Capítulo 53

Una mina de carbón. Tenía lógica. A los vampiros les gustaban las guaridas oscuras y silenciosas, a salvo de las interferencias humanas. Una mina de carbón (y, encima, abandonada) era el lugar perfecto. Sin embargo, había miles de minas de carbón en Pensilvania y cientos de ellas estaban abandonadas. Caxton no habría podido comprobarlas todas ni aun disponiendo de todo el tiempo del mundo.

Pero si a eso le añadía lo que le había contado Carboy, sólo se le ocurría una mina de carbón abandonada donde crecieran flores en pleno invierno.

Quería ir de inmediato, pero no sería fácil. Iba a necesitar un equipo especial. Jameson había dicho que los humanos no podían sobrevivir dentro de su guarida y hablaba en serio. Conseguir el equipo que necesitaba era un problema. En jefatura habría encontrado montones de artículos que le habrían ido como anillo al dedo, pero no sería bienvenida. Fetlock no le quitaría el ojo de encima si aparecía por allí, incluso en el caso de que no estuviera al corriente de lo que le había hecho a Carboy. Pensó en acercarse a un parque de bomberos y conseguir lo que necesitaba, pero sabía que le harían demasiadas preguntas y, probablemente, demasiadas llamadas telefónicas.

Al final, no le quedó otra opción que comprarlo. Conocía una tienda de material militar en Harrisburg que abría hasta tarde. Llegó cuando ya estaban cerrando, pero le enseñó el carnet de la policía estatal al vendedor y éste la dejó pasar y cerró la puerta a su espalda.

Caxton se fijó en los estantes de ropa de camuflaje, y en una vitrina llena de navajas mariposa y gafas de visión nocturna. Una de esas últimas no le vendría nada mal, pero sabía que no podía permitírsela. Estaba dispuesta a endeudarse (había perdido tantas cosas que su solvencia no le parecía ya tan importante), pero el límite de su Visa no era nada del otro mundo.

El encargado de la tienda era un tipo joven con una camisa de cuadros y gafas con montura de carey. Soltó un suspiro de impaciencia y le preguntó en qué podía ayudarla.

Caxton intentó aclararse las ideas y se frotó la cara con las dos manos. ¿En serio iba a hacerlo? La guarida estaba situada bajo tierra, probablemente llena de monóxido de carbono, y la temperatura allí podía ser inaguantable. No encontraría nada en la tienda que fuera a permitirle sobrevivir a eso.

Y, sin embargo, si podía acercarse… si podía acercarse lo suficiente…

—Necesitaré un traje de nomex resistente a la combustión espontánea —dijo—. Con guantes y botas, completo. También una máscara y un casco. Y un equipo de respiración, el más duradero que tenga.

El encargado se la quedó mirando boquiabierto.

—¿Va a apagar un incendio en el bosque? —le preguntó.

—Peor aún: voy a meterme en un incendio en una mina de carbón.

—¿Como el de Centralia?

Caxton le dedicó una débil sonrisa.

—Exactamente como el de Centralia. ¿Tiene lo que le pido?

El tipo se encogió de hombros y se alejó caminando por el pasillo.

—¿Pagará en efectivo o con tarjeta? —le preguntó, volviendo la cabeza.

Quince minutos más tarde estaba de nuevo en el coche y se dirigía hacia el norte. Hacia el lugar más parecido al infierno que uno podía encontrar en Pensilvania.

Centralia. Todos los niños de la zona habían oído hablar de Centralia, del incendio subterráneo que ardía desde los años sesenta y que aún tendría combustible suficiente para seguir ardiendo cuando ellos y sus nietos hubieran muerto. Era un lugar donde el suelo se abría y se tragaba a personas y casas enteras. Un lugar donde la tierra estaba tan caliente que en la superficie nacían flores incluso en pleno invierno.

Caxton se pasó la noche conduciendo, evitando las autopistas. Viajar por carreteras secundarias era más lento, pero hacía que redujeran las probabilidades de que un coche patrulla la identificara y la obligara a detenerse. Estaba bastante segura de que a esas alturas todos los agentes estatales se habrían aprendido ya su número de matrícula de memoria.

Del mismo modo que Jameson había aprendido todos los trucos de un vampiro mucho antes de convertirse en vampiro él mismo, Caxton sabía moverse por el estado sin que la detectaran. No en vano, había pasado años en la patrulla de tráfico. Conocía la ubicación de todos los radares y de todos los controles de alcoholemia del estado de Pensilvania, y sabía qué carreteras no se vigilaban nunca. Conducía con precaución, pues estaba agotada y tenía que prestar atención para no salirse del carril y para circular a la velocidad adecuada. Los coches que se ceñían estrictamente al límite de velocidad también llamaban la atención, por lo que se aseguró de circular siempre ligeramente por encima de ese límite, pero nunca más de diez kilómetros por hora, por si acaso se cruzaba con algún policía local con ganas de cumplir con el cupo de multas mensuales. Accionó el intermitente con mucha anticipación en cada giro y en cada cambio de carril.

Centralia. En su día había sido una ciudad próspera. Caxton había crecido en varios asentamientos mineros, pequeños pueblos fundados por las empresas de extracción que ni siquiera contaban con policía. Su padre era el único agente del orden que operaba en aquellos lugares. Centralia había llegado a tener varios miles de habitantes, pero cuando Caxton nació era ya un pueblo fantasma, demasiado pequeño para llamarlo siquiera asentamiento. El fuego se había encendido por accidente. La empresa que explotaba las minas de la región había decidido quemar los residuos en una mina agotada al sureste de la ciudad. Aquella solución debió de parecer más barata que trasladar los desechos a un vertedero. Pero resultó que la mina no estaba tan agotada como creían, aún debía de quedar algo de carbón allí abajo, pues en 1962 se prendió fuego y provocó un incendio que nadie fue capaz de apagar. El carbón es un combustible fósil que arde fácilmente incluso con bajas concentraciones de oxígeno. El carbón ardiente de esa mina prendió, a su vez, una veta de carbón que conectaba con las minas subterráneas que había debajo de la ciudad. En cuanto la veta se encendió, el fuego no hizo más que crecer. No quedó más remedio que abandonar las minas, pero durante veinte años nadie había creído que el incendio fuera un problema. Había minas incendiadas en todo el mundo y en la mayoría de los casos resultaba mucho más rentable dejar que se extinguieran por sí mismos. Todos pensaron que Centralia también se extinguiría en unos años.

Pero se equivocaron.

Caxton detuvo el vehículo para orientarse. Centralia no salía en su mapa de carreteras, porque se suponía que nadie estaría interesado en ir allí. Sin embargo, Caxton sabía dónde estaba y al reseguir la Ruta 61 con el dedo, se dio cuenta de que se encontraba ya a unos tres kilómetros de Mount Carmel, la ciudad donde había vivido Dylan Carboy, y a uno del silo de cereales abandonado.

—Qué hijo de puta —murmuró. Había tenido a Jameson delante de las narices todo el tiempo.

Supo que se estaba acercando al ver las nubes de humo blanquecino que se arremolinaban entre los árboles, a ambos lados de la carretera. La empresa minera había perforado el suelo de esos bosques para liberar las acumulaciones de humos y gases tóxicos. Pero no había sido suficiente. En los años ochenta, la superficie de la Ruta 61 había empezado a agrietarse y combarse. Entonces habían construido una autopista nueva que bordeaba la zona afectada. El suelo se había empezado a hundir y se formaron agujeros en toda la ciudad. Uno había estado a punto de tragarse a un niño. Entonces, el gobierno había adquirido todo el terreno que había podido y había empezado a reubicar a los habitantes en poblaciones cercanas. Unas pocas familias habían decidido quedarse, aun conociendo los riesgos, y sobrevivían como podían. Según el último censo, la población de Centralia era de doce habitantes.

Era el lugar más desolado, peligroso y tóxico de todo el estado. Las temperaturas en el núcleo del incendio subterráneo podían alcanzar más de cien grados. El calor se filtraba por el suelo y fundía la nieve antes incluso de que llegara a acumularse.

Caxton vio las flores invernales en medio de la oscuridad, flores silvestres de delgados tallos que se agitaban con la brisa nocturna. Con la luz de la luna, rodeadas de árboles desnudos, presentaban un aspecto muy hermoso.

Aparcó el coche en el lugar que en su día había sido el centro de la ciudad. Había calles, pero todas las casas habían desaparecido. De vez en cuando se veían unos cimientos cubiertos de maleza, o los restos ruinosos de una chimenea de ladrillo, pero eso era todo. Quedaban un par de casas en lo que habían sido las afueras de la ciudad, pero tan sólo había luz en una de ellas.

Había llegado hasta allí. Iba armada. Estaba preparada.

El gobierno había intentado apagar el fuego de varias formas, pero ninguna había dado resultado; el carbón continuaba ardiendo. Caxton había oído que quedaba carbón suficiente para seguir ardiendo durante los siguientes doscientos cincuenta años.

Lo que sí había hecho el gobierno había sido sellar todas las entradas a la mina subterránea. Y no se habían limitado a acordonarlas o cubrirlas con tablones: las habían detonado con la esperanza de cortar el suministro de oxígeno. Asimismo, habían rellenado todas las minas próximas con relleno estéril, grava y tierra no inflamable. Eso estaba bien, en cierto modo. La guarida se encontraba en el interior de la mina y cuantas menos salidas tuviera, más le costaría huir a Jameson cuando Caxton fuera a por él.

Y, sin embargo, suponía un dilema para ella: conocer el paradero exacto de la guarida no le servía de nada si no sabía por dónde entrar.

Pero tenía una idea para resolver ese problema. Empezó a caminar hacia la casa de donde salía luz, decidida a comprobar quién seguía despierto a esas horas.