—Por favor, cierra la puerta. —Se me ocurre que comienzo a comportarme como Lucy—. No sé por dónde empezar, hay tantas cosas que son un problema.
Benton cierra la puerta y yo me fijo en el anillo de platino en el dedo anular izquierdo. Algunas veces todavía me sorprende que estemos casados, gran parte de nuestras vidas consumidas por cada uno, ya fuese juntos o separados, y siempre estuvimos de acuerdo en que no necesitábamos hacerlo de una manera oficial y formal, porque no éramos como las otras personas, y luego acabamos haciéndolo. La ceremonia fue breve y sencilla, no tanto una celebración sino como un juramento, porque lo sentíamos de verdad cuando dijimos hasta que la muerte nos separe. Después de las cosas que habíamos pasado, para nosotros eran más que palabras, más que el juramento de un cargo, una ordenación, o quizás un sumario de lo que ya habíamos vivido. Me pregunto si alguna vez lo lamenta. Por ejemplo, ¿ahora mismo desearía volver a lo que era? No le culparía si pensase en lo que dejó, en lo que ha echado de menos, y en que tenga tantas complicaciones por mi culpa.
Vendió la casa de su familia, una elegante mansión del siglo XIX en el Boston Common, y no puede haber amado algunos de los lugares donde vivimos o nos quedamos a causa de mi profesión y preocupaciones poco habituales, que es una caótica y costosa existencia a pesar de mis mejores intenciones. Mientras que su práctica de psicología forense ha permanecido estable, mi carrera ha sido un sube y baja en estos pasados tres años, con el cierre de una consulta privada en Charleston, Carolina del Sur, luego mi oficina en Watertown, que cerró debido a la crisis económica, y a continuación Nueva York, Washington y Dover, y ahora esto, el CFC.
—¿Qué demonios está pasando en este lugar? —le pregunto como si él lo supiese y no comprendo por qué iba a saberlo. Pero tengo la sensación de que así es o quizá solo lo deseo porque comienzo a sentir desesperación, la horrible sensación de estar cayendo y agitando los brazos en busca de algo a lo que sujetarme.
—Solo y bien fuerte. —Se sienta y desliza la taza de café más cerca—. Y nada de leche de avellanas. Aunque según me han dicho tienes una buena cantidad.
—Jack sigue sin aparecer, y supongo que nadie sabe nada de él.
—Está muy claro que no se encuentra aquí. Creo que tú estás tan segura en su despacho como él lo ha estado en el tuyo —dice Benton como si dijese más de una cosa, y advierto cómo va vestido.
Antes tenía puesto su abrigo de invierno y en la sala de rayos X llevaba una bata desechable, antes de subir al laboratorio de Lucy. De verdad no me fijé en lo que llevaba debajo de las prendas exteriores. Botas negras y pantalones negros de campaña, una camisa de franela rojo oscuro, un reloj de caucho sumergible con la esfera luminosa. Como si estuviese preparado para salir al mal tiempo o ir a un lugar donde pudiese estropearse la ropa.
—Así que Lucy te dijo que al parecer él ha estado utilizando mi oficina —digo—. No sé para qué propósito. Pero quizá tú sí.
—Nadie necesita decirme que se percibe una mentalidad de saqueo en el… ¿Cómo llama Marino a este lugar? ¿CENTCOM? O solo se refiere al sancta sanctórum, o lo que se supone que es tu despacho. Cuando no está el capitán del barco, ya sabes lo que pasa. Se levanta la bandera pirata, los locos dirigen el asilo, los borrachos atienden el bar, si me perdonas la mezcla de las metáforas.
—¿Por qué no dijiste nada?
—Yo no trabajo en el CFC ni para él. Solo soy un invitado en ocasiones —responde.
—No es una respuesta, y tú lo sabes. ¿Por qué no me protegiste?
—Tú te estás refiriendo a la manera en que crees que debería haberlo hecho —dice, porque es ridículo sugerir que él no me protegería.
—¿Qué ha estado pasando aquí? Quizá si me lo dices podría deducir qué debo hacer. —Después añado—: Sé que Lucy te ha estado poniendo al día. Sería de agradecer si alguien hiciese lo mismo conmigo. Con detalles, sin tapujos y sin ocultar nada.
—Lamento que estés furiosa. Lamento que hayas regresado a casa para encontrarte con una situación poco tranquilizadora. Tu regreso a casa tendría que haber sido alegre.
—Alegre. ¿Qué demonios es alegre?
—Una palabra, un concepto teórico. Como una revelación total. Te puedo decir lo que he visto de primera mano, lo que pasó cuando me reuní aquí en varias ocasiones. Discusiones de casos. Ha habido dos en los que he estado involucrado. —Desvía la mirada—. El primero fue el jugador de fútbol americano del BC el otoño pasado, no mucho después de que el CFC se encargase de los casos forenses de la Commonwealth.
Wally Jamison, de veinte años de edad, quarterback estrella del Boston College. Lo encontraron flotando en la bahía de Boston en la madrugada del 1 de noviembre. La causa de la muerte fue el desangramiento debido a un trauma y múltiples cortes. El caso de Tom Brooker, uno de mis otros forenses.
—Jack no se encargó de ellos —le recuerdo.
—Bueno, si se lo preguntas, quizá tengas una impresión diferente —me informa Benton—. Jack revisó el caso de Wally Jamison como si fuese suyo. El doctor Brooker no estaba presente. Eso fue la semana pasada.
—¿Por qué la semana pasada? No sé nada al respecto.
—Nuevas informaciones. Quisimos hablar con Jack y él parecía ansioso por cooperar, por ofrecer una montaña de información.
—¿Nosotros?
Benton levanta su taza de café, luego cambia de opinión y la deja de nuevo, encima de la desordenada mesa de Fielding, con todos los objetos que están alrededor.
—Creo que la actitud de Jack es que, si bien no hizo la autopsia, solo fue un tecnicismo. Había un contrato de la NFL para esa copia de Ironman que tienes como director adjunto.
—¿Copia de Ironman?
—Supongo que fue mala suerte estar fuera de la ciudad cuando Wally Jamison recibió una paliza y lo apuñalaron hasta la muerte. La suerte de Wally fue un poco peor.
Se creía que lo habían secuestrado y asesinado la noche de Halloween. No se había encontrado la escena del crimen. Ningún sospechoso. Ningún motivo o teoría viable. Solo conjeturas acerca de un rito de iniciación, de un culto satánico. Objetivo: un atleta estrella. Mantenerlo secuestrado en algún lugar clandestino y matarlo de forma salvaje. Charlas en Internet y en las noticias. Cotilleos que se han convertido en el Evangelio.
—Me importan una mierda los sentimientos de Jack, o si tenía un contrato a la vista —dice una parte dura de mí que es antigua y está llena de cicatrices, una parte de mí que está hasta las narices de Jack Fielding.
Me doy cuenta de que estoy furiosa con él. De pronto soy consciente de que en el fondo de mi poca sana relación con él hay un cabreo furibundo.
—Luego Mark Bishop, también la semana pasada. El miércoles fue el jugador. El jueves, el chico —dice Benton.
—Un chico cuyo asesinato podría estar relacionado con alguna iniciación. Una banda, un culto —señalo—. Una conjetura similar a la de Wally Jamison.
—Conjetura es la palabra operativa. ¿La conjetura de quién?
—Mía, no. —Pienso furiosa en Fielding—. No hago suposiciones, a menos que sea detrás de una puerta cerrada con alguien en quien confío. Sé muy bien que no debo comentar nada ahí afuera, porque luego la policía se lo apropia y a continuación los medios lo reproducen. Y antes de que te des cuenta, también se lo cree un jurado.
—Pautas paralelas.
—Estás vinculando a Mark Bishop con Wally Jamison. —Parece increíble—. No alcanzo a ver qué pueden tener en común aparte de las conjeturas.
—Yo estuve aquí la semana pasada para consultar en ambos casos. —La mirada de Benton está fija en mí—. ¿Dónde estaba Jack el pasado Halloween? ¿Lo sabes a ciencia cierta?
—Sé donde estaba yo, y es el único hecho que conozco. Mientras estaba en Dover no sabía nada más y era lo único que se suponía que debía saber. Yo no lo contraté para ser su puta niñera. No sé dónde demonios estaba en Halloween. Supongo que vas a decirme que no estaba en algún sitio acompañando a sus hijos a pedir golosinas.
—Estaba en Salem. Pero no con sus hijos.
—No lo sabía, y no sé por qué tú sí y por qué es importante.
—No ha sido importante hasta hace muy poco —dice Benton.
Miro de nuevo sus botas, sus pantalones oscuros con el forro de franela y los bolsillos en las perneras, y detrás, para los cargadores y las linternas, el tipo de pantalón que utiliza cuando va a hacer trabajo de campo en los escenarios de crímenes, o a algún polígono de tiro o de eliminación de explosivos con los polis, con el FBI.
—¿Dónde estabas antes de venir a recogerme a Hanscom? —le pregunto—. ¿Qué estabas haciendo?
—Tenemos mucho de qué hablar, Kay. Me temo que más de lo que creía.
—¿Ibas vestido con traje de faena cuando me recogiste en el aeropuerto? —Se me ocurre que quizá no lo estaba. Se ha cambiado de ropa. Quizá todavía no ha hecho nada pero está a punto de hacerlo.
—Tengo una bolsa en el coche. Ya lo sabes —dice Benton—. Nunca sé cuándo me pueden llamar.
—¿Para ir a dónde? ¿Te han llamado para ir a alguna parte?
Él me mira, luego mira a través de la ventana el borroso skyline de Boston en la oscuridad nevada.
—Lucy dice que has estado al teléfono. —Continúo pinchándole para conseguir una información que sé que no voy a conseguir ahora mismo.
—Estoy asustado. Me asusta que haya más de lo que creía —dice, y no sigue. Es todo lo que va a decir al respecto. Va a alguna parte, tiene que ir a alguna parte. No es un buen lugar. Ha estado hablando con personas y no sobre algo bueno y no va a informarme ahora mismo. Revelación total y alegría. Cuando pasa semejante cosa, es un gusto, una insinuación de lo que no tenemos el resto del tiempo.
—Estuviste reunido el miércoles y luego el jueves. Discutiste los casos de Mark Bishop y Wally Jamison aquí, en el CFC. —Vuelvo a lo de antes—. Supongo que Jack también estuvo presente en la discusión del caso de Mark Bishop. Estuvo involucrado en ambas discusiones. Tú no lo mencionaste hace muy poco, cuando hablamos en el coche.
—No hace tan poco. Hace más de cinco horas. Han ocurrido muchas cosas. Se han producido nuevas circunstancias mientras estábamos en el coche, como tú sabes. Ahora sabemos que hay otro asesinato. El tercero.
—Estás vinculando al hombre de Norton’s Woods con Mark Bishop y Wally Jamison.
—Es muy posible. De hecho, diría que sí.
—¿Qué me dices de las reuniones de la semana pasada? ¿Con Jack? Él estaba ahí. —Lo presiono.
—Sí. El miércoles y el jueves pasado. En tu despacho.
—¿Qué quieres decir con mi despacho? ¿Este edificio? ¿Esta planta?
—En tu despacho privado. —Benton señala mi despacho al otro lado de la puerta.
—En mi despacho. Jack mantuvo reuniones en mi despacho. Comprendo.
—Realizó ambas reuniones en tu despacho. En tu mesa de reuniones ahí adentro.
—Tiene su propia mesa de reuniones. —Miro la mesa oval lacada negra con seis sillas ergonómicas que conseguí en una subasta del Gobierno.
Benton no responde. Sabe tan bien como yo que la inapropiada decisión de Fielding de utilizar mi despacho personal no tiene nada que ver con el mobiliario. Pienso en lo que Lucy mencionó acerca de barrer mi despacho en busca de aparatos de vigilancia ocultos, aunque no dijo de forma abierta quién podría estar haciendo espionaje o si alguien lo estaba haciendo. El candidato más probable para hacer pinchar mi despacho y salirse de rositas sería mi sobrina. Quizá motivada por el conocimiento de que Fielding se estaba aprovechando de lo que no era legítimamente suyo. Me pregunto si lo que ha estado pasando en mi espacio privado durante mi ausencia ha sido registrado de forma secreta.
—Nunca me lo has mencionado hasta ahora —continúo—. Podrías habérmelo dicho cuando ocurrió. Podías haberme dicho que estaba utilizando mi maldito despacho como si él fuese el maldito jefe y el director de este maldito lugar.
—La primera noticia que tuve fue la semana pasada cuando me reuní con él. No estoy diciendo que no hubiese oído cosas acerca de él y del CFC.
—Hubiese sido de gran ayuda saber todas estas cosas que oías.
—Rumores. Cotilleos. Nada a ciencia cierta.
—Entonces podrías habérmelo dicho la semana pasada cuando lo sabías a ciencia cierta. Tuviste tu primera reunión el miércoles y descubriste que era en mi despacho, un sitio que Jack no tenía permiso para utilizar. ¿Qué más no me has dicho? ¿Qué nuevas circunstancias?
—Te estoy diciendo todo lo que puedo y cuando puedo. Sé que lo comprendes.
—No lo comprendo. Tendrías que haberme dicho todas estas cosas desde el primer momento. Lucy tendría que haberlo hecho. Marino también.
—No es así de sencillo.
—La traición es muy sencilla.
—Nadie te está traicionando. Marino y Lucy no lo hacen. Y desde luego que yo tampoco.
—Das a entender que alguien lo hace. No solo vosotros tres.
Él guarda silencio.
—Tú y yo hablamos todos los días, Benton. Tendrías que habérmelo dicho —manifiesto.
—Veamos, cuándo podría haberte abrumado con todo esto, abrumado con todo un montón de cosas mientras tú estabas en Dover. ¿A las cinco de la mañana antes de ponerte en marcha en Port Mortuary para ocuparte de nuestros héroes caídos? ¿O a medianoche, cuando por fin te desconectabas de tu ordenador o dejabas de estudiar tus pruebas?
No lo dice a la defensiva o con antagonismo, pero capto su no muy sutil insinuación, y está justificada. Estoy siendo injusta. Estoy siendo hipercrítica. ¿De quién fue idea, cuando virtualmente no teníamos tiempo el uno para el otro, de que no debíamos ocuparnos del trabajo o las minucias domésticas, o es eso todo lo que queda? Como el cáncer, me apresuro a ofrecer mis astutas analogías médicas y brillantes observaciones cuando él es el psicólogo, el que acostumbraba a dirigir la unidad de perfiles del FBI en Quantico, el que está en el Departamento de Psiquiatría de la Facultad de Medicina de Harvard. Pero soy yo la que, con toda mi sabiduría, con todos los profundos ejemplos, comparo el trabajo y los molestos detalles domésticos y las heridas emocionales con el cáncer, con las cicatrices, con la necrosis, y mis demoras. Y si no tenemos cuidado, llegará el día en que no quedará ningún tejido sano y luego vendrá la muerte. Me siento avergonzada. Me siento superficial.
—No, no abordé ciertos temas mientras veníamos hacia aquí, y ahora te estoy diciendo más, te digo lo que puedo —dice Benton con una calma estoica, como si estuviésemos en una de sus sesiones y en cualquier momento anunciará que debemos parar.
No pararé hasta saber lo que necesito. Hay cosas que debe decirme. No es una cuestión solo de justicia, es de supervivencia, y comprendo que me siento insegura ante Benton como si ya no lo conociese. Es mi marido, pero tengo la sensación de que algo se ha alterado, de que un nuevo ingrediente se ha añadido al especial de la casa.
¿Qué es?
Analizo lo que estoy intuyendo como si pudiese saborear lo que ha cambiado.
—Mencioné mi preocupación acerca de que la interpretación que hizo Jack de las heridas de Mark Bishop es problemática —continúa Benton, y lo hace con precaución. Está sopesando cada palabra que dice como si alguien más estuviera escuchando o estuviese informando de nuestra conversación a otros—. Si nos basamos en lo que tú has descrito de las marcas de martillo en la cabeza del chico, la interpretación de Jack está del todo equivocada, no podría ser más errónea, y confirmo lo que sospeché cuando repasaba el caso con nosotros. Sospeché que mentía.
—¿Nosotros?
—Te dije que he oído cosas, pero sinceramente no he estado cerca de Jack.
—¿Por qué dices sinceramente? ¿Cómo opuesto a ser insincero, Benton?
—Siempre he sido sincero contigo, Kay.
—Por supuesto que no lo eres, pero ahora no es el momento de entrar en eso.
—Ahora no lo es. Sabía que lo comprenderías. —Sostiene mi mirada durante un largo momento. Me está diciendo que por favor lo deje correr.
—De acuerdo. Lo siento. —Lo dejaré correr, pero no quiero.
—No le había visto en meses, y lo que vi por mí mismo fue… bueno, era bastante obvio durante las discusiones de la semana pasada que algo no iba muy bien, que estaba mal —resume Benton—. Tenía mal aspecto. Sus pensamientos eran inconexos. Se mostraba charlatán, grandioso, hipomaníaco, agresivo y con el rostro enrojecido como si fuese a explotar. Desde luego sentí que no decía la verdad, que nos estaba engañando con toda deliberación.
—¿Pero a qué te refieres con «nos»? —Y entonces comienzo a entender lo que oigo.
—¿Alguna vez ha estado en un hospital psiquiátrico, en tratamiento, quizá se le diagnosticó algún trastorno de estado de ánimo? ¿Alguna vez te mencionó algo así? —Benton me lo pregunta de una manera que encuentro inesperada y desconcertante, y recuerdo lo que intuí en el coche cuando veníamos hacia aquí. Solo que ahora es más pronunciado, más reconocible.
Está actuando de la forma que solía hacerlo cuando todavía era un agente, cuando tenía la autorización del Gobierno federal para hacer cumplir las leyes. Detecto una autoridad y una confianza que no ha manifestado en años, una seguridad de la que carecía cuando reapareció de su vida encubierta. Volvió sintiéndose perdido, débil, como si tan solo fuese un académico, como se quejaba a menudo. «Castrado», decía. «El FBI se come a los jóvenes, y a mí me han engullido. Es mi recompensa por ir detrás de un cartel del crimen organizado. Por fin me han devuelto mi vida y no quiero lo que queda de ella», afirmaba. «Es una cáscara».
«Soy una cáscara. Te quiero, pero por favor comprende que no soy lo que era».
—¿Alguna vez ha tenido alucinaciones o se ha mostrado violento? —me pregunta Benton, y no es solo una charla clínica.
Me siento interrogada.
—Él debía saber que tú me dirías que había estado utilizando mi despacho como si fuese suyo. O que lo descubriría. —Pienso de nuevo en Lucy, en el espionaje por grabaciones y filmaciones encubiertas.
—Sé que tiene carácter —dice Benton—, pero hablo de la violencia física posiblemente acompañada de una fuga disociativa, las desapariciones durante horas, días, semanas, sin recordar nada o muy poco. Lo estamos viendo en algunos hombres y mujeres que regresan de la guerra, desapariciones y amnesias provocadas por traumas severos y a menudo confundidos con hacerse los enfermos. De lo mismo que se supone que sufre Johnny Donahue, solo que no estoy seguro de cuánto se le ha sugerido al pobre chico. Me pregunto de dónde vino la idea, si alguien se la sugirió.
Lo dice como si en realidad no se lo preguntase.
—Jack desde luego es famoso por fingir enfermedades, por evitar sus responsabilidades desde el principio de los tiempos —añade Benton.
Yo creé a Fielding.
—¿Hay algo que no me hayas dicho de él? —continúa Benton.
Yo hice a Fielding lo que es. Es mi monstruo.
—¿Un historial psiquiátrico? —dice Benton—. Fuera de límites incluso para mí, incluso para el FBI. Podía haberlo averiguado, pero no quise violar esa frontera.
Benton y el FBI. De nuevo uno y lo mismo. No de nuevo un agente de calle. Eso no me lo puedo imaginar. Un analista de investigación criminal, un analista de inteligencia criminal, un analista de amenazas. El Departamento de Justicia tiene tantos analistas, agentes que son una combinación académica y táctica. Si vas a ir a la cárcel o te han disparado, puede muy bien que haya sido a manos de un poli que tiene una licenciatura.
—¿Qué puedes saber de Jack, tu protegido, que yo no sepa? —pregunta Benton—. Aparte de que es un jodido enfermo. Porque lo es. De alguna manera ya lo sabes, Kay.
Yo soy el monstruo de Briggs y Fielding es el mío. Desde el principio de los tiempos.
—Estoy al tanto del abuso sexual —dice Benton sin ningún énfasis, como si no le importase lo que le ocurrió a Fielding cuando era un niño, como si a Benton en realidad le importase un pimiento.
Estoy segura de que no es el psicólogo sino otra persona la que habla. Los polis, los agentes federales, los fiscales, aquéllos que protegen y castigan, están endurecidos ante las excusas. Juzgan a los «sujetos» y «personas de interés» por lo que hacen, no por lo que se les ha hecho a ellos. A las personas como Benton les importa un pimiento el porqué o el si no se pudo evitar, no les importan las definiciones, las deducciones y las predicciones, que ofrecen con tanta astucia, con tanta habilidad. En su corazón Benton no tiene ninguna compasión de las personas odiosas. Sus años como consultor y clínico han sido crueles para él, han sido poco gratificantes, suenan a falsos, como me ha confesado en más de una ocasión.
—Todo eso es cuestión de conocimiento público porque el caso fue a juicio. —Benton siente necesidad de decirme algo que nunca le he preguntado a Fielding.
No recuerdo cuándo o cómo oí hablar por primera vez de la escuela especial a la que Fielding asistió siendo un niño, cerca de Atlanta. De alguna manera lo sé, y todo lo que acude a mi mente son las referencias que él hizo a cierto «episodio» de su pasado, que aquello que experimentó con un «consejero» hace que para él sea terriblemente difícil ocuparse de cualquier tragedia que incluya a niños, sobre todo si han sido víctimas de abusos. Estoy segura de que nunca lo presioné para que me diese los detalles. Sobre todo en aquellos días, no hubiese preguntado.
—Mil novecientos setenta y ocho —dice Benton—, cuando Jack tenía quince años, aunque tenía doce cuando comenzó, y continuó durante varios años hasta que los pillaron manteniendo relaciones en la parte trasera de la furgoneta de ella, aparcada en el borde del campo de fútbol como si ella quisiese que la pillasen. Estaba embarazada. Otra patética historia de internados; ésta, gracias a Dios, no con católicos, pero sí con adolescentes con problemas, uno de esas academias-barra-centros de tratamiento privados que tiene la palabra Rancho en su nombre. Lo que la terapeuta hizo para ser condenada por diez cargos de asalto sexual a un menor no es lo que tú me has dicho de Jack.
—No conozco los detalles —acabo por responder—. No todos, ni siquiera la mayoría. No recuerdo su nombre, si es que alguna vez lo supe; tampoco sabía que estaba embarazada. ¿Su hijo? ¿Lo tuvo?
—Revisé las transcripciones del caso. Sí. Lo tuvo.
—No tenía ningún motivo para fisgonear las transcripciones del caso. —No pregunto por qué Benton sí lo tenía. No me lo va a decir ahora, y quizá no me lo diga nunca—. Vaya vergüenza que haya un niño más en el mundo que Jack no crio correctamente. O nada en absoluto —añado—. Qué triste.
—Kathleen Lawler tampoco ha tenido una buena vida —comienza a decir Benton.
—Qué triste —repito.
—La mujer fue condenada por abusar sexualmente de Jack —explica—. No sé nada del bebé, una niña nacida en la cárcel y dada en adopción. Si consideramos su carga genética, es probable que también esté en la cárcel, o muerta. Kathleen Lawler se metió en un follón tras otro, y en la actualidad está en un correccional para mujeres en Savannah, Georgia, condenada a veinte años por homicidio, atropelló a una persona mientras conducía ebria. Jack mantiene el contacto con ella, le escribe a la cárcel como un amigo, por correspondencia, aunque utiliza un seudónimo, y no es eso lo que tú no me has dicho, porque dudo que lo supieses. Al menos no puedo imaginar que lo supieses.
—¿Quién más estaba en la reunión de la semana pasada? —Tengo tanto frío que mis uñas están azules. Debería haber traído mi chaqueta. Veo una bata de laboratorio colgada detrás de la puerta de Fielding.
—Se me cruzó por la mente mientras estábamos sentados en tu despacho —dice Benton, el antiguo agente del FBI, el antiguo testigo protegido y maestro de los secretos, que ya no está actuando como antiguo.
Está actuando como si estuviese investigando un caso, no solo como consultor. Estoy convencida de que lo que sospecho es verdad. Está de nuevo con los federales. Las cosas acaban donde empiezan y comienzan donde acaban.
—Un desorden afectivo. Lo he pensado a fondo, he intentado recordar cómo era en los viejos tiempos. He hecho un montón de reflexiones sobre los viejos tiempos. —Benton habla en un tono neutro, como si no tuviese sentimientos por lo que está divulgando, acusándome—. Nunca ha sido normal. Es lo que quiero señalar. Jack tiene una significativa patología subyacente. Por eso lo enviaron al internado. Para que aprendiese a controlar su cólera. Tenía seis años cuando apuñaló a otro niño en el pecho con un bolígrafo. Cuando tenía once le pegó a su madre en la cabeza con un rastrillo. Luego lo enviaron al rancho cerca de Atlanta, donde únicamente se puso más furioso.
—No tenía idea de lo que hizo cuando estaba creciendo —respondo—. No es una práctica común realizar extensas investigaciones sobre antecedentes en los médicos que uno puede contratar, de hecho, era algo desconocido cuando yo comenzaba, cuando él comenzaba. No soy un agente del FBI —señalo en un tono mordaz—. No averiguo todo lo que puedo de las personas y voy preguntándole a los vecinos con los que crecieron. No interrogo a sus maestros. No rastreo a sus amigos por correspondencia.
Me levanto de la mesa de Fielding.
—Aunque es probable que debiera haberlo hecho. Es probable que lo haga a partir de ahora. Pero nunca lo he protegido —continúo—. Nunca lo he encubierto de esa manera. Admito que le he perdonado demasiado. Admito que he arreglado sus desastres o lo he intentado. Pero nunca lo encubrí por algo que no debía, si es eso lo que estás insinuando que he hecho. Nunca haré nada antiético por él o por nadie. —«Nunca más», añado para mis adentros. Lo hice una vez pero nunca más, y nunca lo hice por Jack Fielding. Ni siquiera por mí misma, sino por la más alta ley de la tierra.
Cruzo el despacho, helada, cansada y avergonzada de mí misma. Cojo la bata de laboratorio de Fielding colgada en el gancho en lo alto de la puerta cerrada.
—No sé qué es lo que crees que no te he dicho, Benton. No tengo ni idea de en qué o con quién estaba involucrado. Tampoco de sus alucinaciones, estados disociativos o en blanco. Nunca ocurrió en mi presencia, y nunca compartió esa información, si es verdad.
Me pongo la bata de laboratorio, y es enorme, y detecto el leve olor a eucalipto, como de Vicks o Bengay.
—Quizás un trastorno de ánimo con un toque de narcisismo e intermitentes explosiones de cólera. —Benton continúa como si yo no hubiese dicho nada—. O, como de costumbre, podrían ser las drogas, sus malditas drogas para mejorar el rendimiento físico, pobre cabrón. No representa bien al CFC, lamento muchísimo quedarme tan corto, y no se le pasó por alto a Douglas y David. Eso puso al CFC en una situación comprometida desde principios de noviembre, cuando se involucraron en el secuestro y asesinato de Wally Jamison. Ya puedes imaginarte lo que llegó a oídos de Briggs y otros. Jack está a un paso de arruinarlo todo, y eso abre una puerta para los oportunistas. Como dije, crea una mentalidad de saqueo.
Me detengo delante de una ventana y miro la calle oscura y nevada como si pudiese encontrar algo allí que me recordase quién soy. Algo que me dé fuerzas, algo que me consuele.
—Ha hecho mucho daño —declara la voz de Benton detrás de mí—. No puedo decirte si ha sido intencionado. Pero sospecho que sí lo ha sido, en parte debido a su complicada relación contigo.
La nieve cae en un ángulo muy agudo, golpea la ventana casi de forma horizontal y hace un rápido repiqueteo que me recuerda el sonido inquieto de las uñas sobre la mesa, de algo perturbador. Cuando miro la nieve golpeando el cristal, me mareo. Me da vértigo mirarla y luego mirar abajo.
—¿Se trata de eso, Benton? ¿De mi complicada relación con él?
—Necesito saberlo. Es mejor que te lo pregunte yo en lugar de algún otro.
—Estás diciendo que todo está dañado y estropeado debido a esa relación. Que es la raíz de todo lo que va mal. —No me vuelvo sino que miro al exterior, abajo, hasta que no puedo seguir mirando los copos de nieve, luego carretera abajo, el río oscuro o la volátil noche de invierno—. Es lo que crees. —Necesito que confirme lo que acaba de decirme. Quiero saber si lo que se dañó y estropeó cuando yo estaba ausente nos incluye a Benton y a mí.
—Únicamente necesito saber cualquier cosa que no me hayas dicho —responde él sin embargo.
—Estoy segura de que tú y los demás necesitáis saberlo. —No lo digo de una forma agradable y se me acelera el pulso.
—Comprendo que las cosas del pasado no se resuelven con facilidad. Comprendo las complicaciones.
Me vuelvo y sostengo su mirada, y lo que veo en ella no solo son casos, personas muertas, mi personal amotinado o mi desequilibrado director adjunto. Veo la desconfianza de Benton en mí y mi pasado. Lo veo dudando de mi carácter y de quién soy para él.
—Nunca me acosté con Jack —le digo—. Si es eso lo que estás tratando de averiguar para que algún otro se evite la incomodidad de preguntármelo. ¿O lo que te preocupa es mi incomodidad? Nunca lo hice. Nunca lo he mencionado porque nunca ha ocurrido. Si eso es lo que estás intentando preguntarme, ya tienes la respuesta. Puedes comunicárselo a Briggs, al FBI, al fiscal general, o a quién demonios quieras.
—Lo comprendería cuando Jack era tu compañero, cuando ambos estabais comenzando en Richmond.
—Intento no hacer una costumbre de mantener relaciones sexuales con las personas que tutelo —digo con un sorprendente estallido de irritación—. Me gustaría creer que no tengo ninguna similitud con, como se llame Lawler, la antigua terapeuta encerrada en Georgia.
—Jack no tenía doce años cuando le conociste.
—Nunca ocurrió. No lo hago con personas de las que soy tutora.
—¿Y con las personas que son tus tutores? —La mirada de Benton está fija en mí mientras estoy de pie junto a la ventana.
—Si John Briggs y yo tenemos un problema no es precisamente por ese motivo —respondo, furiosa.