9

Los despachos ejecutivos de lo que se conoce oficialmente como el Centro Forense de Cambridge y Port Mortuary están en la última planta. He descubierto que es difícil decir a las personas cómo encontrarme cuando el edificio es redondo.

Lo mejor que he sido capaz de hacer en las pocas ocasiones en que he estado aquí, es decir a los visitantes que bajen del ascensor en la séptima planta, giren a la izquierda y busquen el número ciento once. Es la puerta junto a la ciento uno. El problema es que se requiere algo de imaginación para comprender que el ciento uno es el número de habitación más bajo en esta planta y el ciento once es el más alto. Por lo tanto, mi despacho ocuparía la esquina al final de un largo pasillo, si hubiese esquinas y largos pasillos, pero no los hay. Aquí arriba solo hay un gran círculo con seis despachos, una gran sala de conferencias, una sala de lectura para dictados de reconocimiento de voz, la biblioteca, la sala de descanso, y en el centro un búnker sin ventanas donde Lucy decidió instalar el ordenador y guardar los documentos de laboratorio cuestionados.

Paso por delante del despacho de Marino, me detengo delante del ciento once, que él llama COMCENT, correspondiente a comando central. Estoy segura de que Marino se inventó el pretencioso apelativo por su cuenta, no porque piense en mí como su comandante, sino porque le gusta pensar que responde a un orden patriótico superior que se acerca a una llamada religiosa. Su culto a todo lo militar es nuevo. Es otra cosa paradójica en él, como si Peter Rocco Marino necesitase otra paradoja para definir su inconsistente y conflictivo ser.

Necesito calmarme con respecto a Marino, me digo a mí misma mientras abro la pesada puerta con revestimiento de titanio. No es tan malo, ni ha hecho nada tan terrible. Era previsible, y no tendría que sentirme sorprendida en lo más mínimo. Después de todo, ¿quién lo entiende mejor que yo? La Piedra Rosetta de Marino no es Bayonne, Nueva Jersey, donde creció peleando en las calles y luego se hizo boxeador, y más tarde poli. La clave ni siquiera es su inútil padre alcohólico. A Marino hay que entenderlo sobre todo por su madre, y luego su novia de la adolescencia, ahora su ex esposa, dos mujeres al parecer dóciles, sumisas y dulces, pero no inofensivas. De ninguna manera.

Aprieto los botones para encender las luces colocadas en las varillas de la cúpula geodésica de cristal, energéticamente eficiente, y me recuerda a Buckminster Fuller cada vez que la miro. Si estuviese vivo el famoso arquitecto inventor, aprobaría mi edificio y posiblemente me aprobaría a mí, pero sospecho que no nuestra sórdida razón de estado, aunque a estas alturas yo también tendría algunas cosillas de poca monta que discutirle. Por ejemplo, no estoy de acuerdo con su creencia de que la tecnología puede salvarnos. Desde luego, no nos está haciendo más civilizados, y en realidad creo que lo opuesto se acerca más a la verdad.

Me detengo un instante en la moqueta gris metálico, apenas pasado el umbral, como si esperase permiso para entrar, o quizá titubeo porque apropiarse de este espacio es abrazar la vida que he dejado de lado gran parte de estos dos años. Si soy sincera conmigo misma, debería decir que lo dejé hace décadas, poco después de entrar en Walter Reed, cuando empecé a ocuparme de mis propios asuntos en un cuartucho sin ventanas, en las oficinas centrales de la AFIT. Briggs entró sin llamar y dejó caer un sobre gris sobre mi mesa con el sello de CLASIFICADO.

Era el 4 de diciembre de 1987. Lo recuerdo con tanta claridad que puedo describir cómo vestía, el tiempo que hacía y lo que comía. Sé que entonces fumaba mucho y había tomado varios whiskys al final del día, porque estaba excitada y horrorizada. El caso de todos los casos, y el Departamento de Defensa me quería a mí, escogida entre todos los demás. O para ser más exactos, Briggs lo hizo. En la primavera del año siguiente, fui dada de baja de las Fuerzas Aéreas muy pronto, y no por buen comportamiento, sino porque la Administración Reagan me quería fuera. Me marché con unas condiciones vergonzosas, que me causan dolor incluso ahora. Ése es mi destino y por eso me encuentro en un edificio redondo. Nada termina ni comienza en mi vida. Lo que estaba muy lejos está ahora a mi lado. De alguna manera todo es lo mismo.

El signo más evidente de mis seis meses de ausencia, de una posición que todavía no he ocupado de verdad, es que el despacho administrativo de Bryce es un cómodo revoltijo mientras que el mío está vacío y desnudo. Aquí se respira una sensación desolada y solitaria, mi pequeña mesa de reuniones de acero pulido está vacía, ni siquiera hay un tiesto en ella, y cuando habito un espacio siempre hay plantas. Orquídeas, gardenias, árboles de interior, como palmeras de areca y de sagú, porque quiero vida y fragancia. Pero las que tenía aquí cuando me instalé han desaparecido por el exceso de riego y demasiado fertilizante. Le di a Bryce instrucciones detalladas y tres meses para que las matase todas. Le llevó menos de dos.

No hay casi nada en mi mesa, una estación de trabajo modular en forma de arco construida con acero y la superficie negra, y un grupo de archivadores a juego y estantes entre las grandes ventanas que miran al Charles y al skyline de Boston. Una encimera de granito negro detrás de mi silla Aeron recorre todo el largo de la pared. Ahí es donde tengo el sistema de microdisección por láser Leica, con sus pantallas de vídeo y demás equipos, y cerca está mi fiel Leica para uso diario, un microscopio de investigación más básico que puedo manejar con una mano y sin software ni programa de ayuda. No hay mucho más, no hay expedientes de casos a la vista, ningún certificado de defunción u otros papeles para que revise e inicialice, ningún correo y muy pocos efectos personales. Decido que no es bueno tener un despacho tan bien arreglado e inmaculado. Preferiría tener un vertedero. Es una sensación peculiar verse enfrentado con un espacio de trabajo tan vacío que te hace sentir abrumada. Guardo la carta de Erica Donahue en una bolsa de plástico. Por fin me doy cuenta de que no soy partidaria de un mundo que se está convirtiendo rápidamente en un mundo sin papeles. Me gusta ver al enemigo, montones de páginas de lo que debo conquistar, y me consuelo con las pilas de páginas de amigos.

Guardo la carta en un armario cuando Lucy aparece silenciosamente como un fantasma, vestida con una voluminosa bata de laboratorio blanca que usa para calentarse y porque puede ocultar cosas debajo, y también porque le gustan mucho los bolsillos grandes. La enorme bata la hace parecer poco amenazadora y mucho más joven, apenas en la treintena, como dice ella, pero siempre será una niña pequeña para mí. Me pregunto si las madres sienten siempre lo mismo respecto a sus hijas, incluso cuando estas llegan a ser madres, o en el caso de Lucy, van armadas y son peligrosas.

Es probable que lleve una pistola metida en la cintura de los pantalones, y me doy cuenta de una manera egoísta de que me siento feliz de que esté en casa. Está de nuevo en mi vida, no en Florida o con gente que debo esforzarme para que me caigan bien.

La fiscal de Manhattan, Jaime Berger, está incluida en ese saco. Mientras miro a mi sobrina, mi única hija sustituta, entrando en el despacho, no puedo evitar una verdad que no le diré. Me alegro de que ella y Jaime hayan acabado. Por eso no he preguntado nada aún.

—¿Benton todavía está contigo? —pregunto.

—Está al teléfono. —Cierra la puerta.

—¿Con quién habla a estas horas?

Lucy coge una silla, recoge las piernas sobre el asiento, y las cruza.

—Con algunos de los suyos —responde, dando a entender que está hablando con sus colegas del MacLean, pero no es eso. Anne se está ocupando del hospital, ella y Marino están allí preparándose para hacer el escáner. ¿Por qué Benton tendría que hablar con ellos o con cualquier otro en el MacLean?

—Entonces aquí solo estamos nosotros tres —comento con mordacidad—. Excepto Ron, supongo. Pero si quieres cerrar la puerta, no creo que pase nada. —Es mi manera de hacerle saber que su comportamiento reservado y supervigilante no se me pasa por alto y deseo que me lo explique. Deseo que me explique por qué considera necesario estar evasiva o directamente mentirme, a mí, su tía, su casi madre, y ahora jefa.

—Lo sé. —Saca una pequeña caja de pruebas del bolsillo de la bata.

—¿Sabes? ¿Qué sabes?

—Que Anne y Marino fueron al MacLean porque quieres una resonancia magnética. Benton me lo dijo. ¿Por qué no has ido tú?

—No me necesitan, no podría ayudar mucho porque las resonancias magnéticas no son mi especialidad. —No hay un escáner de resonancia magnética en el Port Mortuary de Dover, donde la mayoría de los cuerpos son bajas de guerra y vienen con metal—. Pensé que era mejor ocuparme de unas cuantas cosas, y cuando esté convencida de saber lo que estoy buscando, comenzaré con la autopsia.

—Si te paras a pensarlo ése es el proceso inverso —murmura Lucy, con sus ojos verdes fijos en mí—. Tú hacías la autopsia para saber lo que estabas buscando. Ahora es solo una confirmación de lo que ya sabes y un medio de recoger pruebas.

—No del todo. Todavía me llevo sorpresas. ¿Qué hay en la caja?

—Hablando de eso. —Desliza la pequeña caja blanca sobre la superficie despejada de mi ridículamente limpia mesa—. Puedes sacarlo y no necesitas guantes. Pero ten cuidado.

En el interior de la caja sobre un fondo de algodón hay lo que parece ser el ala de un insecto, posiblemente de una mosca.

—Adelante, tócala —me alienta Lucy, y se inclina hacia delante en la silla, el rostro brillante por la excitación, como si yo estuviese abriendo un regalo.

Noto la rigidez de los alambres y la delgada membrana transparente. Parece de plástico.

—Artificial. Interesante. ¿Se puede saber qué es y dónde lo has conseguido?

—¿Sabes algo del Santo Grial de los robots voladores?

—Confieso mi total ignorancia.

—Años y años de investigación. Se gastaron millones y millones de dólares en la investigación para construir el robot volador perfecto.

—Sigo tan en blanco como antes. En realidad, no tengo la más remota idea de lo que estás hablando.

—Equipado con microcámaras y transmisores para vigilancias encubiertas; siendo más precisa, para espiar a las personas. O para detectar productos químicos, explosivos y quizá también peligros biológicos. El trabajo se está desarrollando en Harvard, en el MIT, en Berkeley, en muchos lugares de aquí y ultramar, incluso antes de los cyborgs, aquellos insectos con sistemas microelectromecánicos, máquinas-insecto con interfaces. Y después pasaron a hacer mierdas de ésas en otros seres vivos, como las tortugas o los delfines. Si quieres mi opinión, no fue uno de los mejores momentos de la DARPA.

Coloco el ala de nuevo en el cuadrado de algodón.

—Volvamos atrás. Comencemos por dónde conseguiste esto.

—Estoy preocupada.

—Las dos lo estamos.

—Cuando Marino lo tenía en ID esta mañana —Lucy se refiere al muerto de Norton’s Woods—, quería hablarle del sistema de grabación que descubrí en los auriculares, así que bajé las escaleras. Le estaba tomando las huellas digitales al cadáver, y me fijé en lo que a primera vista parecía el ala de una mosca pegada en el cuello del abrigo del tipo, junto con algunos otros restos, como tierra y trozos de hojas secas como consecuencia de haber caído al suelo.

—No se despegó cuando lo atendieron los ATS —comento—. Cuando le abrieron la cazadora.

—Es obvio que no. Estaba enganchado en la piel, en el cuello de imitación de piel —dice Lucy—. Algo me llamó la atención, ya sabes, tuve una sensación extraña y lo observé con detenimiento.

Cojo una lente de aumento del cajón de mi mesa y enciendo una lámpara. Ante la potente luz, el ala ampliada ya no parece natural. Lo que uno creería que es la base del ala, donde se engancha al cuerpo, es en realidad una especie de juntura flexible y las venas que corren por el tejido del ala son brillantes como cables.

—Es probable que sea un compuesto de carbono. Hay quince uniones en cada ala. Asombroso. —Lucy me describe lo que estoy viendo—. El ala en sí es un marco de polímero electroactivo, que responde a las señales eléctricas y hace que las alas plegadas en abanico se muevan con la velocidad de una mosca de verdad, una mosca cualquiera que tienes en casa. Históricamente, las moscas-robot despegan en vertical como un helicóptero y vuelan como un ángel, lo cual ha sido siempre uno de sus principales obstáculos de diseño. Eso y conseguir un artilugio micromecánico que sea autónomo pero no abultado; en otras palabras, inspirado en la biología y, por lo tanto, que tenga la potencia necesaria para moverse con libertad en cualquier entorno en que lo pongas.

—Inspirado en la biología, como las invenciones conceptualizadas de Da Vinci. —Me pregunto si ella recuerda la exposición a la que la llevé en Londres y si se fijó en el cartel que había en la sala de estar del apartamento del muerto. Por supuesto que lo vio. Lucy lo ve todo.

—El cartel sobre el sofá —dice ella.

—Sí, me fijé en él.

—En uno de los vídeos, cuando le estaba poniendo la correa al perro. ¿No te parece siniestro? —pregunta Lucy.

—No estoy segura de saber por qué es siniestro.

—Bueno, tuve la oportunidad de mirar las grabaciones mucho más a fondo que tú. —Otra vez la conducta de Lucy, los matices que he llegado a reconocer con la misma claridad que los sutiles cambios del tejido vistos a través del microscopio—. Corresponde a la misma exposición a la que me llevaste en Courtauld, incluso tiene la fecha que se corresponde a ese mismo verano —dice con toda calma y con un cierto objetivo en mente—. Quizás estuvimos allí cuando él estaba, si suponemos que fue.

Ése es el objetivo. Es lo que cree Lucy. Una vinculación entre el muerto y nosotras.

—Que tenga el cartel no significa que estuviese —continúa—. Me doy cuenta. No podría aguantarse ante un tribunal —añade con un toque de ironía, como si estuviese haciendo una alusión jocosa a Jamie Berger, la fiscal con la que cada vez tengo más claro que ya no está.

—¿Lucy, tienes alguna idea de quién es ese hombre? —pregunto sin más.

—Solo creo que es extraño pensar que pudo estar en aquélla galería cuando estuvimos nosotras. Pero desde luego no estoy diciendo que estuviera. En absoluto.

No es lo que piensa de verdad. Lo veo en sus ojos y lo oigo en su voz. Sospecha que él pudo haber estado allí cuando estuvimos nosotras. ¿Cómo puede comenzar a suponer algo semejante de un muerto cuyo nombre no conocemos?

—No estarás otra vez haciendo de hacker —digo sin rodeos, como si estuviese preguntando si fuma, bebe o tiene algún otro vicio que pudiese ser perjudicial para su salud.

He pensado más de una vez que quizá Lucy siguió el rastro de los vídeos filmados en secreto hasta el ordenador personal de destino o quizá un servidor en alguna parte. Para ella, los cortafuegos y otras medidas de seguridad para proteger la información del usuario no son más que pequeños obstáculos en la carretera que no le impedirán llegar a su destino.

—No soy ninguna hacker —es su escueta respuesta.

Eso no es una respuesta, pienso, pero no lo digo.

—Solo que me parece una coincidencia poco habitual que pudiese haber estado en Courtauld cuando estuvimos nosotras —continúa—. Y creo que es muy probable que tenga ese cartel porque tiene alguna vinculación con la muestra. Ya no se pueden comprar, lo he comprobado. ¿Quién tendría uno a menos que hubiera ido o lo hiciese alguien cercano a él?

—A menos que sea más mayor de lo que aparenta, tendría que haber sido un niño por aquel entonces —señalo—. Fue en el verano de 2001.

Recuerdo que la hora en su reloj estaba cinco horas adelantada respecto a la hora que sería en esta parte del mundo. Estaba puesta en el huso horario del Reino Unido, y la muestra fue en Londres. No prueba nada. Una coincidencia, pero no una prueba, me digo a mí misma.

—Esa exposición es exactamente ese tipo de cosas que le interesaría a un inventor precoz —opina Lucy.

—Lo mismo que a ti —respondo—. Creo que la recorriste cuatro veces. Y compraste la serie de conferencias en CD, estabas tan entusiasmada.

—Da que pensar. Un niño en la galería en el mismo momento que nosotras.

—Lo dices como si fuese un hecho. —Continúo insistiendo en el mismo punto.

—Y casi una década más tarde yo estoy aquí, tú estás aquí y su cadáver está aquí. Para que hablen de seis grados de separación.

Me sobresalta oírle referirse a algo que estaba pensando justo antes. Primero la exposición en Londres, ahora la gran red que formamos todos, la forma en que las vidas de todo el planeta se interconectan de alguna manera.

—Nunca termino de acostumbrarme —prosigue Lucy—. Ver a alguien y que más tarde lo asesinen. No es que pueda imaginarlo como un niño en una galería de Londres, no es que vea el rostro de un niño en mi mente. Pero quizá podría haber estado junto a él o incluso hablado con él. En retrospectiva siempre es duro comprender que de haber sabido lo que te esperaba, quizá podrías haber cambiado el destino de alguien. O el tuyo propio.

—¿Benton te dijo que el hombre de Norton’s Woods fue asesinado, o lo has sabido por alguien más?

—Estuvimos poniéndonos al día.

—Y tú le hablaste de la mosca-robot mientras estabas poniéndolo al día en tu laboratorio. —No es una pregunta.

Estoy segura de que ella le habló a Benton del ala de la mosca-robot y de todo lo demás que ella cree que debe saber. Ella es la que se mostró enfática en el helicóptero hace poco cuando dijo que Benton era la única persona en la que confiaba de verdad ahora mismo, aparte de mí. Aunque yo no sienta que recibo su confianza. Tengo la sensación de que está filtrando la información y selecciona lo que ofrece cuando lo que deseo es que no deje de hablar. Deseo que no sea evasiva ni mienta. Pero una cosa que he aprendido de Lucy es que desearlo no hace que sea verdad. Puedo pasarme toda mi vida con ella y eso no cambiará su conducta. No cambiará lo que cree o hace.

Apago la lámpara y le devuelvo la pequeña caja blanca.

—¿A qué te referías con eso de que vuela como un ángel?

—Me refiero a aquellas representaciones artísticas de los ángeles volando. Sé que las has visto. —Lucy coge un bloc de papel y un bolígrafo colocados junto al teléfono—. Sus cuerpos están verticales, como alguien que tiene una mochila con un motor a reacción en la espalda, a diferencia de los insectos y los pájaros, cuyos cuerpos están horizontales en el vuelo. Estas pequeñas moscas-robot vuelan verticalmente, como los ángeles, y ése ha sido uno de sus fallos: ése y su tamaño. Encontrar la solución es lo que yo llamo el Santo Grial. Ha eludido a los mejores y más brillantes.

Dibuja algo para mostrármelo, una figura como un monigote que parece una cruz volando a través del aire.

—Si quieres un insecto que parezca una mosca común para que literalmente sea una mosca en la pared que realiza una vigilancia encubierta —continúa—, debe parecer una mosca, no un pequeño cuerpo que se mantiene vertical con las alas pegadas. Si tengo un encuentro en Irán con Ahmadinejad y algo vuela verticalmente y aterriza verticalmente en el alféizar como una Campanilla minúscula, creo que me daría cuenta y sospecharía algo.

—Si tú te encontrases con Ahmadinejad en Irán, yo sospecharía por un montón de razones. Si me olvido de por qué mi paciente tiene el ala de una de esas cosas en el cuello de su cazadora, y si acepto que esa ala es parte de una mosca-robot intacta… —comienzo a decir.

—No es exactamente una mosca-robot —me interrumpe—. Ni tampoco tiene que ser un robot espía. Es lo que intento decirte. Creo que esto es el Santo Grial.

—Vale, sea lo que sea, ¿para qué se podría utilizar?

—Deja que tu imaginación sea el límite —responde—. Podría hacer una larga lista, pero no saberlo con exactitud, no a partir de un ala, aunque puedo decir unas cuantas cosas significativas. Por desgracia, no pude encontrar el resto.

—¿Te refieres al cuerpo, en la cazadora? ¿Encontrarlo, dónde?

—En el escenario del crimen.

—Fuiste a Norton’s Woods.

—Claro —dice ella—. En cuanto comprendí de dónde provenía el ala. Por supuesto que fui allí de inmediato.

—Hemos estado juntas durante horas. —Le recuerdo que podía habérmelo dicho antes—. Solas tú y yo en la cabina todo el camino hasta aquí, desde Dover.

—Tiene que ver con los intercomunicadores. Incluso cuando sé con certeza que está apagado atrás, no estoy del todo segura. No, cuando hay algo que no me puedo permitir que nadie más escuche. Marino no debe saber nada de esto. —Señala la pequeña caja blanca que contiene el ala.

—¿Se puede saber por qué?

—Créeme, mejor que no sepa nada de esto. Es una parte muy pequeña de algo mucho mayor, en muchos sentidos.

Continúa hablando para asegurarme que Marino no sabe nada de que ella fue a Norton’s Woods. Él no tiene ni idea de la pequeña ala mecánica o de que fuese un motivo determinante para que se decidiese a traerme a casa desde Dover cuanto antes, para escoltarme en su helicóptero para más seguridad. No mencionó nada de esto hasta ahora, continúa explicándome, porque de momento no confía en nadie. Excepto en Benton, añade. Y en mí. Y tiene mucho cuidado con quién y dónde mantiene ciertas conversaciones. Todos nosotros debemos ser precavidos.

—A menos que el área haya sido limpiada —dice, y a lo que se refiere es a barrida electrónicamente; la conclusión es que mi despacho es seguro o no estaríamos manteniendo esta conversación aquí dentro.

—¿Has barrido mi despacho en busca de aparatos espía? —No me sorprende. Lucy sabe cómo hacer un barrido de un lugar en busca de aparatos ocultos porque sabe cómo espiar. El mejor ladrón es un cerrajero—. ¿Por qué crees que alguien podría estar interesado en poner aparatos espía en mi despacho?

—No estoy segura de quién está interesado en qué o por qué.

—No puede ser Marino —digo.

—Si él lo hiciese sería tan obvio como un oso de peluche con una cámara. Por supuesto que no. No me preocupa que él pueda hacer algo así. Solo me preocupa que no pueda mantener la boca cerrada —responde Lucy—. Al menos no cuando se trata de ciertas personas.

—Hablaste de MORT en el helicóptero. No estabas preocupada por el intercomunicador, por Marino, cuando se trató de MORT.

—No es lo mismo. Ni de lejos —afirma—. No tiene importancia si Marino se va de la lengua con ciertas personas sobre que hay un robot en el apartamento del tipo. Esas otras personas ya lo saben, puedes estar segura de ello. No puedo permitir que Marino hable de mi pequeño amigo. —Mira la pequeña caja blanca—. Aunque no lo haga con mala intención. Pero no comprende ciertas realidades de algunas personas. En especial del general Briggs y la capitana Avallone.

—No sabía que supieses nada de ella. —Nunca mencioné a Sophia Avallone a mi sobrina.

—Cuando estuvo aquí, Jack la acompañó. Marino le trajo la comida, estuvo lamiendo su culo uniformado. Él no sabe comportarse con personas como ésas, del puto Pentágono, o alguien que, como un estúpido, cree que es uno de nosotros, ya sabes, es seguro.

Me tranquiliza que lo comprenda, pero no quiero animarla a que desconfíe de Marino, ni por asomo. Han pasado muchas cosas con él y por fin vuelven a ser amigos, tan cercanos como eran cuando ella era una niña y él le enseñaba a conducir su camioneta y a disparar. Ella lo apreciaba muchísimo y el aprecio era mutuo. Ella recibió la ciencia de mis genes, pero ha obtenido de él su afinidad por las cosas de los polis, como lo llama. Él era el grande y duro detective en su vida cuando ella era una niña maravillosa, y él la quería y detestaba de muchas formas diferentes mientras Lucy lo amaba y lo odiaba. Pero ahora son colegas y amigos. Haré lo que sea para que se mantenga así. Ten cuidado con lo que dices, me digo a mí misma. Que haya paz.

—Por lo tanto, deduzco que Briggs no sabe nada de esto. —Señalo la pequeña caja blanca en mi mesa—. Y la capitana Avallone tampoco.

—No pueden saberlo.

—¿Mi despacho tiene micrófonos ahora mismo?

—Nuestra conversación es absolutamente segura —responde, y no es una respuesta.

—¿Qué pasa con Jack? ¿Es posible que sepa algo acerca de la mosca-robot? Tú no se lo dijiste.

—Por supuesto que no.

—A menos que alguien lo llamase para que la buscase. O el ala.

—¿Te refieres a que si el asesino llamó aquí para que buscásemos una mosca-robot perdida? —dice Lucy—. Solo la llamo así para simplificar, pero no es una mosca-robot de la variedad de jardín. Eso sería muy estúpido. Significaría que quien llamaba tenía algo que ver con el homicidio del sujeto.

—No podemos descartar nada. A veces los asesinos son estúpidos —digo—. Si están muy desesperados.