Yo escogí su despacho, insistí que fuese tan bonito como el mío, muy grande, con ducha privada. Disfruta de una vista del río y la ciudad, aunque tiene las persianas bajadas, algo que me inquieta. Las tuvo que cerrar cuando aún había luz, y no sé por qué lo haría. Pienso que por ninguna buena razón. Sea lo que sea lo que Jack Fielding haya hecho, no pinta bien.
Me acerco y abro todas las persianas. Al otro lado del cristal, que tiene un tinte gris reflectante, distingo las luces borrosas del centro de Boston y las oleadas de humedad helada, una nieve que golpea y muerde como dientes. Las partes superiores de los rascacielos, las torres del Prudential y Hancock se ven oscuras, y las rachas de viento gimen en tonos bajos alrededor de la cúpula por encima de mi cabeza. Abajo, Memorial Drive está hasta los topes de tráfico, incluso a esta hora, y el Charles es una masa informe y negra. Me pregunto qué espesor tendrá ahora la nieve y a qué profundidad llegará antes de que la tormenta se desplace hacia el sur. Me pregunto si Fielding volverá alguna vez a esta habitación que diseñé y amueblé para él, y de alguna manera tengo la sensación de que no lo hará, a pesar de que no hay ninguna prueba de que se haya marchado para siempre.
La mayor diferencia entre nuestros lugares de trabajo es que el suyo está atestado con recuerdos de su ocupante, sus muchos diplomas, certificados y menciones de honor, sus coleccionables en los estantes, pelotas y bates de béisbol autografiados, trofeos y medallas de taekwondo, maquetas de aviones de combate y un trozo de uno de verdad que se estrelló. Me acerco a su mesa y observo las reliquias de la Guerra Civil, la hebilla de un cinturón, una fiambrera, un cuerno de pólvora, unos pocos perdigones que recuerdo haberle visto recoger durante nuestros primeros días en Virginia. Pero no hay fotografías, y eso me apena. En algunos lugares veo lo que ha desaparecido en los espacios en blanco de la pared, donde no se ha molestado en rellenar los pequeños huecos dejados por los ganchos que quitó.
Me duele que ya no muestre imágenes tomadas cuando era mi compañero patólogo forense, fotos instantáneas de nosotros dos en la morgue, o los dos en las escenas del crimen con Marino, el detective de homicidios del Departamento de Policía de Richmond a finales de los ochenta, principios de los noventa, cuando Fielding y yo comenzábamos, aunque de manera del todo diferente. Él era un apuesto doctor que comenzaba su carrera, mientras que yo llevaba la mía hacia al sector privado, en una transición a la vida civil en el papel de jefe, y haciendo todo lo posible por no mirar atrás. Quizá Fielding no mira atrás, aunque no sé por qué. Sus días de antaño eran buenos comparados con los míos. Él no ayudó a ocultar un crimen. Nunca le sucedió nada comparable que necesitase ocultar. No, que yo sepa, pero tengo que ponerlo todo en duda. ¿Qué es lo que sé en realidad?
No mucho, excepto que tengo la sensación de que se ha librado de mí, quizá se ha librado de todos nosotros. Tengo la sensación de que se ha librado de muchas más cosas que antes. Es algo de lo que estoy convencida aunque sin saber muy bien por qué. Desde luego sus pertenencias personales están aquí, la chaqueta Goretex de lluvia en una percha, las botas de caña alta de neopreno, la bolsa con el equipo de submarinismo y la caja para la escena del crimen guardada en el armario, además de su colección de escudos de la policía, distintivos de la policía y militares. Recuerdo ayudándole a trasladarse a este despacho. Incluso le ayudé a acomodar los muebles, ambos quejándonos, riéndonos y luego protestando un poco más mientras movíamos la mesa, luego su mesa de reunión, y después volviéndolas a mover una y otra vez.
—¿Qué es esto, una peli de Laurel y Hardy? —dijo—. ¿Qué harás después, subir a una mula a empujones por las escaleras?
—No tienes escaleras.
—Estaba pensando en comprarme un caballo —comentó él, mientras movíamos las mismas sillas que habíamos movido antes—. Hay una caballeriza a poco menos de dos kilómetros de casa. Podría alojar a un caballo allí, y venir a trabajar en caballo, a las escenas del crimen.
—Lo añadiré al manual de los empleados. Nada de caballos.
Bromeamos y nos lanzamos pullas el uno al otro. Se veía bien aquel día: vital y optimista, los músculos tensos bajo las mangas cortas de la bata. En aquel entonces tenía un físico increíble y se le veía saludable, su rostro todavía con la apostura juvenil, el pelo rubio oscuro desordenado, y no se había afeitado en días. Estaba muy sexy y divertido, y recuerdo los susurros y las risitas de algunas de las empleadas cuando pasaban por delante de su puerta abierta y buscaban una excusa para verlo. Fielding parecía contento de estar aquí conmigo, y recuerdo que ambos colocábamos las fotografías y los recuerdos de nuestros primeros días juntos: fotografías que ahora han desaparecido.
En su lugar hay otras que no recuerdo. Las fotos están colocadas en primer plano en los estantes y paredes, poses formales de él con políticos y jefes militares, una con el general Briggs e incluso con la capitana Avallone, quizá de la visita en la que Fielding la acompañó. Se le ve envarado y aburrido.
En una foto en la que lleva la ropa blanca de taekwondo dando un salto mientras descarga un puntapié contra un enemigo imaginario parece furioso. Se le ve con el rostro enrojecido lleno de odio. Mientras observo unas fotografías de familia más recientes, decido que tampoco se le ve contento en ellas, ni siquiera cuando está abrazando a sus dos hijas pequeñas o pasa el brazo alrededor de su mujer, Laura, una rubia delicada cuya belleza está desapareciendo, como si una existencia agotadora estuviese dejando su rastro físicamente, trazando líneas y surcos en una fotografía que una vez fue grácil y suave.
Ella es el número tres para él, y puedo rastrear su declive mientras observo los momentos fotografiados en orden cronológico. Cuando se casó con ella se le veía enérgico, sin ningún rastro de eczema, y no tenía entradas. Me detengo para admirar lo asombroso que era, descamisado y con un cuerpo duro como la piedra, en pantalón corto, lavando su Mustang, un modelo del sesenta y siete, rojo cereza, con las rayas de Le Mans en el centro del capó. Y luego en fecha tan reciente como el otoño pasado, los michelines, la piel manchada y enrojecida, los mechones de pelo peinados hacia atrás y fijados con gel para ocultar la calvicie. En la competición de artes marciales disputada ni siquiera hace un mes no se le ve en buen estado físico ni espiritualmente equilibrado en su uniforme de gran maestro y cinturón negro. No parece alguien que encuentra alegría en la belleza o la técnica. No parece alguien que honra a otras personas, tiene autocontrol o respeto por nada. Parece disoluto. Parece un tanto desequilibrado. Parece del todo desgraciado.
¿Por qué?, le pregunto en silencio a aquella fotografía de él con su precioso coche, cuando era algo digno de contemplar y parecía despreocupado y vital, la clase de hombre de quien resultaría fácil enamorarse, darle una responsabilidad, o confiarle tu vida. ¿Qué cambió? ¿Qué te hizo tan infeliz? ¿Qué fue esta vez? Detesta trabajar para mí. Lo detestaba la última vez, en Watertown, donde no se quedó mucho, y ahora en el CFC es obvio que lo odia todavía más. El verano pasado, cuando comenzó a verse tan mal, es cuando por fin abrimos nuestras puertas a la justicia criminal y aceptamos casos. Por entonces yo ni siquiera estaba en Massachusetts, tan solo fui un fin de semana después del Día del Trabajo. No puedo tener la culpa. Siempre ha sido culpa mía. Siempre me he culpado a mí misma por los fallos de Fielding, y ha cometido tantos que he perdido la cuenta.
Yo lo recojo y él vuelve a caer, solo que cada vez cae más fuerte. Cada vez es más feo. Más sangriento. Una y otra vez. Como un niño que no puede caminar, y yo no lo aceptaré hasta que acabe tan herido que no se le pueda curar. El drama que siempre acabará de una forma previsible, así es como Benton lo describe. Fielding no tendría que haber sido patólogo forense, solo lo es por mí. Hubiese estado mucho mejor si no me hubiese conocido en la primavera de 1988, cuando no estaba seguro de lo que quería hacer en la vida y yo le dije que sabía lo que debía hacer. Deja que te lo muestre. Deja que te lo enseñe. Si él nunca hubiese venido a Richmond, si nunca se hubiese cruzado conmigo, quizás hubiese escogido pasar sus días de una manera más acorde. Su carrera, su vida, la hubiese vivido por él y no por mí.
Ése es en realidad el resultado final, que hace lo mejor que puede en un entorno del todo destructivo para él, y finalmente no puede aguantar más y se descompensa, se desintegra y recuerda por qué es lo que es, quién lo moldeó, y entonces yo aparezco en su vida desgraciada como la culpable. Su respuesta a estas crisis siempre es la misma. Desaparece. Un día desaparece sin más del radar, y lo que encuentras en su estela es terrible. Casos que ha hecho mal o ha desatendido. Informes que muestran su falta de control, su juicio peligroso. Mensajes de voz hirientes que no se ha molestado en borrar porque quiere que yo los oiga. Correos electrónicos dañinos y otras comunicaciones que espera que yo encuentre. Me siento en su silla y comienzo a abrir los cajones. No tengo que buscar mucho.
La carpeta no tiene rótulo y contiene cuatro páginas impresas a las ocho y tres minutos de ayer por la mañana, 8 de febrero, un discurso que está basado en otra información de un titular y la sección de noticias es de la página web del Instituto Real de Servicios Unidos (RUSI). Un think tank británico que tiene un siglo de antigüedad con sucursales estratégicamente colocadas alrededor del mundo. El RUSI está dedicado a innovaciones avanzadas en seguridad nacional e internacional. No me puedo imaginar el interés de Fielding en ello. No puedo entender por qué le interesa una disertación dada por Russell Brown, el secretario de Estado para la Defensa en la sombra, sus opiniones en el «debate de defensa». Echo una ojeada a los comentarios poco sorprendentes del miembro conservador del Parlamento referentes a que el Reino Unido siempre actuará como parte de una alianza y que el impacto económico de la guerra es catastrófico. Hace repetidas alusiones a la desinformación propagada metódicamente, que es lo más próximo a lo que un respetable miembro del Parlamento puede decir al acusar sin tapujos a Estados Unidos de orquestar la invasión de Irak y arrastrar al Reino Unido en la aventura.
No es de extrañar que el discurso sea político, como lo es casi todo ahora mismo en Gran Bretaña, que celebrará elecciones generales dentro tres meses. Se eligen seiscientos cincuenta escaños, y un tema importante de la campaña es que más de diez mil soldados británicos están luchando contra los talibanes en Afganistán. Fielding no es militar, nunca ha prestado mucha atención a los asuntos extranjeros o a las elecciones, y no entiendo por qué tendría el más mínimo interés en lo que está pasando en el Reino Unido. No recuerdo que haya estado nunca en el Reino Unido. No es la clase de persona que se interesaría por unas elecciones generales de aquel país, en el RUSI o cualquier otro «laboratorio de ideas», y conociéndolo tan bien como lo conozco, sospecho que su intención era que yo encontrase este archivo. Quiere que lo vea después de que ha hecho otro de sus numeritos de desaparición. ¿Qué es lo que quiere que sepa?
¿Por qué está interesado en el RUSI? ¿Él mismo encontró el discurso en Internet o se lo envió alguien? ¿Si nadie se lo envió, por qué lo buscó? Considero la idea de decir a Lucy que entre en el correo electrónico de Fielding, pero no estoy preparada para llegar a esos extremos, y no quiero que me pille. Puedo cerrar la puerta, pero mi director adjunto superusuario aún podría entrar, porque no tengo confianza en que Ron u otro mantenga a Fielding en la zona de seguridad si aparece. No tengo fe en que Ron, que se mostró poco amistoso conmigo y parece tenerme muy poca consideración, vaya a detener a Fielding o intente avisarme para pedir autorización. No tengo confianza en que mi personal me sea leal, se sienta seguro conmigo o siga mis órdenes, y Fielding puede reaparecer en cualquier momento.
Eso sería muy propio de él. Desaparecer sin avisar y luego presentarse de forma inesperada y pillarme con las manos en la masa, sentada a su mesa, repasando sus archivos electrónicos. Es solo una cosa más que utilizará en mi contra, y ha utilizado varias a lo largo de los años. ¿Qué ha estado haciendo a mis espaldas? Veamos qué más encuentro, y luego sabré qué hacer. Miro la hora e imagino a Fielding sentado en esta misma silla a las ocho y tres de la mañana de ayer imprimiendo el discurso, mientras Lucy, Marino, Anne y Ollie, mientras todos estábamos desesperados por lo que había en el frigorífico del sótano.
Es extraño que Fielding estuviera aquí en su despacho mientras pasaba todo eso, y me pregunto si llegó a importarle que un hombre todavía con vida pudiese estar encerrado dentro de nuestro frigorífico. Por supuesto, Fielding se hubiese preocupado. ¿Cómo podía ser de otra manera? Si lo peor hubiera sido cierto, él hubiese sido el culpable. En última instancia, hubiese sido yo quien aparecería en las noticias, y con toda probabilidad la que sería despedida del trabajo, pero él caería conmigo. No obstante, estaba aquí en la séptima planta, en su despacho y al margen del fregado, como si ya hubiese tomado una decisión. Se me ocurre que su desaparición podría estar relacionada con otra cosa. Me reclino en su silla y miro alrededor. Mi atención se centra en el bloc donde anota las llamadas y el bolígrafo al lado de su teléfono. Noto que hay unas débiles marcas en la primera hoja del bloc.
Enciendo la lámpara de mesa, recojo el bloc y lo sostengo en diversos ángulos para descifrar las marcas dejadas como una huella cuando alguien escribe una nota en la primera página de un papel que ya no está allí. Una característica de Fielding es que no tiene una mano ligera, cuando usa un escalpelo, escribe en el teclado o escribe algo a mano. Para ser un devoto de las artes marciales, es adusto, se frustra con facilidad y se enfada rápidamente. Tiene una manera infantil de sujetar el lápiz o la estilográfica con dos dedos encima, en lugar de uno, como si estuviese utilizando palillos. Es algo frecuente en él romper la mina o la pluma y es un desastre con los rotuladores.
No necesito del ESDA, el Docustat, una caja de vacío o ninguna otra unidad de recuperación de rastros de escritura para detectar lo que veo con el viejo sistema de la luz oblicua, o con mis propios ojos. La letra apenas legible de Fielding. Lo que parecen ser dos anotaciones separadas. Una es un número de teléfono con el prefijo 508 y «FVM 18/8 Min de Def Diario 2/8». Luego una segunda: «U of Sheffield today @ Whitehall. Corto y fuera». Miro de nuevo, y me aseguro de que he leído las tres últimas palabras correctamente. Corto y fuera. El final de una transmisión de radio, como «Roger Wilco, corto y fuera», pero también una canción interpretada por una banda de heavy metal, que Fielding solía escuchar en su coche todo el tiempo cuando vino por primera vez a Richmond. «Over and Out / Every Dog has its days». Lo que me cantaba cuando amenazaba con renunciar, cuando ya estaba harto o cuando bromeaba, flirteaba y fingía estar harto. ¿Escribió «corto y fuera» en una hoja llevándome en su mente o por alguna otra razón?
Encuentro una hoja de papel en el cajón y escribo lo que acabo de descubrir en su bloc de llamadas. Comienzo a hacer todo lo posible para deducir en qué estaba metido y en qué pensaba Fielding, qué es lo que quiere que yo sepa. Cuando viniese aquí a curiosear, encontraría el discurso impreso y las marcas de escritura. Él me conoce. Pensaría de esa manera, porque sabe muy bien cómo funciona mi mente. La Universidad de Sheffield es una de las instituciones de investigación más grandes del mundo, y Whitehall es donde el RUSI tiene sus oficinas centrales, en lo que era el antiguo Whitehall Palace, la sede original de Scotland Yard.
Abro Intelliquest, un buscador que creó Lucy para el CFC, escribo RUSI, la fecha 8 de febrero y Whitehall. Lo que aparece es el título de un discurso importante, «Colaboración civicomilitar», la disertación a la que Fielding debería estar refiriéndose fue dada en el RUSI a las diez de la mañana, hora del Reino Unido, que para mí es ayer por la mañana. El orador era el doctor Liam Saltz, el controvertido premio Nobel cuyas opiniones catastróficas sobre la tecnología militar lo convirtieron en un enemigo natural de la DARPA. No sabía que él estaba en la facultad de la Universidad de Sheffield. Creía que estaba en Berkeley. Leo en Internet que había estado en Berkeley y que ahora está en Sheffield, y pienso un tanto mareada en la exposición del Courtauld el verano antes del 11-S, cuando Lucy y yo escuchamos la disertación del doctor Saltz. No mucho después de aquello, el doctor Saltz, igual que yo, era un evidente crítico del MORT.
Pienso en el título de la conferencia que el doctor Saltz dio no hace ni veinticuatro horas. Colaboración civicomilitar. Eso desde luego suena a poca cosa para un provocador como el doctor Saltz, suena como una sirena de alarma por sus advertencias de que los más de dos mil millones de dólares destinados por Estados Unidos a los futuros sistemas de combate —para ser más precisos, a vehículos no tripulados— nos ha puesto en el camino de la aniquilación final. Puede parecer que los robots tienen sentido cuando se piensa en enviarlos al campo de batalla, proclama, ¿pero qué pasa cuando vuelven a casa como jeeps usados y otros sobrantes militares? De alguna manera acabarán encontrando su camino en el mundo civil, y lo que tendremos es más policía y más vigilancia, más máquinas insensatas haciendo el trabajo humano, solo que estas máquinas estarán armadas con cámaras y aparatos de grabación.
He visto al doctor Saltz en las noticias, dedicado a pintar terroríficas imágenes de «robocops» que acuden a la escena del crimen y «robocoches» no tripulados que persiguen vehículos para ponerles una multa a los ocupantes por una infracción de tráfico, o llevándose a las personas con órdenes de búsqueda, o, Dios no lo quiera, recibir un mensaje de los sensores para utilizar la fuerza. Robots que nos paralizan con una pistola Taser. Robots que nos matan a tiros. Robots que parecen insectos gigantes que sacan a nuestros heridos y muertos del campo de batalla. El doctor Saltz declarando delante del mismo subcomité del Senado que yo, pero no al mismo tiempo. Ambos creamos un caos para una compañía tecnológica llamada Orwahl que había olvidado del todo hasta hace solo unas horas.
Me encontré con él solo una vez, cuando ambos estábamos en la CNN y me señaló y exclamó en broma: «Roboautopsia».
—Perdón —respondí, y me quité el micro mientras él entraba en el plato.
—Autopsias robóticas. Algún día ellos ocuparán su lugar, mi buena doctora, quizás antes de lo que cree. Deberíamos tomar una copa después del programa.
Era un hombre de ojos brillantes, que parecía un hippie perdido con su cola de caballo larga y gris y el rostro demacrado, pero tenía la energía de un cable de alta tensión. Aquello había sucedido hacía dos años, y yo tendría que haber aceptado su invitación y esperarle fuera de los estudios. Tendría que haber tomado una copa con él. Tendría que haberme enterado mejor de aquello que cree, porque no todo es una locura. No lo he visto desde entonces, aunque no puedo eludir su presencia en los medios, e intento recordar si alguna vez se lo mencioné a Fielding por alguna razón. No lo creo. No se me ocurre por qué iba a hacerlo. Vinculaciones. ¿Cuáles son? Rebusco un poco más.
La Universidad de Sheffield en South Yorkshire tiene una excelente Facultad de Medicina, eso ya lo sé. Su lema es Rerum Cognoscere Causas, descubrir las causas de las cosas, qué exacto, qué irónico. Necesito causas, investigación, y pincho allí. Calentamiento global, degradación del suelo en el mundo, replanteamiento de la ingeniería con software pionero, nuevos hallazgos en los cambios de ADN en células madres de embriones humanos. Vuelvo a las huellas marcadas en el bloc de llamadas.
FVM 18/8/RU MIn de Def Diario 2/8.
FVM es nuestra abreviatura para «fatalidad en vehículo motorizado» e inicio otra búsqueda esta vez en la base de datos del CFC. Entro FVM y la fecha 18/8,18 de agosto del verano pasado, y aparece un archivo, el caso de un joven británico de veintiún años llamado Damien Patten que murió en un accidente en un taxi de Boston. Fielding no hizo la autopsia, la hizo otro de mis forenses, y en la historia veo que Damien Patten era soldado de primera en el 14.º Regimiento de Señales. Estaba de vacaciones y había venido a Boston para casarse cuando murió en el accidente del taxi. Tengo una sensación curiosa. Algo me suena.
Ejecuto otra búsqueda y utilizo las palabras claves 8 de febrero y Diario del Ministerio de Defensa RU. Acabo en el blog oficial de noticias y una entrada en el diario enumera a los soldados británicos muertos en Afganistán ayer. Voy repasando la lista de bajas, busco algo que pueda tener algún significado para mí. Un soldado de primera del 1.er Batallón de los Guardias Coldstream. Un sargento de primera del 1.er Batallón de los Guardias Granaderos. Un soldado del 2.º Batallón del Regimiento Duque de Lancaster. Luego hay un zapador perteneciente a la Fuerza Operacional de Desactivación de Artefactos Explosivos Improvisados, que murió en las zonas montañosas del noroeste de Afganistán, en la provincia de Badghis, donde mi paciente, el soldado Gabriel, murió el domingo 7 de febrero.
Ejecuto otra búsqueda, aunque hay un detalle que sé sin tener que buscarlo y es cuántas tropas de la OTAN murieron el 7 de febrero en Afganistán. En Dover siempre lo sabemos. Es una rutina como la de prepararse para un huracán, un deprimente informe morboso que controla nuestras vidas. Nueve bajas, cuatro de ellas estadounidenses muertos por el mismo artefacto explosivo improvisado junto a la carretera, que convirtió el Humvee del soldado Gabriel en un infierno. Pero aquello fue el día siete, no el ocho. Se me ocurre que el soldado británico que murió el ocho podría haber sido herido el día anterior.
Lo busco y tengo razón. El zapador, Geoffrey Miller, tenía veintitrés años, recién casado, y fue herido por una bomba colocada al lado de la carretera en la provincia de Badghis a primera hora del domingo, pero murió al día siguiente en un centro médico militar de Alemania. Es posible que sea la misma bomba que mató a los estadounidenses de los que nos ocupamos ayer por la mañana en Dover; de hecho, es muy probable. Me pregunto si el zapador Miller y el soldado Gabriel se conocían, y cómo el británico muerto en el taxi, Damien Patten, podría estar relacionado. ¿Conoció Parten a Miller y a Gabriel en Afganistán, y qué tiene que ver Fielding con todo eso? ¿Cómo están vinculados el doctor Saltz, el MORT o el hombre muerto de Norton’s Woods? ¿O no lo están?
El cuerpo de Miller será repatriado este jueves, devuelto a su familia en Oxford, Inglaterra. Continúo leyendo, pero no encuentro nada más sobre él, aunque estoy segura de que podré conseguir más información de un soldado británico muerto si la necesito. Puedo llamar al secretario de prensa, Rockman. Puedo llamar a Briggs, y de todas maneras recuerdo que debería. Briggs me pidió —de hecho, me ordenó— que lo mantuviese informado del caso de Norton’s Woods, que lo despertarse si era necesario en el momento en que tuviese información. Pero no lo haré. De ninguna manera. Ahora no. No estoy segura de en quién confiar, y mientras este pensamiento cala en mí, me doy cuenta del lío en el que estoy metida.
¿Qué significa el hecho de que no puedas pedir ayuda a las personas con las que trabajas? Lo dice todo. Es como si debajo de mis pies se hubiese abierto un agujero y estuviese cayendo hacia lo desconocido, a un espacio vacío, frío y sin luz, donde ya he estado antes. Briggs quería puentearme, usurpar mi autoridad y transferir el caso de Norton’s Woods a Dover. Fielding ha estado haciendo de las suyas en mi ausencia, se ha metido en asuntos que no son de su incumbencia, e incluso ha utilizado mi oficina, y ahora me está eludiendo, o al menos espero que eso sea todo. Mi personal se está amotinando, y muchas personas desconocidas para mí parecen saber los detalles de mi regreso a casa.
Son casi las dos de la mañana. Me siento tentada de marcar el número de teléfono que Fielding apuntó en la hoja de papel y sorprender a la persona que responda, despertarla y quizá conseguir una pista de lo que está pasando. En cambio, me limito a hacer una búsqueda para ver a quién o a qué puede corresponder el número del prefijo 508. El informe me sorprende, y por un momento me quedo muy quieta e intento calmarme. Intento liberarme del desconsuelo y la confusión que me oprimen.
Julia Gabriel, la madre del soldado Gabriel.
En la pantalla delante de mí están la dirección de su casa y el trabajo, su estado matrimonial, el salario que gana como farmacéutica en Worchester, Massachusetts, y el nombre de su único hijo y su edad, que tenía diecinueve años cuando murió en Afganistán, el domingo. He estado al teléfono con la señora Gabriel durante casi una hora antes de hacerle la autopsia a su hijo, e intentado explicarle, con la mayor gentileza posible, la imposibilidad de recoger su esperma, mientras ella me alzaba la voz, me gritaba y me acusaba de elecciones personales que no me corresponde hacer, que no hice y que nunca haré.
Guardar el esperma de los muertos y utilizarlo para inseminar a los vivos no es algo que me cause un dilema moral. No tengo una opinión personal sobre lo que es en realidad una cuestión médica y legal, no religiosa o ética; la elección debe corresponder a los allegados, desde luego no al médico practicante. Lo que a mí me interesa es que el procedimiento, que se ha convertido cada vez en más popular debido a la guerra, se haga correcta y legalmente y en cualquier caso mis supuestas opiniones sobre la reproducción post mórtem no valían nada en el caso del soldado Gabriel. Su cuerpo estaba quemado y en descomposición, su pelvis tan carbonizada que su escroto había desaparecido y con él las vías deferentes que contenían el semen, y yo no estaba dispuesta a decírselo a la señora Gabriel. Fui todo lo compasiva y amable que pude y no me lo tomé como algo personal mientras ella descargaba su dolor y su cólera en el último médico que vería a su hijo en esta tierra.
Peter tenía una novia que estaba dispuesta a tener sus hijos de la misma manera que estaba haciendo su amigo, era un pacto que habían hecho, continuó la señora Gabriel, y yo no tenía ni idea de a qué amigo se refería o de lo que estaba hablando. El amigo de Peter le habló de otro amigo que había muerto en Boston el día de su boda el verano pasado, solo que la señora Gabriel nunca mencionó a Damien Patten por el nombre, el británico muerto en un taxi el pasado 18 de agosto. «Ahora los tres están muertos, tres hermosos jóvenes», me dijo la señora Gabriel por teléfono, y yo no tenía ni idea de lo que me estaba hablando. Creo que ahora sí. Creo que sin duda se refería a Patten, el amigo del amigo con quien el soldado Gabriel había llegado a una especie de pacto. Me pregunto si el amigo de Patten era la otra baja a la que Fielding parece haberme conducido, Geoffrey Miller, un soldado zapador.
Ahora los tres están muertos.
¿Fielding habló del caso Patten con la señora Gabriel?, y ella, ¿con quien habló primero, con Fielding o conmigo? Me llamó a Dover alrededor de las ocho y cuarto. Siempre relleno una planilla con las llamadas, y recuerdo haber apuntado la hora cuando estaba sentada en mi pequeño despacho del Port Mortuary de Dover, ocupada en examinar las tomografías y sus coordenadas que me ayudarían a localizar, con una precisión de GPS, los fragmentos y otros objetos que habían penetrado en el cuerpo calcinado de su hijo. Basándome en lo que ella me dijo, ahora que intento reconstruir aquella conversación, es probable que hablase primero con Fielding. Eso podría explicar sus repetidas referencias a «otros casos».
Alguien le metió la idea en la cabeza de lo que hacemos en otros casos. Tenía la obvia impresión de que extraer semen de las bajas es un trabajo rutinario, y es más, de que nosotros animamos a ese procedimiento. Recuerdo sentirme extrañada, porque el procedimiento tiene que ser aprobado y está plagado de complicaciones legales. No puedo imaginar quién le metió semejante idea en la cabeza. Tal vez podría habérselo preguntado, de no haber estado ella tan ocupada maltratándome e insultándome. ¿Qué clase de monstruo impediría a una mujer tener hijos de su novio muerto o impedir que la madre del hijo muerto sea abuela? ¿Lo hicimos en otros casos, por qué no a su hijo? Llora. «No me queda nadie», grita. «Esto no es más que la puta burocracia, admítalo», me gritó. «Mierda burocrática para cubrir otro crimen racista».
—¿Hay alguien en casa? —Benton está en el umbral.
La señora Gabriel me llamó racista militar. «Lo hace a otros siempre que sean blancos», dijo. «Ésa no es la regla de oro, sino la regla blanca», afirmó. «Usted se ocupó de aquel otro chico que murió en Boston, y él ni siquiera era un soldado estadounidense, pero no a mi hijo, que murió por su país. Supongo que mi hijo era del color equivocado», continuó, y no tenía idea de a qué se refería o en qué basaba semejante acusación. No intenté averiguarlo, porque me pareció histeria, nada más, y se lo perdoné en el acto. Pese a que sin duda me hirió mucho y no he sido capaz de olvidarlo desde entonces.
—¿Hola? —Benton entra.
«Otro crimen racista, solo que éste se descubrirá y las personas como usted esta vez no serán recompensadas». No me explicó en qué estaba pensando cuando dijo algo tan terrible. Pero no le pedí que se explicase, y no le di a sus ponzoñosos comentarios mucha credibilidad, porque que te griten, maldigan, insulten, amenacen, incluso que te veas atacada por personas que en cualquier otra circunstancia son civilizadas y cuerdas no es una experiencia nueva. No tengo un cristal a prueba de balas en los vestíbulos y en los despachos donde trabajo, porque tenga miedo de que los muertos se cabreen o me asalten.
—¿Kay?
Mi mirada enfoca a Benton, que trae dos tazas de café e intenta que no se vuelquen. ¿Por qué Julia Gabriel llamaría aquí antes de llamarme a Dover? ¿O fue Fielding quien la llamó? Y en cualquiera de los dos casos, ¿por qué hablaría con ella? Entonces recuerdo que Marino me dijo que el soldado Gabriel era la primera baja de Worchester y que los medios llamarían al CFC como si el cuerpo estuviese aquí en lugar de en Dover, de una serie de llamadas telefónicas debido a la vinculación con Massachusetts. Quizá fue así como Fielding se enteró, ¿pero por qué hablaría por teléfono con la madre de un soldado muerto, incluso si ella llamó aquí por error y necesitaba que le recordasen que su hijo estaba en Dover? Por supuesto que ella ya lo sabía. ¿Cómo podía la señora Gabriel no saber que su hijo había sido trasladado a Dover? No veo ninguna razón legítima para que Fielding hablase con ella o lo que posiblemente pudo haberle dicho que sirviese de ayuda, y, lo que es más importante, cómo se había atrevido.
No es militar, ni siquiera un consultor para el AFME. Es un civil y no tiene ningún derecho a investigar detalles relacionados con bajas de guerra, la seguridad nacional o mantener conversaciones sobre dichos temas, que con toda claridad están definidos como clasificados. La inteligencia militar y médica no son asuntos suyos. El RUSI no es asunto suyo. Las elecciones en el Reino Unido tampoco. La única cosa que debería ser asunto de Fielding es que ha sido rematadamente negligente con su enorme responsabilidad aquí en el CFC y su maldita lealtad hacia mí.
—Es muy amable de tu parte —le digo a Benton, con un aire distante—. Me vendrá bien un café.
—¿Dónde estabas ahora mismo? Aparte de en medio de una batalla imaginaria. Tenías cara de querer matar a alguien.
Se acerca a la mesa, y me observa de la manera que hace cuando intenta descubrir lo que estoy pensando porque no confía en lo que digo. O quizá sabe que lo que debo decir es solo el principio y no tengo ni idea del resto.
—¿Estás bien? —Deja las tazas de café en la mesa y acerca una silla.
—No, no estoy bien.
—¿Qué pasa?
—Creo que acabo de descubrir qué significa que alguien alcance una masa crítica.
—¿Cuál es el problema? —pregunta.
—Todo.