2

Lucy y Marino han abandonado mi habitación. Mis maletas, macutos y cajas han desaparecido, ya no queda nada. Es como si nunca hubiese estado allí, y me siento sola de una manera como no me he sentido en años, quizá décadas.

Miro alrededor una última vez, para asegurarme de que no me olvido nada; me fijo en el microondas, la pequeña nevera y la cafetera, la ventana con sus vistas del aparcamiento y el apartamento iluminado de Briggs, y, más allá, el cielo negro sobre el vacío del campo de golf desierto. Unos densos nubarrones pasan por delante de la luna oblonga, haciendo que se encienda y se apague intermitentemente, como si estuviese regulando el tráfico y me estuviese haciendo señales para que continúe o no. No puedo ver ninguna estrella. Me preocupa que el mal tiempo avance tan rápido, llevado por el mismo fuerte viento del Sur que trae a los grandes aviones y su triste carga. Debería darme prisa, pero me distrae el espejo del baño, la persona que veo en él, y hago una pausa para mirarme en el resplandor de las luces fluorescentes. ¿Quién eres ahora? ¿Quién eres en realidad?

Decido que mis ojos azules y el pelo rubio corto, la vigorosa forma de mi rostro y figura, no son tan diferentes, son básicamente las mismas, considerando mi edad. Me he conservado bien en todos esos lugares de cemento y acero inoxidable sin ventanas, y buena parte de ello se debe a la genética, a una voluntad heredada de prosperar en una familia tan trágica como una ópera de Verdi. Los Scarpetta son una campechana estirpe del norte italiano, con facciones prominentes, de piel blanca y pelo rubio, con músculos bien definidos y huesos que resisten con tenacidad el tiempo y los abusos de la autoindulgencia que la mayoría de las personas no asociarían conmigo. Pero las pasiones también están ahí, por la comida, la bebida, por todas las cosas deseadas por la carne, no importa lo destructivas que sean. Admiro la belleza y soy una persona sensible, pero también albergo la aberración: puedo ser fría e insensible. Puedo ser inmutable e implacable, y estos comportamientos son aprendidos. Creo que son necesarios. No son naturales en mí, y tampoco en nadie de mi volátil y melodramática familia, y conozco mis orígenes. Del resto no estoy tan segura.

Mis antepasados eran campesinos y trabajaban para los ferrocarriles, pero en estos últimos años mi madre ha añadido artistas, filósofos, mártires y Dios sabe qué a la mezcla desde que se ocupa de averiguar nuestra genealogía. Según ella, desciendo de los artesanos que construyeron el altar mayor y los bancos del coro e hicieron los mosaicos de la basílica de San Marcos y crearon el techo de frescos de la Chiesa dell’Angelo San Raffaele. De alguna manera tengo unos cuantos frailes y monjes en mi pasado, y más recientemente —aunque no sé aún en qué se ha basado para llegar hasta ahí— comparto sangre con el pintor Caravaggio, que fue un asesino, y tengo algún vínculo tenue con el matemático y astrónomo Giordano Bruno, que fue quemado en la hoguera por herejía durante la Inquisición romana.

Mi madre todavía vive en su pequeña casa de Miami y está obsesionada por explicármelo todo. Soy la única médica en el árbol familiar que ella sepa, y no entiende por qué he escogido pacientes que están muertos. Ni mi madre ni mi única hermana, Dorothy, podrían entender que en parte estoy influenciada por los terrores de una infancia consumida en atender a mi padre, un enfermo terminal, antes de convertirme en cabeza de familia a la edad de doce años. Por intuición y entrenamiento, soy experta en violencia y muerte. Estoy en guerra con el sufrimiento y el dolor. De alguna manera, siempre acabo siendo responsable o soy culpable. Nunca falla.

Cierro la puerta de lo que ha sido mi casa durante seis meses, aunque en realidad ha sido más que eso. Briggs se las ha apañado para recordarme de dónde vengo y adónde voy. Es un rumbo que fue fijado mucho antes de este pasado julio, allá por 1987, cuando sabía que mi destino sería el servicio público y no sabía cómo pagar mi deuda por los estudios de Medicina. Permití que algo tan mundano como el dinero, algo tan vergonzoso como la ambición, lo cambiase todo de forma irrevocable y no de una manera natural; ciertamente, fue de la peor de las maneras. Pero era joven e idealista. Era orgullosa y quería más, sin comprender entonces que más es menos, si no puedes sentirte saciada.

Después de haber pasado por la escuela de la parroquia, después por Cornell y luego Georgetown Law, podría haber comenzado mi carrera profesional sin la carga de pagar las deudas. Pero rechacé la Bowman Gray Medical School porque quería entrar en la Johns Hopkins con toda mi alma. Lo quería como no había querido otra cosa. Como fui a parar allí sin el beneficio de la ayuda financiera, acabé debiendo lo imposible. Mi único recurso era aceptar una beca militar, como habían hecho otros de mis compañeros, incluido Briggs, al que conocí cuando estaba en la primera etapa de mi profesión, cuando fui asignada al Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas (AFIP), la organización padre del AFME. Briggs me lo pintó como una tranquila etapa, en la que revisaría informes de autopsias militares en el Centro Médico de la Armada Walter Reed, en Washington, y en cuanto mi deuda estuviese saldada, podría pasar a una posición sólida dentro de la medicina legal civil.

Lo que no planeé fue Sudáfrica en diciembre de 1987, verano, dado que está en el hemisferio Sur. Noonie Pieste y Joanne Rule estaban filmando un documental y tenían más o menos mi misma edad cuando fueron atadas a una silla, golpeadas y maltratadas, hasta el punto de meterles botellas rotas en la vagina y destrozarles la tráquea. Crímenes por motivos raciales contra dos jóvenes estadounidenses. «Irás a Ciudad del Cabo —me dijo Briggs—. Para investigar y traerlas a casa». Propaganda del Apartheid. Mentiras y más mentiras. ¿Por qué ellas? ¿Y por qué yo?

Mientras bajo las escaleras en dirección al vestíbulo, me digo a mí misma que ahora mismo no debo pensar en eso. ¿Por qué estoy pensando en esto? Pero sé por qué. Esta mañana me han gritado al teléfono. Y lo que pasó hace más de dos décadas vuelve a estar ahora delante de mí. Recuerdo que desaparecieron informes de las autopsias y que rebuscaron mi equipaje. Recuerdo estar convencida de que aparecería muerta, un accidente oportuno o un suicidio, o un asesinato escenificado, como el de aquellas dos mujeres que todavía veo en mi cabeza. Las veo con tanta claridad como entonces, pálidas, rígidas sobre las mesas de acero, su sangre escurriéndose por los desagües en el suelo de una morgue tan primitiva que tuvimos que utilizar sierras de mano para abrirles los cráneos; ni siquiera había una máquina de rayos X, y tuve que llevar mi propia cámara.

Dejo mi llave en la recepción, repaso la conversación que acabo de tener con Briggs, y se hace la luz. No sé cómo no me di cuenta de la verdad de inmediato; pienso en su tono remoto, en su frialdad deliberada, mientras lo observo a través del cristal. Le he oído hablar antes de esa manera, pero por lo general dirigiéndose a otros cuando hay un problema de una magnitud que lo sitúa fuera de sus manos. Esto es algo que va más allá de la opinión personal que tiene de mí. Es algo que va más allá de sus típicos cálculos y nuestro conflictivo pasado.

Alguien ha llegado hasta él y no ha sido el secretario de prensa, ni nadie en Dover, sino alguien de mucho más arriba. Tengo la seguridad de que Briggs habló con Washington después de que Marino divulgase la información, se fuese de la lengua y soltase sus locas especulaciones antes de que yo tuviese la oportunidad de decir una palabra. Marino no tendría que haber hablado del caso de Cambridge o de mí. Ha puesto algo en marcha que no entiende, porque hay muchas cosas que no comprende. Nunca ha sido militar. Nunca ha trabajado para el Gobierno federal y no tiene ni idea de asuntos internacionales. Su idea de la burocracia y las intrigas son las políticas de los departamentos de policía locales, lo que él califica como gilipolleces. No conoce el concepto del poder, la clase de poder que puede cambiar una elección presidencial o comenzar una guerra.

Briggs no hubiese sugerido enviar un avión militar a Massachusetts para transportar un cuerpo a Dover, a menos que tuviese una autorización del Departamento de Defensa (DdD), es decir, el Pentágono. Se ha tomado una decisión y yo no soy parte de ella. En el exterior, en el aparcamiento, cuando subo a la furgoneta no miro a Marino. Estoy muy furiosa.

—Cuéntame más de la radio satélite —le digo a Lucy, porque tengo la intención de llegar al fondo del asunto. Pretendo descubrir qué sabe Briggs o qué se le ha hecho creer.

—Una Sirius Stiletto —responde Lucy desde la oscuridad del asiento trasero. Aumento la potencia del calefactor porque Marino siempre tiene calor y los demás nos helamos—. No es más que un almacén para archivos, además de la batería. Por supuesto, también funciona como una radio portátil XM, para lo que ha sido diseñada, pero los auriculares son creativos. No ingeniosos, pero técnicamente creativos.

—Tienen incorporada una cámara y un micrófono —aporta Marino mientras conduce—. Por eso creo que el muerto estaba vigilando a alguien. ¿Acaso podía no saber que tenía un sistema de grabación audiovisual en sus auriculares?

—Quizá no lo sabía. Es posible que alguien le estuviese espiando y él no tuviese ni idea —me dice Lucy, y tengo la sensación de que ella y Marino lo han estado discutiendo—. La cámara está en la parte superior de la sujeción, pero en el borde, y es difícil de verla. Incluso si la ves, difícilmente se te ocurriría que en el interior lleva una cámara inalámbrica más pequeña que un grano de arroz, un transmisor de audio no más grande y un sensor de movimientos que hiberna tras noventa segundos sin movimiento. Este tipo estaba caminando con una microwebcam que grababa en el disco duro de la radio y en una tarjeta SD de ocho gigas adicionales. Es demasiado pronto para decir si lo sabía; en otras palabras, si lo había instalado él mismo. Sé que es lo que cree Marino, pero yo no estoy tan segura.

—¿La tarjeta SD viene con la radio, o fue añadida después? —pregunto.

—Añadida. Para tener mucho más espacio de almacenamiento. Lo que me gustaría saber es si los archivos eran descargados de forma periódica en alguna otra parte, como, pongamos, sus ordenadores. Si podemos encontrarlos, quizá sabríamos de qué va todo esto.

Lucy está diciendo que los archivos de vídeo que ha visto hasta ahora no nos aportan mucho. Tiene razones para sospechar que el muerto tenía un ordenador conectado en casa, quizá más de uno, pero no ha encontrado nada que pueda decirnos dónde vivía o quién era.

—Lo que está almacenado en el disco duro y en la tarjeta SD llega solo hasta el 5 de febrero, o sea, hasta el viernes pasado —añade—. No sé si eso significa que la vigilancia acababa de empezar o, lo más probable, que los archivos de vídeo son grandes y ocupan mucho espacio en el disco duro. Es probable que los descargase en alguna parte, y lo que está en el disco duro y la tarjeta SD se va grabando encima. Por lo tanto, lo que está aquí puede ser solo la grabación más reciente, pero no significa que no haya otras.

—Entonces es probable que estos videoclips se descargasen de forma remota.

—Es lo que yo haría en su lugar —dice Lucy—. Me conectaría con la webcam de forma remota y descargaría lo que quiero.

—¿Y qué me dices de ver la acción en tiempo real? —pregunto.

—Por supuesto. Si lo espiaban, la persona que lo hacía podía conectarse a la webcam y mirarle mientras sucedía.

—¿Para seguirlo?

—Ésa sería la razón lógica. O para recoger información para espiar. Como algunas personas hacen cuando sospechan que su pareja les está engañando. Cualquier cosa que imagines, es posible.

—Entonces es posible que sin darse cuenta haya grabado su propia muerte. —Veo una luz de esperanza y al mismo tiempo me siento muy perturbada por el pensamiento—. Digo sin darse cuenta porque no sabemos a qué nos enfrentamos. Por ejemplo, no sabemos si grabó premeditadamente su propia muerte, y por lo tanto es un suicidio. De momento no puedo descartar nada.

—Un suicidio seguro que no es —afirma Marino.

—Por el momento, no podemos descartar nada —repito.

—Como un terrorista suicida —dice Lucy—. Como Columbine y Fort Hood. Quizás estaba dispuesto a cargarse a tantas personas como pudiese en Norton’s Woods y después matarse a sí mismo, pero algo ocurrió y nunca tuvo la oportunidad.

—No sabemos a qué nos enfrentamos —repito.

—La Glock tiene diecisiete balas en el cargador y otra en la recámara —me comunica Lucy—. Una gran potencia de fuego. Desde luego suficiente para arruinar la boda de alguien. Necesitamos saber quién se casaba y quiénes asistieron.

—La mayoría de esas personas llevan cargadores extra —comento, y lo sé por experiencia, por el tiroteo en Fort Hood, en Virgina Tech, en demasiados lugares, donde los asaltantes abren fuego sin importarles necesariamente a quienes matan—. Por lo general, estas personas llevan munición en abundancia y más armas si tienen planeado un asesinato en masa. Pero estoy de acuerdo contigo. La Academia Americana de las Artes y las Ciencias es un lugar importante; debemos averiguar quién se casó allí ayer y quiénes eran los invitados.

—Supongo que tú serás socia —me dice Marino—. Quizá tengas un contacto para conseguir una lista de los socios y un calendario de los acontecimientos.

—No soy socia.

—Bromeas.

No le explico que no he ganado un premio Nobel, ni un Pulitzer, ni siquiera tengo un doctorado, solo la licenciatura y un titulo preuniversitario, y eso no cuenta. Podría recordarle que la Academia puede no ser relevante en ningún sentido, porque las personas que no son socias pueden alquilar el edificio. Lo único que hace falta son conexiones y dinero. Pero no me siento con ganas de darle a Marino explicaciones detalladas. No tendría que haber llamado a Briggs.

—Buenas noticias y no tan buenas sobre las grabaciones. —Lucy pasa la mano por encima del respaldo del asiento y me da su iPad—. La buena noticia, como he señalado, es que al parecer no se ha borrado nada, al menos recientemente. Lo que podría indicar que era él quien realizaba el espionaje. Si alguien lo tuviese vigilado y tuviese algo que ver con su muerte, sin duda se habría conectado a la dirección Web y habría borrado el disco duro y la tarjeta SD antes de que personas como nosotros pudiésemos verlo.

—¿Si lo seguían o intentaban cazarlo, o quien quiera que fuese que se lo cargó, por qué no se llevó la maldita radio y los auriculares de allí? —pregunta Marino—. Bueno, de haber sido yo, habría cogido los auriculares y la radio y habría seguido caminando. Por lo tanto, apuesto a que era él quien estaba grabando. No creo que fuese ningún otro. Apuesto a que ese tipo estaba involucrado en algo y sea cual sea la razón para el equipo de espionaje, era el único que lo sabía. Lo malo es que no hay ninguna grabación del autor, de quien fuese el que se lo cargó, lo cual es un inconveniente. Si alguien se le enfrentó mientras paseaba el perro, ¿por qué no lo registraron los auriculares?

—Los auriculares no lo grabaron porque él no vio a la persona —dice Lucy—. No estaba mirando al autor.

—Siempre que hubiese una persona que de alguna manera causó su muerte —les recuerdo a ambos.

—Correcto —admite Lucy—. Los auriculares recogen casi todo aquello que el usuario está mirando, con la cámara situada en la coronilla, apuntando directamente, como un tercer ojo.

—Entonces quien se lo cargó se le acercó por detrás —declara Marino de forma concluyente—. Ocurrió tan rápido que la víctima ni siquiera se volvió. Eso, o fue obra de un francotirador. Quizá le dispararon con algo desde lejos. Un dardo con veneno. ¿No hay venenos que causan hemorragias? Parece rebuscado, pero mierdas como esas ocurren. ¿Recordáis al espía del KGB asesinado con un paraguas que tenía ricino en la punta? Estaba esperando en la parada del autobús, y nadie vio nada.

—Era un disidente búlgaro que trabajaba para la BBC, y no está comprobado que fuese un paraguas. Te estás perdiendo cada vez más en el bosque y sin mapa —le digo.

—En cualquier caso, el ricino no te haría caer fulminado —señala Lucy—. La mayoría de los venenos no lo hacen. Ni siquiera el gas de cianuro. No creo que lo envenenasen.

—Esto no ayuda en nada —opino.

—Mi mapa es mi experiencia como poli —me dice Marino—. Estoy utilizando mis capacidades deductivas. No me llaman Sherlock porque sí. —Se toca la gorra de béisbol con un grueso dedo índice.

—Nadie te llama Sherlock —afirma la voz de Lucy desde atrás.

—Esto tampoco ayuda —repito, y miro su corpachón mientras conduce, sus grandes manos en el volante, que le roza la tripa incluso cuando él considera que su físico es de combate.

—¿No eres tú la que siempre me dice que piense en lo que hay fuera de la caja? —Ponerse a la defensiva hace que su tono resulte duro.

—Las adivinanzas no ayudan. Conectar las pistas que pueden ser las equivocadas es una insensatez, y tú lo sabes —le digo.

Marino siempre tiene tendencia a apresurarse en sacar conclusiones, pero la cosa ha ido a peor desde que aceptó el trabajo en Cambridge, desde que vuelve a trabajar para mí. Yo lo achaco a la presencia militar constante en nuestras vidas, como los enormes aviones que vuelan bajo sobre Dover. Puntualizando aún más, le echo la culpa a Briggs. Marino está ridículamente enamorado de ese poderoso patólogo forense que es además general en el Ejército. Mi vinculación con los militares nunca le ha importado, ni siquiera la ha reconocido, al menos no cuando era parte de mi pasado, o cuando se me llamó para formar parte de un equipo especial después del 11-S. Marino siempre ha hecho caso omiso de mis filiaciones gubernamentales, como si no existiesen.

Mantiene la mirada al frente. Las luces de un coche que se acerca iluminan su rostro, tocado por una cierta inquietud y una clara falta de comprensión que forma parte de él. Siento pena por él debido a un afecto que no puedo negar, pero no ahora. No en estas circunstancias. No dejaré entrever que estoy inquieta.

—¿Qué más has compartido con Briggs, aparte de tus opiniones? —le pregunto a Marino.

Como no responde, Lucy lo hace por él.

—Briggs vio lo mismo que vas a ver tú —me dice—. No fue idea mía, y no las envié por e-mail, así que estamos limpios.

—¿Qué es lo que no enviaste por e-mail? —Pero lo sé, y mi incredulidad crece. Marino le entregó las pruebas a Briggs. Es mi caso, y Briggs ha recibido la información primero.

—Quería saber —protesta Marino, como si fuese razón suficiente—. ¿Qué se supone que debía decir?

—No tendrías que haberle dicho nada. Pasaste por encima de mí. No es su caso —respondo.

—Sí que lo es —afirma Marino—. Ha sido nombrado por el Forense general y eso significa que ha sido contratado por el presidente, y para mí eso significa que tiene un rango superior a todos los que estamos en esta furgoneta.

—El general Briggs no es el jefe médico forense de Massachusetts, y tú no trabajas para él. Tú trabajas para mí. —Escojo con cuidado las palabras y la forma en que las digo. Intento parecer razonable y tranquila, de la misma manera que actúo cuando un abogado hostil intenta desmantelarme en el banquillo de los testigos, igual que lo hago cuando Marino está dispuesto a estallar en una exhibición de sonoros insultos y portazos—. El CFC tiene una jurisdicción mixta y puede ocuparse de casos federales en determinadas situaciones. Comprendo que resulte un tanto confuso. La nuestra es una iniciativa conjunta entre el Gobierno estatal, el federal y el MIT de Harvard. Me doy cuenta de que es un concepto sin precedentes y muy difícil, y por esa razón tendrías que haber dejado que yo me ocupase del asunto, en vez de puentearme. —Intento parecer tranquila y práctica—. El problema de involucrar al general Briggs antes de tiempo, de involucrarme precipitadamente, es que las cosas pueden cobrar vida propia. Pero lo que está hecho, hecho está.

—¿A qué te refieres? ¿Qué está hecho? —Marino suena menos seguro de sí mismo. Detecto una nota de ansiedad, y no voy a ayudarle. Necesita pensar en lo que ha hecho, porque ha sido quien lo ha hecho.

Me vuelvo y le pregunto a Lucy:

—¿Cuáles son las malas noticias?

—Echa una ojeada —contesta—. Son las últimas tres grabaciones, incluidos algunos minutos sueltos cuando los auriculares se han puesto en marcha por la presencia de los ATS, los polis, y esta mañana yo misma cuando comencé a observarlos en mi laboratorio.

La pantalla del iPad brilla con fuerza y colorido en la oscuridad, y toco el icono para ver el primer archivo de vídeo que ella ha seleccionado, que comienza a funcionar. Veo lo que el hombre muerto estaba viendo ayer a las tres y cuatro minutos: un galgo negro y blanco enroscado en un cojín azul en una sala de estar que tiene un suelo de pino y una alfombra azul y roja.

La cámara se mueve mientras el hombre se mueve porque tiene los auriculares puestos y están grabando: una mesa de centro cubierta con libros y papeles bien ordenados, y lo que parece una hoja de papel vegetal con un lápiz encima; una ventana con persianas de madera cerradas, una mesa con dos pantallas de ordenador y dos MacBooks color plata, un teléfono móvil conectado a un cargador, probablemente un iPhone, y una pipa de vidrio ámbar en un cenicero; una lámpara de pie con pantalla verde; una cama para perros y juguetes dispersos. Veo una puerta que tiene un cerrojo y una cadena, y en una pared fotos enmarcadas y carteles que pasan demasiado rápido para que vea los detalles. Esperaré a observarlos más tarde.

Hasta ahora no veo nada que me diga quién es el hombre o dónde vive, pero tengo la impresión de que es un pequeño apartamento o quizá la casa de alguien a quien le gustan los animales, que está en una situación acomodada y se preocupa por la seguridad y la intimidad. El hombre, asumiendo que sea su casa y su perro, es muy evolucionado intelectual y técnicamente, es creativo y organizado, es probable que fume marihuana, y ha escogido una mascota que es un compañero necesitado, no un trofeo, sino una criatura que ha sufrido cruelmente en el pasado y no puede defenderse por sí mismo. Me siento inquieta por el perro y me preocupa lo que pueda haberle pasado.

Desde luego los ATS y la policía no dejaron ayer a un galgo indefenso en Norton’s Woods, perdido y solitario en la pésima climatología de Nueva Inglaterra. Benton me dijo que hacía cinco grados bajo cero esta mañana en Cambridge, y antes de que llegase la noche nevaría. Quizás el perro esté en el cuartel de bomberos, bien alimentado y atendido a todas horas. Quizás el investigador Law se lo llevó a casa o lo hizo algún otro poli. También es posible que nadie se diese cuenta de que el perro pertenecía al hombre muerto. Dios bendito, eso sería terrible.

Me siento obligada a preguntar:

—¿Qué le ha pasado al galgo?

—No tengo ni idea —responde Marino para mi desconsuelo—. Nadie lo sabía hasta esta mañana cuando Lucy y yo vimos lo que estás mirando. Los ATS no recuerdan haber visto a un galgo suelto, no es que estuviesen buscándolo, pero la verja que da a Norton’s Woods estaba abierta cuando llegaron allí. Como es probable que sepas, la verja nunca se cierra y está abierta la mayor parte del tiempo.

—No puede sobrevivir con estas temperaturas. ¿Cómo es posible que la gente no viese al pobre perro suelto y perdido? Porque puedo imaginarme que estuvo corriendo por el parque al menos unos minutos antes de salir por la reja abierta. El sentido común me dice que cuando su amo cayó, el perro no escapó de pronto hacia los bosques y la calle.

—Mucha gente les quitan las correas a sus perros y los dejan sueltos en los parques como Norton’s Woods —dice Lucy—. Yo lo hago con Jet Ranger.

Jet Ranger es su viejo bulldog, y desde luego no corre.

—Así que quizá nadie lo viese porque no parecía algo fuera de lo normal —añade Lucy.

—Además, creo que todos estaban preocupados por un tipo que cayó fulminado. —Marino declara lo obvio.

Miro los edificios militares en la carretera mal iluminada, los aviones brillantes y grandes como planetas en el cielo nublado. No consigo entender lo que me están diciendo. Me sorprende que el galgo no se quedase cerca de su amo. Quizás el perro se espantó o hay alguna otra razón para que nadie se fijase en él.

—El perro tiene que aparecer —continúa Marino—. De ninguna manera, en una zona como aquélla, la gente deja de hacer caso a un galgo que vagabundea solo. Yo diría que posiblemente lo tiene uno de los vecinos o algún estudiante. A menos que sea posible que al chico lo matasen y el asesino se llevase al perro.

—¿Por qué? —pregunto, intrigada.

—Como tú has venido diciendo, necesitamos tener la mente abierta —responde—. ¿Cómo sabemos que quien hizo esto no estaba vigilando de cerca? Y entonces, en un momento oportuno, se llevó al perro como si le perteneciese.

—¿Pero, por qué?

—Podría ser la prueba que llevase al asesino por alguna razón —sugiere Marino—. Quizá podría conducir a una identificación. Un juego. Una emoción. Un recuerdo. ¿Quién demonios lo sabe? Pero verás en los videoclips que en algún momento le quitan la correa, ¿y sabes qué? No ha aparecido. No la entregaron con los auriculares, o el cuerpo.

El nombre del perro es Sock. En la pantalla del iPad, el hombre camina y chasquea la lengua, le dice a Sock que es hora de salir. «Vamos, Sock», lo anima con una agradable voz de barítono. «Vamos, perro haragán, es hora de dar un paseo y cagar». Detecto un ligero acento, quizá británico o australiano. Podría ser sudafricano, lo que sería extraño, una extraña coincidencia; necesito quitarme Sudáfrica de la mente. Concéntrate en lo que tienes por delante, me digo a mí misma mientras Sock salta del sofá, y veo que no lleva collar. Sock —un macho, supongo, por el nombre— es delgado, se le ven las costillas, lo que es típico de los galgos, y es mayor, posiblemente viejo; una de sus orejas está rasgada como si una vez se la hubiesen roto. Estoy segura de que se trata de un perro rescatado de los canódromos, y me pregunto si llevará un microchip. Si es así y podemos encontrarlo, podremos rastrear de dónde viene y con un poco de suerte quién lo adoptó.

Un par de manos aparecen en el encuadre cuando el hombre se agacha para pasar un collar con la correa roja alrededor del largo y delgado cuello de Sock, y veo un reloj de acero con un taquímetro en el bisel y un destello de oro amarillo, un anillo de sello, quizás un anillo de universidad. Quizá si el anillo seguía en el cuerpo, podría ser una ayuda, porque podría estar grabado. Las manos son delicadas, con los dedos finos y una piel morena clara, y atisbo una cazadora verde oscuro y pantalones de uniforme de faena negros y amplios, y la puntera de una vieja bota marrón.

La cámara se fija en la pared encima del sofá, el papel castaño y la parte inferior de un marco metálico, y luego cuando el hombre se levanta aparece a la vista un cartel o una litografía, y veo con claridad una reproducción de un dibujo que me resulta conocido. Reconozco el boceto del siglo XVI, de Leonardo da Vinci, un aparato con alas, una máquina voladora, y recuerdo varios años atrás; ¿cuándo fue exactamente? El verano anterior al 11-S. Llevé a Lucy a una muestra en la London’s Courtauld Gallerie, «Leonardo, el inventor», y pasamos muchas horas encantadoras escuchando las conferencias de algunos de los más importantes científicos del mundo, mientras estudiábamos los dibujos conceptuales de Da Vinci de máquinas acuáticas, terrestres y de guerra: el tornillo aéreo, el equipo de buceo y el paracaídas, la ballesta gigante, el carro autopropulsado, y el caballero autómata.

El gran genio del Renacimiento creía que el arte es ciencia y la ciencia es arte, y la solución a todos los problemas se podía encontrar en la naturaleza, si uno era meticuloso y observador, si uno buscaba fielmente la verdad. He intentado enseñarle a mi sobrina estas lecciones durante la mayor parte de su vida. En numerosas ocasiones le he repetido que nos educamos con lo que está alrededor de nosotros si somos humildes, discretos y tenemos coraje. El hombre que veo en el pequeño aparato que sostengo entre las manos tiene las respuestas que necesito. A ver. Dime. ¿Quién eres y qué pasó?

Camina hacia la puerta que tiene echados el cerrojo y la cadena, y la perspectiva cambia de pronto, la cámara cambia de ángulo y me pregunto si ha acomodado los auriculares. Quizá no los tenía colocados del todo sobre las orejas y ahora está a punto de poner la música en marcha mientras sale. Pasa junto a algo metálico de aspecto burdo, como una grotesca escultura hecha con deshechos metálicos. Me detengo en la imagen pero no consigo ver bien qué es, y decido que cuando tenga tiempo volveré a ver los videoclips todas las veces que haga falta y observaré cada detalle a fondo, o si es necesario, haré que Lucy aumente las imágenes. Pero ahora mismo debo acompañar al hombre y a su perro a la finca arbolada que no está ni a una manzana de nuestra casa. Debo ser testigo de lo que ocurrió. Dentro de unos minutos estará muerto. Muéstramelo y conseguiré deducirlo. Descubriré la verdad. Deja que cuide de ti.

El hombre y el perro bajan cuatro pisos por una escalera mal iluminada, las pisadas suenan ligeras y rápidas sobre la madera sin alfombrar, y ambos salen a una bulliciosa calle. El sol está bajo, y los montones de nieve se ven endurecidos, con tierra negra por encima que me recuerda a galletas Oreo aplastadas; allí donde mira el hombre, veo asfalto y baldosas mojadas, y la arena y la sal donde han quitado la nieve. Los coches y las personas se mueven a sacudidas mientras él mueve la cabeza, mira mientras camina, y la música suena de fondo. Annie Lennox en la radio satélite, y solo oigo lo que es audible fuera de los auriculares, lo que está siendo recogido por el micro instalado en la parte superior del soporte de los auriculares. El hombre debe tener el volumen muy alto; eso no es bueno, porque quizá no pueda oír si alguien se le acerca por detrás. Si está preocupado por su seguridad, tan preocupado que cierra con doble llave la puerta de su apartamento y lleva un arma, ¿por qué no le preocupa no oír lo que está pasando a su alrededor?

Pero en estos tiempos las personas no son muy listas. Incluso las personas razonablemente precavidas hacen múltiples tareas de una forma ridícula. Escriben mensajes, o leen el correo electrónico cuando conducen o manejan otras máquinas peligrosas, o cruzan una calle con mucho tráfico. Hablan por el móvil montados en bicicleta, sobre patines o incluso cuando vuelan. Cuántas veces le digo a Lucy que no responda el teléfono del helicóptero, no importa que sea Bluetooth y de manos libres. Veo lo que el hombre ve e identifico por dónde está caminando, por la avenida Concord, a buen paso con Sock, pasa por delante de edificios de apartamentos, del Departamento de Policía de Harvard y de la marquesina roja oscura del hotel Sheraton Commander al otro lado de la calle del Cambridge Common. Vive muy cerca de Common, en un edificio de apartamentos antiguo que tiene al menos cuatro plantas.

Me pregunto por qué no lleva a Sock al Common. Es un parque popular para perros, pero él y el galgo pasan por delante de estatuas y cañones, farolas, robles pelados, bancos y coches aparcados delante de los parquímetros a lo largo de la calle. Un Labrador dorado persigue a una ardilla gorda, y Annie Lennox canta «Nunca más te amaré… tenía demonios en la habitación por la noche…». Soy los ojos y oídos del hombre en el momento en que los auriculares graban, y no tengo razones para sospechar que él sepa de la existencia de la cámara y el micro ocultos, o que tales cosas ocupen su mente.

No tengo la percepción de que tenga un plan siniestro o esté espiando mientras pasea a su perro. Excepto porque tiene una Glock semiautomática cargada con dieciocho balas de calibre nueve milímetros debajo de la cazadora verde. ¿Por qué? ¿Va de camino a dispararle a alguien, o el arma es para defenderse, y si es así, qué teme? Quizá sea una costumbre suya, una rutina normal ir armado. Hay otras personas que lo hacen. Personas que no se lo pensarían dos veces. ¿Pero por qué limó el número de serie de la Glock, o hizo que alguien realizara la operación? Se me ocurre que el mecanismo de grabación oculto en los auriculares puede ser un experimento propio, o un proyecto de investigación. No obstante, Cambridge y su entorno son la Meca de la innovación tecnológica, y por eso el Departamento de Defensa, la Commonwealth of Massachusetts, la Universidad de Harvard y el MIT acordaron establecer el CFC en la ribera norte del río Charles, en un edificio biotecnológico ubicado en Memorial Drive. Quizás el tipo era un licenciado. Tal vez era un científico o un ingeniero informático. Miro lo que está en la pantalla del iPad, imágenes abruptas y temblorosas de los apartamentos Mather Court, un parque infantil, Garden Street, y las lápidas gastadas y torcidas del Old Burying Ground. En Harvard Square su atención se fija en el quiosco de periódicos de Crimson Corner, y parece que piensa ir en aquella dirección, quizá para comprar un periódico de la muy bien provista colección que a Benton y a mí nos encanta. Éste es nuestro barrio, donde salimos a tomar café, visitar los restaurantes étnicos, comprar libros y periódicos y a acabar con comida para llevar y brazadas de cosas maravillosas para leer que apilamos en la cama los fines de semana y las vacaciones cuando estoy en casa. El New York Times, Los Angeles Times, el Chicago Tribune, y el Wall Street Journal, y si a uno no le importa que tengan un día o dos de antigüedad, están los gruesos periódicos de Londres, Berlín y París. Algunas veces encontramos La Nazione y L’espresso, y entonces leo en voz alta para los dos sobre Florencia y Roma, leemos los anuncios de casas en alquiler y nos imaginamos viviendo como los lugareños, visitando ruinas y museos, la campiña italiana y la costa de Amalfi.

El hombre se detiene en la concurrida acera y parece cambiar de opinión acerca de algo. Él y Sock cruzan la calle al trote, ahora van por la avenida Massachusetts; sé adónde se dirigen, o creo saberlo. Doblan a la izquierda en Quincy Street y caminan con más energía. El tipo lleva una bolsa de plástico en la mano, como si Sock no se fuese a aguantar mucho más. Pasan la Lamont Library y la Georgian Revival, el Harvard Faculty Club, el Fogg Museum y la iglesia gótica del Nuevo Jerusalén, y giran a la derecha por la avenida Kirkland. Somos tres. Voy con ellos, cruzo por Irving, y sigo a la izquierda por allí, a unos minutos de Norton’s Woods, a unos minutos de mi casa, escuchando a Five for Fighting en la radio satélite: «Incluso los héroes tienen derecho a sangrar…».

Siento una creciente sensación de urgencia con cada paso mientras nos movemos hacia la muerte del hombre y el perro perdido en el terrible frío, y me domina la desesperación porque no quiero que ocurra. Camino con ellos como si les estuviese guiando a lo que sé que hay delante y ellos no, y quiero detenerlos, hacer que vuelvan. Entonces aparece la casa; está a nuestra izquierda, de tres plantas, blanca, con persianas negras y tejado de pizarra, estilo federal, construida en 1824 por un trascendentalista que conocía a Emmerson, Thoreau, y al Norton de Norton Anthology y Norton’s Woods. En el interior de la casa, nuestra casa, de Benton y mía, están las maderas y las molduras originales, los techos enlucidos con vigas vistas, y en los rellanos de la escalera principal hay unas magníficas vidrieras francesas con escenas de la vida salvaje que se iluminan como gemas con los rayos del sol. Un Porsche 911 está en el angosto camino de ladrillos, y el humo sale de los tubos de escape cromados.

Benton está dando marcha atrás con su coche deportivo, los pilotos traseros brillan como los ojos de una fiera, cuando frena para esperar que pasen un hombre y su perro; el hombre tiene los auriculares vueltos hacia Benton, quizás admirando el Porsche, un turbo cabriolé negro con tracción en las cuatro ruedas que mantiene brillante como el charol. Me pregunto si él recordará al joven con la cazadora verde y su galgo negro y blanco, por si alguna vez se vieron en ese instante, pero conozco a Benton. Se obsesionará, quizá tanto como lo estoy yo misma por ese hombre y su perro; rebusco en mi memoria lo que hizo Benton ayer. A última hora de la tarde fue a su despacho en McLean, porque se había olvidado de traer a casa la historia clínica del paciente que tiene que evaluar hoy. Unos pocos grados de separación, un joven y su viejo perro, que están a punto de separarse para siempre, y mi marido solo en el coche para ir al hospital a recoger algo que se olvidó. Miro todo esto mientras se desarrolla como si fuese Dios, y si esto es ser como Dios, debe de ser terrible. Sé lo que va a suceder y no puedo hacer nada por evitarlo.