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Me doy cuenta de que la furgoneta se ha detenido y Marino y Lucy se bajan. Hemos aparcado delante de la terminal de aviación civil John B. Wallace, pero yo no me muevo. Continúo viendo lo que pasa en el iPad mientras Lucy y Marino comienzan a descargar mis pertenencias.

El aire frío entra por el portón trasero abierto y me pregunto por la decisión del hombre de caminar con Sock por Norton’s Woods, en lo que se llama Mid-Cambridge, casi en Somerville. ¿Por qué aquí? ¿Por qué no más cerca de donde vivía? ¿Tenía que encontrarse con alguien? Una verja negra llena la pantalla; está parcialmente abierta y su mano la abre del todo. Entonces me doy cuenta de que acaba de ponerse unos gruesos guantes negros, que parecen guantes de motociclista. ¿Tiene las manos frías o hay alguna otra razón? Quizá tiene un plan siniestro. Quizás intenta utilizar el arma. Me imagino tirando hacia atrás la corredera de la pistola de nueve milímetros y apretando el gatillo con esos abultados guantes, y parece ilógico.

Lo oigo abrir la bolsa de plástico, y entonces lo veo cuando él baja la mirada y atisbo algo más, lo que parece una pequeña caja de madera. Una caja de tabaco, creo. Algunas de ellas están hechas de cedro, incluso tienen un pequeño higrómetro como un humidificador, y recuerdo la pipa de cristal ámbar en la mesa, dentro del apartamento. Quizá le gusta pasear a su perro en Norton’s Woods porque es lejano y por lo general muy discreto, y de poco interés para la policía, a menos que haya algún personaje o un acontecimiento de alto nivel que requiera seguridad. Quizá le gusta venir aquí y fumar hierba. Le silba a Sock, se agacha y le quita la correa, y oigo decir: «Eh, chico, ¿recuerdas nuestro lugar? Enséñamelo». Luego dice algo ahogado. No alcanzo a entenderlo del todo. «Y para ti», me parece que dice, seguido por, «¿Quieres enviar un…?» o «Enviaste un…». Después de oírlo dos veces sigo sin entender lo que está diciendo, y quizás es que está agachado y habla al cuello del abrigo.

¿Con quién está hablando? No veo a nadie cerca, solo al perro y las manos enguantadas, y entonces el ángulo de la cámara se alza cuando el hombre se levanta y miro de nuevo el parque, una vista de árboles y bancos, y a un lado un sendero de piedras cerca del edificio con tejado de metal verde. Veo atisbos de personas y llego a la conclusión, por la manera cómo van abrigadas para protegerse del frío, que no son invitados a la fiesta de la boda, sino que lo más probable es que estén paseando por el parque, igual que mi sujeto. Sock trota hacia los arbustos para aliviar su carga, y su amo se adentra en el precioso bosque de antiguos olmos y bancos verdes.

Silba y dice: «Eh, chico, sígueme».

En las zonas umbrías alrededor de los macizos de rododendros la nieve es profunda y está mezclada con hojas secas, piedras y ramas quebradas que me hacen pensar mórbidamente en tumbas clandestinas, en pieles arrancadas y huesos secos que han sido roídos y desparramados. Él observa, mira en derredor, y la cámara oculta se detiene en el tejado verde de tres niveles superpuestos del edificio de cristal y madera que veo desde la galería de mi casa. Cuando el tipo gira la cabeza, veo una puerta en la planta baja que da al exterior, y la cámara se detiene de nuevo en una mujer de pelo gris que está de pie junto a la puerta. Viste un traje y un abrigo de cuero marrón largo y habla por el móvil.

El hombre silba y hace un sonido rasposo cuando camina por el sendero de lajas de pizarra hacia Sock, para recoger lo que el perro ha dejado… «y esta soledad llena mi corazón…», canta Peter Gabriel. Pienso en el joven soldado con el mismo nombre que se quemó en su Humvee, y aún lo huelo como si sus hediondos olores todavía estuviesen atrapados dentro de mi nariz. Pienso en su madre, en su dolor y su furia por el teléfono cuando me llamó esta mañana. Los patólogos forenses no siempre reciben agradecimiento, y, de hecho, hay ocasiones en que los familiares vivos actúan como si yo fuese la razón de que sus seres amados estén muertos, e intento recordarlo. «No te lo tomes como algo personal».

Las manos enguantadas sacuden de nuevo la bolsa de plástico arrugada, de ésas que te dan en el supermercado, y entonces algo ocurre. La mano enguantada del hombre vuela hacia su cabeza, y oigo el golpe de su mano cuando pega en los auriculares como si estuviese espantando algo, y exclama: «¿Qué demo…? ¡Eh…!» de una forma jadeante y sorprendida. O quizás es un grito de dolor. Pero no veo nada ni a nadie, solo el bosque y las figuras distantes en la arboleda. No veo a su perro, y no le veo a él. Retrocedo la grabación y la repito. Su mano con el guante negro aparece de nuevo en el encuadre, y él exclama: «¿Qué demo…?», y después «¡Eh…!». Decido que suena asombrado e inquieto, como si algo le hubiese dejado sin aliento.

Vuelvo a ver las imágenes, escucho atenta por si hay algo más, y lo que detecto en su tono es una protesta y quizá miedo, y, sí, dolor, como si alguien le hubiese dado un codazo o hubiese chocado con él con fuerza en una acera concurrida. Luego las copas de los árboles desnudos se empiezan a mover. Aparecen trozos de pizarra que se van haciendo más grandes cuando la cámara se acerca al suelo, o bien está tumbado boca arriba o los auriculares se han soltado. La pantalla está fija en una imagen de ramas peladas y cielo gris, y luego el dobladillo de un abrigo negro largo pasa, agitándose como si alguien caminase deprisa, y se escucha otro sonoro zarandeo y la escena cambia de nuevo. Ramas desnudas y un cielo gris, pero son otras ramas diferentes que se ven entre los listones de un banco verde. Ocurre tan deprisa, tan increíblemente deprisa, y luego las voces y los sonidos de la gente aumentan.

«¡Que alguien llame al nueve-uno-uno!».

«Parece que no respira».

«No tengo móvil. ¡Llamen al nueve-uno-uno!».

«¿Hola? Hay… eh, sí, en Cambridge. Sí, Massachusetts. ¡Jesús! Deprisa, deprisa, me tiene en espera. ¡Jesús! ¡Deprisa, deprisa, joder, me han puesto en espera! No me lo puedo creer. Sí, sí, un hombre, acaba de desplomarse y no parece que respire… Norton’s Woods en la esquina de Irving y Bryant… Sí, alguien está intentando reanimarlo. Sí me quedaré… sí me quedo. Sí, me refiero, yo no… Pregunta si sigue sin respirar. ¡No, no, no respira! No se mueve. ¡No respira!… En realidad no lo vi. Solo miré en su dirección y vi que estaba en el suelo, de pronto estaba en el suelo…».

Aprieto el botón de pausa y salgo de la furgoneta. Hace mucho frío y sopla un viento muy fuerte cuando camino a paso rápido hacia el interior de la terminal. Es pequeña, con aseos y una sala de espera; un viejo televisor está encendido. Por un momento veo Fox News y aprieto la tecla de avance rápido del iPad, mientras Lucy se apoya en el mostrador de recepción y paga la tarifa de aterrizaje con una tarjeta de crédito. Continúo mirando las imágenes de las ramas desnudas que se ven entre los listones de madera pintada de verde, segura ahora de que los auriculares acabaron debajo del banco, la cámara fija hacia arriba mientras en la radio XM suena… «La dama oscura se ríe y baila…». La música es más fuerte porque los auriculares no están presionando contra la cabeza del hombre, y parece una incongruencia absurda estar escuchando a Cher.

Las voces de fuera de la cámara suenan asustadas y excitadas, y oigo los sonidos de pisadas y el aullido distante de una sirena mientras mi sobrina charla con un hombre mayor, un piloto de combate retirado que le explica muy contento que ahora trabaja a jornada parcial en Dover como un operador de tierra.

—… en Vietnam. ¿Entonces qué pilotaba, un F-4? —Lucy charla con él.

—Oh, sí, y el Tomcat. Fue lo último que piloté. Pero los Phantom todavía continuaban en servicio, casi hasta los ochenta. Si los construyes bien, duran una eternidad. Mire cuánto tiempo llevan los C-5 en servicio. Y todavía quedan algunos Phantom en Israel, si no me equivoco. Quizás en Irán. Los que quedan en Estados Unidos, los utilizamos como blancos no tripulados. Un avión de la hostia. ¿Alguna vez ha visto uno?

—En Belle Chasse, Luisiana, en la base de la fuerza aérea naval. Fui con mi helicóptero para ayudar con lo del Katrina.

—Han estado haciendo experimentos para romper los huracanes con los Phantoms, haciendo que vuelen en el ojo del huracán. —El hombre asiente.

La pantalla en el iPad se pone negra. Los auriculares ya no graban, y estoy convencida de que cuando el hombre cayó al suelo tuvieron que acabar debajo de algún banco a cierta distancia. El sensor de movimiento no detectó actividad suficiente así que hibernaron, y eso me llama la atención. ¿Cómo se desprendieron los auriculares y acabaron donde lo hicieron? Quizás alguien los apartó de un puntapié. Podría haber sido un mero accidente, si es que ocurrió así; quizá por la persona que intentaba ayudarle, o pudo haber sido deliberado, pudo ser la persona que estaba grabándolo en secreto, que lo seguía. Pienso en el dobladillo del abrigo negro que aletea al pasar, y voy adelantando de forma intermitente, a la búsqueda de nuevas imágenes, escucho los sonidos, pero nada hasta las cuatro y treinta siete, cuando los árboles y el cielo oscuro se sacuden violentamente y las manos desnudas se hacen grandes y el papel cruje mientras los auriculares se colocan en el interior de una bolsa, y oigo una voz que dice: «… Colts sin lugar a dudas». Y otra voz opina: «Los Saints ganarán. Tienen…». Luego la oscuridad, voces ahogadas y nada.

Encuentro el mando a distancia del televisor en el brazo de un sofá dentro de la terminal. Cambio de canal y pongo la CNN. Escucho las noticias y observo la cinta informativa en la parte baja de la pantalla, pero no hay una sola palabra sobre el hombre de los videoclips. Vuelvo a preguntarme por Sock. ¿Dónde está el perro? No es aceptable que nadie lo sepa. Miro a Marino que entra en la sala de espera y finge no verme porque está de malhumor, o quizá lamenta lo que hizo y se siente avergonzado. Rehúso preguntarle nada, y me parece como si la desaparición del perro fuese culpa suya, como si todo fuese culpa de Marino. No quiero perdonarle que le enviase los vídeos a Briggs por e-mail, por hablar con él primero. Si no le perdono al menos una vez, quizás aprenda la lección por fin. El problema es que nunca soy capaz de convencerme a mí misma sobre las acusaciones que monto contra él, de hecho contra nadie a quien aprecio. La culpa católica. No sé por qué, pero ya comienzo a ablandarme con respecto a Marino, mi decisión se debilita. Siento cómo ocurre mientras cambio de canales en el televisor, atenta a las noticias que puedan perjudicar al CFC, y Marino se acerca a Lucy, dándome la espalda. No quiero pelearme con él. No quiero herir sus sentimientos.

Me aparto del televisor, convencida de que al menos por el momento los medios no saben nada del cuerpo que me espera en la morgue de Cambridge. Razono que algo tan sensacional sin duda tendría que ocupar los titulares. Los mensajes tendrían que llegar como un aluvión a mi iPhone. Briggs ya se habría enterado y me habría dicho algo al respecto. Incluso Fielding me habría alertado. Excepto que no he oído nada de Fielding sobre nada en absoluto, e intento llamarlo de nuevo. No responde al móvil y no está en la oficina. Por supuesto que no, nunca trabaja hasta tan tarde, por el amor de Dios. Intento llamarle a su casa en Concord y me sale el contestador.

—¿Jack? Soy Kay. —Dejo otro mensaje—. Estamos a punto de despegar de Dover. Quizá puedas enviarme un mensaje de texto o un e-mail con las novedades. Supongo que el detective Law no ha llamado. Todavía seguimos esperando las fotos. ¿Has oído algo de un perro perdido, un galgo? El perro de la víctima, se llama Sock, fue visto por última vez en Norton’s Woods. —Mi voz tiene un tono duro. Fielding me está eludiendo, y no es la primera vez. Es un maestro desapareciendo, y ese título lo tiene bien merecido. Ya ha hecho muchísimas—. Bueno, intentaré llamarte de nuevo cuando aterricemos. Supongo que te reunirás con nosotros en el despacho, en algún momento entre las nueve y media y las diez. Le he enviado mensajes a Anne y Ollie, y quizá puedas asegurarte de que estén allí. Tenemos que ocuparnos de esto esta noche. ¿Podrías llamar al Departamento de Policía de Cambridge para preguntar por el perro? Puede que tenga un microchip…

Suena ridículo dar más detalles sobre Sock. ¿Qué demonios puede saber Fielding al respecto? No se molestó en ir a la escena, y Marino tiene razón. Alguien tendría que haber ido.

El Bell 407 de Lucy es negro con cristales oscuros en la parte trasera. Mientras el viento sacude la rampa, ella abre las puertas y el compartimento de equipajes.

Una manga de viento apunta rígida al norte como una señal de tráfico horizontal; eso es bueno y malo a la vez. El viento lo tendremos de cola, pero también el frente de la tormenta, lluvias fuertes mezcladas con aguanieve y nieve. Marino comienza a cargar mi equipaje mientras Lucy camina alrededor del helicóptero para inspeccionar las antenas, los puertos estáticos, las palas del rotor, los flotadores de emergencia y las botellas de nitrógeno que las inflan, y luego la cola de aluminio, la caja de cambio, la bomba hidráulica y el depósito.

—Si alguien le espiaba, si le filmaba en secreto, y comprendió que estaba muerto, seguro que la persona tuvo algo que ver con lo sucedido —le comento sin referirme a nada en particular—. ¿Pero no cabría esperar que la persona borrase por control remoto los archivos de los vídeos registrados por los auriculares, al menos borrarlos del disco duro y la tarjeta SD? ¿No querría asegurarse esa persona de que no encontrásemos ninguna grabación o tuviésemos una pista?

—Depende. —Se sujeta a un asa del fuselaje y coloca la punta de la bota en un escalón para subirse.

—Si lo estuvieses haciendo tú —pregunto.

—¿Si fuese yo? —Abre los cierres y levanta un panel de aluminio ligero—. Si yo creyese que no había nada significativo que me incriminase en las grabaciones, no las borraría. —Con una pequeña pero potente linterna SureFire, inspecciona el motor y los montantes.

—¿Por qué no?

Antes de que pueda responder, Marino se me acerca y dice sin dirigirse a nadie en particular:

—Tengo que hacer una visita. Si alguien más lo necesita, ahora es el momento. —Como si fuese el comisario de a bordo y recordase que no hay lavabo en el helicóptero. Está intentando hacer las paces conmigo.

—Gracias, estoy bien —le respondo, y él se aleja por la pista oscura de regreso a la terminal.

—Si fuese yo, esto es lo que haría después de que estuviese muerto —continúa Lucy mientras la poderosa luz se mueve sobre las mangueras y las tuberías para asegurarse de que nada esté suelto o dañado—. Descargaría los archivos de vídeo de inmediato, conectándome a la webcam, y si no viese nada que me preocupara, los dejaría.

Sube más arriba para verificar el rotor principal, el mástil y el plato de bielas, y espero hasta que baja a la pista antes de preguntarle:

—¿Por qué los dejarías?

—Piénsalo.

La sigo alrededor del helicóptero donde ella sube y controla el otro lado. Casi parece divertida por mi pregunta, como si le estuviese preguntando cosas obvias.

—Si los borran después de su muerte, alguien tiene que haberlo hecho, ¿no? —dice, mientras mira debajo del capó, buscando con cuidado con la luz.

Luego salta a la rampa.

—Por supuesto, él no podía hacerlo una vez muerto. —Espero a responderle, porque podría herirse subiendo al helicóptero, sobre todo cuando está alrededor del mástil del rotor. No quiero que se distraiga—. Entonces es por eso que los dejarías si fueses tú quien lo estuviese espiando y supieses que estaba muerto o que alguien era responsable de su muerte.

—Si no le estuviese espiando, y lo siguiese para poder matarlo, demonios, sí, dejaría las últimas grabaciones de vídeo registradas y tampoco me llevaría los auriculares de la escena. —Alumbra de nuevo el fuselaje con la potente luz—. Porque si la gente le vio usándolos en el parque o camino del parque, ¿por qué habrían desaparecido entonces? Los auriculares pesan lo suyo y son muy visibles.

Caminamos por delante del morro del helicóptero.

—Y si me llevo los auriculares, también tendría que llevarme la radio satélite, buscar en el bolsillo de su cazadora y sacarla, tener tiempo para tomarme todo ese trabajo con él en el suelo, y confiar en que nadie me viera. ¿Por qué no suponer que los archivos anteriores fueron descargados en alguna parte si es que llevaban tiempo vigilándolo? ¿Cómo se explica eso, si no aparece ningún artilugio grabador y encontramos las grabaciones en un ordenador casero o en un servidor en alguna parte? Ya sabes lo que dicen. —Abre un panel de acceso encima del tubo Pitot y alumbra con la linterna—. Por cada crimen hay dos: el acto en sí mismo y luego lo que haces para taparlo. Es mejor dejar los auriculares, los archivos de vídeo sin tocar, dejar que los polis, o alguien como tú o yo, supongamos que se estaba grabando a sí mismo, que es lo que cree Marino, pero lo dudo.

Vuelve a conectar la batería. Su razonamiento para desconectarla cada vez que deja el helicóptero por algún tiempo es que si alguien consigue entrar en la cabina y comienza a tocar el acelerador y los interruptores, podría poner en marcha por accidente el motor, cosa que no ocurrirá si la batería está desconectada. No importa la prisa que tenga, Lucy siempre hace una revisión a fondo antes de volar, sobre todo si ha dejado el helicóptero desatendido, aunque esté en una base militar. Sin embargo, no escapa a mi atención que está comprobándolo todo de manera más minuciosa que lo habitual, como si sospechase algo o estuviese inquieta.

—¿Todo a punto? —le pregunto—. ¿Todo en orden?

—Me estoy asegurando —me responde, y la noto muy distante. Intuyo sus motivos.

No confía en nadie. No debe hacerlo. Yo tampoco tendría que haber confiado en algunas personas desde el primer día. Las personas que manipulan, mienten y afirman que es por una causa. La causa correcta, divina, o tan solo una causa. Noonie Pieste y Joanne Rule fueron asfixiadas en la cama, probablemente con una almohada. Por eso no había respuesta para las heridas en los tejidos. Los ataques sexuales, los golpes de machete y cortes con cristales rotos, incluso las ligaduras que las sujetaban cuando estaban atadas a las sillas, todo era post mórtem. Una causa divina, una causa justa, en la mente de los responsables. Un acto atroz, y se salieron con la suya. Todavía hoy. No pienses en ello. Concéntrate en lo que tienes delante, no en el pasado.

Abro la puerta delantera izquierda y me subo en un patín, el viento sopla con fuerza. Maniobro para no chocar con los mandos y me instalo en el asiento izquierdo. Me abrocho el cinturón de cuatro sujeciones y oigo a Marino que abre la puerta detrás de mí. Es ruidoso y grande, y noto como el helicóptero bascula con su peso mientras sube en la parte de atrás, donde se sienta siempre. Incluso cuando Lucy vuela solo con él como pasajero, no se le permite estar delante porque hay controles que él puede tocar, golpear o utilizar como apoyabrazos porque no piensa. Así de sencillo, no piensa.

Lucy sube y comienza otra inspección previa. Yo la ayudo sujetando la lista, y juntas la repasamos. Nunca he tenido el deseo de pilotar ninguno de los diversos aviones que mi sobrina ha tenido a lo largo de los años, o montar en sus motocicletas, o conducir sus veloces coches italianos, pero me gusta ir de copiloto, soy hábil con los mapas y la aviónica. Sé cómo sintonizar las radios en las frecuencias adecuadas o meter otras informaciones en el transpondedor o en el sistema de vuelo Chelton. En caso de emergencia, es probable que consiguiese aterrizar con el helicóptero sana y salva, pero no sería agradable.

—… interruptores superiores en la posición de apagado —continúo leyendo la lista.

—Sí.

—Interruptores de circuitos conectados.

—Conectados. —Los dedos ágiles de Lucy tocan todo lo que verifica mientras bajamos por la lista plastificada.

Conecta las bombas elevadoras de presión y mueve el acelerador para poner el motor al ralentí.

—Despejado a la derecha. —Mira por su ventanilla lateral.

—Despejado a la izquierda —anuncio mientras miro la rampa oscura, el pequeño edificio con las ventanas iluminadas y un Piper Cub atado a una distancia prudencial en las sombras, con la lona sacudida por el viento.

Lucy aprieta el interruptor de arranque, y las palas del rotor principal comienzan a girar poco a poco, pesadamente, y después más rápido como los latidos del corazón, y pienso en el hombre.

Pienso en su miedo, en lo que detecté en aquellas tres palabras que exclamó.

«¿Qué demo…? ¡Eh…!».

¿Qué sintió? ¿Qué vio? La parte inferior de un abrigo negro, el faldón suelto de un abrigo negro que pasa. ¿El abrigo de quién? ¿Un abrigo de vestir de lana o una gabardina? No era piel. ¿Quién vestía ese abrigo largo y negro? Alguien que no se detuvo para ayudarle.

«¿Qué demo…? ¡Eh…!». Un sorprendido grito de dolor.

Lo repito en mi mente una y otra vez. El ángulo de la cámara que baja bruscamente, luego se queda fijo apuntando a las ramas desnudas en el cielo gris, luego el dobladillo de un abrigo negro largo que pasa por el cuadro, por un instante, quizás un segundo. ¿Quién pasaría junto a alguien en apuros como si fuese un objeto inanimado como un tronco o una piedra? ¿Qué clase de ser humano no haría caso de alguien que se toca el pecho y se desploma? Quizá la persona que lo provocó. O alguien que no quiso verse involucrado por alguna razón. Como ser testigo de un accidente o un atraco y marcharse a gran velocidad para no formar parte de la investigación. ¿Un hombre o una mujer? ¿Vi los zapatos? No, solo el dobladillo o el faldón de un abrigo aleteando, y luego otro sonido brusco y la imagen reemplazada por otros árboles desnudos que se ven a través de la parle inferior de un banco pintado de verde. ¿La persona del abrigo lanzó los auriculares debajo del banco de un puntapié para que no grabasen nada más?

Necesito ver los videoclips con mayor atención, pero no puedo hacerlo ahora. El iPad está detrás, y no hay tiempo. Las palas baten el aire, y el generador está conectado. Lucy y yo nos colocamos los auriculares. Ella aprieta más interruptores por encima de su cabeza, el controlador de aviónica, los instrumentos de vuelo y navegación. Me pongo el interruptor de mi intercomunicador a «solo tripulación» para que Marino no nos pueda oír y nosotros no lo oigamos, mientras Lucy habla con el controlador de tráfico aéreo. Los estrobos, los pulsadores y las luces de aterrizaje del escáner nocturno resplandecen en la pista, y la pintan de blanco mientras esperamos que la torre nos comunique que podemos despegar. Entro los destinos en la pantalla táctil del GPS y en el mapa de vuelo, y en el Chelton corrijo los altímetros. Me aseguro de que el indicador de combustible digital coincida con la aguja, y hago la mayoría de las cosas al menos dos veces, porque Lucy cree en la redundancia.

La torre nos da la autorización, avanzamos por la pista y nos elevamos con rumbo al noreste, cruzamos el río Delaware a trescientos cincuenta metros de altura. El agua es oscura y está revuelta por el viento, como metal líquido que fluye poco a poco. Las luces de tierra parpadean entre los árboles como pequeñas hogueras.