13

Vuelvo a la mesa de Fielding y me siento de nuevo en su silla mientras toco algo pegajoso y delgado en uno de los bolsillos de su bata. Saco un cuadrado de plástico transparente delgado como un papel.

—El CFC no necesitaba causar una primera mala impresión en los federales, pero estoy seguro de que tú lo solucionarás —dice Benton como si lamentase lo que acaba de preguntarme, como si le doliese haberme confrontado con la línea del deber.

Huelo lo que Fielding debía haber quitado de un parche analgésico con aroma de eucalipto, y pienso resentida: «Sí, por supuesto, los federales. Me alegra que pueda cambiar lo que los malditos federales puedan pensar de mí».

—No quiero que te sientas negativa por todo lo que pasa aquí, por todo lo que te has encontrado —continúa Benton—. No serviría de nada si lo estás. Hay mucho de lo que ocuparse, pero lo conseguiremos. Sé que lo haremos. Lamento que nuestra conversación haya tenido que moverse en ciertas direcciones. En serio, lamento que tuviésemos que entrar en todo eso.

—Hablemos de Douglas y David. —Le recuerdo los nombres que ha citado unos momentos antes—. ¿Quiénes son?

—No tengo dudas de que resistirás y harás que este lugar funcione, que sea todo lo que se pretendía, que sea estelar y único en su clase. Mejor de lo que tienen en Australia, en Suiza, incluso en cualquier otro lugar donde lo hayan hecho primero, incluido Dover, ¿correcto? Tengo la más absoluta y plena confianza en ti, Kay. No quiero que lo olvides nunca.

Cuanto más me asegura Benton su confianza, menos me la creo.

—Las fuerzas de la ley te respetan, los militares también —añade. Eso aún me lo creo menos.

Si fuese verdad, no tendría que decirlo. ¿Qué más da?, pienso luego con una hostilidad que parece venir de la nada. No necesito caerles bien a las personas, o que me respeten. No es un concurso de popularidad. ¿No es eso lo que Briggs siempre dice? «No es un concurso de popularidad, coronel», o si está siendo más personal: «No es un concurso de popularidad, Kay», y sonríe con ironía, con un brillo acerado de picardía en sus ojos. Le importa una mierda si cae bien a alguien, y de hecho disfruta con no caerles bien a las personas. Voy a comenzar a hacer lo mismo. Al demonio con todos. Sé lo que necesito hacer: algo. Haré algo. Oh, sí, lo voy a hacer. ¿Se han creído que volvería a casa para encontrarme con esto y aceptarlo, que no iba a hacer nada al respecto, que iba a dejar que se salieran con la suya? No. Diablos, por supuesto que no. Eso no va a ocurrir. Cualquiera que piense eso está muy claro que no me conoce.

—¿Quiénes son Douglas y David? —pregunto de nuevo, y sueno irritada.

—Douglas Burke y David McMaster —responde Benton.

—No los conozco. ¿Qué significan para ti? —Ahora soy yo quien hace el interrogatorio.

—Delegación del FBI en Boston. Seguridad Interior Metropolitana de Boston. No has conocido a los agentes locales, no a los importantes, pero lo harás. Incluido a los guardacostas. Voy a ayudarte a conocer a todos los de por aquí, si me lo permites. Por una vez podría ser útil. He echado de menos ser útil para ti. Sé que estás alterada.

—No estoy alterada.

—Tienes el rostro enrojecido. Se te ve alterada. No pretendía alterarte. Lamento haberlo hecho. Pero es algo que necesitaba saber por varias razones.

—¿Ya estás satisfecho?

—Es difícil saber dónde quedas tú en todo esto y quién eres dentro del conjunto —dice mientras sujeto el delgado trozo de plástico, un cuadrado que tiene el tamaño de un paquete de cigarrillos.

Lo levanto a la luz y veo las grandes huellas digitales de Fielding en el papel transparente y otras más pequeñas que deben de ser mías. Fielding está siempre haciéndose esguinces, siempre dolorido, sobre todo cuando abusa de los esteroides anabólicos. Cuando vuelve de nuevo a sus viejos malos hábitos huele como una maldita pastilla de mentol.

—¿Qué tiene que ver la Seguridad Interior, la guardia costera con lo que estamos hablando? —Abro los cajones de la mesa, busco Nuprin, Motrin o parches Bengay, bálsamo de Tigre, cualquier cosa que pueda confirmar lo que sospecho.

—El cadáver de Wally Jamison fue encontrado por los guardacostas en la bahía, en el CSI, el Comando de Soporte Integrado. Allí mismo, debajo de sus narices. Creo que era intencionado —responde Benton mientras me mira.

—Puede que la única intención fuese aprovechar que ese muelle está desierto al anochecer. Es uno de los pocos muelles de la zona donde puedes entrar con coche. Conozco bien la zona. Y tú también. La conocemos perfectamente. Y es muy probable que algunas de las personas que trabajan allí nos reconozcan, después de caminar por allí tantas veces, al lado mismo de donde nos alojamos de Pascuas a Ramos cuando podemos alejarnos para estar a solas y ser educados el uno con el otro. —Sueno sarcástica y malvada.

—Solo puede entrar personal autorizado. ¿Puedo preguntar qué estás buscando? Estoy seguro de que es algo que está a plena vista.

—Es mi despacho. Todo este lugar es mi despacho. Buscaré lo que me salga de las narices. Esté a la vista o no. —Tengo el pulso disparado y me siento agitada.

—El muelle no está abierto al público. No puede entrar cualquiera con un coche —dice Benton observándome con atención, preocupado—. Nunca pretendí alterarte tanto.

—Caminamos por allí a todas horas y nadie nos pidió identificación. No estaban allí con metralletas. Es una zona turística. —Me siento con ganas de discutir y pelear, y no quiero hacerlo.

—El Comando de Soporte Integrado no es una zona turística. Hay una reja vigilada por la que tienes que pasar para entrar en el muelle —dice Benton con mucha calma, muy razonable, y continúa mirando su iPhone. Lo mira y después me mira a mí, una y otra vez, leyéndonos a los dos.

—Lo echo de menos. Vayamos a pasar unos días allí en cuanto podamos. —Intento mostrarme agradable pero me siento horrible—. Solo nosotros dos.

—Sí. Lo haremos. Pronto —dice Benton—. Hablaremos y lo pondremos todo en orden.

Me lo imagino con una sorprendente claridad, nuestra habitación favorita, que se introduce por encima de la superficie del agua, como un dedo, en el hotel Fairmont, en Battery Wharf, al lado mismo del CSI de los guardacostas. Veo la agitada agua verde oscura de la bahía y la oigo golpeando contra los pilotes como si estuviese allí. Oigo el crujido de los muelles, el tintineo de los aparejos contra los mástiles, los tonos bajos de las sirenas que los grandes barcos hacen sonar, como si todo eso fuera audible dentro del despacho de Fielding.

—Sin teléfonos, iremos a caminar y pediremos que nos sirvan la comida en la habitación, y miraremos los barcos, los remolcadores, los buques-tanque desde nuestra ventana. Me encantaría. ¿A ti no? —Pero no sueno agradable mientras lo digo. Sueno furiosa.

—Lo haremos este fin de semana. Si podemos —dice él mientras lee algo en su iPhone, cambiando la pantalla con el pulgar.

Aparto mi taza de café y la esquina de la mesa parece redondeada, no cuadrada. Demasiada cafeína y mi corazón late con fuerza. Me siento con la cabeza un tanto perdida y nerviosa.

—Detesto cuando miras tu teléfono continuamente —protesto sin poder contenerme—. Sabes lo mucho que lo detesto cuando estamos hablando.

—No lo puedo evitar ahora mismo —responde mi marido sin apartar la mirada de la pantalla.

—Sales de la 93, vas por Comercial Street y estás allí mismo. —Vuelvo a discutir—. Una buena manera de librarse de un cadáver. Vas allí en coche y lo arrojas a la bahía. Desnudo, así que cualquier prueba de rastros que pudiera haber del maletero del coche, por ejemplo, acabará lavada. —Cierro el cajón de abajo y me suena extraño a mí misma mientras murmuro distraída—: No hay parches analgésicos. Tampoco veo ninguno en los cajones de mi mesa. Solo chicles. Nunca he masticado chicles. Bueno, cuando era pequeña. Chicles globo en la noche de Halloween, con el envoltorio amarillo retorcido en las puntas.

Lo veo. Lo huelo. Se me hace la boca agua.

—Te confesaré un secreto que nunca le he dicho a nadie. Los reciclaba. Los masticaba y después los volvía a envolver. Durante días hasta que ya no tenían sabor.

Tengo la boca llena de saliva, y trago varias veces.

—Dejé de masticar chicle cuando dejé de ir a pedir caramelos. Verás, tú me has recordado lo de ir a pedir caramelos, algo que no había pensado en muchos años. No puedo creer que acabe de aparecer sin más en mi cabeza. Algunas veces me olvido de que alguna vez fui niña. Joven, estúpida y confiada.

Mis manos se sacuden.

—Si no te lo puedes permitir, mejor no tenerlo, así que dejé de masticar chicles.

Estoy temblando.

—Es mejor no aparentar que te has criado en la clase baja, sobre todo si has crecido en la clase baja. ¿Cuándo me has visto masticar chicles? No lo hago. Es de clase baja.

—No hay nada en ti que sea de clase baja. —Benton me observa con cuidado, alerta, y veo lo que hay en sus ojos. Le asusto.

Pero no puedo detenerme.

—He trabajado muy duro en la vida para no parecer de clase baja. Tú no me conocías cuando empecé y no tenía ni idea de cómo eran de verdad las personas, las personas que tienen un poder absoluto sobre ti, personas que en realidad respetas, y que son capaces de atraerte a hacer algo que tendrá como consecuencia que nunca volverás a sentirte de la misma manera contigo misma. Y entonces lo entierras como si enterrases aquel corazón latente debajo de las tablas del suelo, en el cuento de Edgard Alan Poe, pero tú siempre sabes que está allí. Y no puedes decírselo a nadie. Incluso cuando no te deja dormir por la noche. Ni siquiera puedes decirle a la persona más cercana que hay un corazón helado y muerto debajo de las tablas del suelo, y que es culpa tuya que esté ahí.

—Por Dios, Kay.

—Es extraño que todo lo que amamos parece estar muy cerca de algo odioso y muerto —lo digo porque es lo que me pasa por la cabeza—. Bueno, no todo.

—¿Estás bien?

—Estoy bien. Solo estresada, ¿y quién demonios no lo estaría? Nuestra casa está a un tiro de piedra de Norton’s Woods, donde alguien fue asesinado ayer, y quizás estuvo en la Courtauld al mismo tiempo en que Lucy y yo fuimos allí el verano antes del 11-S, que, por cierto, cree que fue causado por nosotros. Liam Saltz también estaba allí, en Courtauld. Era uno de los conferenciantes. Yo no lo conocía entonces, pero Lucy lo tiene en CD. No recuerdo de qué habló.

—Me intriga saber por qué le mencionas.

—Un vínculo con una página que Jack estaba mirando por alguna razón.

Benton no dice nada, y no aparta la mirada de mí.

—Tú y yo vamos a The Bisquik cuando estoy en casa los fines de semana, quizás hemos estado allí al mismo tiempo que Johnny Donahue y su amiga del MIT —continúo, y no puedo mantenerme a la par con mis pensamientos—. Nos encanta Salem, los aceites y las velas que venden en las tiendas, las mismas tiendas que venden clavos de hierro, huesos del diablo. Nuestro refugio favorito en Boston está junto al lugar donde encontraron el cadáver de Wally Jamison, a la mañana siguiente de Halloween. ¿Alguien nos está vigilando? ¿Alguien sabe todo lo que hacemos? ¿Qué estaba haciendo Jack en Salem la noche de Halloween?

—El cuerpo de Wally llegó allí en una embarcación, no por el muelle —señala Benton, y no sé dónde ha conseguido esa información.

—Todas esas cosas en común. Cualquiera creería que vivimos en un pueblucho.

—No tienes buen aspecto.

—Aseguras que fue en una embarcación. Tengo la sensación de que voy a tener un golpe de calor. —Me toco la mejilla, aprieto la mano contra ella—. Señor. Lo que me faltaba. Tengo tantas cosas pendientes.

—Más relevante es el hecho de que alguien arrojó el cadáver con toda intención donde los barcos están anclados con guardias a bordo. —Benton observa cada uno de mis movimientos—. A partir del alba, el personal de servicio y otros llegan al trabajo y el muelle es un aparcamiento. Todas estas personas bajan de sus coches y ven un cuerpo mutilado flotando en el agua. Es descarado. Matar a un niño en su propio patio, mientras sus padres están en el interior de la casa, es descarado. Matar a alguien el domingo de la Super Bowl en Norton’s Woods mientras se celebra la boda de un VIP es descarado. Hacer todo esto en nuestro propio barrio es descarado.

—Primero sabes que es un barco. Luego sabes que era un casamiento VIP, no una boda sin más, sino una VIP. —No pregunto sino que afirmo. Él no lo diría si no lo supiese—. ¿Por qué estaba Jack en Salem? ¿Qué hacía allí? Ni siquiera puedes conseguir una habitación de hotel en Salem durante la noche de Halloween. No puedes ni ir en coche, hay demasiadas personas.

—¿Estás segura de que te sientes bien?

—¿Crees que esto es personal? —pregunto, mientras me obsesiono por lo pequeño que es el mundo—. Vengo a casa y ésta es mi bienvenida. Ver que me echan toda esta crueldad, muerte, engaño y traición a la cara.

—Hasta cierto punto, lo es —dice Benton.

—Bueno, gracias por decírmelo.

—He dicho hasta cierto punto. No todo.

—Dijiste que crees que es personal. Quiero saber hasta qué punto es personal.

—Intenta calmarte. Respira poco a poco. —Intenta cogerme la mano, y no dejo que me toque—. Poco a poco, poco a poco, Kay.

Me aparto, y él devuelve la mano a su regazo, al iPhone que destella rojo continuamente mientras llegan los mensajes. No quiero que me toque. Es como si no tuviese piel.

—¿Hay algo de comer en este lugar? Puedo llamar para que nos traigan algo —dice Benton—. Quizá sea un bajón de azúcar. ¿Cuándo comiste por última vez?

—No. Ahora mismo no podría. Estaré bien. ¿Por qué dijiste VIP? —Me oigo a mí misma preguntar.

Él mira su teléfono de nuevo, la pequeña luz roja destella para avisar de los mensajes.

—Anne —me dice, mientras lee lo que acaba de llegar—. Viene de camino, estará aquí en unos minutos.

—¿Qué más? Puedo descargar el escáner aquí mismo, echar una ojeada.

—No lo envió. Intentó llamarte. Es obvio que tú no estabas en tu mesa. Había agentes secretos en la boda. Protegían a un VIP, pero es obvio que no era él quien lo necesitaba —dice Benton—. Nadie se preocupó del que sí necesitaba protección. Nosotros no sabíamos que él iba a estar allí.

Respiro hondo una vez más, e intento diagnosticar un ataque cardíaco, como si fuese a tener uno.

—¿Los agentes vieron qué pasó? —Mount Auburn es el hospital más cercano. No quiero ir a un hospital.

—Los que estaban apostados junto a las puertas exteriores no le miraban y no lo vieron. Vieron a la gente correr a su alrededor cuando cayó. No había ninguna razón para que fuese de su interés, y los agentes mantuvieron sus puestos. Tenían que hacerlo. Por si acaso se trataba de una maniobra de distracción. Siempre mantienes tu puesto cuando estás haciendo una escolta; con raras excepciones, no te distraes.

Me centro en el malestar en el centro de mi pecho y mi respiración entrecortada. Estoy sudando y noto que se me va la cabeza, pero no siento dolor en los brazos. Ni tampoco en la espalda. Ningún dolor en la mandíbula. Ningún dolor radial, y los ataques cardíacos no alteran el pensamiento. Me miro las manos. Las sostengo delante de mí como si pudiese ver lo que pasa en ellas.

—¿Cuándo viste a Jack la semana pasada, olía a mentol? —pregunto, y luego digo—: ¿Dónde está? ¿Se puede saber qué ha hecho?

—¿Qué pasa con el mentol?

—Parches de Nutril extrafuertes, parches Bengay, algo así. —Me levanto de la mesa de Fielding—. Si los llevaba continuamente y apestaba a eucalipto, a mentol, por lo general es una indicación de que estaba abusando físicamente de sí mismo, se estaba destrozando a sí mismo en el gimnasio, en los torneos de taekwondo, tiene dolores musculares crónicos y agudos en las articulaciones. Esteroides. Cuando Jack toma esteroides, bueno… Siempre ha sido el preludio de otras cosas.

—Basándome en lo que vi la semana pasada, estaba tomando algo.

Ya me estoy quitando la chaqueta de laboratorio de Fielding. La pliego en un cuadrado y la dejo encima de su mesa.

—¿Hay un lugar donde puedas acostarte? —pregunta Benton—. Creo que deberías acostarte. La sala de guardia en la planta baja. Hay una cama. No puedo llevarte a casa. No puedes ir allí ahora. No quiero que salgas de este edificio, no sin mí.

—No necesito acostarme. Acostarme no me ayudaría. Empeoraría las cosas. —Entró en el baño de Fielding y cojo una bolsa de basura de la caja debajo del lavabo.

Benton está de pie, mira lo que hago, me observa mientras guardo la bata de laboratorio doblada dentro de la bolsa de basura y vuelvo al baño. Me lavo las manos y el rostro con jabón y agua caliente. Me lavo todas las partes de la piel que pudieron haber entrado en contacto con la película de plástico que encontré en el bolsillo de la bata de laboratorio de Fielding.

—Drogas —anuncio cuando me vuelvo a sentar.

Benton vuelve a su silla, tenso, como si fuese a levantarse de un salto.

—Algo subcutáneo que desde luego no es Nutril ni Motril. No sé qué es, pero lo descubriré —le hago saber.

—El trozo de plástico que tocabas.

—A menos que tú envenenases mi café.

—Quizás un parche de nicotina.

—Tú no me envenenarías, ¿verdad? Si no quieres seguir casado hay soluciones más sencillas.

—¿Pero por qué tomaría nicotina? A menos que fuese como estimulante. Supongo que sí. Algo por el estilo.

—No es nada por el estilo. Yo solía utilizar parches de nicotina y nunca me sentí de esta manera, ni siquiera cuando encendía un cigarrillo con un parche de veintiún miligramos puesto. Una auténtica adicta. Así era yo. Pero nada de drogas, no lo que pueda ser esto. ¿Qué ha hecho?

Benton mira la taza de café. Sigue con el dedo sobre el escudo del AFME en la cerámica negra. Su silencio confirma lo que sospecho. Cualquier cosa en la que Fielding está involucrado, tiene relación con todo lo demás: conmigo, con Benton, con Briggs, con un jugador de fútbol muerto, con un niño pequeño, con un hombre en Norton’s Woods, con los soldados muertos de Gran Bretaña y Worchester. Como aviones iluminados por la noche, conectados a una torre, conectados en un esquema, que en algún momento parecen estar inmóviles en el aire oscuro, pero que han estado en alguna parte y van a alguna otra, fuerzas individuales que son parte de algo más grande, algo inmensamente grande.

—Necesitas confiar en mí —dice Benton en voz baja.

—¿Briggs ha estado en contacto contigo?

—Están ocurriendo cosas desde hace tiempo. ¿Estás bien? No quiero marcharme sin asegurarme de que estás bien.

—Es para esto para lo que fui preparada, para lo que hice tantos sacrificios. —Decido aceptarlos. La aceptación hace que me resulte más fácil saber qué hacer—. Seis meses de estar lejos de ti, de estar lejos de todos, de renunciar a todo para poder volver a casa, a algo que estaba pasando desde hace un tiempo. Una agenda.

Casi añado «como al principio», cuando apenas era una patóloga forense y era demasiado ingenua para tener una pista sobre lo que estaba sucediendo. Cuando era rápida en saludar a la autoridad, y peor, confiar en ella, y mucho peor aún, respetarla, e incluso peor que eso, admirarla, y lo peor de todo, admirar tanto a John Briggs. Yo hubiese hecho cualquier cosa que él me hubiera pedido, absolutamente todo. En cierto modo me las he apañado para acabar en la misma situación. Lo mismo de nuevo. Una agenda. Mentiras y más mentiras, y personas inocentes que son desechables. Crímenes que se cometen con una frialdad como nunca he visto. Joanne Rule y Noonie Pieste están gráficamente en mi mente, más reales que nunca.

Las veo en las viejas camillas con manchas de óxido en las soldaduras y ruedas que se enganchan, y recuerdo mis pies enganchándose mientras camino a través de un viejo suelo de piedra blanca, que era imposible mantener limpio. Siempre había sangre en la morgue de Ciudad del Cabo, con cuerpos amontonados por todas partes, y las semanas que estuve allí vi casos tan extremos en su aspecto grotesco, como el continente es extremo en su magnífica belleza. Personas arrolladas por trenes, arrolladas en la autopista, y muertes domésticas, por drogas en las chabolas, y un ataque de un tiburón en False Bay, y un turista que murió de una caída en Table Mountain.

Tengo la idea irracional de que si bajo las escaleras y entro en mi frigorífico, los cuerpos de las dos mujeres asesinadas me estarán esperando de la misma manera que lo estaban aquella mañana de diciembre después de haber volado diecinueve horas en un pequeño asiento supletorio para llegar hasta ellas. Solo que ya habían sido examinadas en el momento en que yo me presenté, y hubiese sido así aunque hubiese volado en el Concorde a velocidad Mach II, o estado a tan solo unas manzanas de distancia de ellas cuando fueron asesinadas. No me fue posible llegar lo bastante rápido. Sus cuerpos podrían haber estado en un plató cinematográfico, de tan bien que estaba preparada la escena. Jóvenes inocentes asesinadas para beneficio de una noticia, para beneficio del poder, la influencia y los votos, y yo no pude evitarlo.

No solo no pude detenerlo, ayudé a que sucediese, porque hice posible que sucediese, y vuelvo a recordar lo que la madre del soldado Gabriel dijo sobre los crímenes racistas y ser recompensados por ellos. Mi despacho en Dover está al lado mismo de la sala de mando de Briggs. Recuerdo que alguien pasó por delante de mi puerta cerrada varias veces cuando hablaba con ella. El que fuese se detuvo al menos dos veces. Se me pasó por la cabeza en aquel momento que alguien estaba esperando para entrar, pero que podía oír a través de la puerta que yo estaba al teléfono y no quería interrumpir. La respuesta más obvia es que alguien estaba escuchando. Briggs ha comenzado algo, o alguien aliado con él lo ha hecho, y Benton tiene razón, llevaba en marcha desde hacía tiempo.

—Entonces estos últimos seis meses no han sido más que una maniobra política. Qué triste. Qué vulgar. Qué desilusión. —Mi voz es firme, y suena del todo calmada, de la manera como lo hago antes de hacer algo.

—¿Estás bien? Porque deberíamos ir abajo si estás bien. Anne está allí. Debemos hablar con ella y luego yo tengo que marcharme. —Benton se ha levantado y está cerca de la puerta, me espera con el teléfono en la mano.

—Deja que adivine. Briggs se aseguró de que yo obtuviese este cargo para mantenerlo abierto a quien él tuviera de verdad en mente —digo, y mi corazón ha contenido la alteración de los latidos, mis nervios están más firmes, como si estuviesen funcionando de nuevo con normalidad—. Querían que mantuviese la silla caliente. ¿O fui la excusa para que construyesen este lugar, para conseguir al MIT, para conseguir a Harvard, para subirlos a todos al barco, para justificar treinta millones en asignaciones?

Benton lee algo más mientras los mensajes vienen del aire, uno tras otro.

—Se podría haber evitado muchísimos problemas —opino mientras me levanto de la mesa.

—Tú no vas a renunciar —dice Benton, que lee algo que alguien le acaba de enviar—. No les des esa satisfacción.

—Ellos. Entonces hay más de uno.

Él no me responde mientras teclea con los pulgares.

—Bueno, siempre ha habido más de uno. Tú escoges —digo mientras salimos juntos.

—Si renuncias, les darás lo que ellos quieren. —Lee y va pasando el texto en la pantalla.

—Las personas así no saben lo que quieren. —Cierro la puerta de Fielding y me aseguro de que esté cerrada con llave—. Solo creen que lo saben.

Comenzamos nuestro descenso de mi edificio con forma de bala, que en las noches oscuras y los días nublados tiene el color del plomo.

Le cuento a Benton lo de las marcas de escritura en el bloc de notas cuando bajamos en un ascensor que yo misma he buscado y elegido porque reduce el consumo de energía en un cincuenta por ciento.

—No puede ser una coincidencia que Fielding estuviese interesado en una importante conferencia que el doctor Liam Saltz acababa de dar en Whitehall —digo, mientras los números cambian en la pantalla digital, y bajamos de piso en piso en el suave resplandor de los lámparas Led, en mi máquina ecológica que, por lo que he oído, nadie de los que trabajan aquí saben apreciar en lo más mínimo. La mayoría se queja porque es lenta.

—Él está en un extremo, y la DARPA desde luego en el otro. Ninguno de ellos tiene siempre toda la razón, eso seguro. —Describo al doctor Saltz como un científico informático, ingeniero, filósofo, teólogo, cuyo deporte, cuyo arte, a todas luces no es la guerra. Detesta las guerras y aquéllos que las hacen.

—Lo sé todo sobre él y su arte. —Benton no lo dice de una forma positiva cuando nos detenemos con suavidad y las puertas de acero se abren casi sin sonido—. Desde luego lo recuerdo de aquella vez en la CNN, cuando tú y yo discutimos por culpa de él.

—No recuerdo haber tenido una discusión. —Nos encontramos de nuevo en la zona de recepción, donde Ron está muy alerta detrás de su mampara de vidrio, tal como lo dejamos hace horas.

En las pantallas de vídeo divididas veo los coches aparcados en el estacionamiento detrás del edificio. Todoterrenos que no están cubiertos de nieve y que tienen los faros encendidos. Policías o agentes secretos, y recuerdo las ventanas iluminadas de los edificios del MIT que se alzan por encima de la cerca del CFC, recuerdo haberlo advertido en el momento en que Benton nos traía aquí, y ahora sé la razón. El CFC ha estado sometido a vigilancia, y ahora el FBI y la policía no están haciendo ningún esfuerzo por disimular su presencia. Tengo la sensación como si el CFC estuviese sitiado.

Desde que salí de Port Mortuary en Dover he estado siempre acompañada o encerrada en un edificio seguro, y la razón no es lo que parecía, al menos no la única razón. Nadie estaba intentando que volviese a casa lo más rápido posible porque un cuerpo sangraba en el interior del frigorífico. Era una prioridad, pero desde luego no la única, y quizá ni siquiera la más importante. Algunas personas lo han utilizado como una excusa para escoltarme, alguna persona, como mi sobrina, que iba armada y jugaba a guardaespaldas, y no puedo creer que Benton no estuviese involucrado en esa decisión, no importa lo que hizo o lo que no sabía en ese momento.

—Quizá recuerdes que intentaba ligar contigo —dice Benton mientras caminamos por el pasillo gris.

—Pareces creer que me acuesto con todos.

—No con todos —dice.

Sonrío. Casi me río.

—Te sientes mejor —comenta, y me toca el brazo con ternura mientras camina conmigo.

Sea lo que sea lo que se ha introducido en mi cuerpo, ya ha pasado. Desearía que no fuese esta hora de la mañana. Desearía que alguien estuviese en el laboratorio de pruebas para que pudiésemos echar una ojeada a la película de plástico a la que estuve expuesta, intentar primero con un escaneo del microscopio electrónico, luego la transformación infrarroja de Mourier o cualquier otro detector para descubrir qué hay en los parches analgésicos de Fielding. Nunca he tomado esteroides anabólicos y no sé de primera mano qué se siente, pero no puedo imaginar que fue lo que sentí arriba. No tan rápido.

Cocaína, metanfetamina cristalizada, LSD, cualquier cosa de ésas se ha podido meter en mi sistema de forma instantánea y subcutánea, aunque espero que no haya sido nada de eso. De todas formas, ¿cómo podría yo saber qué se siente? No es un opiáceo como el fentanilo, el narcótico más común que se aplica con los parches. Un analgésico fuerte como el fentanilo no hubiese hecho que reaccionara de la manera que lo hice, pero una vez más, no estoy segura. Nunca he utilizado fentanilo. Todo el mundo reacciona de forma diferente a las medicaciones, y las sustancias incontroladas pueden estar contaminadas con impurezas y tener dosis variables.

—De verdad. Vuelves a parecer tú misma. —Benton me toca de nuevo—. ¿Cómo te sientes? ¿Seguro que estás bien?

—Ya ha pasado, fuese lo que fuese. No me encargaría del caso si no me sintiese bien, si estuviese disminuida en lo más mínimo —le respondo—. Supongo que vienes a la sala de autopsias. —Dado que vamos hacia allí.

—Solo un trago. Correcto. —Vuelve a lo de Liam Saltz—. Se cruzó contigo en la CNN y te invitó a una copa con él a medianoche. No es que eso sea muy normal.

—No estoy segura de cómo interpretarlo. Pero no me siento halagada.

—Su reputación con las mujeres está a la par con la de ciertos políticos que permanecerán anónimos. ¿Cuál es la palabra de moda estos días? Una adicción sexual.

—Bueno, si es que vas a tener una.

Pasamos por delante de la sala de rayos X. La puerta está cerrada, la luz roja apagada porque no se está utilizando el escáner. El nivel inferior está vacío y silencioso, y me pregunto dónde está Marino. Quizás está con Anne.

—¿Desde entonces ha tenido algún contacto contigo? ¿Cuándo fue aquello, hace unos dos años? —pregunta Benton—. ¿O quizá ha tenido contacto con alguno de tus colegas en el Walter Reed o en Dover?

—Conmigo no. No sé con los demás, excepto que nadie relacionado con las Fuerzas Armadas es partidario del doctor Saltz. No se le considera un patriota, algo que en realidad no es justo, si analizas lo que dice de verdad.

—El problema es que nadie parece comprender ya lo que dice nadie. Las personas no escuchan. Saltz no es comunista. No es terrorista. No ha cometido traición. Solo que no sabe cómo controlar su entusiasmo y poner freno a su bocaza. Pero no es de interés para el Gobierno. Bueno, no lo era.

—De pronto lo es. —Supongo que es eso lo que Benton me dirá a continuación.

—No estaba en Whitehall ayer. Ni siquiera estaba en Londres. —Benton espera hasta ahora para informarme de esto cuando hacemos una pausa delante de las puertas de acero cerradas de la sala de autopsias—. No creo que hayas encontrado esa parte en Internet cuando estabas intentando encontrarle algún sentido a las marcas de la escritura de Jack —añade Benton en un tono que está cargado de otro significado. Un rastro de hostilidad no dirigida a mí, sino a Fielding.

—¿Cómo sabes dónde estaba Liam Saltz? —pregunto al mismo tiempo que pienso en lo que Benton mencionó en la planta alta. Se refirió al acontecimiento en Norton’s Woods como una boda VIP y mencionó la presencia de agentes de Seguridad. Me habló de agentes secretos, aunque fue en un intervalo en el que no estaba pensando con tanta claridad como debería.

—Hizo su discurso vía satélite en una gran pantalla de vídeo. En Whitehall asistió una gran audiencia —dice Benton como si hubiese estado allí—. Tuvo una complicación, un asunto de familia, y tuvo que dejar el país.

Pienso en el hombre del otro lado de estas puertas de acero cerradas. El hombre cuyo reloj, cuando murió, quizá marcaba la hora del Reino Unido. Un hombre con un viejo robot llamado MORT dentro de su casa, el mismo robot contra el que disertamos Liam Saltz y yo, para persuadir a los que tenían el poder que no autorizasen su uso.

—¿Por eso lo buscaba Jack, miró en el RUSI, o lo que fuese que estaba mirando a primera hora de ayer por la mañana? —pregunto mientras abro la cerradura de la sala de autopsias.

—Me pregunto qué pasó, si recibió una llamada y luego lo buscó, o quizá sabía que estaba en Cambridge por alguna razón —responde Benton—. Me pregunto un montón de cosas que con un poco de suerte no tardarán en ser respondidas. Lo que sé es que el doctor Saltz estaba aquí para la boda. La hija de su actual esposa, cuyo padre biológico se suponía que debía acompañarla al altar y luego enfermó de gripe.

—Te envié un mensaje de texto —me dice Anne, vestida de azul mientras trabaja en el ordenador que está en un cubículo de acero inoxidable a prueba de agua, con el teclado sellado y a una altura adecuada para poder escribir de pie. Detrás de ella está la mesa de autopsias del puesto número uno, que ahora se ve limpio y brillante, con el hombre de Norton’s Woods.

—Lo siento —le contesto distraída con el pensamiento puesto en Liam Saltz, y me preocupa cuál podría ser su vinculación con el hombre muerto, más allá de los robots, en particular del MORT—. Mi teléfono está en mi oficina y no estaba allí —le digo a Anne. Luego le pregunto a Benton—: ¿Tiene más hijos?

—Se aloja en el Charles Hotel —contesta Benton—. Alguien va de camino para hablar con él. Pero para responder a tu pregunta, sí, tiene más. Tiene varios hijos e hijastros de múltiples matrimonios.

—Quiero que sepas que no me sentí muy cómoda cuando te envié los escáneres por e-mail —me dice Anne—. No sé a qué nos enfrentamos y me pareció mejor actuar sobre seguro. Si vas a estar por aquí, tienes que cubrirte. —Eso se lo dice a Benton—. No tengo ni idea de a lo que ha estado expuesto éste, pero no ha disparado ninguna alarma. Al menos no es radiactivo. Lo que sea que lo mató no lo es, gracias a Dios.

—Supongo que todo estuvo tranquilo en el hospital. Ningún incidente —le dice Benton—. No me quedo.

—Seguridad nos escoltó al entrar y al salir, y no vimos a nadie más; en cualquier caso, ningún paciente ni nadie del personal.

—¿Has encontrado algo? —le pregunto.

—Rastros de metal. —Las manos enguantadas de Anne se mueven en el teclado del ordenador y clica el ratón, ambos recubiertos con una nueva capa de silicona industrial. La chapucera presencia de Fielding ha desaparecido de la sala de autopsias. Veo el agua en el fregadero del puesto uno —mi puesto— y una gran esponja, los instrumentos quirúrgicos resplandecientes bien acomodados en la tabla de disección. Veo un mocho que no estaba allí antes y una piedra de afilar en la encimera.

—Estoy asombrada —le digo mirando a mi alrededor.

—Ollie —responde, y clica el ratón—. Le llamé, vino y se encargó de todo.

—Bromeas.

—No es que no lo hayamos intentado mientras tú no estabas. Jack estuvo utilizando este espacio de trabajo, y aprendimos a mantenernos apartados.

—¿Cómo es posible que el metal no apareciese en la tomografía? —Benton mira mientras ella pasa los archivos que creó en el laboratorio de neuroimágenes, y busca las imágenes que quiere de la resonancia magnética.

—Sí, si es realmente pequeño. —Le explico cómo es posible—. Un tamaño de menos de medio milímetro. No contaba con que fuese detectado por la tomografía. Por eso quisimos descartar la posibilidad utilizando la resonancia magnética. Al parecer ha sido una buena idea.

—Pero no si hubiese estado vivo —comenta Anne, y clica en un archivo—. Las personas vivas no deben tener ningún fragmento ferromagnético, porque se girará. Se moverá. Como las virutas de metal en los ojos de los que se dedican a profesiones que los exponen a que ocurran cosas así. Quizá no lo sepan hasta que les hacen una resonancia magnética. Entonces lo saben, vaya si lo saben. O si tienen piercings corporales que no mencionan. Lo hemos visto en muchas ocasiones —le dice a Benton—. O, y eso sí que es peor, un marcapasos. El metal se desplaza y se calienta.

—¿Teorías? —le pregunto, porque no puedo imaginar un episodio o un arma que pueda crear lo que acaba de llenar la pantalla de vídeo.

—Tus opiniones son tan buena como las mías —me responde mientras estudiamos las imágenes de alta resolución del daño interno del muerto, una zona oscura distorsionada de vacíos de señal que comienzan inmediatamente después de la herida con forma de ojal y se hace cada vez menos pronunciada cuanta mayor es la penetración dentro de los órganos y las estructuras de tejido blando del pecho.

—Debido al campo magnético, aparecen incluso con lo que pueden ser partículas minúsculas. Ahí mismo —se lo señalo a Benton—. Estas zonas muy oscuras y distorsionadas donde no hay señal de penetración. Tienes todo ese montaje que se va abriendo a lo largo de la trayectoria de la herida, lo que queda de la trayectoria de la herida, porque la señal ha sido borrada por el metal. Tiene alguna especie de cuerpos extraños ferromagnéticos en su interior, no hay duda.

—¿Qué podría ser? —pregunta Benton.

—Voy a tener que recuperar una parte, analizarlo. —Pienso en lo que Lucy dijo de la termita. Podría ser ferromagnético como las balas, porque ambos compuestos metálicos tienen en común el óxido de hierro.

—¿Medio milímetro? ¿El tamaño del polvo? —Los ojos de Benton parecen distraídos por otros pensamientos.

—Un poco más grande —responde Anne.

—Más o menos del tamaño del residuo de un disparo, granos de pólvora no quemada —añado.

—Un proyectil como una bala podría reducirse a fragmentos no más grandes que los granos de la pólvora —dice Benton, y sé que está intentando vincular lo que digo con algo más. Pienso en mi sobrina y me pregunto exactamente qué le contó a Benton cuando estaban antes en su laboratorio. Pienso en el arma contra tiburones y en los nanoexplosivos, pero no hay heridas cerca, ninguna quemadura. No tendría sentido.

—No es ningún proyectil que yo haya visto —dice Anne, y yo asiento—. ¿Sabemos algo más de quién puede ser? —Se refiere al cuerpo en la mesa—. No pretendía espiar.

—Con un poco de suerte, muy pronto —contesta Benton.

—Suena como si tuvieses una idea —le dice Anne.

—Nuestra primera pista fue que apareció en Norton’s Woods al mismo tiempo en que el doctor Saltz estaba en el interior del edificio. Eso fue algo que debíamos investigar, porque hay ciertos intereses que estos dos individuos pueden compartir. —Sospecho que se refiere a los robots.

—A mí Saltz no me suena de nada —dice Anne.

—Un científico que ganó el premio Nobel, un expatriado —le explica Benton. Mientras le observo hablar con Anne, recuerdo que son colegas y amigos. Él la trata con familiaridad, con una confianza que no muestra con otras personas—. Y si él —Benton señala al muerto— sabía que el doctor Saltz venía a Cambridge, la pregunta es cómo.

—¿Sabemos si él lo sabía? —pregunto.

—Ahora mismo no lo sabemos a ciencia cierta.

—Así que el doctor Saltz estaba en la boda. Pero éste no iba vestido para una boda. —Anne señala al cadáver desnudo en la mesa—. Tenía a su perro con él. Y una pistola.

—Lo que sé hasta ahora es que la novia es la hija de otro matrimonio —dice Benton, como si ese detalle hubiese sido verificado con cuidado—. El padre de la hija, que debía acompañarla hasta el altar, enfermó. Así que ella se lo pidió a su padrastro, el doctor Saltz, en el último minuto, y él no podía estar físicamente en dos lugares a la vez. Llegó por avión a Boston el sábado e hizo su aparición en Whitehall vía satélite. Un sacrificio por su parte. La última cosa que le apetecía hacer, estoy seguro, era volver a Estados Unidos y aparecer en Cambridge.

—¿Los agentes secretos? —pregunto—. ¿Por él? ¿Si es así, por qué? Sé que tiene enemigos, ¿pero por qué el FBI le ofrecería protección a un científico civil del Reino Unido?

—Ésa es la ironía —manifiesta Benton—. La seguridad de esta boda no era por él, era por los que asistían a la boda, la mayoría de ellos del Reino Unido debido a la familia del novio. El novio es David, el hijo de Russell Brown. Ruth, la hijastra de Liam Saltz, y David fueron a la Facultad de Derecho de Harvard. Ésa es una de las razones por las que la boda se celebró aquí.

Russell Brown. El secretario de estado en la sombra, cuyo discurso acabo de leer en la página web del RUSI.

—Se presenta en un evento como ése y va armado —digo mientras me acerco a la mesa de acero—. ¿Un arma con el número de serie borrado?

—Correcto. ¿Por qué? —pregunta Benton—. ¿Para protegerse a sí mismo, o era un asaltante en potencia? ¿Para protegerse a sí mismo por una razón no relacionada con la boda y las personas que acabo de mencionar?

—Lo más posible es que estuviese involucrado en tecnologías de alto secreto —sugiero—. Una tecnología que vale muchísimo dinero —añado—. Una tecnología por la que algunas personas estarían dispuestas a matar.

—Y quizá lo hayan hecho —dice Anne con la mirada puesta en el joven muerto.

—Con un poco de suerte, pronto lo sabremos —afirma Benton.

Miro al hombre muerto, rígido boca arriba, con los dedos curvados y la posición de brazos, piernas, manos y cabeza tal como estaban antes, no importa lo mucho que lo hayan movido durante el transporte y los escáneres. El rigor mortis es completo, pero no se me resistirá mucho mientras lo examino, porque es delgado. No tiene mucha fibra muscular para que los iones de calcio quedasen atrapados después de que dejasen de funcionar los neurotransmisores. Puedo romperlo con facilidad. Puedo doblarlo a voluntad.

—Tengo que irme —me dice Benton—. Sé que deseas ocuparte de esto cuanto antes. Necesitaré tu ayuda en algo cuando puedas marcharte de aquí. Y recuerda que no debes salir sola. Asegúrate de que me llame —le pide a Anne mientras ella etiqueta los tubos de ensayo y los recipientes de especímenes—. Llámame a mí o a Marino —añade—. Avísanos con una hora de antelación.

—¿Marino está aquí contigo…? —comienzo a preguntar.

—Estamos trabajando en algo. Él ya está allí.

Ya no pregunto a qué se refiere Benton cuando dice nosotros, y él me mira una vez más, su mirada se encuentra con la mía con la intimidad de un contacto que se prolonga, y sale de la sala de autopsias. Oigo como se alejan sus pasos enérgicos por el pasillo con suelo de cerámica, luego su voz y otra voz cuando habla con alguien, quizá Ron. No entiendo ni una palabra de lo que dicen, pero el sonido es grave antes de que el silencio vuelva bruscamente. Imagino que Benton ha dejado la zona de recepción. Su presencia me sorprende en una de las pantallas de vídeo. Pillado por las cámaras de seguridad, cruza el muelle mientras se cierra la chaqueta de cuero que le regalé hace tanto tiempo que ya no recuerdo el año, solo que fue en Aspen, donde tenía una casa.

Miro en el circuito de televisión cerrado como abre la puerta lateral que está junto a la enorme puerta del muelle, y entonces otra cámara lo muestra en el exterior del edificio caminando más allá de su todoterreno verde aparcado en mi plaza. Sube a otro todoterreno oscuro y grande, con faros enormes que la nieve corta, con los limpiaparabrisas en funcionamiento, y no veo quién conduce. Miro el todoterreno en mi aparcamiento cubierto de nieve, que da marcha atrás, avanza, y se detiene en la gran reja, y finalmente se pierde de vista, en el mal tiempo a las cuatro de la madrugada, con mi marido en el asiento del pasajero, conducido por algún otro, quizá su amigo del FBI Douglas, ambos con un destino que por alguna razón a mí no me han dicho.