Capítulo 55

La cara de Caxton chocó contra una pared de roca y la visión se le llenó de manchas blancas. Entonces, la oscuridad lo engulló todo. Caxton pensó que a lo mejor había sufrido una conmoción cerebral, o que estaba muerta, pero pronto comprendió que lo que había sucedido era que la trampilla se había cerrado, y que se encontraba ante la oscuridad más impenetrable que jamás hubiera presenciado: medianoche en una mina de carbón.

Una mano huesuda la agarró por un tobillo y empezó a arrastrarla por el suelo de piedra, que aún guardaba las marcas donde un viejo minero había abierto un pasadizo con un pico, una pala y tal vez unos cuantos cartuchos de dinamita robada. Para entrar a la guarida había que cruzar una mina clandestina, un estrecho corredor excavado de noche para llegar a una veta de carbón que no pertenecía al dueño de la mina. A lo mejor había sido obra de un solo hombre, o a lo mejor una familia entera había trabajado durante años, perforando el suelo en busca del negro brillo del carbón. Caxton sabía que el techo estaría apuntalado tan sólo por unas pocas vigas carcomidas. El corredor sería apenas lo bastante ancho como para que pudiera pasar un hombre. Extendió los brazos e intentó agarrarse a las paredes, pero ahora Raleigh era mucho más fuerte que ella y Caxton ni siquiera logró hacerla frenar un poco.

Durante un buen rato, Raleigh continuó arrastrándola de aquella forma. La cara le rebotaba contra el suelo y el tobillo le dolía horrores allí donde Raleigh la agarraba. Entonces, de repente, dejaron de avanzar y la vampira le soltó la pierna. Caxton continuaba sin ver nada, aunque sabía que Raleigh la veía perfectamente o, por lo menos, veía la sangre de Caxton, sus arterias, venas y capilares, reluciendo en la oscuridad como un laberinto interno de tubos de neón.

Caxton se dijo que iba a morir en aquella oscuridad, incapaz de prever el momento en que la vampira se le echaría encima para desgarrarle la garganta. Tal vez tendría una fracción de segundo para prepararse, si antes del mordisco lograba percibir el aura fría y antinatural que desprendía el cuerpo de Raleigh. O tal vez no.

Entonces se oyó un clic y las luces se encendieron a su alrededor, revelando un techo mucho más alto de lo que había esperado. Caxton rodó hasta colocarse boca arriba, notó la incómoda mochila a su espalda e intentó incorporarse, pero una mano pálida la agarró por el cuello y la obligó a permanecer en el suelo. No tenía opción, Raleigh era mucho más fuerte que ella y resistirse no tenía ningún sentido.

Caxton aún llevaba el arma en la pistolera del cinturón. Movió la mano tan rápido como pudo e intentó cogerla, pero Raleigh también estaba preparada para eso. La vampira llegó en primer lugar a la pistola, la desenfundó delicadamente y la hizo girar en su dedo índice.

Raleigh aún iba vestida con la sábana hecha jirones y atada con cinta adhesiva. Encima llevaba un chaleco antibalas modelo IIIA, naturalmente, con una placa metálica encima del corazón.

—Esto —dijo, sopesando la pistola— no sirve para nada. ¿Cuántas veces disparaste a papá? Y ni siquiera lo notó…

Raleigh arrojó la pistola al otro extremo del espacio. Caxton volvió la cabeza, intentando ver dónde caía, y eso le permitió darse cuenta de dónde estaba: se trataba de una cámara de unos dos metros cuadrados. Aquel espacio no formaba parte de la mina robada, sino que pertenecía a la empresa minera original y contenía los suministros que habían quedado abandonados al cerrar la mina. Había cajas que podían contener dinamita y detonadores, y también maquinaria, perforadoras neumáticas, barrenadoras. En un rincón, apoyados contra la pared, descansaban dos taladros manuales de dos metros de largo que habrían hecho maravillas perforando la placa metálica del chaleco y atravesando el corazón de Raleigh, si hubiera habido algún lugar donde enchufarlos. Toda esa maquinaria estaba que se caía a trozos, entre oxidada y podrida. Debía de llevar varias décadas ahí abajo, desde el cierre de la mina. Si esas cajas contenían aún dinamita, lo más probable era que ésta hubiera dejado de estar operativa incluso antes de que Raleigh naciera.

La vampira siguió su mirada.

—No es un lujo, pero es nuestro hogar —dijo.

Caxton tenía una sola oportunidad. Raleigh no sabía que había cambiado de arma y que ahora llevaba balas de teflón que a lo mejor (sólo a lo mejor) lograrían atravesar la placa metálica. Si Caxton podía acercarse a la pistola, si lograba alcanzarla…

La agente empezó a arrastrarse hacia el arma a cámara lenta, utilizando las manos y las piernas para reptar por el suelo.

Raleigh cogió la radio que llevaba colgando del cinturón y se la llevó a la boca.

—Papá, está aquí. Ha venido, tal como dijiste —informó la vampira, que miró a Caxton con una sonrisa de desdén—. La he hecho entrar sin problemas y la he desarmado, como querías.

La radio crepitó por culpa de las interferencias, pero Caxton oyó perfectamente la voz de Jameson, que hablaba desde algún lugar de la mina.

—No corras ningún riesgo. Vacía la pistola y tráeme a Laura. —Hubo una pausa— Habrá quince balas en el cargador y tal vez una más en la recámara. Dispáralas todas.

Raleigh cruzó la sala de dos largas zancadas y recuperó el arma. Caxton se detuvo.

La vampira estudió la pistola y le dio varias vueltas. Finalmente encontró el seguro y lo quitó. Entonces, con los brazos extendidos, acercó el cañón a la cabeza de Caxton. Aunque su posición de disparo era pésima, a aquella distancia no importaría.

—Pum pum —dijo Raleigh y soltó una carcajada.

—Podrías haberme matado antes —dijo Caxton, intentando no fijarse en el cañón que tenía ante los ojos—. Me has perdonado la vida por algún motivo.

—Por Simón. Cuando acepte la maldición y se convierta en uno de los nuestros, serás su primera víctima. Papá y yo ya hemos comido.

Raleigh levantó la pistola unos centímetros y disparó un tiro que pasó rozando la cabeza de Caxton. El sonido del disparo hizo que ambas se encogieran y resonó en la cámara, amplificado por las paredes de piedra. Raeigh hizo una mueca que dejó ver su perversa dentadura, pero entonces volvió a disparar, una y otra vez. Las valiosísimas balas pasaban a pocos centímetros del cuerpo de Caxton y rebotaban escandalosamente por toda la habitación, pero por desgracia ninguna de ellas se desvió tanto como para impactar en Raleigh. Una, en cambio, le agujereó la manga a Caxton. Esta no se atrevió a mirar, pero le pareció que no le había rasgado la piel por poco. Pegó los brazos al cuerpo e intentó no estremecerse demasiado.

Raleigh continuó disparando y contando en voz alta, aunque sus palabras eran inaudibles hasta que dejó de disparar.

—Dieciséis.

A Caxton aún le pitaban los oídos cuando la vampira sopló el cañón de la pistola y, sin volver a poner el seguro, se la guardó en una de las correas del chaleco.

—Bueno, andando.