5

Los copos de nieve se mueven como polillas enloquecidas entre las luces de aterrizaje y el viento de nuestras palas mientras nos posamos en la plataforma de madera. Los patines apenas tocan y después se apoyan con pesadez cuando se asienta el peso, y cuatro grupos de faros comienzan a moverse hacia nosotros desde la reja de seguridad cerca del edificio de la base.

Los faros se mueven con lentitud a través de la rampa, e iluminan la nieve que cae deprisa. Reconozco la silueta del Porsche todoterreno verde de Benton. Reconozco el Suburban y el Range Rover, ambos negros. No conozco el cuarto coche, un elegante vehículo negro con una parrilla cromada. Lucy y Marino han tenido que venir por separado y dejado sus todoterrenos con la tripulación de tierra, lo que tiene sentido. Mi sobrina siempre llega al aeropuerto mucho antes que todos los demás para tener preparado el helicóptero, y poderlo revisar desde el tubo de Pitot en el morro hasta el rotor trasero. No la he visto así desde hace un tiempo, y esperamos dos minutos hasta que ella termina de cerrar todo el instrumental. Intento recordar la última vez, señalarlo con exactitud, con la ilusión de deducir lo que está pasando. Porque ella no me lo dice.

No me lo dirá hasta que no encaje en su plan general, y no hay manera de sacarle información cuando ella no está dispuesta a ofrecerla, que puede ser nunca en situaciones extremas. Lucy disfruta con el comportamiento encubierto, le resulta mucho más cómodo ser quién no es que ser quién es. Siempre ha sido así, desde joven. Se nutre del poder del secreto y se siente vigorizada por el drama del riesgo, del verdadero peligro. Cuanto más peligroso, mejor. Todo lo que me ha dicho hasta ahora es que ese robot obsoleto en el apartamento del muerto es un robot de carga llamado MORT, financiado por la DARPA, que en un tiempo se pretendía utilizar para operaciones funerarias en el teatro de operaciones, en otras palabras, retirar los muertos caídos en combate, una parca mecánica. MORT era insensible e inapropiado, y años atrás luché contra él con todas mis fuerzas, pero la peculiaridad de que el muerto tuviese semejante cosa en su apartamento no explica el comportamiento de Lucy.

¿Cuando fue aquella vez que me asustó tanto? No es que haya sido la única vez, pero en aquella ocasión creí que ella podría acabar en la cárcel. Sí, siete u ocho años atrás, cuando ella volvió de Polonia, donde estuvo involucrada en una misión que tenía que ver con la INTERPOL, con operaciones especiales de las que hasta el día de hoy continúo sin tener claras. Nunca sé cuándo me dirá si insisto demasiado, pero no voy a dejar de hacerlo. Aunque en ese caso, he escogido no saber más sobre lo qué hizo allí. Lo que sé es suficiente. Es más que suficiente. Jamás diré eso en cuanto a los sentimientos, la salud o el bienestar general de Lucy, porque me preocupo muchísimo por cada molécula de ella. Ciertamente lo puedo decir acerca de algunos aspectos complejos y clandestinos de su manera de vivir. Por su propio bien y por el mío, hay detalles sobre los cuales no preguntaré. Hay historias que no quiero que me cuenten.

Durante la última hora de vuelo hasta Hanscom Field, se ha mostrado cada vez más preocupada, impaciente, vigilante; es esa alerta lo que tiene un calibre especial. Es eso lo que reconozco. La vigilancia es el arma que saca cuando se siente amenazada y se pone de un humor que temo. En Oxford, Connecticut, cuando nos detuvimos a repostar, no quiso dejar el helicóptero desatendido, ni por un segundo. Supervisó el camión tanque, y me hizo montar guardia en el frío mientras ella iba al interior de la estación aérea para pagar, porque dijo que no confiaba en Marino para que hiciese una guardia como es debido. Me dijo que cuando habían repostado en Wilmington, Delaware, en el vuelo hacia Dover, él había estaba demasiado ocupado en el teléfono para prestar atención a la seguridad o advertir lo que estaba pasando a su alrededor.

Comentó que lo había observado a través de la ventana mientras él paseaba por la pista, hablando y gesticulando, sin duda muy ocupado en contarle a Briggs lo del hombre que supuestamente estaba vivo cuando lo encerraron dentro de mi frigorífico. Lucy me dijo que Marino no miró ni una sola vez hacia el helicóptero. No se dio cuenta de que otro piloto se acercó para echar una ojeada, se puso en cuclillas para inspeccionar el FLIR, el aparato de infrarrojos de barrido frontal (el sol de noche) y le echó un vistazo al interior de la cabina a través del plexiglás. A Marino no se le pasó por la cabeza que las puertas estaban cerradas sin llave, lo mismo que el tapón del depósito de combustible, y por supuesto no había manera de asegurar el capó. Cualquiera puede llegar a la transmisión, al motor, las cajas de velocidad, los órganos vitales de un helicóptero, con solo abrir los cierres.

Basta un poco de agua en el depósito de combustible para que el motor se pare en pleno vuelo. O echar un poco de contaminante en el fluido hidráulico, quizá tierra, aceite o agua, en el depósito, y fallarán los controles, como la dirección asistida en un coche, lo que es un poco más serio, cuando estás a seiscientos metros de altitud. Si de verdad quieres crear un desastre, contaminas el combustible y el fluido hidráulico de forma tal que tengas una parada y un fallo hidráulico al mismo tiempo. Lucy me lo describe con todos los siniestros detalles, mientras volamos con el intercomunicador puesto en «Solo tripulantes» para que Marino no nos oiga. Sería muy desafortunado después del anochecer, comenta, cuando los aterrizajes de emergencia, que ya son bastante difíciles, son mucho peores, porque no puedes ver lo que tienes debajo y más te vale desear que no haya árboles, líneas de alta tensión o alguna otra obstrucción.

Por supuesto, el sabotaje que más le asusta es la colocación de un artefacto explosivo. Está obsesionada en general con los explosivos, para qué se usan en realidad y quién puede utilizarlos contra nosotros, incluido el mismo Gobierno de Estados Unidos si eso le conviene a ciertas agencias. Así que tengo que escuchar esa misma canción durante un rato antes de que continúe deprimiéndome todavía más cuando me explica lo sencillo que sería colocarlo, con preferencia debajo del equipaje o de la alfombrilla en la parte trasera, de forma tal que cuando detonase arrancase el depósito de combustible principal instalado detrás de los asientos traseros. Entonces el helicóptero se convertiría en un crematorio, y eso me hace pensar de nuevo en el soldado del Humvee y su desconsolada madre, que la tomó conmigo por teléfono. Hago un sinnúmero de desafortunadas asociaciones durante el vuelo, porque para bien o para mal cualquier desastre descrito evoca vividos ejemplos de mis propios casos. Sé como muere la gente. Sé exactamente lo que me pasará a mí si lo hago.

Lucy cierra el acelerador y tira del freno del rotor, y en el instante en que las palas dejan de girar, se abre la puerta del conductor del todoterreno de Benton. La luz interior no se enciende. No se encienden en ninguno de los tres todoterreno de la rampa, porque los polis y los agentes federales, incluidos los antiguos, tienen sus manías. No se sientan de espaldas a la puerta. Detestan ponerse el cinturón de seguridad, y no les gustan las luces interiores en sus vehículos. Tienen bien asimilado evitar las emboscadas y las retenciones que puedan impedir sus escapatorias. Se resisten a convertirse en blancos iluminados. Siempre están vigilantes pero no tan alerta como Lucy lo ha estado en estas últimas horas.

Benton camina hacia el helicóptero y espera cerca de la plataforma con las manos en los bolsillos de un viejo abrigo de cuero negro que le regalé hace muchas navidades, su pelo canoso revuelto por el viento. Es alto y delgado contra el fondo de la noche nevada, y sus facciones muestran una expresión alerta en el juego de luces y sombras. Cada vez que lo veo después de una larga separación, observo los ojos de un extraño y me siento atraída de nuevo hacia él, como ocurrió la primera vez hace mucho tiempo en Virginia cuando yo era el nuevo jefe, la primera mujer en Estados Unidos en dirigir una gran organización de médicos forenses, y él era una leyenda en el FBI, el mejor «perfilador» y jefe de lo que entonces era la Unidad de Ciencias del Comportamiento en Quantico. Entró en mi aula, y de pronto me sentí nerviosa e insegura de mí misma, y no tenía nada que ver con los asesinatos en serie que estábamos discutiendo allí.

—¿Conoces a este tipo? —me dice al oído mientras nos abrazamos. Me da un beso suave en los labios, y huelo la fragancia a madera de su loción para después del afeitado. Siento la suavidad del cuero del abrigo contra mi mejilla.

Miro más allá de mi marido al hombre que sale del coche, que ahora veo que es un Bentley azul oscuro o negro que emite el profundo ronroneo de un motor de doce cilindros en uve. Es un tipo grande, con exceso de peso, los carrillos flojos y un flequillo de pelo largo que se agita con el viento. Vestido con un abrigo largo, el cuello subido hasta las orejas, y con los guantes puestos, mantiene una distancia prudente, con el aire indiferente de un conductor de limusina. Pero intuyo que está alerta por nosotros. Parece estar muy interesado en Benton.

—Debe de estar esperando a algún otro —comento cuando el hombre mira el helicóptero, y de nuevo a Benton—. Si no es que se ha confundido.

—¿Puedo ayudarle? —Benton se le acerca.

—Estoy buscando al doctor Scarpetta.

—¿Puedo saber por qué busca al doctor Scarpetta? —Benton es amable pero firme, y no revela nada.

—Me enviaron para hacer una entrega, y las instrucciones que recibí son encontrarme con la persona que viaja en el helicóptero del doctor Scarpetta. ¿A qué cuerpo del servicio pertenece, o quizás es de Seguridad Interior? He visto que tiene un FLIR, un reflector y un montón de equipos especiales. Todo de alta tecnología, ¿qué velocidad alcanza?

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Se supone que debo darle algo en mano al doctor Scarpetta. ¿Es usted? Me dijeron que pidiese identificación. —El conductor mira a Lucy y Marino que sacan mis pertenencias del compartimiento del pasajero y de la bodega de carga. El chófer no está interesado en mí, ni siquiera me mira. Soy la esposa del hombre alto y apuesto de pelo canoso. El chófer cree que Benton es el doctor Scarpetta y que el helicóptero es suyo.

—Salgamos de aquí antes de que esto se convierta en una ventisca —dice Benton, y camina hacia el Bentley de una manera que al chófer no le deja otra alternativa que la de seguirle—. He oído que caerán entre quince y veinte centímetros, pero yo creo que caerán más, como si la necesitásemos, ¿no? Vaya invierno. ¿De dónde es usted? No es de aquí. De alguna parte del sur. Supongo que de Tennessee.

—¿Y puede notarlo después de veintisiete años? Supongo que tendré que practicar más el yanqui. Nashville. Me destinaron aquí a la base aérea del ala 66 y nunca más me marché. No soy piloto, pero conduzco bastante rápido. —Abre la puerta del pasajero y se inclina en el interior—. ¿Usted pilota esa cosa? Nunca he volado en uno. Supe de inmediato que su helicóptero no era de las Fuerzas Aéreas. Supongo que si es de la CIA, no me lo dirá.

Sus voces se alejan de mí mientras espero en la rampa donde Benton me ha dejado. Sé que es mejor que lo siga hasta el Bentley, pero estoy poco dispuesta a sentarme dentro de nuestro coche cuando no tengo ni idea de quién es ese hombre, o a qué entrega se refiere, o cómo sabe que alguien llamado Scarpetta estaría en Hanscom, ya fuese en un helicóptero o recibiéndolo, y a la hora que aterrizaría. La primera persona que me viene a la mente es Jack Fielding. Es probable que sepa mi itinerario y miro en mi iPhone. Anne y Ollie han respondido a mi mensaje de texto y ya están en el CFC, esperándome. Pero nada de Fielding. ¿Qué pasa con él? Algo le ocurre, algo serio. Esto no puede ser solamente su típica irresponsabilidad, indiferencia o comportamiento errático. Espero que esté bien, que no esté enfermo, herido o peleando con su mujer, y miro a Benton, que se guarda algo en el bolsillo del abrigo. Viene directo hacia el todoterreno, y ése es su mensaje para mí. Sube y no hagas preguntas en la rampa. Acaba de ocurrir algo que a él no le gusta, a pesar de su actuación relajada y amistosa con el chófer.

—¿Qué es? —le pregunto, mientras cerramos las puertas al mismo tiempo que Marino abre el portón trasero y comienza a cargar mis cajas y maletas.

Benton sube la calefacción y no responde mientras siguen cargando mis pertenencias, y luego Marino viene a mi puerta. Golpea en el cristal con el nudillo.

—¿Qué demonios era eso? —Mira en dirección al Bentley, y la nieve que cae, espesa y fuerte, se congela en la visera de su gorra de béisbol y se funde en sus gafas.

—¿Cuántas personas sabían que tú y Lucy ibais hoy a Dover? —Benton apoya su hombro en mí mientras le habla.

—El general y la capitana como-se-llame, Avallone, cuando intenté dejarle un mensaje a la doctora. Y algunas personas de nuestra oficina lo sabían. ¿Por qué?

—¿Nadie más? Quizás una mención de pasada a los asistentes técnicos sanitarios, o a la policía de Cambridge.

Marino hace una pausa, lo piensa, y una sombra de duda pasa por su rostro. No está seguro de a quién se lo dijo. Intenta recordar, y calcula. Si cometió una tontería, no quiere admitirlo, ya ha oído suficiente sobre lo indiscreto que es. No tiene ganas de que le reprochen de nuevo, aunque para ser justos, no necesita una razón para comportarse como si fuese información clasificada que él y Lucy volasen a Delaware para recogerme. No es un secreto de estado dónde estaba, solo por qué he estado allí, y de todas maneras se suponía que volvía a casa mañana.

—No tiene mucha importancia si lo hiciste. —Benton parece estar pensando lo mismo que yo—. Solo intento averiguar por qué un mensajero sabía que debía esperar aquí la llegada del helicóptero, eso es todo.

—¿Qué clase de mensajero conduce un Bentley? —le pregunta Marino.

—Al parecer de la clase a quien le han dicho tu itinerario, incluido el número de matrícula del helicóptero —responde Benton.

—Condenado Fielding. ¿Qué demonios está haciendo? Está loco perdido, eso es lo que pasa. —Marino se quita las gafas y luego no tiene nada con que limpiarlas, y su rostro parece desnudo y extraño sin las viejas gafas de montura metálica—. Le mencioné a unas cuantas personas que tú probablemente vendrías hoy en lugar de mañana. Me refiero a que es obvio que ciertas personas sabían el problema que teníamos con el tipo muerto sangrando y todo lo demás. —Esto me lo dice a mí—. Pero Fielding era quien sabía con exactitud lo que estabas haciendo, y no hay duda de que conoce el helicóptero de Lucy, dado que ha estado en él antes. Mierda, ni siquiera sabes la mitad de lo ocurrido —añade en un tono sombrío.

—Ya hablaremos en la oficina. —Benton quiere que se calle.

—¿Qué demonios sabemos en realidad de él? ¿En qué cojones está metido? Ya es hora de que dejes de protegerlo. Sin duda no te está protegiendo a ti —me dice.

—Hablaremos de eso más tarde —insiste Benton en un tono de advertencia.

—Te está preparando algo —me dice Marino.

—Ahora no es el momento de entrar en ese tema. —La voz de Benton se vuelve monótona.

—Quiere tu trabajo. O quizá no quiere que tú lo tengas. —Marino me mira y mete las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero y se aparta de mi ventanilla—. Bienvenida a casa, doctora. —Los copos de nieve que entran por la ventanilla los noto fríos y húmedos en mi cara y cuello—. No vale la pena recordarte en quién puedes confiar, ¿verdad? —Me mira mientras subo el cristal de la ventanilla.

Las luces anticolisión destellan rojas y blancas en la punta de las alas de los aviones aparcados, mientras conducimos poco a poco a través de la pista hacia la verja de seguridad, que se acaba de abrir.

Sale el Bentley y nosotros vamos detrás, y advierto que la matrícula de Massachusetts no tiene un sello de empresa, lo que sugiere que el coche no es propiedad de una compañía de limusinas. No me sorprende. Los Bentley son poco habituales, sobre todo por aquí, donde la gente es discreta y conservadora, incluso aquéllos que tienen aviones privados. Muy pocas veces veo un Bentley o un Rolls Royce, la mayoría son Toyota o Saab. Pasamos el FBO for Signature, uno de los varios servicios de vuelo en el lado civil del aeropuerto, y apoyo la mano en el suave cuero del bolsillo de Benton sin tocar el sobre blanco crema que apenas se asoma de él.

—¿Querrías explicarme que acaba de pasar? Al parecer te han dado una carta.

—Nadie debería saber que acabas de aterrizar o que podrías estar aquí, no debería saber nada de ti o de tu paradero —dice Benton, y su rostro y voz son duros—. Es obvio que ella llamó al CFC y Jack se lo dijo. Desde luego llamó antes aquí, ¿y a quién sino a Jack?

Lo dice como si en realidad no fuese una pregunta, y no tengo ni idea de a qué se refiere.

—Por el amor de Dios, no entiendo por qué él o cualquier otro querría hablar con ella —continúa Benton, pero no creo que él no entienda de lo que habla. Su tono dice algo del todo distinto. No tengo la impresión de que ni siquiera esté sorprendido.

—¿Quién? —pregunto, porque no comprendo—. ¿Quién llamó al CFC?

—La madre de Johnny Donahue. Al parecer, ése es su chófer. —Indica el coche que tenemos delante.

Los limpiaparabrisas hacen un ruido como de goma de borrar mientras pasan sobre el cristal, apartando la nieve que se ablanda cuando golpea. Miro los pilotos traseros delante de nosotros e intento encontrar algún sentido a lo que Benton me dice.

—Tenemos que ver qué es. —Me refiero al sobre en su bolsillo.

—Es una prueba. Tendrían que abrirlo en los laboratorios —responde.

—Debo saber qué es.

—Acabé la evaluación de Johnny esta mañana —me recuerda Benton—. Sé que su madre llamó al CFC varias veces.

—¿Cómo lo sabes?

—Johnny me lo dijo.

—Te lo dijo un paciente psiquiátrico. Y ésa es una información fiable.

—He pasado un total de casi siete horas con él desde que lo ingresaron. No creo que matase a nadie. Hay un montón de cosas que no creo. Pero basándome en lo que sí sé, creo que su madre sí que llamó al CFC —responde Benton.

—Ella no puede creer de verdad que vayamos a discutir el caso de Mark Bishop con ella.

—En estos días las personas creen que todo es información pública, que tienen todo el derecho —afirma, y no es propio de él hacer suposiciones y entregarse a generalidades. Su declaración me suena simplista y evasiva—. La señora Donahue tiene un problema con Jack —añade Benton, y ese comentario sí que me parece auténtico.

—Johnny te ha dicho que su madre tiene un problema con Jack. ¿Por qué tendría opinión sobre él?

—Hay cosas en las que no puedo entrar. —Mira adelante mientras conduce por la carretera nevada. La nieve cae más deprisa, cruza las luces de los faros y golpea contra el cristal.

Sé cuando Benton me oculta algo. Por lo general no me quejo. Ahora mismo no lo hago. Me siento tentada de sacar el sobre de su bolsillo y mirar lo que al parecer la señora Donahue quiere que vea.

—¿Te has encontrado con ella? ¿Habéis hablado? —le pregunto.

—Hasta ahora me las he apañado para evitarlo, aunque ha llamado al hospital, ha intentado dar conmigo, ha llamado varias veces desde que lo ingresaron, pero no es apropiado que yo hable con ella. No es apropiado que hable de un montón de cosas, y sé que tú lo comprendes.

—Si Jack, o alguien más, le ha divulgado detalles sobre Mark Bishop, es algo muy serio —señalo—. Comprendo tu reticencia, o creo que lo hago, pero tengo derecho a saber si lo hizo.

—No sé lo que sabes. Si Jack te ha dicho algo —me dice.

—¿Sobre qué específicamente?

No quiero admitir ante Benton, y sobre todo ante mí misma, que no puedo recordar con exactitud cuándo hablé por última vez con Fielding. Nuestras conversaciones, cuando las hemos tenido, han sido breves y superficiales, y no lo vi cuando estuve en casa varios días durante las vacaciones. Se había ido a alguna parte, al parecer se había llevado a su familia a alguna parte, pero no estoy segura. Hace muchos meses Fielding dejó de compartir conmigo los detalles de su vida personal.

—Específicamente sobre este caso, el caso de Mark Bishop —dice Benton—. Por ejemplo, cuando ocurrió, ¿habló Jack contigo?

El sábado 30 de junio, Mark Bishop, de seis años, estaba jugando en el patio trasero de su casa, más o menos a una hora de aquí, en Salem, cuando alguien le clavó clavos en la cabeza.

—No —respondo—. Jack no habló del caso conmigo.

Yo estaba en Dover cuando el chico fue asesinado, y Fielding se ocupó del caso, algo que era muy extraño, y eso fue lo que pensé entonces. Nunca ha sido capaz de ocuparse de niños, pero por alguna razón decidió ocuparse de éste, y me sorprendió. En el pasado, si el cuerpo de un niño iba de camino de la morgue, Fielding se ausentaba. No tenía ningún sentido que Fielding se ocupase del caso de Mark Bishop, y lamento no haber regresado a casa, porque fue mi primer impulso. Tendría que haberlo seguido, pero no quería hacerle a mi segundo al mando lo que Briggs acababa de hacerme a mí. No quería mostrar una falta de confianza.

—Lo he revisado a fondo, pero Jack y yo no hemos hablado del caso, aunque desde luego le indiqué que estaría a su disposición si era necesario. —Siento que me pongo a la defensiva y me detesto cuando lo hago—. Si hablamos en sentido estricto, es su caso. Si hablamos en sentido estricto, yo no estaba aquí. —No puedo evitarlo, y sé que suena débil, como si estuviese inventándome excusas, y me siento enfadada conmigo misma.

—En otras palabras, Jack no intentó compartir los detalles. Diría que no compartió sus detalles —dice Benton.

—Considera dónde he estado y lo que he estado haciendo —le recuerdo.

—No digo que sea culpa tuya, Kay.

—¿Qué es culpa mía? ¿Y a qué te refieres con «sus» detalles?

—Te pregunto si tú le preguntaste a Jack por el caso. Si quizás él evitó hablarlo contigo.

—Ya sabes cómo es cuando se trata de los chicos. En aquel momento, le dejé un mensaje diciéndole que cualquiera de los demás forenses podía ocuparse, pero Jack no aceptó. Me sorprendió que lo hiciese, pero es así como ocurrió. Como te dije, repasé todos los archivos. El suyo, el de la policía, los informes del laboratorio, etcétera.

—Así que en realidad no sabes qué está pasando con el caso.

—Al parecer dices que no lo sé.

Benton guarda silencio.

—¿Saber lo que está pasando además de lo último? ¿La confesión que hizo el chico Donahue? —Intento de nuevo—. Desde luego sé lo que han dicho en las noticias, y que un estudiante de Harvard haya confesado semejante cosa ha salido en todos lados. Es obvio, por lo que dices, que hay detalles que no me han comunicado.

De nuevo Benton no responde. Imagino a Fielding hablando con la madre de Johnny Donahue. Es posible que Fielding le diera detalles sobre dónde iba a estar yo esta noche, y que ella envió a su chófer para entregarme un sobre, aunque el conductor no sabía que el doctor Scarpetta era una mujer. Miro el abrigo negro de Benton. En la oscuridad, alcanzo a ver el vago borde blanco del sobre en su bolsillo.

—¿Por qué alguien de tu oficina tendría que hablar con la madre de la persona que ha confesado el crimen? —La pregunta de Benton suena más como una declaración. No parece requerir una respuesta—. ¿Estamos absolutamente seguros de que no se filtró nada a la prensa sobre que te marchabas de Dover hoy, quizá por este caso? —Se refiere al hombre que murió en Norton’s Woods—. Quizás haya una explicación lógica de cómo ella se ha enterado. Una explicación lógica además de Jack. Intento mantener la mente abierta.

A mí no me da la impresión de que esté intentando mantener la mente abierta. Suena como si creyese que Fielding se lo dijo a la señora Donahue por alguna razón, una que yo no acabo de descubrir. A menos que sea lo que Marino dijo hace unos minutos, que Fielding quiere que yo pierda mi trabajo.

—Tú y yo conocemos la respuesta. —Detecto la convicción en mi tono y comprendo lo segura que estoy de lo que Jack Fielding puede ser capaz—. No hay nada en las noticias que yo sepa. Incluso si la señora Donahue lo descubrió de esa manera, no explica cómo sabía el número de registro del helicóptero de Lucy. No explica cómo sabía que yo llegaba en helicóptero o que aterrizaría en Hanscom o a qué hora.

Benton conduce hacia Cambridge y ahora la nieve es una ventisca de copos que se hacen más pequeños. El viento azota el todoterreno, lo sacude y empuja, en la noche volátil y traicionera.

—Excepto que el chófer creyó que tú eras yo —añado—. Lo sé por la manera como trató contigo. Cree que tú eres el doctor Scarpetta, y la madre de Johnny Donahue desde luego debería saber que yo no soy un hombre.

—Es difícil decir lo que ella sabe —señala Benton—. Fielding es el médico forense en este caso, no tú. En un sentido estricto, como dijiste, no tienes nada que ver con el caso. En un sentido estricto, tú no eres responsable.

—Soy la jefa y la responsable final. Al final del día, todos los casos de los forenses de Massachusetts son míos. Tengo que hacer algo al respecto.

—No es a eso a lo que me refiero, pero me alegra que lo digas.

Por supuesto no es a lo que se refiere. No quiero pensar en eso a lo que él se refiere. He estado ausente. De alguna manera se suponía que debía estar en Dover y al mismo tiempo tener al CFC en marcha y funcionando sin mí. Quizá fuera demasiado pedir. Quizá con toda deliberación se estaba preparando todo para que fracasase.

—Estoy diciendo que desde que el CFC abrió, tú has estado invisible —dice Benton—. Perdida y sin noticias.

—Por expreso deseo —afirmo—. El AFME no quiere publicidad.

—Por supuesto que fue con toda intención. No te culpo.

—Fue la intención de Briggs. —Doy voz a lo que sospecho que Benton pretende decir.

No confía en Briggs. Nunca lo ha hecho. Siempre lo he atribuido a los celos. Briggs es un hombre muy poderoso y amenazador, y Benton no se siente poderoso y amenazador desde que dejó el FBI, y luego está el pasado que Briggs y yo compartimos. Es una de las pocas personas que están todavía en mi vida antes de que conociera a Benton. Tengo la sensación de no haber crecido apenas cuando conocí a John Briggs por primera vez.

—El AFME no quiso que concedieras entrevistas sobre el CFC o que hablases públicamente de nada relacionado con Dover hasta que el CFC estuvo montado y tú acabaras con el entrenamiento —continúa Benton—. Eso te mantuvo fuera de los focos durante bastante tiempo. Intento recordar la última vez que estuviste en la CNN. Al menos hace un año.

—Se da la casualidad de que se suponía que yo debía aparecer de nuevo en escena esta noche. Y por una coincidencia, la entrevista en la CNN ha sido cancelada. Es la tercera vez que se cancela, igual que mi regreso aquí fue demorado y demorado.

—Sí. Por coincidencia. Demasiadas coincidencias —dice Benton.

Quizá Briggs me ha comprometido y lo ha hecho con toda intención. Qué brillante sería prepararme para una tarea importante, la tarea más importante hasta ahora, y al mismo tiempo hacerme de forma sistemática menos visible. Para silenciarme. En última instancia, para librarse de mí. La idea es tan sorprendente que no me la creo.

—Las coincidencias de quién, es eso lo que tú necesitarías saber —señala entonces Benton—. No estoy afirmando como un hecho que Briggs hiciese nada maquiavélico. Él no es todo el Pentágono. No es más que un engranaje en una máquina muy grande.

—Sé lo mucho que te desagrada.

—Lo que no me agrada es la máquina. Siempre estará allí. Solo asegúrate de que lo entiendes, si no quieres que te acabe comiendo.

La nieve golpea y rebota contra el cristal mientras pasamos por extensiones de campos abiertos y densos bosques, y la corriente de un arroyo golpea con fuerza contra la barandilla protectora a nuestra derecha cuando pasamos por un puente. El aire aquí debe de ser más frío, los copos de nieve más pequeños y helados mientras lo atravesamos, luego pasamos por tramos de tiempo cambiante que me desconciertan.

—La señora Donahue sabe que el jefe médico forense y director del CFC, alguien llamado doctor Scarpetta, es el jefe de Jack —continúa Benton—. Ella tiene que saberlo si se tomó la molestia de enviarte algo. Pero quizás es todo lo que sabe —resume, como ofreciendo una explicación a lo que acaba de pasar en el aeropuerto.

—Vamos a mirar qué es. —Quiero el sobre.

—Tendría que ir a los laboratorios.

—Ella sabe que soy el jefe de Jack pero no sabe que soy una mujer. —Parece increíble, pero es posible—. Aunque para averiguarlo no tenía más que buscarme en Google.

—No todo el mundo utiliza Google.

Sus palabras me recuerdan lo fácil que es para mí olvidar que hay personas en este mundo que no hacen uso de la informática, incluido alguien que puede tener un chófer y un Bentley. Los pilotos traseros ahora están lejos delante de nosotros en la estrecha carretera de dos carriles, cada vez más pequeños y más distantes mientras el coche circula demasiado rápido para las condiciones meteorológicas.

—¿Le mostraste al conductor tu identificación? —pregunto.

—¿Tú qué crees?

Por supuesto que no.

—Por lo tanto, no sabe que tú no eras yo.

—No por nada que yo haya dicho o hecho.

—Supongo que la señora Donahue continuará creyendo que Jack trabaja para un hombre. Es extraño que Jack le dijese dónde encontrarme y no le indicase a su chófer cómo podría reconocerme, al menos indicarle que no soy un hombre. Ni siquiera utilizar pronombres que podrían indicarlo. Es curioso. No lo sé. —No estoy convencida de lo que estamos conjeturando. No da la sensación de ser acertado.

—No era consciente de que tuvieses tantas dudas sobre Jack. No es que no estén justificadas. —Benton está intentando que me abra. Es el agente del FBI que lleva dentro. No lo había percibido desde hacía tiempo.

—No me digas que ya me la ha jugado dos, tres veces o lo que sea. Por favor —digo resentida—. Ya lo he oído suficiente por hoy.

—Estoy diciendo que no era consciente.

—Y yo solo he sido consciente de mis habituales dudas sobre él —respondo—. No he tenido información suficiente para sentirme más preocupada de lo habitual. —Es mi manera de pedirle a Benton que me dé información suficiente si la tiene, y que no actúe como un poli o un psiquiatra. Le estoy diciendo que no se calle.

Pero él se calla. No dice una palabra. Su atención está puesta en la carretera, su perfil bien marcado en la pobre iluminación de las luces del salpicadero. Así hemos funcionado siempre. Caminamos de puntillas alrededor de la información confidencial y privilegiada. Bailamos alrededor de los secretos. En ocasiones mentimos. Al principio hacíamos trampas, porque Benton estaba casado con otra persona. Ambos sabemos lo que es el engaño. No es algo de lo que me sienta orgullosa, y deseo que no continúe siendo necesario profesionalmente. Sobre todo en este momento. Benton está bailando alrededor de los secretos, y yo quiero la verdad. La necesito.

—Escucha, ambos sabemos cómo es él, y sí, he sido invisible desde que abrió el CFC —continúo—. He estado en un vacío, con la voluntad de hacer todo lo posible para ocuparme de todo a larga distancia mientras trabajaba dieciocho horas al día, sin siquiera un instante para hablar con mi personal por teléfono. Todo el contacto ha sido electrónico, la mayoría por e-mail y PDF. Apenas he visto a nadie. Nunca tendría que haber dejado a Jack al mando dadas las circunstancias. Cuando lo contraté de nuevo y salí de la ciudad, lo dejé todo montado para que ocurriese exactamente lo que ha ocurrido. Tú me lo advertiste, y no eres el único.

—Nunca has querido creer que tienes un grave problema con él —dice Benton de una manera que me intranquiliza todavía más—. Incluso a pesar de haber tenido muchos. Algunas veces no hay suficientes pruebas que nos hagan aceptar una verdad que no podemos soportar. No puedes ser objetiva cuando se trata de él, Kay. No estoy seguro de haber comprendido nunca la razón.

—Tienes razón y lo detesto. —Carraspeo y calmo mi voz—. Y lo siento mucho.

—No sé si alguna vez acabaré de entenderlo. —Me mira con las dos manos en el volante, y estamos solos en la carretera cubierta de nieve y mal iluminada, conduciendo por una oscuridad nevada. Ya no se ve el Bentley delante—. No te estoy juzgando.

—Arruina su vida y me necesita de nuevo.

—No es culpa tuya si él arruina su vida, a menos que haya algo que no me hayas dicho. En realidad, poco importa, seguiría sin ser culpa tuya. Las personas arruinan sus propias vidas. No necesitan de otros para hacerlo.

—Eso no es del todo cierto. Él no escogió lo que le pasó siendo un niño.

—Eso tampoco es culpa tuya —dice Benton, como si supiese más del pasado de Fielding de lo que yo le haya contado, los pocos detalles que tengo. Siempre he tenido mucho cuidado en no investigar a mi personal, sobre todo en no investigar a Fielding. Sé bastante sobre sus primeras tragedias como para tener que entrometerme en aquello de lo que él no quiera hablar.

—Por supuesto suena estúpido —añado.

—Estúpido no. Solo un drama que siempre acabará de la misma manera. Nunca he comprendido del todo por qué sientes la necesidad de representarlo con él. Tengo la sensación de que ocurrió algo. Algo que no me has dicho.

—Te lo digo todo.

—Ambos sabemos que no es verdad para ninguno de los dos.

—Quizá debería ocuparme solo de las personas muertas. —Percibo la amargura en mi tono, el resentimiento que se filtra a través de las barreras que con tanto cuidado he levantado alrededor de la mayor parte de mi vida. Quizá ya no sé cómo vivir sin ellas—. Sé tratar muy bien a los muertos.

—No hables de esa manera —dice Benton en voz baja.

Es porque estoy cansada, me digo a mí misma. Es por lo que ha ocurrido esta mañana cuando la madre negra de un soldado negro muerto me dijo de todo por teléfono, se refirió a mí como quien no sigue la regla de oro sino la regla blanca. Después Briggs quiso pasar por encima de mi autoridad. Es posible que él me haya tendido una trampa. Es posible que quiera que fracase.

—Eso es un maldito estereotipo —entonces dice Benton.

—Una cosa curiosa de los estereotipos. Por lo general están basados en algo.

—No digas estas cosas.

—No habrá más problemas con Jack. El drama se acabará, te lo prometo. En la suposición de que él ya no lo haya acabado, que no haya abandonado el empleo. Desde luego lo ha hecho antes. Hay que despedirlo.

—Nunca fue como tú, nunca lo fue ni lo será, y no es tu maldito hijo. —Benton cree que es así de sencillo, pero no lo es.

—Hay que dejarle marchar —respondo.

—Es un patólogo forense de cuarenta y seis años que nunca se ganó la confianza que le has demostrado, ni se merece nada de lo que haces por él.

—He acabado con él.

—Has acabado con él. Me temo que es verdad y tendrás que dejarle marchar —dice Benton, como si la decisión ya hubiese sido tomada, como si no me correspondiese a mí tomarla—. ¿Qué es lo que te hace sentir tan culpable? —Hay algo en su tono, algo en su comportamiento… No puedo definir qué es—. Es algo que se remonta años atrás, a tus días de Richmond, cuando tú estabas comenzando con él. ¿Por qué la culpa?

—Lamento haber causado tantos problemas. —Eludo su pregunta—. Me siento como la persona que ha fallado a todos los demás. Siento no haber estado aquí. Ni siquiera tengo palabras para manifestar cuánto lo siento. Asumo la responsabilidad por Jack, pero no lo permitiré nunca más.

—Hay algunas cosas de las que no puedes asumir la responsabilidad. Algunas cosas no son culpa tuya, y voy a continuar recordándotelo, y es probable que de todas maneras continúes creyendo que es culpa tuya —manifiesta mi marido, el psicólogo.

No voy a discutir qué es culpa mía y qué no, porque no puedo hablar sobre la razón por la que siempre he sido leal, de una forma irracional, a Jack Fielding. Regresé de Sudáfrica, y mi penitencia fue Fielding. Él era mi servicio público, la condena que me impuse a mí misma como castigo. Estaba desesperada por hacer el bien a través de su persona, porque estaba convencida de que había perjudicado a todos los demás.

—Voy a echar una mirada. —Me refiero a lo que está en el bolsillo del abrigo de Benton—. Sé cómo mirar cartas sin comprometerlas, y necesito saber qué es lo que la señora Donahue ha escrito.

Saco el sobre, lo sostengo con suavidad por los bordes, y descubro que la aleta está sellada con un trozo de cinta adhesiva gris, que cubre en parte una dirección grabada con un tipo de letra antiguo. Ubico la calle como una de Beacon Hill, en Boston, cerca del Public Garden, muy próxima al lugar donde Benton tenía la casa que había pertenecido a su familia durante generaciones. En la parte delantera del sobre está escrito, con una letra elaborada y en tinta Doctor Kay Scarpetta: Confidencial. Tengo cuidado en no tocar nada más con las manos desnudas, sobre todo la cinta adhesiva. Es una buena fuente para huellas digitales, ADN y materiales microscópicos. Las huellas latentes en superficies porosas como el papel solo se pueden obtener empleando un reactivo como la ninhidrina.

—Puede que tengas una navaja a mano. —Coloco el sobre en mi regazo—. Necesito pedirte prestados los guantes.

Benton extiende un brazo y abre la guantera, y en el interior hay una navaja multiuso Leatherman, una linterna, un puñado de servilletas de papel. Saca un par de guantes de cuero del bolsillo del abrigo, y mis manos se pierden en ellos, pero no quiero dejar huellas o borrar las de alguien más. No enciendo la luz de cortesía, porque la visibilidad es mala y empeora. Ilumino lo que hago con la linterna, y meto una hoja pequeña en la esquina del sobre.

La deslizo a lo largo de la parte superior y sacudo el sobre para sacar la carta. Son dos hojas plegadas de un papel de hilo color crema y una marca de agua que no veo con claridad, que parece ser un tipo de emblema o escudo familiar. En el membrete está la misma dirección de Beacon Hill, y las dos páginas están escritas a máquina en letra cursiva, es algo que no he visto en muchos años, quizá por lo menos una década. La leo en voz alta:

Estimado Dr. Scarpetta:

Espero que me perdone lo que sin duda puede ser considerado un gesto inapropiado o presuntuoso por mi parte. Pero soy una madre tan desesperada como solo puede estarlo una madre.

Mi hijo Johnny ha confesado un crimen que sé que no cometió, ni es posible que haya cometido. Desde luego ha tenido en los últimos tiempos unas dificultades que condujeron a buscar tratamiento para él, pero incluso así, nunca ha demostrado ningún problema de comportamiento grave, ni siquiera cuando ingresó en Harvard siendo un chico de quince años muy retraído y maltratado por los compañeros. Caso de tener alguna crisis, creo que no hubiese habido mejor ocasión, porque dejaba el hogar por primera vez y carecía de las capacidades normales para interactuar con los demás y hacer amigos. Lo hizo muy bien hasta el semestre pasado de su último curso cuando su personalidad se alteró de una forma alarmante. Pero no mató a nadie.

El doctor Benton Wesley, un consultor del FBI y miembro del personal del hospital McLean, sabe mucho de los antecedentes de mi hijo y sus obstáculos de desarrollo, y quizá se sienta en libertad de discutir los detalles con usted, dado que no parece inclinado a discutirlo con su asistente, el doctor Fielding. Johnny tiene una historia larga y compleja, y necesito que usted la escuche. Basta decir que cuando le admitieron en McLean el lunes pasado, fue porque se consideró que era un peligro para sí mismo. Él no hizo daño a nadie ni tampoco de la manera como se sugiere que lo hizo. Entonces, de pronto, como surgiendo de la nada, confesó un crimen vil y espantoso, y en cuestión de horas fue transferido a una sala aislada para locos criminales. Yo le pregunto, ¿cómo es posible que las autoridades hayan creído tan rápidamente sus historias absurdas y falsas?

Debo hablar con usted, doctor Scarpetta. Sé que su oficina realizó la autopsia del niño que murió en Salem, y creo que es razonable solicitar una segunda opinión. Por supuesto, usted conoce la conclusión del doctor Fielding de que el asesinato fue premeditado, planeado con mucho cuidado, una ejecución a sangre fría y una iniciación para un culto satánico. Algo tan monstruoso como eso es del todo inconsistente con nada que mi hijo pudiera hacerle a nadie, y nunca ha tenido nada que ver con cultos de ninguna clase. Es una vergüenza suponer que su amor por los libros y películas de terror, sobre hechos sobrenaturales o violentos, pudiera haber tenido alguna influencia para que los representase.

Johnny sufre el síndrome de Asperger. Y está muy bien dotado en algunas áreas, así como es del todo incompetente en otras. Tiene hábitos muy rígidos y rutinas que cumple de forma obsesiva, y el día 30 de enero, él estaba comiendo en el Biscuit con la persona a la cual siente más cercana, una licenciada superdotada llamada Dawn Kincaid, tal como lo hacen todos los sábados por la mañana desde las diez a la una de la tarde. Por lo tanto, no podría haber estado en Salem cuando el niño fue asesinado a media tarde.

Johnny tiene una increíble capacidad para recordar y repetir los más oscuros detalles, y está claro para mí que lo que dijo a las autoridades ha emanado directamente de aquello que le dijeron sobre el caso o que ha aparecido en las noticias. De verdad, parece que él es culpable por razones que no puedo ni siquiera imaginar, e incluso afirma que la «herida punzante» en su mano izquierda fue por uno de los clavos que disparó con la pistola de clavos en el momento de utilizarla contra el niño, algo que es una pura invención. La herida fue autoinfligida, una herida cortante que se hizo con un cuchillo de carne, y una de las muchas razones por las que lo llevamos a McLean. Mi hijo parece decidido a ser severamente castigado por un crimen que no cometió y, por la manera cómo están las cosas, se cumplirá su deseo.

Abajo están los números para ponerse en contacto conmigo. Espero que tenga compasión y que tendré noticias suyas pronto.

Cordialmente,

ERIKA DONAHUE