavía consideran morbosa y anormal, es probable que me haya hecho más sincera que la mayoría de los médicos. Sé que cuando administro mi toque sanador a los muertos, ellos no se conmueven por mí o por mis modales. Permanecen muertos como estaban antes. No me dan las gracias, no me envían postales de vacaciones o bautizan a sus hijos con mi nombre. Por supuesto, era consciente de todo eso cuando me decidí por la patología forense, pero eso es como decir que sabes lo que es el combate cuando te alistas en los marines y te envían a las montañas de Afganistán. La gente no sabe de verdad lo que es hasta que les ocurre de verdad.

Nunca he podido oler el olor acre, aceitoso y penetrante del formaldehído sin diluir, por no mencionar lo ingenua que era al creer que la disección de un cadáver donado a la ciencia con fines educativos se parece a la autopsia de una persona no embalsamada, en la que la causa de la muerte está por determinar. Mi primera autopsia fue en la morgue del hospital Hopkins, un lugar rudimentario comparado con lo que hay al otro lado de esta habitación donde estoy en este momento plegando mis prendas del AFME y colocándolas en un banco, sin preocuparme de la taquilla o el decoro a esta hora. La mujer cuyo nombre todavía recuerdo solo tenía treinta y tres años, y dejaba atrás dos hijos pequeños y un marido cuando murió por una complicación posquirúrgica de una apendicectomía.

Hasta el día de hoy lamento que ella fuera mi proyecto de ciencias. Lamento que ella acabase convertida en el proyecto de cualquier residente de patología forense, y recuerdo haber pensado lo absurdo que era que un ser humano joven y sano hubiese sucumbido a una infección provocada por la extirpación de una bolsa con aspecto de gusano, un tanto inútil, del intestino grueso. Quería hacerla mejor. Mientras trabajaba en ella, practicaba en ella, quería que ella despertase y se bajase de la mesa de acero en el centro del sucio suelo de aquella lóbrega sala subterránea que olía a muerte. La quería viva, sana, y sentir que yo había tenido algo que ver con ello. No soy cirujana. Lo que hago es excavar para poder resolver mi caso, cuando voy a la guerra con los asesinos, o de forma menos dramática pero más típica con los abogados.

Anne tuvo la cortesía de encontrarme un traje recién lavado, de tamaño medio y del verde institucional al que estoy acostumbrada. Me lo pongo. Encima me pongo también una bata desechable, que me ato bien a la espalda antes de sacar las fundas de zapatos de un dispensador y cubrirme unos zuecos de goma que Anne ha encontrado en alguna parte. Sigo después con las mangas protectoras, un gorro para el pelo, una máscara, un visor, y por fin me pongo dos pares de guantes.

—Quizá podrías escribir por mí —le digo a Anne cuando vuelvo a la sala de autopsias, un amplio y vacío panorama de blanco resplandeciente y acero brillante. Solo estamos los tres, si incluyo al sujeto de la primera mesa—. Es posible que luego no pueda redactar el informe, porque al parecer tengo que marcharme.

—No sola —me recuerda.

—Benton se llevó las llaves del coche —le recuerdo.

—Eso no te detendría. Tenemos varios vehículos, así que no intentes engañarme. Cuando sea la hora lo llamaré, y no admito ninguna discusión. —Anne puede decir casi cualquier cosa sin parecer irrespetuosa o descortés.

Ella se encarga de hacer las fotografías mientras yo tomo muestras de la herida de entrada en la parte inferior de la espalda. Luego tomo muestras en los orificios ante la remota posibilidad de que este homicidio pueda suponer un asalto sexual, aunque es bastante difícil si nos basamos en lo ya descrito.

—Porque estamos buscando a un unicornio. —Guardo las muestras anales y orales en sobres de papel, los etiqueto y escribo mis iniciales—. No es algo que pase todos los días, y en cualquier caso, no me voy a creer nada, de ninguna manera, dado que no estuve en el escenario del crimen.

—Nadie ha estado —dice Anne—. Lo que es una vergüenza.

—Incluso si alguien hubiese estado, todavía seguiría buscando al unicornio.

—No te culpo. Yo no confiaría en lo que se dice, si fuese tú.

—Si fueses yo. —Coloco una hoja nueva en un escalpelo mientras ella llena una jarra de plástico etiquetada con formalina.

—No soy yo quien debería hablar —responde sin mirarme—. Yo no mentiría, robaría o me aprovecharía de cosas que no son mías. Yo nunca trataría este lugar como si me perteneciera. No importa. No quiero entrar en ello.

No dejaré que entre en ello. No es necesario ponerla en una posición como ésa, que traicione a las personas que me han traicionado. Sé lo que se siente al verse en una posición semejante. Es una de los peores sentimientos que hay y promueve las mentiras, en secreto o por omisión, y también conozco ese sentimiento. Una mentira que se aloja intacta en el corazón de tu ser, como el trigo no digerido en las momias egipcias. No hay manera de librarse de esa cosa, de deshacerla, sin entrar para sacarla, y no estoy segura de tener el coraje de hacerlo mientras pienso en los gastados escalones de madera que bajan al sótano en una casa de Cambridge. Pienso en las paredes de piedra bajo tierra y la caja fuerte de setecientos cincuenta kilos con una puerta de cinco centímetros de espesor y triple cerradura.

—Supongo que habrás oído algún rumor sobre dónde se han metido todos —digo a continuación—. Cuando estuviste con Marino en el McLean. —Comienzo la incisión en Y, corto de clavícula a clavícula, y luego un corte recto y profundo hacia abajo con un leve desvío alrededor del ombligo para terminar en el hueso púbico, en la parte inferior del abdomen—. ¿Tienes alguna idea de quiénes están en nuestro aparcamiento y de qué es lo que está pasando? Dado que al parecer estoy sometida a arresto domiciliario, por razones que nadie se ha mostrado muy dispuesto a dejar del todo claras.

—El FBI. —Anne no me dice nada que yo no sepa mientras camina hacia la pared donde las tablillas portapapeles cuelgan de ganchos junto a hileras de estantes de plástico para los formularios en blanco y los diagramas—. Hay al menos dos agentes en el aparcamiento, y otro que nos siguió. Alguien lo hizo. —Recoge todas las hojas que necesita y selecciona un portapapeles después de asegurarse de que el bolígrafo sujeto a él por un cordel funcione—. Un detective, un agente. No sé quién nos siguió al hospital, pero fue alguien que sin duda avisó a seguridad antes de que llegásemos allí. —Vuelve a la mesa—. Cuando entramos con la camilla en el laboratorio de neuroimágenes, había tres tipos de seguridad del McLean, la mayor diversión que han tenido en años. Y luego esa persona en un todoterreno, un Ford azul oscuro, un Explorer o un Expedition.

Quizás era el mismo todoterreno en el que Benton acaba de marcharse y le pregunto a Anne:

—¿El agente se bajó del todoterreno? ¿Supongo que no hablaste con quien fuese? —Aparto el tejido blando. El hombre es tan delgado que solo tiene una capa muy fina de grasa amarilla antes de que el tejido se vuelva rojo.

—Era difícil de ver, y no iba a acercarme para mirar. El agente continuaba sentado en el todoterreno cuando nos marchamos y nos siguió hasta aquí.

Coge los seccionadores de costillas del carro quirúrgico y me ayuda a quitar el frontal del tórax, para dejar a la vista los órganos y una hemorragia considerable, y veo como las células comienzan a descomponerse, un leve indicio de lo que promete ser pútrido y repugnante. Los olores emanados por el cuerpo humano cuando se descompone son muy desagradables, no se pueden comparar con nada. No es como un pájaro, o el más grande de los mamíferos en que uno pueda pensar. En la muerte somos tan diferentes de las otras criaturas como lo somos en vida. Reconocería el hedor de la carne humana podrida en cualquier parte.

—¿Cómo quieres hacerlo? ¿En bloque? ¿O quieres ocuparte del metal cuando tengas los órganos en la tabla de disección? —pregunta Anne.

—Creo que necesitamos sincronizar lo que estamos haciendo centímetro a centímetro, paso a paso. Alinear los órganos con los escáneres lo mejor que podamos, porque no estoy segura de que vaya a ser fácil ver los cuerpos electromagnéticos extraños a menos que los esté mirando directamente con una lente de aumento. —Me limpio los guantes ensangrentados con una toalla y me acerco a la pantalla de vídeo, que Anne ha dividido en cuadrantes para permitirme que escoja entre las imágenes de la resonancia magnética.

—Distribuida en gran parte como pólvora de un disparo —sugiere—. Aunque no podemos ver las partículas de metal porque cancelaron la señal.

—Es verdad. Un artefacto que se amplía, más vacío en el principio que al final. La mayor cantidad en la entrada. —Señalo la pantalla con el dedo del guante ensangrentado.

—Pero no hay residuos de nada en la superficie —dice ella—. Eso lo diferencia de una herida de arma de fuego, de una herida de contacto.

—Todo en este caso difiere de una herida de bala —señalo.

—Se puede ver que, sea lo que sea esa cosa, comienza aquí. —Indica la herida de entrada en la parte inferior de la espalda—. Pero no en la superficie. Justo debajo, quizás un centímetro o poco más por debajo, lo que de verdad es extraño. Intento imaginármelo y no puedo. Si aprietas algo contra la espalda y disparas, encuentras residuos del disparo en la ropa y en la herida de entrada, no a dos centímetros hacia dentro y luego a más profundidad.

—Examiné antes su ropa.

—Ni quemaduras ni hollín, ninguna prueba de residuos de un disparo.

—No a primera vista —la corrijo, porque no ser capaz de ver el residuo de un disparo no significa que no esté.

—Exacto. Nada visual.

—¿Qué me dices de Morrow? No creo que bajase ayer mientras Marino tenía el cuerpo en ID para tomarle las huellas dactilares y recoger sus efectos personales. Supongo que nadie pensó en pedirle a Morrow que hiciese una prueba de presunta presencia de nitratos en las prendas, dado que no sabíamos en aquel momento que podría haber residuos de un disparo, o incluso de que hubiese una herida de entrada que se relacione con los cortes en las prendas.

—No, que yo sepa. Y se marchó temprano.

—Eso oí. Siempre podemos hacer la prueba, pero de verdad me sorprendería a tenor de lo que estamos viendo en la resonancia magnética. Cuando Morrow o quizá Phil lleguen, les diremos que hagan la prueba de Griess solo para satisfacer mi curiosidad antes de que pasemos a alguna otra cosa. Apuesto a que será negativa, pero no es destructiva, así que no se pierde nada.

Es un procedimiento sencillo y rápido que utiliza un papel fotográfico desensibilizado tratado con una solución de ácido sulfanílico, agua destilada y alfanaftol en metanol. Si el papel se apoya en las zonas de las prendas en estudio y luego se expone al vapor, cualquier residuo de nitrato se vuelve naranja.

—Por supuesto, haremos un análisis mediante microscopio electrónico de barrido —añado—. Pero tal como van las cosas lo mejor es hacer más de una prueba, dado que, poco a poco, pero inevitablemente, el plomo, que es muy tóxico para el entorno, va a ir desapareciendo de la munición, y la mayoría de estas pruebas se basan en el plomo. Por lo tanto, necesitamos investigar en busca de zinc y compuestos de aluminio, además de varios estabilizadores y plastificantes que se añaden a la pólvora durante la fabricación. Por lo menos aquí en Estados Unidos. No tanto en combate, donde contaminar el medio ambiente con metales pesados está considerado una buena idea, dado que el objetivo es crear bombas sucias, cuanto más sucias mejor.

—No es nuestro objetivo, espero.

—No, no lo es. No hacemos esas cosas.

—Nunca sé qué creer.

—Yo sí sé qué creer, al menos sobre algunas cosas. Sé lo que recibimos cuando nuestros soldados vuelven a Dover —respondo—. Sé lo que hay dentro de ellos. Y lo que no hay. Sé qué hemos fabricado nosotros y qué han fabricado otros, la insurgencia iraquí, los talibanes, los iraníes. Es una de las cosas que hacemos, análisis de materiales para descubrir quién está haciendo qué, quién lo está suministrando.

—Así que cuando oigo esas cosas sobre armas o bombas hechas en Irán…

—Es allí de donde vienen. Así es como Estados Unidos se entera. La inteligencia de nuestros muertos, lo que nos enseñan.

Dejamos aquí nuestra charla sobre la guerra, porque se trata de una guerra muy diferente la que ha matado a este hombre demasiado joven para morir. Un hombre que llevó a un viejo galgo a dar un paseo en el mundo civilizado de Cambridge y acabó bajo mi custodia.

—Han desarrollado una tecnología muy interesante en Texas que quiero que estudiemos a fondo. —Vuelvo a los residuos de arma de fuego porque es un tema mucho más seguro—. Combinan la fase de microextracción de los sólidos con la cromatografía de gases, unida a un detector de nitrógeno fosforoso.

—Es lógico que lo hayan hecho en Texas, dado que todo el mundo lleva armas gracias a una ley estatal. ¿O es que las armas de fuego se pueden deducir de los impuestos, como se hace aquí con la agricultura o la cría de ganado?

—No creo —respondo—. Pero lo que está claro es que tenemos que hacer algo similar en el CFC, porque espero una creciente presencia de munición verde en todas partes.

—Por supuesto. No contamines el ambiente mientras disparas desde un coche en movimiento.

—Lo que los científicos han encontrado en la Universidad Sam Houston puede detectar algo tan pequeño como una partícula de pólvora. De hecho no es relevante en este caso, dado que sabemos que este hombre tiene metal en el cuerpo, casi a un nivel microscópico, pero en abundancia. En cualquier caso, de forma preliminar, Marino ha tenido que utilizar su equipo de detección de residuos de pólvora por lo menos en las manos, porque este tipo iba armado.

—Sé que lo hizo antes de tomarle las huellas dactilares —dice Anne—. Debido al arma, aunque no había ninguna señal de que hubiese sido disparada, pero vi que estaba haciendo las pruebas en las manos cuando entré un momento en ID.

—Pero no en la herida, porque la descubriste después. No se tomaron muestras.

—No hice nada. Ni lo hubiese hecho. No es mi departamento.

—Yo me ocuparé cuando le demos la vuelta —decido—. Vamos a sacar el bloque para que pueda utilizar el papel secante en las superficies abiertas de la trayectoria de la herida. Voy a utilizar la resonancia magnética como mapa y recogeré con el papel secante todo el metal que pueda, con la esperanza de que, incluso sin verlo, estemos consiguiendo algo. Sabemos que es metal. La pregunta es: ¿Qué clase de metal y a qué pertenece?

En los armarios de acero con puertas de cristal montados en la pared encuentro una caja de papel secante, mientras Anne levanta el bloque de órganos fuera del cuerpo y lo coloca en la tabla de disección.

—Ni te imaginas hasta donde alcanza el problema de las personas con metal en el cuerpo hoy en día —comenta mientras recoge los fragmentos de órganos de la cavidad torácica abierta y vacía como una taza de porcelana. Las costillas presentan un brillo mortecino a través del tejido rojo resplandeciente—. Y aquí incluyo las viejas balas del tipo no ecológico. Recibimos a esos sujetos que se presentan voluntarios para la investigación, después de que el hospital haya pedido voluntarios, claro, y me refiero a tipos normales, por supuesto. Todas esas personas que vienen y son tan normalitos como un día cualquiera, que no tienen nada extraño que destacar en el informe preliminar. Vale, muy bien, perfecto. Como si fuera tan normal tener una vieja bala alojada dentro de ti.

Devuelve los fragmentos del riñón izquierdo, el pulmón izquierdo y el corazón a su posición anatómica correcta en el bloque de órganos, como si estuviese armando un rompecabezas.

—Ocurre con más frecuencia de lo que crees —continúa—. Bueno, no tan a menudo como alguien como tú podría creer, dado que vemos cosas como ésas en la morgue todos los días. Y luego sigues la vieja rutina de que las balas son de plomo, como el plomo no es magnético, no hay problema alguno en escanear a la persona. Por lo general puede tratarse de cualquiera de los psiquiatras que no tienen ni idea y parecen no recordar las veces anteriores que se han vuelto a equivocar. El plomo, el hierro, el níquel, el cobalto. Todas las balas, los perdigones, son ferromagnéticos. No importa que los llamen ecológicos, se van a mover debido al campo magnético. Eso podría ser un problema grave si alguien tiene un fragmento en el cuerpo cerca de una vena o una arteria, o un órgano. Y por supuesto mejor no pensar que algo así se ha quedado alojado en el cerebro de alguna pobre persona que recibió un disparo en la cabeza hace siglos. El Paxil, el Neurotontin o cosas parecidas de poco le van a servir para mejorar su estado de ánimo si una vieja bala se desplaza al lugar equivocado.

Lava un trozo de riñón y lo coloca en la tabla de disección.

—Tenemos que medir cuánta sangre hay en el peritoneo. —Miro el agujero en el diafragma que vi horas antes cuando seguí la trayectoria de la herida durante la tomografía—. Diría que son por lo menos trescientos mililitros, que salieron a través del diafragma lacerado, y al menos cincuenta mililitros en el pericardio, que normalmente podría sugerir un intervalo antes de la muerte debido a cuánto sangró. Pero la severidad de estas heridas es similar a la de las heridas de un estallido. No tuvo tiempo de supervivencia. Solo lo que tardaron el corazón y la respiración en detenerse. Si tuviese que utilizar el término muerte instantánea, ésta sería una buena ocasión para ello.

—Esto es poco habitual. —Anne me pasa un pequeño fragmento de riñón que está endurecido y de color marrón con una decoloración castaña y los bordes contraídos—. Quiero decir, ¿qué es esto? Parece como fijado, cocinado o algo así.

Hay más. Acerco una luz, miro el bloque de órganos, y advierto los fragmentos duros y secos del lóbulo inferior del pulmón izquierdo y el ventrículo izquierdo del corazón. Con un cucharón de acero, recojo la sangre encharcada y el hematoma fuera del mediastino, o la sección media de la cavidad torácica, y encuentro más fragmentos y pequeños, duros e irregulares coágulos de sangre. Al mirar con más atención el riñón izquierdo destrozado veo la hemorragia perirrenal y el enfisema intersticial, y más pruebas de los mismos cambios anormales en el tejido en zonas cercanas a la trayectoria de la herida, las zonas más susceptibles de dañarse por un estallido. ¿Pero qué estallido?

—Esto me recuerda al tejido que ha sido congelado, casi liofilizado —digo mientras etiqueto páginas de papel secante con la abreviatura que indica el lugar de donde proviene la muestra. LII para lóbulo inferior izquierdo, RI para riñón izquierdo y VI para ventrículo izquierdo del corazón.

Con la potente luz de una lámpara quirúrgica y la ampliación de una lente de aumento, apenas si puedo ver unas motas plateadas oscuras de lo que sea que estalló dentro de este hombre cuando fue apuñalado por la espalda. Veo fibras y otros restos que no serán discernibles hasta que los mire a través del microscopio, pero tengo esperanzas. Algo se depositó probablemente sin que lo pretendiese el autor, pruebas que podrían darme información sobre el arma y la persona que la utilizó. Pongo la campana extractora en la potencia más baja para que solo haya poco más que un cambio de aire, y comienzo a utilizar el papel secante con mucha suavidad.

Apoyo el papel estéril en la superficie de tejido fragmentado y los bordes de las heridas, y una tras otra voy dejando las hojas en el interior de la campana, donde el aire en circulación favorecerá la evaporación, el secado de la sangre sin perturbar nada que esté adherido. Recojo muestras del tejido que tiene apariencia de haber sido liofilizado y lo guardo en cajas plastificadas y también en pequeños frascos de formalina. Luego comunico a Anne que vamos a necesitar un montón de fotografías porque voy a pedirles a mis colegas que examinen las imágenes de los daños internos y del duro tejido marrón. Les preguntaré si han visto algo así antes, y mientras digo todo esto, me pregunto a quién me refiero. No a Briggs. No me atrevería a enviarle nada a él. Desde luego no a Fielding. A nadie que trabaje aquí. No me viene ninguno a la mente, excepto Benton y Lucy, cuyas opiniones no me ayudarán o poco importarán. Me toca a mí, me guste o no.

—Vamos a darle la vuelta —digo. Sin los órganos, es ligero en el torso y pesado en la cabeza.

Mido la herida de entrada, describo lo que parece y el lugar exacto donde está, y examino la trayectoria de la herida a través del bloque de órganos, encuentro todas las zonas que fueron perforadas por lo que ahora estoy segura de que fue una hoja estrecha con doble filo en un canto de la hoja y filo único en el otro.

—Si miras la herida, ves con claridad los dos bordes agudos, las esquinas del ojal hechas por dos bordes afilados —le explico a Anne.

—Lo veo. —Sus ojos muestran una expresión de duda detrás de las gafas de plástico.

—Pero, mira aquí, donde la trayectoria de la herida termina en el corazón. ¿Ves que los dos extremos de la herida son idénticos, ambos puntiagudos? —Acerco la luz y le entrego la lente de aumento.

—Un poco diferente de la herida de la espalda —opina.

—Sí. Porque cuando la hoja llegó al músculo del corazón, no penetró con tanta profundidad, solo entró la punta. Al contrario que en estas otras heridas. —Se lo muestro—. La punta penetró y fue seguida por el largo de la hoja, y como puedes ver, un extremo de la herida está un poco romo y un tanto ensanchado. Se ve sobre todo aquí, donde atravesó el riñón izquierdo y continuó entrando.

—Creo ver lo que estás diciendo.

—No es lo que esperarías de una navaja, un cuchillo de deshuesar, una daga; todos ellos tienen el canto de la hoja con dos filos, ambos lados de la hoja afilados desde la punta a la empuñadura. Esto recuerda a algo como una punta de lanza afilada por los dos lados pero después con un único filo, como he visto en algunos puñales de combate o, en particular, algo así como un cuchillo Bowie o una bayoneta, donde la punta de la hoja ha sido afilada en ambos lados para hacer más fácil la penetración en el apuñalamiento. Por lo tanto, lo que tenemos es una entrada de un centímetro; ambos extremos de la herida son agudos, con uno un poco más romo que el otro. Y el ancho se expande hasta un centímetro y medio. —Mido, y Anne lo anota en el diagrama corporal.

—Así que la hoja tiene un centímetro en la punta, y en su punto más ancho un centímetro y medio. Eso es muy estrecho, casi como un estilete —opino.

—Pero un estilete es de doble filo a lo largo de toda la hoja.

—¿Algo casero? ¿Una hoja que inyecta algo que explota?

—Sin causar una herida termal, sin causar quemaduras. De hecho, lo que vemos es más consistente con la congelación, en la que el tejido se nota duro y está descolorido —le recuerdo mientras mido la distancia desde la herida en la espalda del hombre hasta lo alto de la cabeza—. Sesenta y cinco centímetros, y cinco centímetros a la izquierda de la columna vertebral. La dirección es hacia arriba y anterior, con un extenso enfisema subcutáneo y de tejido a lo largo de la trayectoria, que perfora el proceso transverso en la duodécima costilla izquierda paraespinal. Perfora el músculo paraespinal, la grasa perirrenal, la glándula adrenal izquierda, el riñón izquierdo, el diafragma, el pulmón izquierdo, el pericardio y termina en el corazón.

—¿Qué longitud debe tener la hoja para conseguir perforar todo eso?

—Por lo menos doce centímetros.

Ella enchufa la sierra de autopsias, y volvemos a poner el cuerpo boca arriba. Coloco un reposacabezas debajo de la nuca y corto el cuero cabelludo de oreja a oreja, siguiendo la línea del pelo de forma tal que después no se vean las suturas. La parte superior del cráneo es blanca como un huevo cuando tiro hacia atrás el cuero cabelludo y le bajo la cara como un calcetín; como algo triste, las facciones se arrugan como si estuviese llorando.