«¡Mierda, mierda, mierda, mierda!», pensó Caxton, que se apretó las sienes con la mano que le quedaba libre. Al ver que Jameson no atacaba en Syracuse, Caxton había creído que intentaba no llamar la atención. O eso, o que esperaba a que ella cometiera un error: que se llevara a Raleigh y a Simón a algún lugar desprotegido, donde pudiera arrebatárselos fácilmente. Ni siquiera se le había ocurrido que pudiera tener otros planes.
—No lo entiendo. ¿Para qué ha acudido a ti? ¿Te ha ofrecido la maldición? Pero eso no tiene sentido, tú no formas parte de su familia.
—¿Tiene una que apellidarse Arkeley para ser parte de esa estirpe? —preguntó Polder—. Acude a todas las personas a las que ama, Laura. A todo aquel que amó alguna vez.
Por supuesto.
Vesta le había contado a Caxton que ella y Jameson habían tenido una aventura. Era evidente que la anciana aún significaba algo para él, por muy profundamente que hubiera caído en el lado oscuro.
—Oye —dijo Caxton—. ¿Está aún en tu casa?
—No, ya se ha ido. Supongo que debería haber intentado enfrentarme a él, o por lo menos seguirle la pista cuando se marcho, pero estaba demasiado asustada. Sé que me entiendes.
Así era.
—Me ha puesto el mismo plazo que a todos los demás: veinticuatro horas para considerar su oferta. Rechazarla es poco menos que una sentencia de muerte. ¡Tienes que encontrarlo antes de que mañana se ponga el sol!
—Lo haré —le prometió Caxton, aunque no tenía ni idea de cómo iba a hacerlo—. Oye, voy a ir a verte. Quédate donde estás y yo iré tan rápido como pueda.
—No hace falta. Estoy en el coche, dirigiéndome hacia la jefatura de policía. De hecho, la estoy viendo en estos momentos. Reúnete conmigo en el aparcamiento.
Polder colgó. Caxton se mordió el labio y se preguntó qué iba a hacer. Ya no tenía la autoridad necesaria para poner a Vesta bajo custodia. Iba a tener que mandarla a Fetlock y pedirle ayuda, aunque se preguntó si la anciana querría eso. Vesta era prácticamente agorafóbica: casi nunca salía más que unas pocas horas y jamás pasaba la noche fuera de casa. Excepto, naturalmente, cuando había tenido que prestarle su último servicio a Astarte. Conducir hasta Harrisburg de noche debía de haber sido un suplicio para Vesta.
«Haré lo que pueda por ella —pensó Caxton—. Se lo debo.» Por sus consejos a lo largo de los años y por el amuleto que aún llevaba colgado del cuello y que era su única protección contra los poderes vampiricos. Se dirigió hacia la puerta de entrada de la jefatura, salió al aparcamiento y vio dos faros de coche que se le acercaban. Eran las luces de una vieja furgoneta con la caja abierta como las que se veían en las granjas de la Pensilvania profunda, un trasto oxidado que se mantenía de una pieza a base de cinta adhesiva y desesperación. No recordaba que los Polder tuvieran un vehículo como ése. A lo mejor Vesta había tenido que pedirles a los vecinos que le prestaran un medio de transporte, lo que fuera. Caxton le hizo un gesto a la furgoneta para que aparcara en una plaza vacía cerca de la puerta, pero Vesta detuvo el vehículo en medio del aparcamiento, bloqueando parcialmente la salida, y apagó las luces.
«Bueno —pensó Caxton—, conducir no es su fuerte.» De hecho, se preguntó si Vesta Polder tendría siquiera permiso de conducir. Le hizo otro gesto y vio que la puerta del camión se abría con un chirrido. Vesta bajó al pavimento nevado. Iba vestida con el austero vestido negro que solía llevar siempre. Por algún motivo, se había recogido el pelo en un severo moño y llevaba el velo que se había puesto el día del funeral de Jameson.
Vesta la llamó, aún a diez metros de distancia, con una voz aguda y rota por la pena y el miedo.
—Laura, siento mucho acudir a ti de esta forma. Pero no tengo opción.
—No pasa nada, me alegro de que estés bien —respondió Caxton—. Acompáñame dentro, no te vayas a resfriar. Quiero saberlo todo. Cuéntame qué ha pasado con Jameson.
—Ha cambiado —dijo Vesta, caminando lentamente hacia Caxton—. El mal lo está consumiendo.
De pronto, más coches se dirigían hacia el aparcamiento. Muchos más. Avanzaban a toda velocidad, sin luces, y Caxton se dio cuenta de que iban llenos de gente. Uno de ellos se subió a la acera antes de entrar en el aparcamiento. Caxton apenas tuvo tiempo de preguntarse qué estaba sucediendo antes de que Vesta volviera a hablar.
—Ahora —prosiguió la anciana— lo ve como una oportunidad.
Entonces se levantó el velo. Debajo, tenía la piel de la cara desgarrada y macilenta, colgando en jirones que le deformaban el rostro. Se metió la mano en la manga del vestido y sacó un largo cuchillo, afilado tantas veces que la hoja había quedado un tanto retorcida.
—¡Perdóname! —gritó Vesta, al tiempo que, a su espalda, las puerta de los otros coches se abrían de golpe y una horda de siervos no muertos tomaban el aparcamiento. Había varias decenas, pero Caxton no tuvo tiempo de contarlos. Estaba demasiado ocupada esquivando el cuchillo que se le acercaba silbando a la garganta.
Vesta era alta y de gran envergadura. Para esquivar su brazo, Caxton tuvo que agacharse y echar la cabeza hacia atrás. La posición en la que quedó no era la mejor para contraatacar, pero tampoco tuvo ocasión. Su cerebro, en un acto puramente reflejo, mandó una orden a su brazo, la misma orden que había mandado mil veces antes. Las otras veces, aquella orden siempre había hecho que su mano se detuviera en un punto determinado de su cadera y que sus dedos se cerraran alrededor de la culata de la pistola.
Pero la pistola no estaba ahí. Caxton era consciente de ello, pero la parte consciente de su cerebro aún no había tenido tiempo de procesar la situación. Su mano tanteó inútilmente la zona donde debería haber estado el arma, en un gesto que le hizo perder unas valiosas milésimas de segundo.
—¡Protege a mi hija y a mi marido! ¡Por favor! —gritó Vesta al tiempo que clavaba su cuchillo en la tela del abrigo de Caxton. El filo del cuchillo le cortó la piel y Caxton notó cómo la sangre, caliente, le resbalaba por el brazo.
Detrás de Vesta, los demás siervos se dirigían en masa hacia el edificio. Todos iban armados con cuchillos y hoces. ¿Qué había hecho Jameson? Parecía que hubiera masacrado a medio estado y lo hubiera reclutado para su causa.
Caxton tenía que huir. Tenía varias armas, pero sabía que no le bastarían para contener aquella turbamulta. Sin embargo, pensó, tal vez podía utilizarlas para volver a ponerse de pie. Vesta levantó el cuchillo en alto y lo descargó con fuerza, con la clara intención de apuñalar a Caxton. Esta rodó por el suelo y se levantó como un rayo, con el brazo extendido y el spray de pimienta en la mano.
Pulsó el spray y le roció a Vesta los ojos con la espuma. La anciana se cubrió la cara con la mano con la que sujetaba el cuchillo, ni más ni menos que el gesto que Caxton había estado esperando. Era la reacción inevitable cuando a uno le echaban ese lacrimógeno en los ojos. Eso lo aprendía uno en la academia. Al parecer, ni siquiera la muerte era capaz de cambiar aquel instinto primitivo.
Caxton no perdió el tiempo propinándole la estocada final. Soltó el spray, se apoyó con las dos manos en el suelo frío, se levantó sin terminar de erguirse y así, medio agachada, echó a correr a toda velocidad hacia el edificio. No volvió la vista y atravesó las puertas de la jefatura de policía pidiendo ayuda a gritos.
«Simón», pensó entonces. Vesta había ido a por el chico, el último miembro de la familia Arkeley o, por lo menos, el único que seguía vivo. El único al que Jameson aún podía reclutar. Tenía que encontrar a Simón, sacarlo del edificio y llevarlo a lugar seguro.
—¡Socorro! —gritó Caxton—. ¡Que alguien cierre las puertas!
Pero era demasiado tarde. Los siervos ya habían entrado en el edificio.