Cambiamos de rumbo y viramos hacia Filadelfia porque la visibilidad disminuye cerca de la costa. Aprieto el interruptor del intercomunicador para que podamos hablar con Marino.
—¿Estás bien ahí atrás? —Ahora estoy más tranquila, demasiado preocupada por el largo abrigo negro y la sorpresa de la víctima como para estar enojada con Marino.
—Será más rápido cortar a través de Nueva Jersey —dice su voz; sabe dónde estamos porque hay un mapa de vuelo en la pantalla de vídeo en el interior del compartimento de pasajeros.
—Niebla y tormenta de hielo, vuelo instrumental en Atlantic City. Y no es más rápido —responde Lucy—. Estaremos en «Solo tripulación» la mayor parte del tiempo para que pueda ocuparme del vuelo.
Marino queda de nuevo apartado de nuestra conversación mientras nos van pasando de una torre a otra. El mapa de sección de Washington está abierto en mi ordenador, y entro en el GPS el nuevo destino a Oxford, Connecticut, para una eventual parada de repostaje. Controlamos el tiempo en el radar meteorológico y vemos los bloques en verde y amarillo que nos rodean desde el Atlántico. Podemos adelantarnos y eludir esta tormenta, dice Lucy, siempre que nos mantengamos tierra adentro y el viento continúe soplando a favor, aumentando la velocidad respecto a tierra, algo que en este momento es nada menos que de ciento cincuenta y dos nudos.
—¿Cómo estás? —Mantengo mi escaneo atento a la presencia de las torres de radiotelefonía móvil y de otros aviones.
—Estaré mejor cuando lleguemos a destino. Estoy segura de que estaremos bien y de que podremos escapar de este desastre. —Señala lo que aparece en la pantalla del radar meteorológico—. Pero si hay la más mínima sombra de duda, aterrizaremos.
No hubiese venido a buscarme si supiese que íbamos a pasar la noche en algún campo. No estoy preocupada. Quizá es porque no puedo preocuparme acerca de nada.
—¿Cómo estás en general? ¿Cómo te va? —pregunto con el micro pegado a los labios—. He pensado mucho en ti durante estas últimas semanas. —Intento que se abra.
—Sé lo difícil que es mantenerse en contacto con las personas, dadas las circunstancias —responde—. Cada vez que creíamos que ibas a volver, algo cambiaba, así que todos renunciamos a esperarte.
Acabar con el pago de mi beca se ha demorado en tres ocasiones por uno u otro asunto urgente. Dos helicópteros abatidos en un mismo día en Irak con veintitrés muertos. El asesinato en masa en Fort Hood, y en fecha más reciente, el terremoto de Haití. Enviaron a los forenses de las Fuerzas Armadas o ninguno de los restantes pudo ser apartado de su trabajo, así que Briggs se negó a dar por terminado mi programa de entrenamiento. Hace unas pocas horas, intentó demorar de nuevo mi partida, con la sugerencia de que me quedase en Dover. Como si no quisiese que me fuese a casa.
—Me dije que cuando llegásemos a Dover descubriríamos que tenías que quedarte otra semana, o dos semanas, o quizás un mes más —añade Lucy—. Pero has acabado.
—Al parecer se han hartado de mí.
—Confiemos en que no llegues a casa solo para dar media vuelta y volver.
—He pagado mi deuda. He acabado. Tengo que dirigir una oficina.
—Alguien tiene que hacerlo. De eso no hay duda.
No quiero escuchar más comentarios negativos referentes a Jack Fielding.
—¿Las cosas funcionan en alguna otra parte? —pregunto.
—Ya casi han terminado el garaje, es lo bastante grande para guardar tres coches incluso con el lavadero. Siempre que aparques en línea. —Ella comenzó la renovación, y me recuerda lo despreocupada que he estado de lo que está pasando en mi propia casa—. El pavimento de caucho está acabado, pero falta instalar el sistema de alarma. No iban a preocuparse por algún ladrón que rompiese los cristales, y les dije que tenían que hacerlo. Por desgracia, uno de los viejos cristales originales del edificio no sobrevivió a las reformas. Así que de momento tienes algo de brisa en el garaje. ¿Sabías algo de eso?
—Benton se ha encargado de ello.
—Bueno, ha estado ocupado. ¿Tienes la frecuencia de Millvile? Creo que es uno-dos-tres-punto-seis-cinco.
Verifico el seccional, tecleo la frecuencia y la entro en Comm 1.
—¿Cómo estás? —pregunto de nuevo.
Quiero saber que me encontraré en casa además del hombre muerto que me espera en el frigorífico de la morgue. Lucy no me dirá cómo está, y además ha acusado a Benton de estar muy ocupado. Cuando dice algo así, no lo dice en sentido literal. Está tensa. No deja de mirar de manera obsesiva los instrumentos, las pantallas de radar, y lo que está fuera de la cabina, como si esperase encontrarse con una batalla aérea, ser alcanzada por un rayo, o por un fallo mecánico. Intuyo que algo va mal en ella, o quizá soy yo la que no está bien.
—Tiene un caso muy importante —añado—. Uno muy malo.
Ambas sabemos a qué caso me refiero. Los medios no dejan de hablar de Johnny Donahue, el paciente de McLean, un estudiante de Harvard que la semana pasada confesó el asesinato de un niño de seis años con una pistola de clavos. Benton cree que la confesión es falsa, y los polis y el fiscal del distrito no están contentos con él. Las personas quieren que la confesión sea auténtica, porque no quieren creer que alguien así aún pueda andar suelto. Me pregunto cómo habrá ido la evaluación de hoy, mientras recuerdo los vídeos que acabo de ver donde se ve el Porsche negro de Benton saliendo marcha atrás de nuestro camino particular. Iba a McLean para recoger el historial de Johnny Donahue, cuando un joven y un galgo pasaron por delante de nuestra casa. Varios grados de separación. La red humana que nos conecta a todo, que conocía a todos los seres humanos sobre la Tierra.
—Vamos a mantenernos en uno-dos-siete-punto-tres-cinco en Comm 2 para que podamos recibir a Filadelfia —dice Lucy—, pero intentaré mantenerme fuera de su Clase B. Creo que podemos, a menos que esa cosa se acerque desde la costa.
Señala las manchas verdes y amarillas en el radar meteorológico donde se ve que las precipitaciones se acercan, como si pretendiesen empujarnos hacia el noreste en dirección al brillante perfil urbano del centro de Filadelfia, llevarnos contra los rascacielos.
—Estoy bien —añade—. Lamento lo de él, porque me doy cuenta de que estás cabreada. —Señala hacia atrás con el pulgar, indicándome que se refiere a Marino—. ¿Qué ha hecho, además de ser el de siempre?
—¿Estabas escuchando cuando habló con Briggs?
—Aquello fue en Wilmington. Yo estaba ocupada pagando el combustible.
—No tendría que haber hablado con él.
—Es como decirle a Jet Ranger que no babee cuando saco la bolsa de galletas. Marino tiene un reflejo de Pavlov cuando habla con Briggs, se va de la lengua para impresionarle. ¿Por qué te sorprendes tanto? —Lucy lo pregunta como si ya conociese la respuesta, como si estuviese investigando, buscando algo más.
—Quizá porque causó un problema más grave de lo habitual.
—Le cuento que Briggs quería llevar el cadáver a Dover. Le digo que el jefe forense de las Fuerzas Armadas tiene información que no comparte, o al menos sospecho que está reteniendo algo importante que no me dice. Es probable que por culpa de Marino, digo. Por lo que ha conseguido provocar por haber pasado por encima de mi cabeza.
—Yo no creo que sea eso ni de lejos —opina Lucy; en ese momento dicen por la radio nuestro número de matrícula.
Aprieta el interruptor de la radio en el cíclico y responde, y mientras habla con el control de vuelo, entro la siguiente frecuencia. Vamos saltando de un espacio aéreo a otro, ahora la mayoría de las manchas en el radar meteorológico son amarillas y nos persiguen como perros de caza desde el sudeste; corresponden a lluvias intensas, que a esta altitud crearían condiciones de vuelo muy peligrosas: cuando las partículas de agua a bajísima temperatura golpean los bordes de los rotores, éstos se congelan. Busco manchas de vaho en el parabrisas y no veo nada, ni una gota, y me pregunto a qué se refiere Lucy. ¿Qué no es ni de lejos?
—¿Te fijaste en lo que había en su apartamento? —La voz de Lucy suena en mis oídos y supongo que se refiere al muerto y a lo que vi en los videoclips grabados por los auriculares.
—Dijiste que no es todo. —Vuelvo al principio—. Dime a qué te refieres.
—Estoy a punto de hacerlo y no quería decirlo delante de Marino. No se dio cuenta, en cualquier caso no sabría qué era, y no se lo señalé porque quería hablar contigo y no estoy segura de que él deba saberlo.
—¿No le señalaste qué?
—Creo que a Briggs no hará falta que se lo señalen —continúa Lucy—. Ha tenido mucho más tiempo que tú para ver los videoclips, y él o quien fuese a quien se los mostró ha tenido que reconocer el artilugio mecánico junto a la puerta, algo que parece un siniestro cangrejo de seis patas soldado con alambres, compuestos de resinas y piezas, más o menos de la altura de una secadora sobre una lavadora. Pillado por la cámara solo por un segundo cuando el hombre y Sock van de camino a Norton’s Woods. Estoy segura de que precisamente a ti no se te pasó por alto.
—Vi algo parecido a una burda estructura de metal. —Es obvio que no he hecho la misma conexión que mi sobrina. Una importante.
—Un robot, y no un robot cualquiera —me informa Lucy—. Un prototipo desarrollado por los militares que se suponía que debía ser un robot de carga táctico para las tropas en Irak, y luego se sugirió otro propósito creativo que se fue a pique en un santiamén.
Un atisbo de reconocimiento y una sensación amenazadora comienzan a abrirse paso desde las tripas, me oprimen el pecho, y crean una alerta y después un recuerdo.
—Ese modelo en particular no duró mucho —continúa Lucy, y creo saber de qué habla.
—MORT. Mortuary Operational Removal Transport.
—Dios bendito.
—Nunca entró en servicio y ahora ya está obsoleto, por no tildarlo de ridículo, reemplazado por robots con patas de inspiración biológica que pueden transportar cargas pesadas por terrenos escabrosos o resbaladizos —dice ella—. Como el cuadrúpedo llamado Big Dog que aparece en YouTube. Esas cosas pueden cargar centenares de kilos todo el día en las peores condiciones imaginables, saltar como ciervos y recuperar el equilibrio cuando se caen, resbalan o les das un puntapié.
—MORT —me atrevo a decir—. ¿Por qué iba a tener un robot de carga como MORT en su casa? Hay algo que escapa a mi comprensión.
—¿Alguna vez lo viste en realidad cuando estuviste en el Congreso para debatir sobre él? Y no estás malinterpretando mis palabras. Hablo de MORT.
—Nunca he visto a MORT en vivo. —Solo lo vi en unas demostraciones filmadas, y participé en más de una discusión, sobre todo con Briggs—. ¿Por qué iba a tener ese sujeto algo así? —pregunto de nuevo sobre lo que Lucy dice que estaba en la casa del muerto.
—Siniestro como el mismísimo demonio. Como una hormiga mecánica gigante, con motor a gasolina —responde Lucy—. Suena como una sierra mecánica cuando avanza poco a poco sobre sus patas cortas y rechonchas con dos pares de pinzas delante, como Eduardo Manostijeras. Si lo ves venir hacia ti, echas a correr como si hubieses visto a la Muerte, o quizá le lanzas una granada.
—Pero ¿en su apartamento? ¿Por qué? —Recuerdo las demostraciones que me parecieron horribles, y las acaloradas discusiones que se convirtieron en desagradables refriegas con los colegas, incluido Briggs, en el AFME, en Walter Reed y en el Russell Senate Office Building.
MORT. El epítome de la automatización equivocada que se convirtió en fuente de controversia entre la inteligencia militar y la médica. No era la tecnología lo que hizo que fuese una idea terrible, era la sugerencia de cómo se podía utilizar. Recuerdo una calurosa mañana de verano en Washington. El calor se desprendía de la acera llena de niños exploradores, que recorrían la capital mientras Briggs y yo discutíamos. Teníamos calor vestidos con nuestros uniformes, frustrados y estresados, y recuerdo pasar por delante de la Casa Blanca, con gente por todas partes, preguntándome qué vendría después. ¿Qué otras inhumanidades ofrecería la tecnología? Desde entonces había pasado casi una década, casi la Edad de Piedra comparada con hoy.
—Estoy segura —de hecho, más que segura— de que eso estaba aparcado en el apartamento de ese tipo —manifiesta Lucy—. Y no compras algo así en eBay.
—Quizás es una maqueta —sugiero—. Una copia.
—De ninguna manera. Cuando lo amplié, vi las partes de compuestos de resina en detalle, algunos desgastados por el uso, lo más probable como consecuencia de los ensayos en terrenos escabrosos y de ahí las raspaduras. Incluso vi las conexiones de fibra óptica. MORT no era inalámbrico, una más de las muchas cosas que tenía en contra. No es como los robots autónomos actuales, con ordenadores a bordo para recibir información a través de sensores controlados por unidades cargadas por un hombre, en lugar de cargar una voluminosa caja Pelican. Como hacen los militares con sus operadores en el campo, que tienen las manos libres cuando salen con sus escuadras robóticas. Existe un nuevo sistema de procesadores ultraligeros que puedes llevar en el chaleco, con el que puedes guiar un vehículo de tierra no tripulado o un robot armado, como la unidad SWORDS, el Sistema de Armas Especiales para la Observación, Reconocimiento y Detección, que puede ser toda una infantería de robots armados con ametralladoras ligeras M240-9. No es algo que me guste, y sé lo que piensas al respecto.
—No estoy segura de que existan palabras para describir lo que siento —respondo.
—Hay tres unidades SWORDS hasta ahora en Irak, pero aún no han disparado sus armas. Nadie está seguro de cómo conseguir que un robot tenga esa clase de juicio. La inteligencia artificial. Un gran desafío, pero no imposible.
—Los robots tendrían que ser usados para mantener la paz, la vigilancia, como mulas de carga.
—Eso es lo que piensas tú, pero no todos piensan así.
—No deben tomar decisiones sobre la vida y la muerte —continúo—. Sería como un piloto automático que decidiese si debemos volar a través de esas nubes que avanzan hacia nosotros.
—El piloto automático podría si mi helicóptero tuviese sensores de humedad y temperatura. Añádele transductores de fuerza y aterrizará por sí mismo tan suave como una pluma. Si pones más sensores ya no me necesitarás. Subes y aprietas un botón, como los Jetsons. Suena como una locura, pero cuanto más loco, mejor. No tienes más que preguntárselo a la DARPA. ¿Tienes idea de cuánto dinero invierte la DARPA en la zona de Cambridge?
Lucy baja el colectivo, pierde altitud y reduce velocidad mientras otro fantasmal grupo de nubes viene hacia nosotros en la oscuridad.
—¿Aparte de lo que se invierte en el CFC? —añade.
Su comportamiento es diferente, incluso su rostro es diferente, y ya no intenta ocultar lo que la domina. Conozco ese humor. Lo conozco demasiado bien. Es un viejo humor que no he visto desde hace tiempo, pero lo conozco como conozco los síntomas de una enfermedad que ha estado latente.
—Los ordenadores, los robots, la biología sintética, la nanotecnología, cuanto más descabellado, mejor —continúa ella—. Porque ya no existen los científicos locos. No estoy segura de que exista algo así como la ficción científica. Se te ocurre la invención más extrema que puedas imaginar, y es probable que ya esté siendo investigada en alguna parte. Es probable que sea una noticia vieja.
—¿Estás sugiriendo que el hombre que murió en Norton’s Woods está vinculado con la DARPA?
—Lo está de alguna manera. No sé si directa o indirectamente —responde Lucy—. MORT ya no está siendo utilizado, no por los militares, ni para ningún otro propósito, pero hace unos ocho o nueve años era un material de la guerra de las galaxias, cuando la DARPA comenzó a financiar las aplicaciones robóticas con propósitos militares y de inteligencia, la ingeniería biotecnológica y la informática. Y otras aplicaciones forenses vinculadas con nuestros muertos de guerra, con lo que ocurre en combate, en el teatro de operaciones.
Fue la DARPA la que financió la investigación y el desarrollo de la tecnología RadPath que utilizamos en las autopsias virtuales en Dover y ahora en el CFC. La DARPA ha financiado mi estancia de cuatro meses, que se acabaron convirtiendo en seis.
—Un porcentaje considerable de las becas de investigación van a los laboratorios de las zonas de Cambridge, a Harvard y el MIT —dice Lucy—. ¿Recuerdas cuando todo se convirtió en un instrumento de guerra?
Cuesta recordar un momento en que eso no fuese verdad. La guerra se ha convertido en nuestra industria nacional, como lo fueron una vez los automóviles, el acero y los ferrocarriles. Vivimos en un mundo peligroso. No creo que vaya a cambiar.
—¿Y la brillante idea de que los robots como MORT podían ser utilizados en el teatro de operaciones para recuperar las bajas, de forma tal de que las tropas no arriesgasen sus vidas por un camarada caído? —me recuerda Lucy.
No era una idea brillante sino desafortunada. La más grande de las estupideces, pensé en su momento, y todavía lo sigo pensando. Briggs y yo no estábamos en el mismo bando en este tema. Nunca me reconoció el mérito de salvarle de un error de relaciones públicas que podría haberle causado graves problemas.
—La idea fue investigada con entusiasmo durante un tiempo y después la dejaron de lado —añade Lucy.
Fue dejada de lado porque utilizar robots para tal propósito supone que una máquina puede decidir cuándo un soldado caído, un ser humano, tiene una herida fatal o está muerto.
—El Departamento de Defensa recibió muchísimas críticas, al menos internamente porque parecía algo inhumano y despiadado —dice ella.
Con toda justicia. Nadie debe morir en las pinzas de algo metálico que lo arrastra fuera del campo de batalla, de un vehículo destrozado, o de los escombros de un edificio que se ha derrumbado.
—Lo que quiero decir es que las primeras generaciones de esa tecnología han sido sepultadas por el Departamento de Defensa, relegadas a un depósito de documentos clasificados o llevadas al desguace para recuperar piezas y partes —dice Lucy—. Sin embargo, el tipo de tu nevera tiene uno de estos robots en su apartamento. ¿Dónde lo consiguió? Tiene una vinculación. Tenía papel vegetal en la mesa de centro. Es un inventor, un ingeniero o algo así, y de alguna manera está involucrado en proyectos clasificados que requieren un alto nivel de autorización de seguridad, pero es un civil.
—¿Cómo puedes estar segura de que es un civil?
—Créeme, estoy segura. No tiene experiencia ni entrenamiento, y a todas luces no es de inteligencia militar, o un agente del Gobierno, o no caminaría por ahí escuchando música a todo volumen y armado con una pistola cara que tiene el número de serie borrado; en otras palabras, es probable que la comprase en la calle. Tiene algo que nunca podría ser rastreado. Algo que utilizas una vez y lo tiras…
—¿No sabemos a quién nos conduce el arma? —Quiero asegurarme.
—No, que yo sepa, todavía no, lo que es ridículo. Ese tipo no es un agente secreto. Demonios, no. Creo que está asustado —afirma Lucy como si lo supiese a ciencia cierta—. Estaba —añade—. Estaba. Y alguien lo tenía sometido a vigilancia —al menos es lo que creo— y ahora está muerto. En mi opinión, no es una coincidencia. Te sugiero que tengas el máximo de precaución cuando hables con Marino.
—Algunas veces comete unos tremendos errores de juicio, pero no intenta perjudicarme.
—Tampoco está en inteligencia médica como tú, y su comprensión solo llega hasta no discutir casos con sus camaradas en la bolera y no hablar con los periodistas. Cree que está muy bien confiar en personas como Briggs, porque no tiene ni idea cuando se trata de jefes militares. —El comportamiento de Lucy es tan inquieto y sombrío, es el mismo que he observado desde hace tanto tiempo que ya no recuerdo cuando comenzó—. En un caso como éste, habla conmigo, habla con Benton.
—¿Le has dicho a Benton lo que me acabas de decir?
—Dejaré que le expliques tú lo de MORT, porque es probable que no entienda de qué se trata. No estaba cuando tú pasaste por todo aquello con el Pentágono. Se lo dices tú, y luego todos podremos hablar. Tú, él, yo y nadie más, al menos por ahora, porque tú no sabes quién es quién, y es mejor que tengas los hechos claros y sepas quiénes somos nosotros y quiénes son ellos.
—Si no puedo confiar en Marino en un caso como éste, o ya puestos en cualquier otro caso, ¿para qué lo quiero? —Ponerme a la defensiva afila mi tono, porque Marino también fue idea de ella.
Lucy me alentó a contratarlo como jefe de los operativos de investigación del CFC, y también convenció a Marino, aunque tampoco le costó mucho vendérselo. Él nunca lo admitiría, pero no quiere estar en ningún lugar donde no esté yo, y cuando supo que yo iba a trasladarme a Cambridge, de pronto se sintió desencantado con el Departamento de Policía de Nueva York. Perdió todo interés en la ayudante del fiscal del distrito, Jaime Berger, a cuya oficina estaba asignado. Se peleó con su casero en el Bronx. Comenzó a quejarse de los impuestos de Nueva York, pese a que los llevaba pagando desde hacía años. Dijo que era intolerable no tener un lugar para ir en moto, ni ningún lugar donde aparcar una camioneta, aunque en aquel entonces no tenía ninguna de las dos cosas. Dijo que tenía que largarse.
—No es cuestión de confianza. Se trata de las limitaciones de conocimiento. —Una afirmación caritativa que Lucy no suele manifestar. Por lo general, las personas son malas, inútiles o se merecen el castigo que ella decida.
Mueve el colectivo y hace sutiles ajustes en el cíclico, para aumentar nuestra velocidad y asegurarse de que no nos metemos en las nubes. La noche alrededor de nosotros es de una oscuridad impenetrable, y hay trozos donde no puedo ver las luces en tierra, lo que sugiere que estamos volando sobre árboles. Busco la frecuencia de McGuire para poder controlar su espacio aéreo mientras echando vistazos al sistema para evitar colisiones de tráfico. Muestra que no hay ningún otro avión cerca. Debemos ser los únicos volando esta noche.
—No me puedo permitir el lujo de aceptar limitaciones —le digo a mi sobrina—. Eso significa que quizá cometí un error contratando a Marino. Y es probable que cometiese uno aún mayor contratando a Fielding.
—No digas probable, y no es la primera vez. Jack te dejó colgada en Watertown y se fue a Chicago, y tú tendrías que haberlo dejado allí.
—En honor a la verdad, perdimos la financiación en Watertown. Él sabía que era probable que cerrasen la oficina, y así fue.
—No se marchó por eso.
No respondo, porque tiene razón. No es el motivo. Fielding quería irse a Chicago porque a su esposa le habían ofrecido un trabajo allí. Dos años más tarde, preguntó si podía volver. Dijo que echaba de menos trabajar para mí. Que echaba de menos a su familia. Lucy, Marino, Benton y yo. Una familia grande y feliz.
—No son solo ellos. Tienes un problema con todos los demás —señala Lucy.
—Supongo que no tendría que haber contratado a nadie, incluida tú.
—Es probable que a mí tampoco. No soy lo que se dice una jugadora de equipo. —La despidieron del FBI, del ATF. No creo que Lucy pueda ser supervisada por nadie, incluida yo.
—Bueno, es algo por lo que merece la pena volver a casa —opino…
—Ése es el peligro con una instalación prototipo, que, no importa lo que se diga, es de hecho civil y militar, tiene jurisdicción local y federal, y además vínculos académicos —dice Lucy—. Vamos, que no eres una cosa ni la otra. El personal no sabe exactamente cómo actuar o no son capaces de mantenerse dentro de los límites, suponiendo que alguien alguna vez los comprenda. Te lo advertí hace mucho tiempo.
—No recuerdo que me advirtieses, solo recuerdo que me lo señalaste.
—Vamos a entrar en la frecuencia de Lakehurst y seguiremos las reglas de vuelo visual, porque voy a dejar de seguir las indicaciones de vuelo —decide—. Si vamos todavía más al oeste, tendremos un viento cruzado que nos reducirá la velocidad en más de veinte nudos, y nos encontraremos teniendo que pasar la noche en Harrisburg o Allentown.