7

La tormenta ha amainado, así como el viento, y la nieve ya tiene varios centímetros de profundidad. El tráfico es fluido en Memorial Drive; el tiempo no tiene mucha importancia para las personas acostumbradas a los inviernos de Nueva Inglaterra.

Los tejados de los colegios mayores del MIT y los campos de deportes están cubiertos de un manto blanco a la izquierda de la carretera, y al otro lado la nieve se mueve como si fuera humo sobre el carril de bicicletas. Los cobertizos de las embarcaciones desaparecen en la helada negrura del río Charles. Más al este, donde el río desagua en la bahía, el perfil urbano de Boston es una serie de formas rectangulares y manchas de luz en la noche lechosa. No hay tráfico aéreo sobre Logan, ningún avión a la vista.

—Tenemos que encontrarnos con Renaud tan pronto como sea posible. Cuando antes, mejor. —Benton cree que Paul Renaud, el fiscal de distrito del condado de Essex, debería saber que puede haber algo más en la confesión de Johnny Donahue, que de alguna manera el estudiante de Harvard y el hombre muerto en mi frigorífico podrían estar relacionados—. Pero ¿y si esto involucra a la DARPA? —añade Benton.

—Otwahl recibe financiación de la DARPA. Pero no es la DARPA, no es el Departamento de Defensa. Es civil, es una industria privada internacional —respondo—. Desde luego que está muy vinculada con el Gobierno a través de sustanciales aportaciones, decenas de millones; quizá mucho más que eso después de su tosca invención del MORT.

—La pregunta es en qué están metidos ahora. ¿En qué están trabajando ahora que podría ser significativo en este caso?

—Con toda sinceridad no podría decirlo, no a ciencia cierta. Aunque con solo ver el lugar parece obvio a qué se dedican. —Si tuviésemos que volver hacia Hanscom pasaríamos a menos de un kilómetro y medio de Otwahl Technologies y su instalación de pruebas de superconductores, un enorme complejo con su propia policía privada—. Lo más probable es que sea investigación sobre neutrones, ciencia de los materiales y cómo aplicaría a las nuevas tecnologías.

—Robótica —dice Benton.

—Robots, nanotecnología, ingeniería de software, biología sintética. Lucy sabe algo al respecto.

—Es probable que más que algo.

—Conociéndola, mucho más que algo.

—Es muy probable que estén fabricando malditos humanoides para que nunca nos quedemos sin soldados.

—Puede ser. —No bromeo.

—Y Briggs sabe lo del robot en el apartamento de ese tipo. —Benton se refiere a la casa del muerto—. ¿Debido a los vídeos? ¿Qué más hay al respecto? Me pregunto si le dijo a Jack algo sobre el tema, lo llamó y le alertó con sus preguntas.

Le explico algo más, le brindo un relato más detallado del hombre y las grabaciones que descubrió Lucy; grabaciones que Marino, de forma inapropiada, le mandó por e-mail a Briggs antes de que yo tuviese oportunidad de verlas primero, y cuando tuve la ocasión de verlas, fue solo de forma superficial, de camino a la terminal de aviación civil en Dover. Le cuento a Benton todo lo relacionado con el robot de seis patas, el Mortuary Operational Removal Transport, conocido como MORT, que está aparcado dentro de la casa, al lado de la puerta, y le recuerdo las controversias, los desacuerdos que tuve con ciertos políticos y sobre todo con Briggs sobre el hecho de utilizar esa máquina para recuperar bajas en el teatro de operaciones o en cualquier otra parte.

Describo su inhumanidad, el horror de una construcción metálica accionada por un motor a gasolina que suena como una motosierra que va avanzando para recuperar a seres humanos heridos o muertos, sujetándolos con unas pinzas que parecen las mandíbulas de una hormiga gigante.

—Piensa en el mensaje que recibes si te estás muriendo en el campo de batalla y eso es lo que tus camaradas envían a rescatarte —le digo a Benton—. ¿Qué clase de mensaje le estás enviando a los seres queridos de las víctimas cuando lo vean en las noticias?

—Utilizaste ese mismo lenguaje provocativo cuando hablaste ante el Subcomité del Senado ocupado en los fondos de defensa —afirma Benton.

—No recuerdo lo que dije.

—Estoy seguro de que no hiciste ningún amigo en Otwahl. Es probable que te ganases a unos cuantos enemigos de los que no tienes ni idea.

—No era por Otwahl o ninguna otra compañía tecnológica. Lo único que hizo Otwahl fue crear un vehículo robot autónomo. Fue a los de Pentágono a los que se les ocurrió su utilidad. Creo que en un principio MORT se suponía que iba a ser un robot de carga, nada más. Ni siquiera recordaba que Otwahl fuera la compañía hasta esta noche. Nunca fue una preocupación para mí. Mi desacuerdo era con el Pentágono y estaba dispuesta a defender mi territorio. —Casi digo «esa vez», pero me contengo. Benton no sabe nada de la ocasión en que no defendí mi territorio.

—Enemigos que no han olvidado. Esa clase de enemigos nunca olvidan. Lamento no haberlo sabido cuando estaba sucediendo —dice Benton, porque él no estaba cuando yo estaba haciendo enemigos en el Congreso. Estaba metido en un programa de protección de testigos y no estaba precisamente en posición de darme muchos consejos o asesoramiento, ni siquiera podía asegurarme que no estuviese muerto—. Seguro que guardas algunos archivos sobre el tema, registros que se remontan a entonces.

—¿Por qué?

—Me gustaría echarles una ojeada, ponerme al día. Podrían explicar unas cuantas cosas.

—¿Como qué?

—Me gustaría mirar el material que guardas de entonces —dice Benton.

Transcripciones de mi testimonio, vídeos de los trozos transmitidos en C-SPAN: todo lo que guardo estará en la caja de seguridad en el sótano de Cambridge, junto con ciertos artículos que no quiero que vea. Un grueso archivador de fuelle gris y fotografías que hice con mi propia cámara. Trozos de cartón blanco con manchas de sangre improvisadas, días antes de que existiesen los equipos FTA ADN, porque si la sangre se seca al aire puede durar para siempre, y sabía hacia donde iba la tecnología. Sobres blancos con trozos de uñas, vello púbico y pelo de la cabeza. Muestras orales, anales y vaginales, y bragas rotas ensangrentadas. Una botella vacía de Chablis, una lata de cerveza. Objetos que saqué de contrabando de un continente negro a medio mundo de distancia, hace más de dos décadas, pruebas que no debería tener, objetos que no debería haber analizado de forma privada, pero lo hice. Considero seriamente que si Benton estuviese al tanto de los casos de Ciudad del Cabo, quizá no sentiría lo mismo por mí.

—Ya conoces ese viejo dicho de que la venganza es un plato que se sirve frío —continúa—. Jodiste un proyecto de millones de dólares, un proyecto conjunto entre el Departamento de Defensa y Otwahl Technologies, y pisaste unos cuantos callos, y aunque han pasado muchos años, sospecho que hay personas allí que no lo han olvidado, aunque tú sí. Y ahora estás aquí, trabajando con el Departamento de Defensa en el patio trasero de Otwahl. Una oportunidad perfecta para una venganza calculada, para devolverte el favor.

—¿Devolverme el favor? ¿Un hombre que cae muerto en Norton’s Woods es devolverme el favor?

—Solo creo que deberíamos conocer al resto de los personajes…

Luego dejamos de hablar sobre el tema, porque hemos llegado al puente que conecta Cambridge con Boston, el Mass Ave Bridge, o lo que los lugareños llaman el puente Harvard o el puente MIT, según sus lealtades. Delante, mis oficinas se elevan como un faro, en forma de silo con una cúpula de cristal en la parte alta, siete pisos con paredes de titanio reforzado con acero. La primera vez que Marino vio el CFC dijo que se parecía a una bala dumdum, las balas expansivas, y en la nevada oscuridad, supongo que así es.

Dejamos Memorial Drive, nos apartamos del río, y tomamos la primera a la izquierda para entrar en el aparcamiento, alumbrado con luces de seguridad solares y rodeado por una cerca con un recubrimiento de PVC negro que no se puede trepar ni cortar. Saco el mando a distancia de mi bolso y aprieto un botón para abrir la verja. Entramos por encima de unas huellas de neumáticos que casi están recubiertas del todo por un polvo blanco fresco. Los coches de Anne y Ollie ya están ahí, aparcados al lado de las furgonetas de doble tracción y todoterrenos del CFC, y advierto que falta uno, uno de los todoterreno. Tendría que haber cuatro, pero uno de ellos no está y no está ahí desde antes que comenzase a nevar, probablemente el investigador médico legal de guardia.

Me pregunto quién está de guardia esta noche y por qué esa persona ha salido con uno de nuestros vehículos. Estará de servicio fuera, o quizás esté en su casa, y miro alrededor como si no hubiese estado aquí antes. Por encima de la verja a ambos lados hay edificios de laboratorios que pertenecen al MIT, de cristal y ladrillo, con antenas y parabólicas de radar en los tejados, las ventanas oscuras, excepto por algunas donde se ve un débil resplandor como si alguien se hubiese dejado encendida una lámpara de mesa o la luz del techo. La nieve ha dejado sus huellas en el suelo nocturno, y es sonora como el granizo cuando Benton se acerca al edificio, a la plaza designada para el director, junto al aparcamiento de Fielding, que está vacío y cubierto de nieve.

—Podríamos ponerlo en el muelle —dice Benton con ilusión.

—Sería aprovecharse, dado que nadie más puede —respondo—. De todas maneras, no está autorizado. Solo para camionetas y entregas.

—Dover te ha dejado huella. ¿Tengo que saludar?

—Solo en casa.

Bajamos, y la nieve llega a los tobillos de mis botas y no se aplasta debajo porque está demasiado fría, los copos son pequeños y están helados. Marco el código en el teclado junto a una puerta cerrada que comienza a abrirse con mucho ruido mientras Marino y Lucy entran en el aparcamiento. La sala de recepción parece un pequeño hangar sellado con pintura blanca, y montada en el techo hay una grúa monorriel, una grúa motorizada para levantar cuerpos demasiado grandes para ser trasladados a mano. Hay una rampa interior que lleva a una puerta metálica, y aparcada a un lado está nuestra furgoneta blanca para trasladar cuerpos, lo que en Dover llamábamos el camión del pan, diseñada para transportar hasta seis cuerpos en camillas, o en cajas de transferencia y para servir como laboratorio móvil en la escena de un crimen cuando se necesita.

Mientras espero a Marino y Lucy, recuerdo que no voy vestida para Nueva Inglaterra. Mi chaqueta táctica era muy adecuada en Delaware, pero ahora estoy helada. Intento no pensar en lo agradable que sería estar sentada delante de un buen fuego, con una copa de whisky de malta o un bourbon, y ponerme al día con Benton de cosas al margen de las tragedias, la traición y los enemigos con memoria de elefante, de apartarme de todos. Quiero beber y hablar con sinceridad con mi marido, dejar a un lado los juegos y los subterfugios y no preguntarme lo que él sabe. Anhelo un momento normal con él, pero nosotros no sabemos qué es eso. Incluso cuando hacemos el amor tenemos nuestros secretos y nada es normal.

—Ninguna actualización excepto Lawless. —Marino responde a una pregunta que nadie ha formulado mientras la puerta de la sala se cierra detrás de nosotros—. Por fin ha enviado por e-mail las fotografías de la escena. Pero dice que no ha habido suerte con el perro. Nadie ha llamado para informar de un galgo perdido.

—¿Qué galgo? —pregunta Benton.

Estaba demasiado ocupada describiendo a MORT y no mencioné nada más de lo que vi en los vídeos. Me siento como una tonta.

—Norton’s Woods —respondo—. Un galgo blanco y negro llamado Sock que al parecer escapó cuando los ATS estaban ocupados con nuestro caso.

—¿Cómo sabes que su nombre es Sock?

Se lo explico mientras tengo el pulgar sobre el sensor de la cerradura biométrica para que pueda escanear mi huella. Abro la puerta que da a la planta del edificio y menciono que el perro puede tener un microchip que nos daría información útil sobre la identidad del propietario. Añado que algunos grupos de rescate colocan microchips a los viejos galgos de carreras antes de darlos en adopción.

—Eso es interesante —dice Benton—. Creo que les vi.

—Te miró cuando tú estabas saliendo del camino en tu coche deportivo alrededor de las tres y cuarto de la tarde de ayer —le explica Lucy cuando entramos en la zona de trabajo, un espacio abierto con una oficina de seguridad, una balanza de suelo digital y una pared de inmensas puertas de acero inoxidable que dan a las salas de enfriamiento y la nevera.

—¿De qué hablas? —pregunta Benton a mi sobrina.

—¿Todo este tiempo los dos en el coche, conduciendo a través de la ventisca, y no lo has puesto al día de todas estas cosas? —me espeta Lucy. No es fácil cuando está de ese humor.

Siento la presencia del enojo, aunque tiene razón. Ella también te conoce, pienso. Te conoce tan bien como tú la conoces a ella. Sabe muy bien cuando algo me preocupa y me empecino en guardarlo para mí misma, y me he sentido preocupada y empecinada desde que dejé Dover. Fue una estupidez por mi parte no entrar en esa clase de detalles con los que Benton podría echar una mano. No conozco a nadie más psicológicamente astuto. Seguro que podría aportar muchas ideas sobre los minutos captados por las cámaras ocultas en los audífonos del muerto.

En cambio, me obsesioné con la DARPA, porque en realidad estaba obsesionada con Briggs. No puedo dejar atrás lo que ha ocurrido hoy, lo que ocurrió hace décadas, y cómo eso que él empezó parece no acabar nunca. Conoce aquel lugar oscuro de mi pasado, un lugar al que no llevo a nadie, y una parte de mí nunca le perdonará haber creado ese lugar. Fue idea suya que fuese a Ciudad del Cabo. Fue su maldito y brillante plan.

—Él y el galgo pasaron por delante de tu camino solo unos minutos antes de morir —está explicando Lucy a Benton, pero su mirada permanece fija en mí—. Si no te hubieses marchado, habrías oído las sirenas. Es probable que hubieses ido allí para ver lo que estaba pasando y quizás ahora tendrías alguna información útil para nosotros.

Me mira como si estuviese viendo ese lugar oscuro. Me consuelo diciéndome a mí misma que no es posible que lo sepa. Nunca se lo he dicho, ni tampoco a Benton, ni a Marino, ni a nadie. Los documentos fueron destruidos, excepto ésos que yo conservo. Briggs me lo prometió hace décadas cuando dejé el AFIP y me trasladé a Virginia. Ya sabía que los informes desaparecerían sin que me lo dijesen. Lucy no tiene la combinación de mi caja de seguridad, me recuerdo a mí misma. Benton tampoco. Nadie la tiene.

—Si pasas por mi laboratorio —dice Lucy a Benton—, te mostraré los vídeos.

—Tú no los has visto —digo a Benton, porque no estoy segura. Se comporta como si no los hubiese visto, pero no sé si no es más de lo mismo, más secretos.

—No, no los he visto —responde, y suena como si fuese verdad—. Pero quiero verlos, y los veré.

—Es curioso que aparezcas en ellos —comenta Lucy—. Tu casa aparece en ellos. Es de verdad siniestro. A mí me impresionó cuando lo vi.

El guardia de seguridad del turno de noche está sentado detrás de la ventanilla de cristal y nos saluda con un gesto, pero no se levanta de su mesa. Se llama Ron, es un hombre grande, musculoso, de piel oscura, con el pelo muy corto y ojos pocos amistosos. Parece tenerme miedo, y es obvio que ha recibido instrucciones de mantener su puesto, no ser sociable, no importa quien sea. Solo puedo imaginarme las historias que ha oído, y Fielding vuelve a entrar en mis pensamientos. ¿Qué le ha pasado? ¿Qué problema ha creado? ¿Cuánto daño ha causado a este lugar?

Me acerco hasta la ventanilla del guardia de seguridad y miro el registro de entrada. Desde las tres de la mañana han llegado cuatro cadáveres: un muerto en un accidente de tráfico, un homicidio por arma de fuego, y una asfixia con una bolsa de plástico que está sin determinar.

—¿El doctor Fielding está aquí? —pregunto a Ron.

Policía militar retirado del cuerpo de marines, siempre pulcro y orgulloso en su uniforme azul oscuro con la bandera estadounidense, la insignia de la AFME en los hombros y un placa de latón del CFC enganchada en la camisa. Su rostro es desconfiado y no muestra la menor calidez, detrás de la separación de cristal mientras responde que no ha visto a Fielding. Me comunica que Anne y Ollie están aquí, pero nadie más. Ni siquiera está el investigador legal de decesos. Ron me informa con una voz monótona, y detrás de cada palabra hay un «señora». Eso me recuerda lo frío y condescendiente que los «señora esto» y «señora lo otro» pueden sonar y lo cansada que acabé de oírlo en Dover. Randy está trabajando desde su casa debido al mal tiempo, me explica Ron. Al parecer, Fielding le dijo que estaba bien, aunque no fuese así. Va en contra de las reglas que establecí. Los investigadores de turno no trabajan desde casa.

—Estaremos en la sala de rayos X —digo a Ron—. Si aparece alguien más, nos encontrará allí. Pero a menos que sea el doctor Fielding, primero necesito saber quién es para darle autorización. En realidad, creo que debería saber si el doctor Fielding aparece. Sabe qué, no importa quién sea, tengo que saberlo si aparece.

—Si el doctor Fielding viene, usted quiere que la llame, señora, que la avise —repite Ron como si no estuviese seguro de lo que he querido decirle, o quizás está poniéndome en tela de juicio.

—Afirmativo —digo, para dejarlo bien claro—. Nadie debe entrar sin más, sin importar que trabaje aquí. A menos que yo diga lo contrario, quiero que a partir de ahora todo quede sellado.

—Comprendido, señora.

—¿Alguna llamada de los medios? ¿Alguna señal?

—Continúo vigilando, señora. —Montados en tres de las paredes hay monitores, cada uno dividido en cuadrantes que muestran imágenes cambiantes recogidas por las cámaras de seguridad en el exterior y en zonas estratégicas como los pasillos, los muelles, los ascensores, el vestíbulo y las puertas que conducen al edificio—. Sé que hay alguna preocupación por el hombre que encontraron en el parque. —Ron mira a Marino, como si entre los dos hubiese un entendimiento.

—Bien, ya sabe dónde estaremos por ahora. —Abro otra puerta—. Gracias.

Un largo pasillo blanco con el suelo de baldosas grises lleva a una serie de habitaciones ubicadas en orden lógico que facilita el flujo de nuestro trabajo. La primera parada es identificación, donde los cuerpos son fotografiados, se les toman las huellas digitales y se recogen los efectos personales que no han sido retirados por la policía para guardarlos en taquillas. Luego viene la gran sala de rayos X, que incluye el escáner para las tomografías computerizadas, y más allá está la habitación de autopsias, la sala de recogida de ropa sucia y materiales sépticos, la antesala, los vestuarios, las taquillas, el laboratorio de antropología y el laboratorio Bio-4 reservado para casos sospechosos de infecciones o contaminación. El pasillo forma un círculo que acaba donde comienza, en el muelle de recepción.

—¿Qué sabe seguridad de nuestro paciente de Norton’s Woods? —le pregunto a Marino—. ¿Por qué cree Ron que existe una preocupación?

—Yo no le he dicho nada.

—Pregunto qué sabe.

—No estaba de servicio cuando nos marchamos. Hoy no le he visto.

—Me pregunto qué le habrán dicho —repito cargada de paciencia porque no quiero discutir con Marino delante de los demás—. Es obvio que ésta es una situación muy delicada.

—Ordené antes de marcharme que todos estuviesen alerta a la presencia de los medios —dice Marino, y se quita la cazadora de cuero cuando llegamos a la sala de rayos X, donde la luz roja encima de la puerta indica que se está utilizando el escáner. Anne y Ollie no hubiesen comenzado sin mí, pero es su costumbre para evitar que las personas entren en un lugar donde hay niveles de radiación mucho más altos de lo permitido para los pacientes vivos—. Tampoco fue idea mía que Randy o los demás trabajen desde casa —añade Marino.

No pregunto desde cuándo está ocurriendo o quiénes son los «demás». ¿Quién más ha estado trabajando desde casa? Me entran ganas de decirle que ésta es una instalación gubernamental, una instalación paramilitar, no una industria casera.

—Maldito Fielding —murmura Marino—. Lo está jodiendo todo.

No respondo. Ahora no es el momento para discutir lo jodido que está todo.

—Ya sabes dónde estaré. —Lucy camina hacia el ascensor, y con el codo aprieta el botón de gran tamaño. Desaparece detrás de las puertas de acero deslizantes mientras yo paso mi pulgar sobre otro sensor biométrico y se abre el mecanismo de cierre.

Dentro de la sala de control, el radiólogo forense, doctor Oliver Hess, está sentado en su lugar detrás de un cristal con aislamiento de plomo, el pelo canoso desordenado, el rostro somnoliento, como si lo hubiesen sacado de la cama. Poco más allá, a través de la puerta abierta, veo el Siemens Somatom Sensation color blanco crema y oigo el ventilador de su sistema de refrigeración por agua. El escáner es una versión modificada del que usan en Dover, equipado con correaje para sujetar las cabezas y correas de seguridad, el cableado bajo la superficie, el parámetro sellado y la mesa cubierta con una gruesa capa de vinilo para proteger el sistema, que vale millones de dólares, de los contaminantes, como pueden ser los fluidos corporales. Ligeramente inclinado hacia abajo en dirección a la puerta para facilitar el movimiento de los cadáveres, el escáner está preparado para entrar en acción, mientras la técnica Anne Mahoney está colocando marcadores radiopacos TC en la piel del cadáver de Norton’s Woods. Tengo una sensación extraña cuando entro. Me resulta familiar, aunque nunca lo he visto antes, solo partes del cadáver en los vídeos que vi en el iPad.

Reconozco el tinte de su piel marrón claro y sus dedos finos, situados a los costados sobre una sábana azul desechable, sus largos y delgados dedos un tanto curvados y duros por el rigor.

En los vídeos oí su voz y vi atisbos de las manos, las botas, las prendas de vestir, pero no he visto su rostro. No estoy segura de lo que imaginé, pero me siento un tanto inquieta ante sus delicadas facciones, el largo cabello castaño rizado y las pecas en sus mejillas suaves. Aparto la sábana. Es muy delgado, de un metro sesenta y ocho de estatura y, como mucho, sesenta y cinco kilos de peso, con muy poco vello corporal. Podría pasar con toda facilidad como un muchacho de dieciséis años, y entonces recuerdo a Johnny Donahue, que no es mucho mayor. Muchachos. ¿Podría ser un común denominador? ¿O lo es Otwahl Technologies?

—¿Hay algo? —le pregunto a Anne, una mujer de treinta y tantos años, de aspecto vulgar, con el pelo castaño áspero y los ojos de color avellana muy expresivos. Es probable que sea la mejor persona de mi equipo, puede hacer de todo, ya se trate de diferentes tipos de radiografías, ayudar en la morgue o en las escenas del crimen. Siempre está dispuesta.

—Esto. Lo vi cuando lo desnudé. —Sus manos con guantes de látex sujetan el cuerpo por la cintura y la cadera, y lo mueven para que vea una pequeña marca en el lado izquierdo de la espalda a nivel de los riñones—. Es obvio que se pasó por alto en la escena porque no sangró, al menos no mucho. ¿Ya sabes lo de su hemorragia, que yo misma presencié con mis dos ojos, cuando iba a escanearlo a primera hora de esta mañana? ¿Que sangró en abundancia por la nariz y la boca después de que lo metiesen en la bolsa y lo transportasen?

—Por eso estoy aquí. —Abro un cajón para coger una lente de aumento, y luego Benton aparece a mi lado con una máscara de cirugía, bata y guantes—. Tiene algo que parece una herida —le digo mientras me acerco al cuerpo y amplío una herida irregular que parece un ojal pequeño—. Está claro que no es el orificio de un disparo. Una herida cortante hecha por una hoja muy angosta, como un cuchillo de deshuesar, pero con dos filos. Algo así como un estilete.

—¿Un estilete en la espalda lo haría caer fulminado? —La mirada de Benton es escéptica por encima de la mascarilla.

—No. No a menos que fuese apuñalado en la base del cráneo y le cortasen la médula espinal. —Pienso en Mark Bishop y en los clavos que lo mataron.

—Como dije en Dover, quizá le inyectaron algo —ofrece Marino cuando entra cubierto de pies a cabeza con prendas protectoras, incluido un visor y un gorro, como si estuviese preocupado por los patógenos aéreos o esporas letales, como el ántrax—. Quizás algún tipo de anestesia. En otras palabras, una inyección letal. Eso sin duda te haría caer en redondo.

—En primer lugar, un anestésico como el pentotal sódico se inyecta por vía intravenosa, como sucede también con el bromuro de pancuronio y el cloruro de potasio. —Me pongo los guantes—. No se inyectan en la espalda de la persona. Lo mismo pasa con el mivacurio y con la succinilcolina. Si quieres matar a alguien de forma definitiva y rápida con un bloqueante neuromuscular es mejor que se lo inyectes por vía intravenosa.

—Pero si se lo inyectas en un músculo, también te mata, ¿no? —Marino abre un armario y saca la cámara. Busca en un cajón y encuentra una regla de plástico de quince centímetros para la referencia de tamaño—. En las ejecuciones, a veces la inyección no encuentra la vena y da en el músculo, y el condenado muere de todas maneras.

—Una muerte lenta y muy dolorosa —respondo—. Según todos los relatos, la muerte de este hombre no fue lenta, y esta herida no ha sido causada por una aguja.

—No digo que los técnicos de la prisión lo hagan adrede, pero ocurre. Bueno, es probable que sea adrede. De la misma manera que algunos enfrían el cóctel para asegurarse de que el condenado sienta el efecto, la mano helada de la muerte —dice Marino para beneficio de Anne, porque se opone con pasión a la pena capital. Su manera de coquetear es ofenderla cada vez que viene.

—Eso es repugnante —afirma Anne.

—Eh. No es que a ellos les importe las personas que matan, ¿no? Ni tampoco les importa que sufran. Acabas recogiendo lo que siembras. ¿Quién ha escondido el maldito marcador de etiquetas?

—Lo hice yo. Me pasé la noche despierta pensando en las maneras de vengarme.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Solo por ser como eres.

Marino busca en otro cajón, encuentra el marcador de etiquetas.

—Parece muchísimo más joven de lo que dijeron los ATS. ¿Alguien más se ha fijado en eso? No crees que parece tener menos de veinte y tantos años —pregunta Marino a Anne—. Parece un jovenzuelo.

—Apenas adolescente —asiente ella—. Claro que todos los chicos universitarios empiezan a parecerme así. Parecen bebés.

—No sabemos si era un estudiante universitario —les recuerdo a todos.

Marino quita el papel en el dorso de una etiqueta impresa con la fecha y el número de caso, y la pega en la regla de plástico.

—Recorreré la zona donde se produjo el asalto, veré si alguno de los porteros de los edificios de apartamentos lo reconoce, lo haré yo mismo solo para no dar más material a la fábrica de rumores. Si vive por aquí, y parece lo más probable, basándonos en lo que se ve en los vídeos, alguien tiene que recordarle, a él y al perro. Sock. ¿Qué clase de nombre es ése para un perro?

—Es probable que no sea su nombre completo —dice Anne—. Los criadores de galgos de carreras les ponen unos nombres más largos, como Sock It to Me, Darned Sock o Sock Hop.

—Siempre le insisto en que debe ir a un concurso de preguntas y respuestas —recuerda Marino.

—Es posible que su nombre esté en el registro —comento—. Algún nombre que tenga Sock, eso suponiendo que no tengamos suerte con el microchip.

—Suponiendo que encuentres al maldito perro —dice Marino.

—Espero que ahora mismo estemos buscando sus huellas digitales, su ADN en los registros, ¿no es así? —Benton mira el cadáver con atención como si le estuviese hablando.

—Le tomé las huellas esta mañana, y no ha habido suerte, nada en el AFIS. Nada en el sistema nacional de personas desaparecidas y no identificadas. Tendremos su ADN mañana y lo pasaremos por el CODIS. —Las grandes manos enguantadas de Marino colocan la regla debajo de la barbilla del hombre—. No obstante es curioso lo del perro. Alguien tiene que tenerlo. Creo que deberíamos pasar una información a los medios sobre un galgo perdido y un número para que la gente llame.

—No vamos a decir nada —respondo—. Ahora mismo nos mantendremos apartados de los medios.

—Así es —interviene Benton—. No queremos que los malos sepan que tenemos ni la más remota idea del perro, y mucho menos que lo estamos buscando.

—¿Los malos? —pregunta Anne.

—¿Qué más? —Camino alrededor de la mesa para hacer lo que Lucy llama un «reconocimiento de altura», y miro con mucha atención el cuerpo de cabeza a los pies.

Marino está sacando fotos y dice:

—Antes de ponerlo de nuevo en el frigorífico esta mañana, comprobé sus manos en busca de rastros, recogí cualquier cosa preliminar, incluidos los efectos personales.

—No me dijiste nada de efectos personales. Solo que no parecía tener ninguno —le recuerdo.

—Un anillo de sello, un reloj de acero Casio. Un par de llaves en un llavero. Veamos, ¿qué más? Un billete de veinte dólares. Una caja de madera pequeña, vacía, pero donde busqué rastros de droga. La caja de madera aparece en el vídeo. Se ve durante un segundo mientras la sujeta inmediatamente después de llegar a Norton’s Woods.

—¿Dónde la encontraste? —pregunto.

—En su bolsillo. Allí la encontré.

—Así que la sacó del bolsillo en el parque y luego la guardó de nuevo en el bolsillo antes del episodio terminal. —Recuerdo lo que vi en el iPad, la caja pequeña sujeta con el guante negro.

—Yo diría que deberíamos estar buscando en la variedad de lo que se inhala o se fuma —opina Marino—. Yo me decanto por la maría. No sé si te has fijado —me dice—, pero tenía una pipa de cristal en un cenicero de su mesa.

—Ya veremos lo que aparece en toxicología —contesto—. Haremos un análisis de alcohol y un peinado para drogas. ¿Cómo vamos de tiempo por allí?

—Le dije a Joe que nos pusiese en la cabeza de la lista. —Anne se refiere al jefe de toxicología, al que traje conmigo desde Nueva York, tras robárselo de una manera un tanto descarada a los laboratorios del Departamento de Policía de Nueva York—. Tú eres la jefa. Lo único que tienes que hacer es pedirlo. —Me mira a los ojos—. Bienvenida a casa.

—¿Qué clase de sello, y qué aspecto tiene el llavero? —pregunta Benton a Marino.

—Un escudo de armas, un libro abierto con tres coronas —dice Marino, y veo que disfruta al ver a Benton en desventaja. El CFC es terreno de Marino—. Nada escrito, ninguna frase en latín, nada por el estilo. No sé cuáles son los escudos del MIT o de Harvard.

—No es lo que tú describes —responde Benton—. ¿Puedo utilizar esto? —Señala un ordenador en el mostrador.

—El llavero es uno de esos aros de acero con un trozo de cuero que te enganchas en el cinturón —continúa Marino—. Y como todos sabemos, no llevaba billetero, ni siquiera un móvil. Yo creo que eso es poco habitual. ¿Quién sale a pasear sin el móvil?

—Llevaba a pasear a su perro y escuchaba música. Quizá no pensaba estar fuera mucho tiempo y no quería hablar por teléfono —opina Benton mientras escribe las palabras de búsqueda.

Muevo el cadáver sobre el lado derecho y miro a Marino.

—¿Puedes ayudarme?

—Tres coronas y un libro abierto —dice Benton—. Universidad de la Ciudad de San Francisco. —Escribe un poco más—. Una universidad online que se especializa en ciencias de la salud. ¿Una universidad online tiene anillos de promoción?

—¿En qué taquilla están sus efectos personales? —pregunto a Marino.

—La número uno. Tengo la llave si la quieres.

—La querré. ¿Algo que los laboratorios necesiten analizar?

—No creo.

—Entonces nos quedaremos con sus efectos personales hasta que vayan a la funeraria o a su familia, cuando descubramos quién es —respondo.

—Y después tenemos Oxford —interviene Benton, que continúa buscando en Internet—. Pero si el anillo que llevaba era de Oxford, tendría escrito Universidad de Oxford, y tú dices que no tenía ningún lema ni nada escrito.

—No —dice Marino—. Pero parece como si alguien se lo hubiese encargado, oro liso y grabado con el escudo, así que no sería oficial como el que compras en una escuela, y no lleva un lema ni nada escrito.

—Puede —dice Benton—. Pero si el anillo fue encargado, me cuesta imaginar que sea de la Universidad de Oxford, me sentiría más inclinado a pensar que fue a un colegio universitario online y quería tener un anillo, porque no hay otra manera de conseguir uno, suponiendo que quieras proclamar al mundo que eres alumno de un colegio universitario online. Éste es el escudo de armas de la Universidad de la Ciudad de San Francisco. —Benton se hace a un lado para que Marino vea lo que está en la pantalla del ordenador, un elaborado escudo con lambrequines azul y oro, y un búho dorado encima con tres flores de lis doradas, debajo, tres coronas, y en el medio un libro abierto.

Marino sujeta el cuerpo de lado, y mira lo que está en la pantalla desde donde está con los ojos entrecerrados. Se encoge de hombros.

—Quizá. Si llevaba un grabado, si la persona lo mandó hacer para él, quizá no tendría tantos detalles. Podría ser eso.

—Miraré el anillo —prometo mientras examino el cuerpo externamente y tomo notas en una planilla.

—No hay ninguna razón para creer que tuvo una pelea, o que quizá consigamos el ADN del atacante, o del reloj o lo que sea. Pero ya me conoces. —Marino resume lo que me estaba diciendo sobre procesar los efectos personales del muerto—. Tomé muestras de todo. Nada me pareció fuera de lugar excepto que su reloj se había detenido, uno de aquellos automáticos como los que le gustan a Lucy, un cronógrafo.

—¿A qué hora se detuvo?

—Lo tengo escrito. En algún momento después de las cuatro de la mañana. Unas doce horas después de que muriera. Así que tiene una pistola de calibre nueve milímetros con dieciocho balas, pero no lleva móvil —añade—. Vale. Pero podría ser que no se lo dejase en casa y alguien se lo llevase. Quizá también se llevó al perro. Es lo que no dejo de preguntarme.

—Había un móvil sobre la mesa en los vídeos que vi —le recuerdo—. Creo que enchufado a un cargador cerca de uno de los ordenadores. Cerca de la pipa de cristal que mencionaste.

—No podemos ver todo lo que hizo antes de marcharse. Puede que quizá cogiese el teléfono al salir —conjetura Marino—. O quizá tenía más de uno. ¿Quién demonios lo sabe?

—Lo sabremos cuando encontremos su apartamento —dice Benton, mientras pone en marcha la impresora para imprimir lo que ha encontrado en Internet—. Me gustaría ver las fotos de la escena.

—Te refieres a cuando yo encuentre el apartamento. —Marino deja la cámara sobre el mostrador—. Porque soy yo quien irá a buscarlo. Los polis cotillean más que las viejas. Encontraré dónde vive el tipo, luego pediré ayuda.