En un diagrama corporal, anoto que a las once y quince de la noche el cuerpo está totalmente rígido y refrigerado. Tiene un esquema de decoloraciones rojo oscuro y zonas blancas posicionales que indican que estaba acostado sobre la espalda con los brazos rectos a los costados, las palmas hacia abajo, totalmente vestido, y con un reloj en la muñeca izquierda y un anillo en el dedo meñique izquierdo por lo menos durante doce horas después de morir.
La hipóstasis post mórtem, mejor conocida como lividez o livor mortis, es una de mis indicaciones favoritas, aunque a menudo es malinterpretada incluso por aquéllos que deberían saberlo. Puede parecer un morado debido a un trauma cuando de hecho está causado por el vulgar fenómeno fisiológico de la sangre que no circula amontonándose en las venas pequeñas debido a la gravedad. La lividez es rojo oscuro, o puede ser púrpura con zonas más claras de blanqueo debido a que reposaron sobre una superficie firme, y no importa lo que me digan sobre las circunstancias de la muerte, el cuerpo en sí mismo no miente.
—No hay ninguna marca de livor secundaria que pueda indicar que el cuerpo se movió cuando el livor aún se estaba formando —observo—. Todo lo que veo es consistente con que lo metieron dentro de una bolsa y colocaron el cuerpo sobre una plataforma, sin moverse.
Añado un diagrama corporal a la tablilla y dibujo las impresiones hechas por un elástico, un cinturón, las joyas, los zapatos y los calcetines, zonas claras en la piel que muestran la forma de un elástico, una hebilla, una tela o un tejido.
—Desde luego sugiere que ni siquiera movió los brazos, no forcejeó, y eso es bueno —decide Anne.
—Exacto. De haber despertado, por lo menos tendría que haber movido los brazos. Por lo tanto, eso es estupendo —asiente Marino, y aprieta las teclas cuando una imagen llena la pantalla del ordenador sobre el mostrador.
Tomo nota de que el hombre no lleva piercings, ni tatuajes, y está limpio, con las uñas bien cortadas y la piel suave de alguien que no hace trabajos manuales ni realiza ninguna actividad física que pudiese causar callos en las manos o en los pies. Palpo la cabeza, en busca de defectos, como pueden ser las fracturas u otras heridas, y no encuentro nada.
—La pregunta es si estaba boca abajo cuando cayó. —Marino está mirando lo que el investigador Lester Law le ha enviado por e-mail—. ¿O está boca arriba en estas imágenes porque los ATS le dieron la vuelta?
—Para reanimarlo tuvieron que ponerlo boca arriba, sin duda. —Me acerco más para mirar.
Marino pasa varias fotos, todas mostrando lo mismo pero en diferentes perspectivas: el hombre boca arriba, la cazadora verde oscuro y la camisa abierta, la cabeza girada hacia un lado, los ojos entrecerrados; un primer plano de su rostro, restos pegados a los labios, que parecen ser partículas de hojas muertas, hierba y polvo.
—Amplía eso —le digo a Marino, y con un clic del ratón, la imagen se hace más grande y el rostro juvenil del hombre llena la pantalla.
Vuelvo al cadáver detrás de mí y busco heridas en el rostro y la cabeza, y noto un rasguño en la parte interior de la barbilla. Le bajo el labio inferior y veo una pequeña laceración, lo más probable hecha por los dientes inferiores cuando cayó y se golpeó de cara contra el sendero de grava.
—Eso no puede ser la causa de toda la sangre que vi —dice Anne.
—No, no puede ser —asiento—. Pero sugiere que golpeó el suelo de cara, lo que también sugiere que cayó como una piedra, ni siquiera se tambaleó o intentó interrumpir la caída. ¿Dónde está la bolsa en que lo trajeron?
—Está desplegada en una mesa de la sala de autopsias. Supuse que querrías echarle una ojeada —me dice Anne—. Y sus prendas se están secando allí. Cuando lo desnudé, lo puse todo en el armario junto a tu puesto de trabajo. La número uno.
—Bien. Gracias.
—Quizás alguien le golpeó —propone Marino—. Quizá le distrajo dándole un puñetazo o un codazo en el rostro, y después lo apuñaló por la espalda. Claro que probablemente hubiese quedado registrado, aparecería en los vídeos.
—Tendría algo más que esta laceración si alguien le hubiese dado un puñetazo en la boca. Mira los restos en su rostro y la ubicación de los auriculares. —Estoy de nuevo junto al ordenador, y voy pasando las imágenes para mostrarlas—. Es obvio que cae boca abajo. Los auriculares están ahí, bajo el banco, yo diría al menos a un metro ochenta, una indicación de que cayó con la fuerza suficiente para lanzarlos a esa distancia y desconectarlos de la radio satélite, que creo que estaba en un bolsillo.
—A menos que alguien moviese los auriculares, quizá los apartó de un puntapié —opina Benton.
—Yo también lo he pesando —señalo.
—Quieres decir como si alguien hubiese intentado ayudarle —dice Marino—. La gente se apiña a su alrededor y los auriculares acaban debajo de un banco.
—O alguien lo hizo con toda la intención.
Hay algo más que advierto. Al pasar la serie de fotos, me detengo en una de la muñeca izquierda. Amplío la imagen del reloj taquímetro de acero, me acerco a la esfera de fibra de carbono.
La hora que aparece en la fotografía son las cinco y diecisiete de la tarde, que es cuando el agente de la policía la tomó. Sin embargo, el reloj marca las diez catorce, cinco horas más tarde.
—Cuando tú recogiste el reloj esta mañana —le digo a Marino—, dijiste que parecía haberse detenido. ¿Estás seguro de que no era porque estaba puesto a una hora diferente de nuestra hora local?
—No, estaba detenido —responde—. Como dije, es uno de esos relojes automáticos, y se detuvo en algún momento de la madrugada, alrededor de las cuatro de la mañana.
—Parece marcar cinco horas más tarde que la hora estándar del Este. —Señalo lo que estoy viendo en la foto.
—Vale. Entonces tuvo que haberse detenido alrededor de las once de la noche de nuestra hora local —dice Marino—. Por lo tanto, marcaba mal desde el principio y después se paró.
—Quizás estaba en otra zona horaria porque acababa de volar desde ultramar —sugiere Benton.
—Tan pronto como acabemos aquí, tengo que encontrar su apartamento —dice Marino.
Compruebo los números de calidad de control en el registro pertinente, me aseguro de que la desviación estándar está en cero y el nivel de ruido del sistema o la variación están dentro de los límites normales.
—¿Estamos preparados? —les pregunto a todos.
Estoy ansiosa por hacer el escáner. Quiero ver qué hay en el interior de este hombre.
—Haremos un topograma, luego recogeremos los datos antes de hacer un reconocimiento en tres dimensiones con al menos un cincuenta por ciento de solapado —digo a Anne mientras ella aprieta un botón para deslizar la mesa en el tubo del escáner—. Pero cambiaremos el protocolo y comenzaremos con el tórax, no por la cabeza, excepto, por supuesto, para utilizar la glabela como referencia.
Me refiero al espacio entre las cejas por encima de la nariz que utilizamos para la orientación espacial.
—Una sección transversal del pecho que se correlacione exactamente con la región de interés que has marcado. —Voy repasando la lista mientras volvemos a la sala de control—. Una localización in situ de la herida, aislaremos esa zona y cualquier herida asociada, cualquier pista en el rastro de la herida.
Me siento entre Ollie y Anne, y después Marino y Benton acercan sus sillas detrás de nosotros. A través de la ventana de cristal veo los pies desnudos del hombre en la abertura del tubo del escáner.
—Tomografía automática e inteligente, índice de ruido dieciocho. Rotación de segmento punto cinco, detector de configuración, punto seis dos cinco —ordeno—. Resolución ultra alta en secciones muy delgadas. Colimación diez milímetros.
Oigo los sonidos de la pulsación electrónica cuando los detectores comienzan a girar dentro del tubo de rayos-X. El primer escáner dura sesenta segundos. Lo observo en tiempo real en la pantalla del ordenador, sin estar muy segura de lo que veo, pero no tendría que ser así. Pienso que el escáner está funcionando mal o que está mostrando el escáner de otro paciente, que ha accedido al archivo equivocado. ¿Qué estoy mirando?
—Jesús —dice Ollie por lo bajo, y frunce el entrecejo al ver las imágenes en la cuadrícula, imágenes extrañas que deben de ser un error.
—Orienta en tiempo y espacio, y vamos a alinearnos con la herida de atrás a adelante, de izquierda a derecha, y hacia arriba —dispongo—. Conectad los puntos para conseguir el rastro de la penetración de la herida, bueno, tal como es. Hay un rastro de herida y luego desaparece. No sé qué es.
—¿Qué demonios estamos mirando? —pregunta Marino, asombrado.
—Nada que haya visto antes, desde luego no es un apuñalamiento —respondo.
—Pues para empezar, aire —anuncia Ollie—. Estamos viendo muchísimo aire.
—Estas zonas oscuras aquí, aquí y aquí. —Se las señalo a Marino y Benton—. En este escáner, el aire aparece oscuro. Opuesto a la zona blanca brillante que muestra una mayor densidad. Los huesos y las calcificaciones son brillantes. Os podéis hacer una buena idea de lo que sea por la densidad de los píxeles.
Busco el ratón y muevo el cursor por encima de una costilla para que vean a qué me refiero.
—El número del escáner es mil ciento cincuenta y uno. Mientras que esta zona no tan brillante de aquí —muevo el cursor sobre una zona del pulmón— es cuarenta. Eso tiene que ser sangre. Estas zonas oscuras opacas que estáis viendo son una hemorragia.
Recuerdo las balas de alta velocidad que causan un tremendo aplastamiento y desgarramiento del tejido, similares a las heridas causadas por la onda expansiva de una explosión. Pero esto no es un disparo. Tampoco es producto de la detonación de un aparato explosivo. Por lo que veo, ninguna de las dos posibilidades puede ser verdad.
—Es un tipo de herida que pasa por el riñón izquierdo, sube a través del diafragma y llega al corazón, causando un profundo destrozo a lo largo del trayecto. Todo esto. —Señalo las zonas oscuras alrededor de los órganos internos que están desplazados y rotos—. Más aire subcutáneo. Aire en la musculatura paraespinal. Aire retroperitoneal. ¿Cómo entró todo ese aire en su interior? Aquí y aquí. Heridas en los huesos. Fracturas de costillas. Fractura de un proceso transverso. Hemoneumotórax, contusión en los pulmones, tiene hemopericardio. Y más aire. Aquí, aquí y aquí. —Toco la pantalla—. Aire rodeando el corazón y las cámaras cardíacas, y también en las arterias y venas pulmonares.
—¿Nunca has visto algo así? —me pregunta Benton.
—Sí y no. Un destrozo similar lo causan los fusiles militares, los cañones antitanques, una semiautomática que se utiliza con munición de fragmentación de alta velocidad. Cuanto mayor sea la velocidad, más grande es la energía cinética que se disipa en el impacto y mayor es el daño, en especial a los órganos huecos, como los intestinos y los pulmones, y los tejidos no elásticos, como el hígado y los riñones. Pero en un caso como éste, lo que esperas encontrar es un rastro de herida limpia y un proyectil, o fragmentos de uno. Cosas que no estamos viendo.
—¿Qué pasa con el aire? —pregunta Benton—. ¿Es normal encontrar bolsas de aire en casos como éste?
—No de esta manera —respondo—. Una onda expansiva puede crear una embolia de aire al forzar aire a través de la barrera aire-sangre, como puede ser en los pulmones. En otras palabras, el aire acaba donde no pertenece, pero lo que vemos aquí es un montón inusitado de aire.
—Muchísimo —afirma Ollie—. ¿Cómo consigues una onda expansiva con un apuñalamiento?
—Haz un corte directamente a través de estas coordenadas —le digo a Ollie, y le indico la región de interés marcada por un brillante punto blanco; el marcador de piel radiopaco que está colocado junto a la herida en el lado izquierdo de la espalda del hombre—. Comienza aquí y continúa moviendo cinco milímetros por arriba y por debajo de la región de interés especificada por los marcadores. Ese corte. Sí, ése es. Vamos a reformatearlo en una representación virtual en tres dimensiones desde el interior hacia fuera. Cortes finos, muy finos, de un milímetro, y los incrementos entre ellos. ¿Qué te parece?
—Punto setenta por punto cinco bastará.
—Vale, de acuerdo. Vamos a ver qué aspecto tiene si podemos seguir virtualmente el rastro, el rastro de lo que sea.
Los huesos son tan nítidos como si estuviesen desnudos delante de nosotros, y los órganos y otras estructuras internas están bien definidos en tonos grises cuando el tronco del hombre, el tórax, comienza a girar lentamente en tres dimensiones en la pantalla de vídeo. Gracias a un software sofisticado, desarrollado en principio para las colonoscopias virtuales, entramos en el cuerpo a través de la pequeña herida con forma de ojal, y viajamos con una cámara virtual como si estuviésemos en una nave espacial microscópica que vuela a baja velocidad a través de unas nubes grisáceas de tejido, más allá del riñón izquierdo destrozado como un asteroide.
Una abertura rasgada se abre delante de nosotros, y pasamos a través de un gran agujero en el diafragma. Nos encontramos con unos desgarros y contusiones tremendos. ¿Qué te pasó? ¿Qué te hizo esto? No tengo ninguna pista. Te domina una sensación de impotencia cuando te encuentras con un daño que parece desafiar las leyes de la física, un efecto sin causa. No hay proyectil. No hay fragmentos, ningún metal que pueda ver. No hay un orificio de salida, solo la entrada en forma de ojal en el lado izquierdo de la espalda. Pienso en voz alta, repito los puntos importantes para asegurarme de que todos entiendan lo que es incomprensible.
—Siempre me olvido de que aquí abajo nada funciona —comenta Benton distraído mientras mira su iPhone.
—Nada salió y nada se ilumina. —Pienso en lo que debemos hacer a continuación—. No hay señales de nada ferroso, pero necesitamos estar seguros.
—No tengo la menor idea en absoluto de qué puede haber hecho esto —declara Benton más que pregunta, mientras se levanta de su silla y se oyen unos ruidos como de hojas secas cuando se le desata la bata desechable—. Ya conoces el dicho de que no hay nada nuevo bajo el sol. Supongo que, como ocurre con otro montón de dichos, no es verdad.
—Esto es nuevo. Al menos para mí —respondo.
Él se inclina y se quita los protectores de los zapatos.
—No hay ninguna duda de que se trata de un homicidio.
—A menos que comiese una comida mexicana muy mala —dice Marino.
Se me pasa por la cabeza la vaga idea de que Benton se está comportando de forma sospechosa.
—Como un proyectil de alta velocidad, pero no hay proyectil, y si salió del cuerpo, ¿dónde está el orificio de salida? —Continúo diciendo lo mismo—. ¿Dónde demonios está el metal? ¿Con qué demonios le dispararon? ¿Con una bala de hielo?
—Vi algo así en MythBusters. Demostraron que es imposible debido al calor —dice Marino, como si yo lo hubiese dicho en serio—. Sin embargo, no lo sé. Me pregunto qué pasaría si cargas el arma y la tienes metida en el congelador hasta que estés preparado para disparar.
—Quizá si eres un francotirador en medio de la Antártida —opina Ollie—. ¿De todas maneras de dónde sale esa idea? ¿Dick Tracy? Pregunto por cosas que sean reales.
—Creo que era James Bond. No me acuerdo de qué película.
—Quizás el orificio de salida no es obvio —me dice Anne—. ¿Recuerdas aquella vez en que al tipo le dispararon en la mandíbula y la bala salió por el orificio nasal?
—¿Entonces dónde está la trayectoria de la herida? —le pregunto—. Necesitamos un contraste mejor entre los tejidos, tenemos que estar seguros de que no estamos pasando por alto nada antes de que lo abra.
—Si necesitáis mi ayuda para ese tema, puedo llamar al hospital —dice Benton mientras abre la puerta. Adivino que tiene prisa, pero no estoy segura de por qué.
No es su caso.
—Si no me necesitáis, voy a hablar con Lucy a ver qué ha encontrado —añade Benton—. Le echaré una ojeada a los vídeos. Comprobaré otro par de cosas. No te importa si utilizo uno de los teléfonos de arriba, ¿verdad?
—Yo me encargo de la llamada —dice Anne a Benton cuando se va—. Hablaré con los del hospital MacLean y me ocuparé del escáner.
Había una posibilidad teórica de que este día llegaría alguna vez. Pero tenemos la autorización de la Junta de Salud, de Harvard y de su hospital asociado, MacLean, que dispone de cuatro magnetos que varían en potencia desde los 1,5 a los 9 Teslas. Hace mucho tiempo me aseguré de que aprobasen los protocolos para hacer resonancias magnéticas de cadáveres en el laboratorio de neuroimágenes de MacLean, donde Anne trabaja a tiempo parcial como técnica de resonancias magnéticas para estudios de investigación psiquiátrica. Es así como la conseguí. Benton la conoció primero y me la recomendó. Él elige bien, sabe juzgar bien a la gente. Tenía que dejarle a él que contratase a mi maldito personal. Me pregunto a quién quiere llamar mi marido. No tengo muy claro de por qué está aquí en absoluto.
—Si quieres, podemos hacerlo ahora mismo —me dice Anne—. No tiene que haber ningún problema. No habrá nadie por allí. Vamos hasta la puerta principal, entramos y salimos.
A esta hora los pacientes psiquiátricos de MacLean no estarán deambulando por el campo. Hay poco riesgo de que ellos se encuentren con un cadáver que meten y sacan de un laboratorio.
—¿No podría ser que alguien le disparase con un cañón de agua? —Marino mira como transpuesto al torso que rota en la pantalla de vídeo, las costillas que se curvan y resplandecen blanquecinas en tres dimensiones—. En serio. Siempre he oído que es el crimen perfecto. Llenan un cartucho de escopeta con agua, y es como una bala cuando atraviesa el cuerpo. Pero no deja rastro.
—Jamás he tenido ninguno de esos casos —respondo.
—Pero podría suceder —dice Marino.
—En teoría. Sin embargo, la herida de entrada no sería como ésta —digo—. Pongámonos en marcha. Quiero hacerlo y mantenerlo fuera de la vista antes de que nadie llegue a trabajar. —Es casi medianoche.
Anne clica el icono de herramientas para tomar medidas y me informa de que el ancho de la huella de la herida antes de que se abra a través del diafragma es de 0,77 a 1,59 milímetros a una profundidad de 4,2 milímetros.
—Entonces eso qué me dice… —comienzo a decir.
—Qué tal si lo dices en pulgadas —se queja Marino.
—Algún tipo de objeto de doble filo, o una hoja que no es mucho más ancha de media pulgada —explico—. Y una vez que penetró en el cuerpo a una profundidad aproximada de dos pulgadas, alguna otra cosa ocurrió que provocó un profundo daño interno.
—Lo que me pregunto es hasta qué punto esta anormalidad que tenemos ante nosotros es iatrogénica —interviene Ollie—. Podría ser causada por los ATS durante los veinte minutos que se ocuparon de él. Probablemente será la primera pregunta que nos formularán. Debemos tener una mentalidad abierta.
—Es imposible. A menos que King Kong se encargase de hacer la reanimación —afirmo—. Al parecer este hombre fue apuñalado con algo que produjo una tremenda presión en su pecho y una enorme embolia de aire. Pudo sufrir horriblemente y morir en cuestión de minutos, lo que es consistente con lo que describieron los testigos, que se llevó la mano al pecho y cayó.
—¿Entonces por qué toda la sangre después de muerto? —pregunta Marino—. ¿Por qué no tuvo una hemorragia al instante? ¿Cómo demonios es posible que no comenzase a sangrar hasta después de que lo declarasen muerto y de camino hacia aquí?
—No sé la respuesta, pero no murió en nuestra nevera. —Al menos estoy segura de eso—. Estaba muerto antes de llegar aquí, murió en la escena del crimen.
—Pero debemos demostrar que comenzó a sangrar después de morir. Y los muertos no comienzan a sangrar como un maldito cerdo degollado. Entonces ¿cómo probamos que estaba muerto antes de llegar aquí? —insiste Marino.
—¿A quién debemos demostrárselo? —le digo.
—No sé a quién se lo dijo Fielding, dado que ni siquiera sabemos dónde demonios está. ¿Qué pasa si se lo dijo a alguien?
Como hiciste tú, pienso, pero no lo digo.
—Es por eso que uno debe tener mucho cuidado sobre divulgar detalles cuando no tenemos toda la información. —No podría ser más razonable.
—No tenemos más alternativa. —Marino no está dispuesto a ceder—. Debemos demostrar por qué una persona muerta comenzó a sangrar.
Recojo mi chaqueta y le digo a Anne:
—Primero una tomografía de cabeza y cuerpo completos. Una resonancia magnética de cuerpo entero, cada centímetro de él, y envíame lo que encuentres. Quiero verlo de inmediato.
—Yo conduzco —le dice Marino.
—Bueno, tráelo al muelle para calentarlo. Coge una de las furgonetas.
—No quiero que se caliente. Es más, creo que pondré el aire acondicionado a tope.
—Entonces podéis ir vosotros dos. Me encontraré con vosotros allí.
—De verdad… Si se calienta, quizá comience a sangrar de nuevo.
—Tienes que dejar de ver Saturday Night Live.
—Dan Aykroyd haciendo de Julia Child. ¿Lo recuerdas? «Necesitarás un puñal, un puñal muy, muy afilado». Y la sangre brota por todas partes.
Los tres bromean.
—Era muy divertido.
—Los viejos eran los mejores.
—Increíbles. Roseanne Roseannadanna.
—Oh, Dios, me encanta.
—Los tengo todos en DVD.
Les escucho reírse mientras me alejo.
Escaneo mi pulgar, y entro en la zona de la primera parada después de Recepción, donde hacemos las identificaciones, una sala blanca con mesas grises que simplemente llamamos ID.
Instaladas en la pared están las taquillas metálicas grises donde se guardan las pruebas, cada una con un número; utilizo la llave que me ha dado Marino para abrir la superior a la izquierda, donde han sido guardados los efectos personales del hombre hasta que los entreguemos a la funeraria o a la familia cuando por fin sepamos quién es y quién lo debe reclamar. En el interior hay bolsas de papel y sobres con etiquetas. Adjuntos a cada sobre están los formularios que Marino rellenó e inició para mantener la cadena de custodia. Encuentro el sobre pequeño que contiene el anillo de sello, escribo mis iniciales en el formulario y anoto la hora en que lo saqué de la taquilla. En uno de los ordenadores, abro el archivo y entro la misma información, y luego pienso en las prendas del muerto.
Debo examinarlas mientras estoy aquí abajo, no esperar a hacer la autopsia, que será dentro de unas horas. Quiero ver el agujero hecho por la hoja que penetró en la parte inferior de la espalda del hombre y creó semejante destrozo en su interior. Quiero ver cuánto pudo haber sangrado por la herida. Salgo de ID y camino por el pasillo de suelo gris en sentido inverso. Paso por la sala de rayos X, y a través de la puerta abierta veo a Marino, Anne y Ollie, todavía allí, que preparan el cuerpo para transportarlo al hospital MacLean; continúan con las bromas y las risas. Los dejo atrás sin que ellos lo adviertan, y abro las puertas dobles de acero que dan a la sala de autopsias.
Es un enorme espacio con las paredes de azulejos blancos y brillantes raíles de acero con focos de luz fría que corren horizontalmente a todo lo largo del techo blanco. Hay once mesas de acero junto a los fregaderos de acero instalados en las paredes, cada uno con un grifo que se abre y cierra a pedal, una manguera de alta presión, un cubo de basura, un canasto para lavar especímenes, y un contenedor de objetos punzocortantes. Los puestos que yo busqué con mucho cuidado y mandé instalar son como salas quirúrgicas minimodulares con sistemas de ventilación que cambian el aire cada cinco minutos, y hay ordenadores, campanas extractoras, carros con instrumentos quirúrgicos, lámparas halógenas de brazo flexible, superficies de disección con tablas de corte, contenedores de formalina con grifos, tubos de ensayo y jarras de plástico para histología y toxicología.
Mi puesto, el puesto del jefe, es el primero, y se me ocurre que alguien lo ha utilizado, y luego me siento ridícula por pensarlo. Por supuesto que lo estarían utilizando mientras yo estaba ausente. Por supuesto que Fielding probablemente lo hizo. No importa, y por qué debería importarme me digo a mí misma mientras veo que los instrumentos quirúrgicos que he dejado no están bien alineados, tal como yo los dejaría. Están colocados al azar en una gran tabla de disección de polietileno blanco, como si alguien los hubiese lavado y no lo hubiese hecho a fondo. Saco un par de guantes de látex de una caja y me los pongo porque no quiero tocar nada con las manos desnudas.
Normalmente no me preocupo, no tanto como debería, porque vengo de la vieja escuela de patólogos forenses que eran estoicos y curtidos y tenían un orgullo perverso de no sentir miedo o asco de nada. De los gusanos, los fluidos o la carne putrefacta que está hinchada y tiene color verde y chorrea, ni siquiera del sida, al menos no las preocupaciones que tenemos ahora cuando vivimos con fobias y reglamentos federales para casi todo. Recuerdo cuando caminaba por la sala sin prendas de protección, fumaba, tomaba café, tocaba a los pacientes muertos como haría cualquier médico, mi piel desnuda contra la de ellos mientras examinaba una herida, observaba una contusión o tomaba una medida. Pero nunca fui descuidada con mi puesto de trabajo o mis instrumentos quirúrgicos. Nunca fui despreocupada.
Nunca devolvería ni siquiera una aguja al carro quirúrgico sin primero lavarla con agua caliente y jabón. El sonido del agua caliente en los fregaderos era algo permanente en las morgues del pasado. Incluso cuando estuve en Richmond —incluso antes, cuando comenzaba en el Walter Reed— sabía del ADN y lo que sería admisible en los juicios y se convirtió en la norma de oro forense, y desde aquel momento en adelante, todo lo que hacíamos en los escenarios del crimen, en las salas de autopsias y en los laboratorios sería cuestionado en el banco de los testigos. La contaminación iba a convertirse en nuestro máximo archienemigo, y aunque en el CFC no empezamos con una rutina de esterilización del instrumental quirúrgico en una autoclave, desde luego no les dábamos un simple enjuague debajo del grifo y luego los arrojábamos sobre una tabla de cortar que tampoco estaba limpia.
Cojo un cuchillo de diseccionar de treinta y seis centímetros y advierto un rastro de sangre seca en el rugoso mango de acero y que la hoja, también de acero, está rayada y marcada en los bordes y con melladuras en el filo en lugar de estar afilada como una navaja y brillante como la plata pulida. Veo sangre en los dientes de una sierra de huesos y manchas de sangre seca en un ovillo de hilo encerado y en una aguja de doble curva. Recojo los fórceps, las tijeras, los alicates de costillas, un formón, una sonda flexible, y me siento desconsolada al ver en el mal estado en que está todo.
Le enviaré a Anne un mensaje para que le dé un manguerazo a mi puesto de trabajo y lave todos los instrumentos antes de que hagamos la autopsia al hombre de Norton’s Woods. Mandaré que limpien toda esta maldita sala de autopsias desde el techo hasta el suelo. Haré que inspeccionen todos los sistemas antes de que haya pasado mi primera semana en casa. Mientras saco un par de guantes limpios y camino hasta el mostrador donde hay un gran rollo de papel blanco —lo que llamamos papel de carnicero— en un dispensador atornillado a la pared. El papel hace un ruido muy fuerte cuando corto un trozo y cubro una mesa de autopsias en la mitad del salón, una mesa que parece más limpia que la mía.
Cubro mis prendas de trabajo del AFME con una bata desechable, sin preocuparme de atar los largos cordones en la espalda, y luego vuelvo a mi desordenado puesto de trabajo. Junto a la pared hay un gran armario secador de polipropileno blanco con ruedas de caucho macizo y una puerta de acrílico transparente, que abro introduciendo un código en el teclado digital. Colgados en el interior hay una cazadora de nailon verde con el cuello de piel negro, una camisa azul, pantalones de uniforme de faena negros y un par de calzoncillos bóxer, cada prenda en su percha de acero inoxidable. En una bandeja en el suelo del armario hay unas gastadas botas de cuero negro, y junto a ellas, un par de calcetines de lana gris. Reconozco algunas de esas prendas del vídeo, y siento una sensación inquietante al mirarlas ahora. El extractor centrífugo del armario y los filtros HEPA hacen unos sonidos bajos cuando miro las botas y los calcetines recogiéndolos uno a uno, sin encontrar nada destacable. Los calzoncillos son de algodón blanco con una abertura cruzada y la cintura elástica, y no veo nada raro, ninguna mancha ni defecto.
Despliego la cazadora sobre la mesa cubierta con el papel de carnicero, meto las manos en los bolsillos y me aseguro de que no ha quedado nada en ellos. Cojo un diagrama de prendas y comienzo a tomar notas. El cuello es de piel sintética y está cubierto con tierra, arena y trozos de hojas secas adheridas cuando el hombre cayó al suelo, y los gruesos puños tejidos también están sucios. El nailon es un material muy duro, que parece ser a prueba de rasgaduras, e impermeable gracias a un aislante de fibra negra, nada que se pueda atravesar con facilidad a menos que la hoja sea fuerte y muy puntiaguda. No veo ninguna evidencia de sangre dentro del forro de la chaqueta, ni siquiera alrededor del pequeño rasgón en la espalda, pero las áreas alrededor de la parte exterior, los hombros, las mangas, la espalda están ennegrecidas y rígidas con la sangre que se juntó en la parte interior de la bolsa después de que el hombre fuese metido en ella para transportarlo al CFC.
No sé cuánto tiempo pudo sangrar mientras estaba dentro de la bolsa y luego cuando estaba en el frigorífico, pero no sangró por la herida. Cuando abro la camisa de manga larga, de talla pequeña, que todavía huele un poco a colonia o loción para después del afeitado, solo encuentro una mancha de sangre negra que se ha secado alrededor del corte hecho por la hoja. Lo que Marina y Anne han dicho antes parece ser acertado, que el hombre comenzó a sangrar por la nariz y la boca mientras estaba totalmente vestido en el interior de la bolsa, con la cabeza girada hacia un lado, lo más probable hacia el mismo lado que cuando lo examiné en la sala de rayos X hace un rato. La sangre tuvo que gotear de forma continuada del rostro a la bolsa, se amontonó y goteó, y lo veo con toda claridad cuando examino la bolsa a continuación. Es una bolsa para cadáveres de tamaño adulto, la que se utiliza habitualmente en los servicios funerarios, negra con cremallera de nailon. A los costados tiene asas cosidas con remaches, y ahí es donde a menudo aparece el problema del goteo, siempre que la bolsa esté intacta, sin rasgaduras ni fallos en las costuras soldadas al calor. La sangre chorrea por los remaches, sobre todo si la bolsa es barata, y ésta es una de PVC de veinticinco dólares, de las que se compran al por mayor.
Recuerdo lo que vi en el escáner y me doy cuenta de lo rápido que debió de ocurrir el daño en lo que a todas luces fue un ataque relámpago, y la hemorragia no tiene el menor sentido. Tiene todavía menos sentido que cuando Marino me lo dijo en Dover. La enorme destrucción de los órganos internos del hombre tendría que haber producido una hemorragia pulmonar y habría hecho que la sangre saliese por la nariz y la boca. Pero tendría que haber ocurrido casi de forma instantánea. No entiendo por qué no sangró en el escenario del crimen. Cuando los ATS trataron de reanimarlo tendría que haber estado sangrando por el rostro, y eso hubiese sido un indicio claro de que no había muerto por una arritmia.
Cuando dejo la sala de autopsias para ir arriba, recuerdo el vídeo de nuevo y mi pregunta sobre los guantes negros y por qué se los puso en el momento de entrar en el parque. ¿Dónde están? No he visto guantes. No estaban en la taquilla de pruebas ni en el armario de secado; los busqué en los bolsillos de la cazadora pero no los encontré. Basada en lo que vi en las filmaciones hechas por los auriculares del hombre, tenía los guantes puestos cuando murió, y recuerdo lo que vi en el iPad de Lucy, cuando viajaba en la furgoneta hacia la terminal de aviación civil. Una mano con un guante negro apareció en el encuadre como si el hombre estuviese apartando algo y hubo un sonido cuando su mano golpeó los auriculares al tiempo que su voz decía: «¿Qué demo…? ¡Eh…!». Luego los árboles desnudos que se levantaban alrededor, a continuación los trozos de pizarra que se habían hecho más grandes en el suelo y el ruido que hizo al golpear, y después el dobladillo de un abrigo negro largo que pasaba. Luego un silencio roto por las voces de las personas que lo rodeaban y las exclamaciones de que no respiraba.
La puerta de la sala de rayos X está cerrada cuando llego allí. Miro en el interior, pero todos se han ido, la sala de control está vacía y en silencio, el escáner resplandece blanco entre las luces amortiguadas al otro lado del cristal blindado. Hago una pausa para llamar con el móvil, con la ilusión de que Anne responda, pero, si ella ya está en MacLean en el laboratorio de neuroimágenes, será imposible que reciba la llamada a través de las gruesas paredes de cemento de aquel lugar. Me sorprende cuando responde.
—¿Dónde estás? —pregunto, y oigo música de fondo.
—Ahora estamos llegando —contesta. Debe de estar en el interior de la furgoneta con Marino al volante y la radio en marcha.
—Cuando le quitaste las prendas, ¿viste un par de guantes negros? Quizá llevaba un par de guantes negros gruesos.
Una pausa, y luego la oigo decirle algo a Marino, y oigo la voz de él, pero no entiendo lo que se están diciendo el uno al otro. A continuación, ella me responde:
—No, y Marino dice que cuando tuvo el cadáver en ID no tenía guantes. No recuerda haber visto unos guantes.
—Dime exactamente que pasó ayer por la mañana.
—Aguarda aquí, solo es un minuto —oigo que le dice a Marino—. No, allí todavía no podemos, o saldrán los de seguridad. Espera aquí —le dice—. Vale —me dice a mí—. Apenas unos minutos después de las siete de la mañana de ayer, el doctor Fielding vino a rayos X. Como sabes, Ollie y yo siempre venimos temprano, antes de las siete, y en cualquier caso, él estaba preocupado por la sangre. Había visto las gotas de sangre en el suelo delante del frigorífico y también en el interior, y que el cuerpo sangraba o había sangrado. Un montón de sangre en la bolsa.
—El cuerpo todavía estaba vestido.
—Sí. La cazadora estaba abierta y la camisa cortada, eso lo hicieron los ATS, pero estaba vestido cuando lo trajeron y no se hizo nada hasta que el doctor Fielding entró allí para prepararlo para nosotros.
—¿Qué quieres decir con prepararlo?
Primera noticia de que Fielding haya preparado jamás un cuerpo para la autopsia, de que se haya tomado la molestia de sacarlo del frigorífico y llevarlo a la sala de rayos X o de autopsias, al menos no desde los viejos tiempos cuando estaba en los comienzos. Siempre deja lo que él considera tareas vulgares a aquéllos a los que él todavía llama la servidumbre, y lo que yo llamo técnicos de autopsias.
—Solo sé que encontró sangre y luego se apresuró a llamarnos porque recibió una llamada del Departamento de Policía de Cambridge, y como sabes, se suponía que la muerte súbita del tipo era natural, como un aneurisma, una arritmia o algo así.
—¿Y luego, qué?
—Luego Ollie y yo examinamos el cadáver y llamamos a Marino. Vino, miró, y se decidió no hacerle ningún escáner o la autopsia.
—¿Le dejasteis en el frigorífico?
—No. Marino quería primero procesarlo en ID, tomarle las huellas dactilares, las muestras, para que pudiésemos comenzar con el IAFIS y el ADN, con cualquier cosa que nos ayudase a descubrir quién era. El punto importante aquí es que no llevaba guantes en aquel momento, porque Marino se los habría sacado para tomarle las huellas dactilares.
—¿Entonces dónde están?
—Él no lo sabe y yo tampoco.
—Por favor, ¿puedes pedirle que se ponga?
Oigo como le pasa el móvil, y él dice:
—Síííí. Abrí la cremallera de la bolsa, pero no lo saqué, y había mucha sangre dentro, como ya sabes.
—¿Y qué hiciste?
—Le tomé las huellas mientras estaba en la bolsa, y de haber habido guantes, desde luego que los hubiese visto.
—¿Es posible que los técnicos le quitasen los guantes en el escenario del crimen y los guardasen dentro de la bolsa y tú no los vieses, y que después se perdiesen de alguna manera?
—No. Como te dije busqué cualquier efecto personal. El reloj, el anillo, el llavero, la caja de madera, el billete de veinte dólares. Lo saqué todo de sus bolsillos, y yo siempre miro dentro de la bolsa por la misma razón que acabas de mencionar. Por si acaso los técnicos o el servicio de recogida guardan algo ahí adentro, como un sombrero, gafas de sol o lo que sea. También los auriculares y la radio satélite. Estaban en una bolsa de papel y vinieron con el cadáver.
—¿Qué pasa con la policía de Cambridge? Sé que el investigador Lawless trajo la Glock.
—La entregó en el laboratorio de armas de fuego alrededor de las diez de la mañana. Fue todo lo que trajo.
—Cuando Anne colgó sus prendas dentro del armario de secado, bueno, es obvio que no tenía los guantes y tú dices que ya no estaban allí.
Le oigo decir algo, y luego Anne está de nuevo al teléfono.
—No —dice—. No vi guantes cuando puse todo lo demás en el armario. Fue alrededor de las nueve de la noche, hace casi cuatro horas, cuando desnudé el cuerpo para prepararlo para el escáner, no mucho antes de que tú llegases al CFC. Limpié el armario para asegurarme de que estuviese esterilizado antes de poner sus prendas en el interior.
—Me alegro de que algo esté estéril. Tendremos que limpiar mi puesto.
—Vale, vale —dice, pero no a mí—. Espera. Jesús, Pete. Espera.
Y entonces la voz de Marino suena en mi oído.
—Había otros casos.
—¿Perdón?
—Ayer por la mañana tuvimos otros casos. Así que quizás alguien le quitó los guantes, pero no tengo ni puñetera idea de quién. A menos que los recogiesen por error.
—¿Quiénes se ocuparon de los casos?
—El doctor Lambotte y el doctor Booker.
—¿Qué hizo Jack?
—Dos casos además del tipo de Norton’s Woods —responde Marino—. Una mujer que fue arrollada por un tren y un viejo que carecía de médico. Jack no hizo una mierda, se lo ha llevado el viento —afirma Marino—. No se preocupó del escenario, y por eso nos encontramos con un cadáver que comenzó a sangrar en el frigorífico y ahora tenemos que demostrar que el tipo estaba muerto.