En el interior del vestuario de mujeres arrojé mi traje quirúrgico sucio dentro de un recipiente biosanitario y me quité el resto de prendas y los zuecos. Me pregunté si, la misma mañana que volviese a Nueva Inglaterra, retirarían el «coronel Scarpetta» que estaba escrito en tinta negra en la puerta de mi taquilla. Aquella idea no se me había ocurrido hasta ahora, y me preocupaba. Una parte de mí no quería abandonar este lugar.
La vida en la base de la Fuerza Aérea Dover tiene sus comodidades, a pesar de los seis meses previos de duro entrenamiento y la tristeza inherente al hecho de tener que ocuparse de muertos todos los días por encargo del Gobierno de Estados Unidos. Mi estancia aquí ha sido sorprendentemente fácil. Incluso podría calificarla de agradable. Voy a echar de menos levantarme antes del amanecer en mi sencilla habitación, vestirme con un pantalón de faena, polo y botas, y caminar en la fría oscuridad por el aparcamiento hasta el restaurante del campo de golf para tomar un café y comer algo antes de conducir hasta Port Mortuary, donde no tengo ninguna responsabilidad de mando. Cuando estoy de servicio para el Forense de las Fuerzas Armadas (AFME), carezco completamente de mando. De hecho, estoy por debajo de muchas personas y no me corresponde a mí tomar las decisiones críticas, incluso en el dudoso caso de que me consultasen. No será así cuando vuelva a Massachusetts, donde todos dependen de mí.
Es lunes 8 de febrero. El reloj de la pared encima de los resplandecientes lavamanos blancos señala las 16:33 en color rojo, como si fuese una advertencia. Se supone que en menos de noventa minutos debo aparecer en la CNN y explicar qué es un patólogo radiólogo forense, o PatRad, y por qué me he convertido en una, y qué relación guarda eso con Dover, el Departamento de Defensa y la Casa Blanca. En otras palabras, supongo que diré que ya no soy una simple forense, y tampoco una reservista en la AFME. Desde el 11-S, desde que Estados Unidos invadió Irak, y ahora con el envío de tropas a Afganistán —repaso el esquema de los puntos que voy a tratar—, la línea entre el mundo militar y el civil se ha borrado para siempre. Un ejemplo que quizá cite: el pasado noviembre, durante un período de 48 horas, trajeron por vía aérea trece soldados muertos en combate desde Oriente Medio, y la misma cantidad de víctimas llegaron desde Fort Hood, Texas. Las muertes en masa no están restringidas al campo de batalla, aunque en realidad ya no estoy muy segura de lo que es el campo de batalla. Quizá todos los lugares lo sean, diré en la televisión. Nuestros hogares, nuestras escuelas, nuestras iglesias, los aviones comerciales, y donde trabajamos, compramos y vamos de vacaciones.
Busco entre los artículos de tocador mientras escojo los comentarios que haré acerca de la radiología tridimensional, el uso de la tomografía computarizada (TC), los escáneres en la misma morgue, y me recuerdo a mí misma que debo recalcar que, si bien mi nueva oficina central en Cambridge, Massachusetts, es la primera instalación civil en Estados Unidos que hace autopsias virtuales, Baltimore será la siguiente, y después la tendencia se propagará. El tradicional examen post mórtem de diseccionar sobre la marcha y tomar fotografías esperando no perderte nada o introducir artefactos puede mejorar enormemente gracias a la tecnología y hacerlo más preciso. Y así debe ser.
Lamento no estar presente esta noche en World News, porque ahora que lo pienso lo más probable es que la entrevista sea con Diane Sawyer. Mi problema es que, al ser una habitual en la CNN, la familiaridad puede crear un cierto rechazo; tendría que haberlo pensado antes. No sería de extrañar que la entrevista entrara en el terreno personal. Debería comunicarle esa posibilidad al general Briggs. Tendría que haberle dicho lo que pasó esta mañana cuando la furiosa madre de un soldado muerto me puso de vuelta y media por teléfono, me acusó de discriminación y amenazó con llevar sus quejas a los medios.
Cuando cierro la puerta de la taquilla, el metal suena como una detonación. Camino por el suelo de baldosas marrones que siempre está fresco y suave bajo mis pies descalzos, con un neceser cargado con el champú de aceite de oliva, el acondicionador, la esponja exfoliante de algas marinas fosilizadas, una maquinilla de afeitar, un bote de espuma de afeitar para pieles sensibles, jabón líquido, una manopla de baño, enjuague bucal, cepillo de dientes, cepillo de uñas y el fragante aceite Neutrógena que utilizaré cuando acabe. En el interior de un cubículo abierto, acomodo mis efectos personales en la repisa de cerámica y espero a que salga el agua caliente al máximo que puedo soportar. El chorro me golpea mientras me voy moviendo para empaparme toda; primero levanto el rostro, después miro hacia abajo, hacia mis pies pálidos. Dejo que el agua me golpee en la nuca y la cabeza con la ilusión de que mis tensos músculos se relajarán un poco, mientras mentalmente entro en el armario de mi alojamiento de la base y busco con qué vestirme.
El general Briggs, John, como le llamo cuando estamos a solas, quiere que vista el uniforme de combate, o mejor todavía, el azul de las Fuerzas Aéreas, pero yo estoy en desacuerdo. Debo vestir prendas civiles, las que la gente suele ver la mayoría de las veces cuando me entrevistan en televisión; posiblemente un traje sencillo y una blusa de color marfil, con el sencillo reloj Breguet con correa de cuero que me regaló mi sobrina Lucy. Nada del lujoso Blancpain, con su enorme esfera negra y el bisel de cerámica, que también me regaló ella, porque está obsesionada con los relojes, de hecho, con cualquier cosa técnicamente complicada y cara. Y nada de pantalones, mejor una falda y tacones para presentarme como una persona accesible y nada amenazadora, un truco que aprendí hace mucho tiempo en los juzgados. Por alguna razón, a los jurados les gusta verme las piernas mientras describo con gráficos los detalles anatómicos de las heridas mortales y los últimos momentos de agonía de la vida de una víctima. Briggs desaprobará mi elección de vestuario, pero de todas formas anoche le recordé durante el partido de la Super Bowl, mientras tomábamos unas copas, que un hombre no debe decirle a una dama cómo debe vestir, a menos que sea Ralph Lauren.
El vapor en el cubículo de la ducha se desplaza, perturbado por una corriente de aire. Creo haber oído entrar a alguien. Me enfado al instante. Podría ser cualquiera, personal militar o sanitario, o cualquier persona que esté autorizada para estar en estas instalaciones de entrada restringida que tenga necesidad de utilizar el baño, desinfectarse o cambiarse de ropa. Pienso en los colegas con los que acabo de estar en la sala de autopsias, pero tengo la sensación de que se trata de nuevo de la capitana Avallone. Durante gran parte de la mañana, mientras realizábamos las tomografías computarizadas, ha sido una presencia omnipresente, como si yo no supiese cómo hacer un escáner. Durante toda la jornada me ha tenido bajo control, moviéndose a mi alrededor como una niebla baja y persistente. Seguro que es ella la que acaba de entrar. Siempre es ella. El resentimiento me invade, pero intento liberarme de él.
—¿Doctora Scarpetta? —llama con su conocida voz, una voz blanda y carente de pasión que parece seguirme a todas partes—. Tiene una llamada.
—Acabo de entrar en la ducha —le grito por encima del ruido del chorro de agua.
Es mi manera de decirle que me deje en paz. Un poco de intimidad, por favor. No quiero ver a la capitana Avallone ni a nadie más ahora mismo, y no tiene nada que ver con estar desnuda.
—Lo siento, señora. Pero Pete Marino necesita hablar con usted. —Su voz átona se acerca.
—Tendrá que esperar —grito.
—Dice que es importante.
—¿Puede preguntarle qué quiere?
—Solo dice que es importante, señora.
Prometo llamarle cuanto antes. Es probable que haya sonado algo grosera, pero a pesar de mis buenas intenciones, no siempre puedo ser encantadora. Pete Marino es un investigador con quien he trabajado la mitad de mi vida. Espero que nada terrible haya ocurrido en casa. No, él se aseguraría de que yo supiese que se trataba de una emergencia, si le había ocurrido algo grave a Benton, mi marido, o a Lucy, o si había surgido algún problema en el Centro Forense de Cambridge (CFC), del cual soy la directora. Marino haría algo más que pedirle a alguien que me informara de que está al teléfono y es importante. No es nada más que su escasa capacidad para controlar sus impulsos. Cuando se le ocurre una idea, siente la necesidad de compartirla conmigo de inmediato.
Abro la boca de par en par para eliminar el sabor a carne quemada en descomposición adherido en el fondo de mi garganta. El hedor del cadáver con el que he trabajado hoy se me ha metido hasta el fondo de la nariz, las moléculas de la pútrida biología me acompañan en la ducha. Me froto debajo de las uñas con jabón antiséptico que vierto directamente del bote, el mismo jabón que utilizo con los platos o para descontaminar las botas en un escenario, y me enjuago los dientes, las encías y la lengua con Listerine. Me limpio el interior de las fosas nasales hasta donde puedo llegar, limpio cada centímetro cuadrado de mi carne. Luego me lavo el pelo, no una, sino dos veces, y el hedor continúa ahí. Al parecer no puedo librarme de él.
El nombre del soldado muerto del que me acabo de ocupar es Peter Gabriel, como la legendaria estrella del rock, solo que este Peter Gabriel era un soldado de primera clase del Ejército que no había estado ni un mes en la provincia de Badghis, en Afganistán, cuando una bomba colocada junto a la carretera, fabricada con un tubo de plástico relleno de PE-4 y cerrada con una placa de cobre, atravesó el blindaje de su Humvee, creando una tormenta de fuego en el interior. Estuve ocupándome de sus restos la mayor parte de mi último día aquí, en este enorme complejo de alta tecnología donde patólogos y científicos de las Fuerzas Armadas se encargan de casos que la mayoría del público no asocia con nosotros: el asesinato de JFK, o la reciente identificación del ADN de la familia Romanov y los tripulantes del H. L. Hunley, un submarino que se hundió durante la guerra civil. Somos una noble pero poco conocida organización cuyas raíces se remontan hasta 1862, al Museo Médico del Ejército, en el que los cirujanos trataron a un Abraham Lincoln herido de muerte y luego realizaron su autopsia. Todo esto es lo que debería contar en la CNN. Concentrarme en lo positivo. Olvidar lo que dijo la señora Gabriel. No soy un monstruo ni una intolerante. No puedes culpar a la pobre mujer por sentirse alterada, me digo siempre a mí misma. Acaba de perder a su único hijo. Los Gabriel son negros. ¿Cómo te sentirías tú, por el amor de Dios? Por supuesto que no eres racista.
De nuevo intuyo una presencia. Alguien acaba de entrar en el vestuario, que he conseguido llenar de vapor, como un baño turco. Mi corazón late deprisa debido al calor.
—¿Doctora Scarpetta? —La capitana Avallone suena menos titubeante, como si tuviese noticias.
Cierro la ducha, salgo del cubículo y cojo una toalla para envolverme. La capitana Avallone es una presencia fantasmagórica que se mueve entre la bruma cerca de los lavabos y los secadores de manos. Lo único que distingo de ella es su pelo oscuro y sus pantalones caquis y un polo negro que tiene bordado el escudo dorado y azul de la AFME.
—Pete Marino… —comienza a decir.
—Lo llamo en un minuto. —Cojo otra toalla del estante.
—Está aquí, señora.
—¿Qué quiere decir con «aquí»?
Casi espero ver que se materialice en el vestuario, como una criatura prehistórica que emerge de la niebla.
—Le espera en el aparcamiento, señora —me informa—. La llevará al Eagle’s Rest para que pueda recoger sus cosas. —Lo dice como si fuera el FBI que viene a recogerme, como si hubiese sido arrestada o cesada—. Mis instrucciones son acompañarla hasta él y ayudarla en todo lo que sea necesario.
El nombre de pila de la capitana Avallone es Sophia. Es del Ejército, acaba de terminar su residencia de radiología, y siempre es tan condenadamente militar y obsequiosamente cortés mientras espera dando vueltas. Ahora mismo no es el momento. Cojo el neceser, camino descalza por los azulejos y ella me pisa los talones.
—Se supone que no me marcharé hasta mañana. Acompañar a Marino no formaba parte de mis planes de viaje —le digo.
—Yo me ocuparé de su vehículo, señora. Tengo entendido que no conducirá…
—¿Le ha preguntado de qué demonios va todo esto? —Cojo el cepillo del pelo y el desodorante de mi taquilla.
—Lo intenté, señora —dice ella—. Pero no quería colaborar.
Un Galaxy C-5 vuela sobre nuestras cabezas, maniobrando para aterrizar en la 19. Como de costumbre, el viento viene del Sur.
Uno de los muchos principios aeronáuticos que he aprendido de Lucy, que, entre otras cosas, también es piloto de helicópteros, es que los números de las pistas corresponden a las direcciones en una brújula. Diecinueve, por ejemplo, es 190, lo que significa además que el lado opuesto, donde acabará la pista, es 01. Y se orienta de esa manera a causa del principio de Bernoulli y las leyes del movimiento de Newton. Todo ello tiene que ver con la velocidad del aire necesaria para que fluya sobre el ala de un avión, con aterrizar y despegar en condiciones de viento, que en esta parte de Delaware sopla desde el mar, desde altas presiones a bajas presiones, desde el Sur hacia el Norte. Un día sí y otro también, los aviones de transporte traen a los muertos y se los llevan por una cinta negra que corre como el río Estigia detrás de Port Mortuary.
El avión de transporte Galaxy de color gris tiburón mide de largo como un campo de fútbol. Es tan enorme y pesado que apenas parece moverse en el pálido cielo de nubes esponjosas, que los pilotos llaman colas de yegua. Sé qué clase de avión es sin mirar, reconozco el tono agudo de su rugido y su silbido, conozco perfectamente el sonido de sus motores, que producen 78000 kilopondios de potencia. Puedo identificar un C-5 o un C-17 desde kilómetros de distancia, y también reconozco los helicópteros y los aviones con rotores basculantes, puedo distinguir a un Chinook de un Black Hawk o un Osprey. Cuando hace buen tiempo y dispongo de tiempo libre, me siento en un banco fuera del edificio destinado a vivienda y miro las máquinas voladoras de Dover como si fuesen criaturas exóticas, como los manatíes, los elefantes o los pájaros prehistóricos. Nunca me canso de su aspecto y de su tremendo rugido, de las sombras que proyectan cuando pasan sobre mi cabeza.
Las ruedas se posan sobre el suelo levantando nubes de humo tan cercanas que siento el retumbar en mis órganos mientras camino a través de la zona de recepción, con sus enormes cuatro muelles de carga, el alto muro que los oculta y los generadores de reserva. Me acerco a una furgoneta azul que nunca he visto antes, y Pete Marino no hace ningún gesto para saludarme o abrirme la puerta. De todas formas, no es que esto me extrañe. No suele malgastar sus energías en modales, porque ser amable nunca ha sido una prioridad para él desde que lo conozco. Han pasado más de veinte años desde que nos conocimos por primera vez en Richmond, Virginia, en la morgue. O quizás era en la escena de un crimen cuando nos vimos por primera vez. En realidad ahora no lo recuerdo.
Subo y cierro la puerta. Acomodo el macuto entre mis botas. Tengo el pelo todavía húmedo por la ducha. A juzgar por su expresión, piensa que tengo un aspecto horrible. Siempre lo sé por sus miradas de soslayo, que me repasan de pies a cabeza, deteniéndose en ciertos lugares que no son de su incumbencia. No le gusta que vista prendas de investigador del AFME, los pantalones de faena, el polo negro y la chaqueta táctica, y las pocas veces que me ha visto con uniforme creo que le asusto.
—¿Dónde has robado la furgoneta? —le pregunto mientras Marino da marcha atrás.
—Un préstamo de Aviación Civil. —Por su respuesta deduzco al menos que nada grave le ha sucedido a Lucy.
La terminal privada en el extremo norte de la pista es utilizada por el personal no militar autorizado para aterrizar en una base de las Fuerzas Aéreas. Mi sobrina ha traído a Marino hasta aquí, y se me pasa por la mente que han venido para darme una sorpresa. Se han presentado aquí sin anunciarse para evitarme un vuelo comercial mañana, para escoltarme por fin a casa. Es más un deseo que otra cosa. Sé que no puede ser, y busco respuestas en las facciones ásperas de Marino, observo su apariencia general de la misma manera que lo hago con un paciente a primera vista. Calzado deportivo, tejanos, su chaqueta Harley-Davidson que tiene de toda la vida, una gorra de béisbol de los Yankees que usa pese al riesgo, considerando que ahora está en la república de los Red Sox, o sus poco elegantes gafas con montura de metal.
No puedo decir si se ha afeitado la cabeza con el poco pelo gris que le queda, pero se le ve limpio y bien arreglado, y su cara no tiene el rubor de haber bebido whisky ni tiene panza cervecera. Sus ojos no están inyectados en sangre. Sus manos no tiemblan. No huele a tabaco. Todavía se mantiene firme en su período de abstinencia; de hecho, abstinencia de muchas cosas. Marino tiene demasiados vicios, y es lo suficientemente listo para no sucumbir a ellos, toda una caravana que se abre paso con dificultad a través de los inquietos territorios de sus inclinaciones aborígenes. Sexo, alcohol, drogas, tabaco, comida, profanaciones, intolerancia, descuido. Sin duda también tendría que agregar la mendacidad. Cuando le conviene, es evasivo, o miente descaradamente.
—Supongo que Lucy está con el helicóptero —comienzo a decir.
—Ya sabes cómo son las cosas en este tugurio cuando estás trabajando en un caso, peores que la maldita CIA —me dice mientras entramos en Purple Heart Drive—. Tu casa se puede estar quemando y nadie dice una mierda. Debo de haber llamado ya unas cinco veces. Así que tomé una decisión ejecutiva, y Lucy y yo vinimos hasta aquí.
—Sería útil que me dijeses por qué estáis aquí.
—Nadie te quería interrumpir mientras estabas con el soldado de Worchester —dice para mi sorpresa.
El soldado Gabriel era de Worchester, Massachusetts, y no puedo entender cómo es que Marino sabe algo acerca de este caso. Nadie debería habérselo dicho. Todo lo que hacemos en Port Mortuary es extremadamente discreto, sino estrictamente confidencial. Me pregunto si la madre del soldado muerto hizo realidad sus amenazas y había llamado a los medios. Si le dijo a la prensa que la forense militar blanca encargada de la autopsia de su hijo era racista.
Antes de que pueda preguntar, Marino añade:
—Al parecer, es la primera baja de guerra de Worchester, y la prensa local no habla de otra cosa. Hemos recibido algunas llamadas, supongo que la gente empieza a estar confusa y piensa que cualquier cadáver con una vinculación con Massachusetts acaba en nosotros.
—¿Los periodistas suponen que hicimos la autopsia en Cambridge?
—Bueno, el CFC también es un port mortuary. Será por eso.
—Los medios deberían saber ya a estas alturas que todas las bajas en un escenario de guerra vienen aquí, a Dover —afirmé—. ¿Estás seguro de que ésa es la razón del interés de los medios?
—¿Por qué? —Me mira—. ¿Sabes de alguna otra razón que yo desconozca?
—Solo pregunto.
—Todo lo que sé es que hemos recibido unas cuantas llamadas y se las hemos pasado a Dover. Tú estabas ocupada con el chico de Worchester y nadie quería ponerte al teléfono. Finalmente llamé al general Briggs cuando estábamos a unos veinte minutos de aquí, en una parada para repostar en Wilmington. Mandó que la capitana Avallone te fuese a buscar a la ducha. ¿Es soltera o canta en el coro de Lucy? Porque no es fea.
—¿Cómo sabes qué aspecto tiene? —pregunto, asombrada.
—Tú no estabas cuando pasó por el CFC de camino a visitar a su madre en Maine.
Intento recordar si alguna vez me han hablado de ello, y al mismo tiempo recuerdo que no tengo ni idea de lo que ha estado pasando en la oficina que se supone que dirijo.
—Fielding actuó de perfecto anfitrión y le hizo toda la gira. —A Marino no le gusta mi jefe delegado, Jack Fielding—. La cuestión es que intenté ponerme en contacto contigo. No era mi intención presentarme así sin más.
Marino se muestra evasivo. Lo que me está contando es un cuento. Es inventado. Por alguna razón consideró necesario aparecer sin más por aquí, sin previo aviso. Lo más probable es que quiera estar seguro de que voy a acompañarlo sin demora. Me huelo un problema grave.
—El caso Gabriel no puede ser la razón de que te presentes aquí sin más —señalo.
—Me temo que no.
—¿Qué ha pasado?
—Tenemos un problema. —Mira hacia delante—. Le dije a Fielding y a todos los demás que de ninguna manera el cuerpo iba a ser examinado hasta que tú llegases.
Jack Fielding es un patólogo forense con experiencia que no acepta órdenes de Marino. Si mi jefe delegado optó por mantenerse aparte y pasármelo a mí, es probable que eso signifique que tenemos un caso que podría tener implicaciones políticas o hacer que nos demanden. Me preocupa mucho que Fielding no haya intentado llamarme o mandarme un e-mail. Consulto de nuevo mi iPhone. Nada.
—Alrededor de las tres y media de ayer por la tarde en Cambridge —dice Marino, mientras pasamos por Atlantic Street a poca velocidad, atravesando la base en casi total oscuridad—. Norton’s Woods en Irving, a menos de una manzana de tu casa. Es mala suerte que no estuvieses allí. Podrías haber ido a la escena del crimen caminando, y quizá las cosas hubiesen sido muy diferentes.
—¿Qué cosas?
—Un hombre blanco, de unos veintitantos años. Al parecer estaba paseando el perro y cayó muerto de un ataque fulminante, ¿correcto? Para nada —continúa mientras pasamos por delante de hileras de edificios de cemento y metal, hangares y otras construcciones que tienen números en lugar de nombres—. Es un domingo por la tarde a pleno día, y hay mucha gente por allí porque están celebrando un evento en lo que sea aquel edificio, aquel con el gran tejado de metal verde.
Norton’s Woods es donde está la Academia Americana de las Artes y las Ciencias, una finca arbolada con un precioso edificio de madera y cristal que se alquila para funciones especiales. Está unas cuantas casas más allá de nuestra vivienda. Benton y yo nos mudamos la primavera pasada para que yo pudiera estar cerca del CFC y él pudiese disfrutar de la cercanía de Harvard, donde trabaja en el Departamento de Psiquiatría de la Facultad de Medicina.
—En otras palabras, muchos ojos y muchos oídos —continúa Marino—. Una maldita combinación que puede cargarse a cualquiera.
—Creí que habías dicho que había sufrido un ataque cardíaco. Excepto que si es joven, es probable que te refieras a una arritmia cardíaca.
—Sí, eso fue lo que se creyó. Un par de testigos le vieron de pronto llevarse las manos al pecho y caer. Por lo que se supone, cayó fulminado en el acto. Fue transportado directamente a nuestra oficina y pasó la noche en la nevera.
—¿Qué quieres decir con «se supone»?
—A primera hora de esta mañana, Fielding fue a la nevera y vio gotas de sangre en el suelo y mucha sangre en la bolsa donde reposaba el cuerpo, así que fue a buscar a Anne y a Ollie. Al tipo muerto le ha salido sangre por la boca y la nariz, que obviamente no estaba allí la tarde anterior cuando lo declararon muerto. No había sangre en la escena, ni una gota, y ahora está sangrando, y es obvio que no son fluidos corporales, porque salta a la vista que no se está descomponiendo. La sábana que lo cubre está ensangrentada y hay casi un litro de sangre en la bolsa, y todo es una mierda. Nunca he visto una persona muerta comenzar a sangrar de esa manera. Así que dije que teníamos un puto problema y que todos mantuviesen la boca cerrada.
—¿Qué dijo Jack? ¿Qué hizo?
—Me tomas el pelo, ¿no? Vaya delegado que tienes. No me tires de la lengua.
—¿Ha sido identificado, y por qué Norton’s Woods? ¿Vive cerca? ¿Es un estudiante de Harvard, quizá del Divinity School? —Está a la vuelta de la esquina de Norton’s Woods—. Dudo que fuese a asistir al dichoso evento. Si llevaba el perro con él no lo creo posible.
Hablo con mucha más calma de la que siento mientras mantenemos esta conversación en el aparcamiento del hotel Eagle’s Rest.
—No sabemos mucho todavía, pero al parecer era una boda —dice Marino.
—¿El domingo de la Super Bowl? ¿Quién organiza un casamiento el mismo día de la Super Bowl?
—Puede que no quisieran que viniera ningún invitado. O quizá no eran estadounidenses o eran antiamericanos. Yo qué sé, pero no creo que el tipo muerto fuera un invitado a la boda, y no solo por el perro. Llevaba una Glock de nueve milímetros debajo de la americana. Ninguna identificación y escuchaba una radio satélite portátil, así que es probable que ya hayas adivinado dónde quiero ir a parar.
—Es probable que no.
—Lucy te dirá más sobre la radio satélite, pero al parecer estaba haciendo una vigilancia, espiando, y quizá la persona a la que estaba jodiendo decidió devolverle el favor. Deducción, creo que alguien le hizo algo a él, le provocó una herida que de alguna manera no vio el personal de emergencia, y el servicio de transporte tampoco. Así que lo metieron en la bolsa y comenzó a sangrar durante el transporte. Bueno, no podía haber ocurrido a menos que tuviese presión sanguínea, y eso significa que aún estaba vivo cuando fue entregado a la morgue y encerrado en nuestra maldita nevera. Cuarenta y cinco grados bajo cero allí adentro. Habría muerto por hipotermia antes de esta mañana, si es que no lo hizo desangrado.
—De haber tenido una herida tendría que haber sangrado externamente —señalo—. ¿Por qué no sangró en la escena?
—Dímelo tú.
—¿Durante cuánto tiempo trabajaron con él?
—Quince, veinte minutos.
—¿Es posible que durante los esfuerzos para reanimarlo le pinchasen alguna vena? —pregunto—. Las heridas anteriores y posteriores a la muerte, si son bastante severas, pueden causar una hemorragia importante. Por ejemplo, quizá durante la resurrección cardiopulmonar se fracturó una costilla y eso causó una herida punzante o cortó una arteria. ¿Le colocaron quizá algún tubo en el pecho que pudo causarle una herida y la hemorragia que describes?
Pero mientras voy formulando las preguntas, ya sé las respuestas. Marino es un veterano detective de homicidios y ha investigado muchas muertes. No hubiese llamado a mi sobrina y su helicóptero, ni hubiera venido hasta Dover sin previo aviso si hubiera una explicación lógica, o al menos creíble. Y por supuesto, Jack Fielding habría distinguido una herida proveniente de una maniobra accidental. ¿Por qué no sabía nada de él?
—El cuartel general de los bomberos de Cambridge está a kilómetro y medio de Norton’s Woods, y un equipo se presentó en cuestión de minutos —explica Marino.
Estamos sentados en la furgoneta con el motor apagado. Ya es casi noche cerrada, el horizonte y el cielo se funden el uno en el otro con solo una débil línea de luz por el Oeste. ¿Cuándo se ha ocupado Fielding de un desastre sin mí? Nunca. Se ausenta. Deja que otros arreglen sus líos. Por eso no ha intentado ponerse en contacto conmigo. Seguro que se ha largado del trabajo una vez más. ¿Cuántas veces más tendrá que hacerlo antes de despedirlo?
—Según ellos, murió en el acto —añadió Marino.
—A menos que un artefacto explosivo improvisado vuele a alguien en centenares de pedazos, no existe en realidad eso de morirse en el acto —respondo, y detesto cuando Marino hace declaraciones tontas. Morirse en el acto. Caerse muerto. Muerto antes de tocar el suelo. Veinte años de estas generalidades, y no importa la cantidad de veces que le he dicho que las paradas cardíacas y respiratorias no son causas de muerte, sino síntomas de morirse, y la muerte clínica al menos tarda unos minutos. No es instantánea. No es un proceso simple. Le recuerdo una vez más este hecho médico porque no se me ocurre nada más que decir.
—Solo te informo de lo que me han dicho, y de acuerdo con ellos no pudo ser reanimado —responde Marino, como si el personal de emergencias supiese más de la muerte que yo. No respondo—. Es lo que figura en su informe.
—¿Los has entrevistado?
—A uno de ellos. Por teléfono. Esta mañana. No tenía pulso, nada de nada. El tipo estaba muerto. O es lo que dice el ATS. ¿Pero qué otra cosa iba a decir, que no estaban seguros pero que de todos modos lo enviaron a la morgue?
—Y entonces tú le dijiste por qué preguntabas.
—Diablos, no, no soy un retrasado. No quiero que el asunto salga en la primera página del Globe. Si esto sale en las noticias, ya puedo volver al Departamento de Policía de Nueva York, o quizás buscar un trabajo con Wackenhut, excepto que nadie te contrata.
—¿Qué procedimiento seguiste?
—Yo no seguí una mierda. Fue Fielding. Por supuesto, afirma que lo hizo todo según las normas, que el Departamento de Policía de Cambridge le dijo que no había nada sospechoso en la escena, al parecer una aparente muerte natural con testigos. Fielding dio permiso para que trasladasen el cuerpo al CFC, siempre que los polis tomasen en custodia el arma y la llevasen a los laboratorios de inmediato para averiguar a nombre de quién estaba registrada. Un caso rutinario, y no es culpa nuestra si los ATS la jodieron, o eso dice Fielding, ya sabes cuál es mi opinión. No importa. Nos echarán la culpa. La prensa irá a por nosotros como fieras y dirán que nos volvamos a Boston. ¿Te lo puedes creer?
Antes de que el CFC comenzase a atender sus primeros casos el pasado verano, la oficina del forense del estado estaba ubicada en Boston, y siempre estaba asediada por problemas políticos y económicos, y por los escándalos, una presencia habitual en los medios. Se perdían los cuerpos, los enviaban a las funerarias equivocadas, los cremaban sin un examen a fondo, y al menos en una muerte que se suponía por abuso infantil, se analizaron los globos oculares equivocados. Los jefes se iban sucediendo y las oficinas de distrito se fueron cerrando debido a la falta de fondos. Pero jamás se había dicho nada tan negativo de aquella oficina que se pudiese comparar a lo que Marino sugería de la nuestra.
—Prefiero no imaginar nada. —Abrí la puerta—. Prefiero centrarme en los hechos.
—Ése es el problema, dado que no parece que tengamos ninguno con mucho sentido.
—¿Le has dicho a Briggs lo que me acabas de contar a mí?
—Le dije lo que necesitaba saber —responde Marino.
—¿Lo mismo que me dijiste a mí? —Repito mi pregunta.
—Casi.
—No tendrías que haberlo hecho. Me correspondía a mí decírselo. Era yo quien debía decidir lo que él necesita saber. —Estoy sentada con la puerta del copiloto abierta y entra el viento. Aún húmeda de la ducha, estoy helada—. No puedes decir las cosas a tu manera solo porque yo estoy ocupada.
—Tú estabas hasta el cuello, y se lo dije.
Salgo de la furgoneta y me digo a mí misma que el proceso que acaba de describir Marino no debe de ser exacto. Los ATS de Cambridge nunca hubiesen cometido un error tan desastroso, e intento encontrar una explicación de por qué una herida mortal no sangra en la escena del fallecimiento y después sangra profusamente. Contemplo la idea de computar la hora de la muerte, o incluso la causa, a alguien que perece en el interior de la nevera de una morgue. Estoy confusa. No tengo ninguna pista, pero sobre todo me preocupo por él, por ese joven entregado en mi puerta, al parecer muerto. Lo imagino envuelto en una sábana y metido dentro de una bolsa; es un tema que pertenece a los horrores atávicos. Alguien que despierta dentro de un ataúd. Enterrado vivo. Nunca he visto algo tan espantoso, ni siquiera cercano, ni una sola vez en toda mi carrera. No conozco a nadie que lo haya visto.
—Al menos no hay señales de que intentase salir de la bolsa. —Marino intenta que ambos nos sintamos mejor—. Nada que te indique que pudo haber despertado en algún momento y comenzado a tener pánico. Ya sabes, como tratar de abrir la cremallera, dar puntapiés, o algo así. Supongo que si hubiera forcejeado habría adquirido una posición extraña en la plataforma cuando lo encontramos esta mañana, o quizá se habría caído. Claro que, ahora que lo pienso, me pregunto si puedes asfixiarte en una de esas bolsas. Supongo, dado que aparentemente son herméticas. Pese a que gotean. Pero muéstrame una bolsa que no gotee. Y ésa es otra cosa. Manchas de sangre en el suelo que van desde el aparcamiento a la nevera.
—¿Por qué no continuamos más tarde? —Es la hora de la entrada. Hay mucha gente en el aparcamiento cuando caminamos hacia la entrada sencilla pero moderna del hotel, y Marino tiene una voz tan sonora que parece como si estuviera hablando en un anfiteatro.
—Dudo que Fielding se haya molestado en ver la grabación —añade Marino de todas maneras—. Dudo que haya hecho nada. No he visto u oído nada de ese hijo de puta desde primera hora de esta mañana. Una vez más ha desaparecido en acción, como las otras veces. —Abre la puerta de cristal—. Espero que no acabe consiguiendo que nos cierren el chiringuito. ¿No sería irónico? Tú le haces un puto favor y le das un trabajo, después de haber huido del último, y él destruye el CFC antes del despegue.
En el vestíbulo, con sus vitrinas de premios y recuerdos de las Fuerzas Aéreas, sus sillas cómodas y una pantalla de televisión panorámica, un cartel da la bienvenida a los huéspedes al hogar de los Galaxy C-5 y los Globemaster III C-17. En la recepción espero en silencio detrás de un hombre que viste uniforme de combate del Ejército, con el camuflaje de las opacas rayas de tigre, mientras compra crema de afeitar, agua y varios botellines de whisky Johnny Walker. Le digo al recepcionista que me marcho antes de lo planeado, y sí, recordaré devolver mis llaves, y por supuesto, comprendo que me cargarán la tarifa habitual del gobierno de treinta y ocho dólares por día, aunque no me quede a pasar la noche.
—¿Cómo dice el dicho ése? —continúa Marino—. Ninguna buena acción se salva de ser castigada.
—Vamos a intentar no ser tan negativos.
—Tú y yo renunciamos a buenos puestos de trabajo en Nueva York, y cerramos la oficina de Watertown, y ahora esto es lo que nos queda.
No digo nada.
—Espero que no hayamos arruinado nuestras carreras —añade.
No le respondo porque ya he oído suficiente. Pasado el centro comercial y las máquinas expendedoras, subimos las escaleras hasta el segundo piso, y es entonces cuando me informa de que Lucy no está esperando con el helicóptero en la terminal aérea civil. Está en mi habitación. Está haciendo las maletas, toca mis pertenencias, decide sobre ellas, vacía mi armario, mis cajones, desconecta mi ordenador, la impresora y el router. Ha esperado para decirme esto porque sabe muy bien que en circunstancias normales esto me cabrearía muchísimo; no me importa si es mi sobrina, una genial informática y antigua agente federal a la que he criado como si fuese mi hija.
Las circunstancias son cualquier cosa menos normales, y me tranquiliza que Marino esté aquí y que Lucy esté en mi habitación, que hayan venido a buscarme. Necesito ir a casa y poner todo en orden. Caminamos por el largo pasillo de moqueta roja, pasamos la terraza decorada con reproducciones coloniales y un sillón electrónico de masajes colocado estratégicamente para los pilotos cansados. Inserto la tarjeta magnética en la cerradura de mi habitación, y me pregunto quién ha dejado entrar a Lucy, y después pienso de nuevo en Briggs y en la CNN. No me puedo imaginar apareciendo en la televisión. ¿Qué pasa si los medios se han enterado de lo que ha sucedido en Cambridge? A estas alturas ya lo sabría. Marino lo sabría. Mi administrador, Bryce, lo sabría, y me lo habría dicho de inmediato. Todo saldrá bien.
Lucy está sentada en mi cama bien hecha, ocupada en cerrar mi neceser. Huelo el limpio aroma a cítricos de su champú cuando la abrazo y siento cuánto la he echado de menos. El mono de vuelo negro acentúa los atrevidos ojos verdes y el pelo corto y dorado, las facciones bien marcadas y su delgadez, y vuelvo a pensar en lo hermosa que es de esa forma tan poco habitual, de chico pero muy femenina, atlética pero con pechos pronunciados, tan intensa que parece una fiera. No importa si se muestra divertida o cortés, mi sobrina tiende a intimidar y tiene pocos amigos, quizá ninguno, excepto Marino; sus amantes nunca duran mucho. Ni siquiera Jaime, aunque no he manifestado mis sospechas. No he preguntado. Pero no creo nada de eso de que se marchó de Nueva York para venir a Boston por motivos económicos. Incluso si su empresa de investigación en informática forense estaba de capa caída, y eso tampoco me lo creo, seguro que ganaba más en Manhattan de lo que ahora le paga el CFC, que es nada. Mi sobrina trabaja, para mí gratis. No necesita el dinero.
—¿De qué va eso de la radio satélite? —La observo con atención, intento interpretar sus señales, que siempre son sutiles y desconcertantes.
Suenan las pastillas mientras cuenta cuántos Advil quedan en el frasco, decide que no son suficientes para llevárselas, y arroja el frasco a la papelera.
—Tenemos aviso de mal tiempo, así que me gustaría salir de aquí lo antes posible. —Quita la tapa a un frasco de Zantac, y también lo arroja a la papelera—. Hablaremos mientras volamos, y necesitaré de tu ayuda como copiloto, porque va a ser complicado esquivar las tormentas de nieve y la lluvia helada en ruta. Se supone que estaremos a un tiro de piedra si salimos antes de las diez.
En lo primero que pienso es en Norton’s Woods. Necesito hacer una visita al escenario del fallecimiento, pero para cuando lleguemos allí estará todo cubierto de nieve.
—Vaya mala suerte —comento—. Lo más probable es que la escena del crimen jamás sea investigada.
—Le dije a la policía de Cambridge que fueran allí esta mañana. —La mirada de Marino recorre toda la habitación como si necesitase ser revisada—. No encontraron nada.
—¿Te preguntaron por qué querías que fueran a echar un vistazo? —De nuevo aquella preocupación.
—Dije que había cabos sueltos. Les recordé lo de la Glock. Han limado el número de serie. Supongo que me he olvidado de comentártelo —añade mientras sigue mirando cualquier cosa de la habitación menos a mí.
—Las armas de fuego se pueden tratar con ácido, veremos si podemos recuperar el número de serie de esa manera. Si todo lo demás falla, podemos probar con el microscopio de escaneo electrónico —decido—. Si queda algún indicio, lo encontraremos. Le pediré a Jack que vaya a Norton’s Woods y haga una retrospectiva.
—Vale. Estoy seguro de que irá de inmediato —dice Marino en un tono irónico.
—Puede tomar fotografías antes de que comience a nevar —añado—. O algún otro. Quien sea que esté de servicio…
—Es una pérdida de tiempo —afirma Marino, interrumpiéndome—. Ninguno de nosotros estuvo allí ayer. No sabemos cuál es el lugar exacto; solo que estaba cerca de un árbol y un banco verde. Lo cual no es de gran ayuda cuando hablamos de tres hectáreas de árboles y bancos verdes.
—¿Qué hay de las fotografías? —pregunto mientras Lucy continúa ocupándose de mi pequeño botiquín de ungüentos, analgésicos, antiácidos, vitaminas, gotas para los ojos y jabones de mano desparramados sobre la cama—. La policía tuvo que tomar fotos del cuerpo in situ.
—Todavía estoy esperando a que el detective me las envíe. El tipo que acudió a la escena trajo la pistola esta mañana. Lester Law, también conocido como Les Law, aunque en la calle se le conoce como Lawless,[1] lo mismo que su padre y su abuelo antes que él. Los polis de Cambridge se remontan al puto Mayflower. No lo había visto antes.
—Creo que ya está todo —anuncia Lucy y se levanta de la cama—. Quizá quieras comprobar que no me he dejado nada —me dice.
Las papeleras están a rebosar, y mis maletas están hechas y colocadas junto a la pared, las puertas del armario abiertas de par en par sin nada en el interior excepto las perchas vacías. El ordenador, los archivos impresos, los artículos y los libros han desaparecido de mi mesa, y no queda nada en el cesto de la ropa sucia, en los cajones del baño o del tocador, que compruebo. Abro la pequeña nevera y está vacía y limpia. Lucy y Marino comienzan a llevarse mis pertenencias, y yo marco el número de Briggs en mi iPhone. Miro hacia el edificio de tres plantas al otro lado del aparcamiento, a la gran ventana acristalada en mitad del tercer piso. Anoche estuve en aquella habitación con él y otros colegas, para ver el partido, y la vida era buena. Aplaudimos a los New Orleans Saints y a nosotros mismos, y brindamos por el Pentágono y su Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada para la Defensa (DARPA), que ha hecho que las autopsias virtuales asistidas por ordenador sean posibles en Dover y ahora también en el CFC. Celebramos la misión cumplida, un trabajo bien hecho, y ahora esto, como si la noche pasada no fuese real, como si la hubiese soñado.
Respiro hondo y pulso el botón en mi iPhone, y siento un vacío por dentro. Briggs no puede estar contento conmigo. Las imágenes pasan en la pantalla plana de televisión colocada en la pared de la sala de estar, y luego camina por delante del cristal, vestido con el uniforme de combate del Ejército, verde y marrón arena con el cuello mandarín, que viste siempre cuando no está en la morgue o en una escena. Lo observo mientras atiende el teléfono y vuelve a su gran ventanal, donde se detiene, para mirarme directamente. Desde la distancia estamos cara a cara, una extensión de asfalto y coches aparcados entre el jefe médico forense de las Fuerzas Armadas y yo, como si estuviésemos a punto de batirnos en duelo.
—Coronel. —Su voz me saluda en un tono sombrío.
—Me acabo de enterar. Te aseguro que me voy a ocupar de esto. Estaré en el helicóptero dentro de una hora.
—Ya sabes lo que siempre digo. —Su voz suena profunda y autoritaria en mi auricular, e intento detectar el grado de su malhumor y lo que él hará—. Hay respuesta para todo. El problema es encontrarla y buscar la mejor manera de hacerlo. La manera correcta y apropiada de hacerlo. —Está tranquilo. Es cauteloso. Está muy serio—. Haremos esto en otra ocasión —añade.
Se refiere a la reunión final que debíamos tener. Estoy segura de que también se refiere a la CNN, y me pregunto qué le habrá dicho Marino. ¿Qué le habrá dicho exactamente?
—Estoy de acuerdo, John. Deberíamos cancelarlo.
—Ya está hecho.
—Muy inteligente por tu parte. —Mi tono práctico. No voy a permitir que note mis inseguridades y sé que las está buscando. Sé muy bien que lo está haciendo—. Mi primera prioridad es determinar si la información que me han comunicado es correcta. Porque no veo cómo puede haber pasado.
—No es un buen momento para que salgas al aire. No hace falta que Rockman nos lo diga.
Rockman es el secretario de prensa. Briggs no necesita hablar con él porque ya lo ha hecho. Estoy segura.
—Comprendo —respondo.
—Un tempo increíble. Si yo fuese paranoico, podría pensar que alguien ha orquestado alguna especie de estrambótico sabotaje.
—Basándome en lo que me han dicho, no veo cómo puede ser eso posible.
—He dicho si yo fuese paranoico —señala Briggs, y desde donde estoy, veo su formidable figura sólida pero no puedo ver la expresión de su rostro. No necesito verla. No sonríe. Sus ojos grises son acero galvanizado.
—El tempo puede ser una coincidencia o no —digo—. Es el principio básico en la investigación criminal, John. Siempre es uno o lo otro.
—No trivialicemos este asunto.
—De ninguna manera.
—Si han metido a una persona viva en tu maldita nevera, creo que no existe nada peor —dice con una voz monótona.
—No sabemos…
—Solo es una verdadera lástima después de todo lo que hemos alcanzado. —Es como si todo lo que hubiésemos construido a lo largo de los últimos años estuviera ahora al borde de la ruina.
—No sabemos si lo que han informado es correcto… —comienzo a decir.
—Creo que lo mejor sería traer el cuerpo aquí —me interrumpe de nuevo—. El AFDIL puede ocuparse de la identificación. Rockman se ocupará de que la situación esté bajo control. Tenemos todo lo que necesitamos aquí mismo.
Estoy asombrada. Briggs quiere enviar un avión a Hanscom Field, la base de las Fuerza Aéreas afiliada al CFC. Quiere que el Laboratorio de Identificación del ADN de las Fuerzas Armadas (AFDIL) y también sin duda otros laboratorios militares y alguien, además de mí, se ocupe de lo que ha pasado porque no cree que sea competente. No confía en mí.
—No sabemos si estamos hablando de jurisdicciones federales —le recuerdo—. A menos que tú sepas algo que yo no sé.
—Escucha, estoy intentando hacer lo que es mejor para todos los involucrados. —Briggs tiene las manos detrás de la espalda, las piernas un tanto separadas, y me mira a través del aparcamiento—. Sugiero que enviemos un C-17 a Hanscom. Podemos tener el cuerpo aquí a medianoche. El CFC también es un Port Mortuary, y eso es lo que hacen los Port Mortuary.
—No es lo que hacen los Port Mortuary. La cuestión no es transferirlos a otras partes para las autopsias y los análisis de laboratorio. El CFC no fue creado para que sirviese de primer filtro para Dover, una investigación preliminar antes de que aparezcan los expertos. Ese nunca fue mi mandato, y no fue lo acordado cuando se gastaron treinta millones de dólares en la instalación de Cambridge.
—Tendrías que quedarte en Dover, Kay, y nosotros traeremos el cuerpo aquí.
—Te estoy pidiendo que no intervengas, John. Ahora mismo este caso pertenece a la jurisdicción del jefe médico forense de Massachusetts. Por favor no me desafíes a mí o a mi autoridad.
Una larga pausa, después una declaración, más que una pregunta.
—De verdad quieres esa responsabilidad.
—Es mía la quiera o no.
—Estoy intentando protegerte. Lo he estado intentando.
—No. —No es lo que está intentando. No confía en mí.
—Puedo enviar a la capitana Avallone para que te ayude. No es una mala idea.
Tampoco me puedo creer que esté sugiriendo semejante cosa.
—No será necesario —respondo con firmeza—. El CFC es perfectamente capaz de ocuparse de esto.
—Queda constancia de haberlo ofrecido.
¿Queda constancia con quién? Se me ocurre que alguien más está en la línea o al alcance del oído. Briggs continúa ante su ventana. No puedo saber si hay alguien más en la habitación con él.
—Lo que tú decidas —dice entonces—. No voy a pasar por encima de ti. Llámame tan pronto como sepas algo. Despiértame si es necesario. —No dice adiós o buena suerte o que fue agradable tenerme aquí durante medio año.