Antes de marcharse a Syracuse, Caxton tenía que hacer aún dos cosas. La primera iba a ser la más difícil: ir a su casa.
El trayecto hasta la casa que compartía con Clara no era demasiado largo. Cuando llegó, aparcó en el caminito de entrada, apagó el motor del Mazda y se quedó ahí sentada un rato, contemplando la ventana de la cocina. Cuando le pareció que ya había postergado el momento lo suficiente, salió del coche y se dirigió hacia la puerta. Estaba abierta, lo que significaba que Clara se encontraba en casa. A Caxton no le sorprendió encontrar a su novia sentada a la mesa de la cocina, leyendo un libro.
—Eh… —dijo Clara, casi sin levantar la cabeza—. Cuánto tiempo sin verte.
Caxton se puso tensa, pero se obligó a calmarse y se sentó en la silla que había frente a Clara para hablar.
Finalmente, Clara levantó los ojos. Dejó un dedo entre las páginas del libro para no perder el punto y cerró las cubiertas.
—Bueno —dijo—, ¿ya has descubierto para qué sirve la fibra de Twaron?
—Sí —respondió Caxton, que puso las manos encima de la mesa y empezó a rascar el lateral del tablero con la uña—. Se usa en los chalecos antibalas. Arkeley llevaba uno.
Clara enarcó las cejas.
—Así logra protegerse el corazón y…
—Hace que me sea casi imposible matarlo. Eso… es algo que me habría venido bien saber antes de que anoche fuera a por Raleigh. —Clara quiso responder, pero Caxton levantó una mano—. Raleigh está bien, pero otra chica murió. Si hubiera sabido a qué me enfrentaba, tal vez las cosas habrían ido… de otra forma.
A Clara le temblaron los labios.
—Yo no sabía lo que era el Twaron, sólo había oído hablar del Kevlar. Si el informe hubiera hablado de Kevlar, habría atado cabos. ¡Oye, no puedes culparme por la muerte de una chica tan sólo porque no sé lo que es el Twaron! ¡Por ahí sí que no paso!
—No te culpo a ti, me culpo a mí. Tú me dijiste que no estabas preparada para las labores forenses. Debería haberte escuchado.
Clara se levantó de golpe y cruzó los brazos encima del pecho. Su rostro era una máscara impenetrable. Caxton llevaba lo bastante con ella como para saber qué significaba aquella actitud: se sentía atacada.
—Lo único que digo, Clara, es que podrías haberlo buscado en Google. Cuando te asigné esa tarea, lo que esperaba es que me proporcionaras información. Los expertos de Fetlock son gente lista y hacen muy bien su trabajo, pero sólo saben proporcionarte datos en bruto. Ellos iban a mandarme su informe de todos modos, pero yo necesitaba a alguien que lo leyera y me pasara los puntos clave. Y eso es algo que tú podrías haber hecho. La próxima vez…
—¿La próxima vez? ¿No me vas a despedir? Vaya, muchas gracias —le soltó Clara, que se colocó delante de la ventana con la mirada perdida en la nieve—. No me lo puedo creer, Laura. Esta vez me has pillado bien, ¿verdad? Antes tan sólo hacías que me sintiera culpable, pero ahora haces que, encima, me sienta estúpida.
—Pero ¿de qué hablas? ¿Yo hago que te sientas culpable?
—Oh, vamos, no finjas que no sabes de qué te estoy hablando. Nuestra relación se está yendo a pique. Debería haberte dejado hace tiempo, pero ¿cómo iba a hacerlo? No paro de pedirte que pasemos más tiempo juntas, que tengamos una relación más íntima pero no, tú estás demasiado ocupada salvando el mundo. Yo no puedo competir con eso y, la verdad, me siento culpable por intentarlo. Pero aguanto, me armo de paciencia, me muestro cariñosa y te preparo el desayuno cada mañana, joder. Y de pronto un día me ofreces trabajo y yo pienso: «Oye, a lo mejor sí le importo. A lo mejor me entiende.» O sea, que me meto en algo para lo que no estoy preparada, algo que ni siquiera me había planteado hacer. ¿Y encima ahora quieres cargarme la muerte de una chica? ¡La hostia!
—No es eso —dijo Caxton, pero Clara ya se había marchado de la cocina. Se metió corriendo en el dormitorio y cerró la puerta de golpe.
Caxton pasó un rato sentada a la mesa, deseando que su novia volviera. Pero no lo hizo. Se dijo que tenía demasiado que hacer, que había demasiadas vidas en juego para continuar de brazos cruzados. Ya intentaría arreglar las cosas más tarde. Antes de marcharse, sin embargo, cogió el libro que Clara había estado leyendo. Era una gruesa edición de tapa dura con el título en mayúsculas: FUNDAMENTOS DE LA INVESTIGACIÓN CRIMINAL. SÉPTIMA EDICIÓN.
Volvió a dejarlo con cuidado encima de la mesa y se dirigió hacia el coche.
Su siguiente parada era Mechanicsburg y, en concreto, la cárcel del municipio. Los policías y los funcionarios del centro se sorprendieron al verla allí, pero cuando exhibió la estrella se cuadraron todos. Uno de ellos cogió un pesado llavero y la acompañó al sótano, donde se hallaban las celdas de seguridad.
—Cada vez que intentamos encerrarlo en una celda con ventana se ponía a gritar —le contó el funcionario de prisiones mientras buscaba la llave—. Éstas son nuestras celdas de aislamiento, que solemos reservar para los peores elementos. Tienen las paredes acolchadas y no hay muebles, a excepción de un lavabo antisuicidios. Las luces están encendidas veinticuatro horas al día, siete días a la semana, para controlar qué hacen.
—¿Y qué ha hecho? —preguntó Caxton.
El celador se encogió de hombros.
—Se pasa la noche sentado, con la mirada perdida, aunque a veces camina de un lado a otro. La celda tiene tan sólo tres pasos de ancho, pero el tío camina durante horas. De día, desde que sale el sol hasta que se pone, duerme siempre, sin excepción. Es gracioso.
—¿Qué es gracioso?
—Aquí abajo no tiene forma de ver si afuera ha salido el sol o se ha puesto —dijo el celador—. Pero de algún modo lo sabe. Ahora estará durmiendo, claro, pero si quiere, lo puedo despertar.
—Sí, hágalo —le pidió Caxton.
El celador hizo girar la llave y abrió la pesada puerta blindada. En el interior, Dylan Carboy yacía tumbado en el suelo, con la cabeza vuelta hacia un lado. Parecía un cuerpo sin vida. Tenía las manos atadas a la espalda con unas esposas de plástico.
—Vamos chaval, arriba. Tienes visita.
El chico no se movió.
—A lo mejor tardamos un poco —dijo el celador, que amarró a Carboy por las axilas y, con un gruñido, intentó hacer que se incorporase—. Usted es de los marshals, ¿verdad? ¿Ha venido a trasladarlo?
Caxton comprendió por qué le preguntaba aquello: el traslado de prisioneros a través de las fronteras estatales era una de las funciones principales de los marshals.
—No —dijo—. Sólo quiero hablar con él sobre una investigación.
El celador se encogió de hombros.
—Esperaba que pudiéramos librarnos de él. El cabroncete me pone de los nervios. Si quiere hablar, adelante, pero no sé si va a responder.
Caxton se acuclilló junto a Carboy y estudió sus facciones. Era tan sólo un chaval, más joven incluso de lo que le había parecido cuando lo detuvo. Aunque en aquella ocasión iba disfrazado de vampiro, claro. Seguía estando pálido, pero no lívido, y tenía las orejas redondas, como todo el mundo. Había empezado ya a crecerle el pelo en lo alto de la cabeza. Tenía los ojos abiertos, pero éstos no respondían, tan sólo miraban fijamente al vacío.
—Si quiere puedo hacer que se levante —dijo el celador—. Podemos arrastrarlo hasta una sala de interrogatorios.
—No hace falta —dijo Caxton—. Por cierto, ¿ha pedido un abogado?
El celador indicó que no con la cabeza.
—Se lo hemos ofrecido un montón de veces. Incluso de noche, cuando habla. Dice que quiere venganza. Y sangre, eso lo dice muy a menudo. Pero al parecer puede pasar sin abogados.
—Pues muy bien. Hablaré con él un rato y luego los dejaré en paz —dijo Caxton.
El celador asintió y se colocó junto a la puerta con las manos detrás de la espalda, esperando. Caxton sabía que no podía pedirle que la dejara a solas con el prisionero. Tratándose de alguien tan violento como Carboy no se lo habrían permitido jamás.
—¿Te acuerdas de mí? —preguntó Caxton. El chico ni se inmutó. Se suponía que era un vampiro y, naturalmente, los vampiros no hablaban durante las horas de sol. AI parecer, estaba decidido a prolongar la comedia a pesar de que nadie le creyera—. Soy Laura Caxton. Querías matarme, ¿te acuerdas? —Caxton frunció el ceño—. Lo ponía en tus libretas.
A Carboy le tembló el labio superior. Fue un movimiento casi imperceptible pero Caxton lo vio. A lo mejor necesitaba justamente eso: encontrar la forma de hacerlo reaccionar. El secreto en los interrogatorios policiales no consistía en saber cuándo el interrogado mentía. Tenías que asumir que todo lo que decían los sujetos era mentira. No, el secreto consistía en saber encontrar el botón apropiado, aquello que molestaba de tal forma al sujeto que le hacía perder los papeles y hacerse un lío con la historia que llevaba preparada. En aquel caso, consistía en encontrar algo que obligara a Carboy a hablar.
—Encontramos las libretas en tu casa. La casa donde estrangulaste a tu hermana, ¿te acuerdas?
El tic volvió a aparecer cuando Caxton se refirió a las libretas pero no ante la mención de la hermana. Sí, ya lo tenía. Aquellas libretas eran importantes para él.
—No me tomé la molestia de leerlas todas —dijo entonces—. Eran bastante repetitivas y no estaban muy bien escritas, la verdad. Por eso se las di a uno de mis agentes. Tuvo que hacer una pedazos porque la sangre había dejado todas las páginas pegadas. Quedó destrozada.
El chico apretó los dientes.
—Pero lo que leí era bastante gracioso. «Laura Caxton morirá en Halloween.» Pero mira, las navidades están a la vuelta de la esquina y aquí estamos. Yo estoy vivita y coleando, y tú, en cambio, estás aquí encerrado, y no puedes ni siquiera escribir poesía mala para distraerte.
Carboy abrió la boca y Caxton creyó que iba a decir algo, pero lo que hizo fue apretar los dientes silenciosamente y volver a cerrar los labios con fuerza. Tanta, que se pusieron lívidos.
—Creo que voy a hacer fotocopias de las páginas más graciosas —continuó diciendo Caxton— y las repartiré entre mis colegas.
—A mí me gustaría verlas —dijo entonces el celador, siguiéndole el juego—. «Bien hecho» —pensó Caxton—. Seguro que nos reímos un rato.
Caxton asintió con avidez.
—Antes de marcharme cogeré su dirección y se las enviaré. Hay una parte que es para troncharse. Habla de Jameson Arkeley, el vampiro de verdad, ¿sabe? Y el chaval dice que habló con él. ¡Anda ya!
El chico se lanzó contra ella y le hincó los dientes en una solapa del abrigo. El celador se abalanzó contra él, pero ella le indicó con un gesto que no lo necesitaba. Carboy gruñó y empezó a patear, pero Caxton lo inmovilizó fácilmente aplastándole los hombros contra el suelo. El chico estaba débil como un perro hambriento. Caxton se preguntó si habría comido algo desde que estaba en la cárcel. Si quería que todos creyeran que era un vampiro, no podía consumir alimentos sólidos.
Carboy se retorcía y gemía en el suelo.
—Vino a verme. ¡Acudió a mí! Sabía que yo era digno de él, que haría cualquier cosa que me pidiera, ¡que no le fallaría! Y yo le demostré que no se equivocaba. Demostré que podía matar a quien fuera, incluso a alguien a quien amara. Lo mismo que él.
—¿Y Malvern? —preguntó Caxton—. ¿También acudió a ti?
—Sólo en sueños —respondió el chico.
—¿Dónde están, Rexroth? —le preguntó Caxton. Pensó que tal vez apelando a ese hombre conseguiría más—. ¡Dime dónde están!
Carboy se agitó violentamente, intentando liberarse. El celador tosió para indicarle que su actitud bordeaba el maltrato, pero Caxton no lo soltó.
—Dímelo. Si sabes tantas cosas, si realmente fue a verte, ¡dímelo! O nunca te creeré. ¿Dónde está su guarida?
—¡Sigo siendo digno de él! ¡Y vendrá a por mí! ¡Vendrá a liberarme! —chilló el chaval.
—¡Mientes! ¡Eres un mentiroso despreciable y un mierda! —rugió Caxton—. Jameson nunca vendrá a buscarte. ¿Para qué? No eres nada. No eres nadie.
—¡Nunca lo traicionaré! Me advirtió que vendrías y me ordenó que no te dijera nada. ¡Nada! ¡Sigo siendo digno de ti, Jameson! ¡Sigo siendo digno!
El celador volvió a toser, en esta ocasión mucho más fuerte. Caxton se obligó a soltar al chico. Entonces se levantó de un salto para evitar que pudiera volver a morderla. Le faltó poco para propinarle un puntapié en las costillas, pero al final abandonó la celda y empezó a alejarse por el pasillo. El celador salió tras ella y le preguntó si podía hacer algo más para ayudarla, pero Caxton ni siquiera lo miró. Sólo pensaba en subirse al coche… y marcharse a Syracuse.