Capítulo 3

Fuera había una unidad del SWAT, oculta en la nieve, con sus potentes rifles apuntando hacia las puertas de cristal del vestíbulo. Los punteros láser azules y rojos bailaron sobre los ojos de Caxton, que parpadeó un momento.

—Muévete, capullo —dijo y sacó al sujeto a la calle de un empujón.

Este gimoteó al notar cómo los huesos rotos del hombro chocaban entre sí. Los miembros del SWAT se relajaron visiblemente al ver que iba esposado, pero no abandonaron la posición de alerta hasta que Caxton dio la orden.

—Glauer —exclamó, y el policía grandullón se acercó cogiendo desde la parte trasera del edificio, donde había estado vigilando la salida de incendios. «Buen soldado», pensó—. Glauer, pida una ambulancia. Éste está herido.

Glauer le dirigió una mirada de asombro. El trabajo de la USE no era arrestar vampiros y mucho menos ofrecerles atención médica. Su misión era exterminarlos.

—Es un impostor —explicó al tiempo que le arrancaba la otra oreja de plástico al sujeto. Debajo apareció una oreja normal y corriente, redonda, del color de la piel humana. Tenía que admitir que el tipo había hecho un buen trabajo. Con poca luz, ni siquiera ella había sido capaz de distinguirlo de un vampiro de verdad.

Aunque debería haberlo hecho. Los vampiros de verdad eran criaturas antinaturales. Si te acercabas a ellos, percibías el frío de sus cuerpos y se te ponía de punta hasta el vello de los hombros. Tenían un olor característico, bestial. No había impostor capaz de fingir eso y ella se habría dado cuenta si no hubiera perdido la calma. Pero sus ganas de encontrar a Arkeley y terminar su trabajo la habían llevado a cometer un grave error. ¿Y si lo hubiera matado? ¿Y si le hubiera descerrajado tres tiros en el corazón, sin más?

El impostor había matado a dos personas y luego había disparado contra un agente de policía al cargo de una investigación criminal. Si Caxton lo hubiera matado, todo eso habría bastado para ahorrarse la cárcel. Sin embargo, a pesar de que lo que había hecho se acercaba bastante a un «uso justificado de la fuerza», y aunque la investigación policial interna la absolviera, no habría tenido forma de evitar una demanda civil si la familia del chaval hubiera decidido que se había empleado una violencia excesiva.

La Unidad de Sujetos Especiales era una unidad de nueva creación. No sobreviviría si había denuncias contra ella (ni a errores estúpidos como aquél), y sin ella los habitantes de Pensilvania iban a estar en peligro. Todo el mundo iba a estar en peligro, de hecho. No podía cagarla de aquella forma.

Glauer llegó con su coche, un coche patrulla con el logo de la USE pintado en el capó. Era su único coche oficial. Caxton lo ayudó a meter al impostor en uno de los asientos traseros y le empujó la cabeza para que no se golpeara con el marco de la puerta. Iba a quedarse allí hasta que llegara la ambulancia.

Caxton ya le había aplicado una gasa sobre el hombro herido. Tenía también una fea herida en el labio, donde lo había golpeado con la pistola, pero Caxton no podía hacer mucho al respecto.

—Tome, coja esto —le dijo a Glauer y le entregó la pistola del impostor y el cuchillo de caza manchado de sangre que le había arrancado del cinturón. Seguramente había empleado el cuchillo con los dos cuerpos del vestíbulo. Tenía un filo de sierra con el que podía haber serrado el brazo al conserje. Sacudió la cabeza con asco y se miró las manos. Estaban cubiertas de sangre y de maquillaje blanco. No quería limpiárselas en los pantalones (sus mejores pantalones de trabajo), de modo que cogió varios puñados de nieve del suelo y se las frotó.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Glauer al chaval. Estaba acuclillado junto a él y hablaba a través de la puerta abierta del coche patrulla—. No tienes por qué responder. ¿Quieres que llamemos a alguien?

Caxton miró al agente como si le faltara un tornillo. Entonces se dio cuenta de que sólo intentaba tranquilizar al sujeto. Entre otras cosas, Caxton necesitaba a Glauer en su equipo precisamente para eso: para hablar con las personas cuando éstas estaban asustadas y heridas. Caxton nunca había tenido don de gentes.

—Rexroth —respondió el impostor.

—¿Y tienes un nombre de pila o no? —preguntó Glauer.

Caxton se apoyó en el coche y cerró los ojos. La ambulancia tardaría aún un buen rato en llegar y ni siquiera entonces podría olvidarse de aquel tipo. Una verdadera pérdida de tiempo.

—Asegúrese de que conoce sus derechos —dijo Caxton casi en un acto reflejo.

Sin embargo, Glauer seguía concentrado en el sujeto.

—¿Qué esperabas que sucediera esta noche?

Rexroth (era muy probable que aquel nombre fuera un alias, decidió Caxton) se echó a llorar. Como iba esposado, no podía limpiarse ni los mocos ni las lágrimas de la cara, de modo que éstos se fueron acumulando sobre su piel maquillada.

—Debía morir. Ella tenía que matarme.

Caxton se puso tensa. Aquel tipo había querido suicidarse. «Suicidio a manos de la policía», lo llamaban los periódicos. Había querido marcharse cubierto de gloria y tal vez llevarse consigo a la famosa cazavampiros Laura Caxton. A lo mejor pensaba que bastaría con eso para convertirse en vampiro: para convertirse en un vampiro de verdad uno tenía que suicidarse, de un modo u otro. Por supuesto, también debía estar expuesto a la maldición y para ello debía encontrarse cara a cara con un vampiro de verdad.

Seguramente lo más cerca que aquel chaval había estado de un vampiro había sido viendo una película un domingo por la tarde. Caxton miró hacia la oscuridad; quería que la ambulancia llegara pronto. Cuanto antes llegara, antes podría regresar a casa y meterse en la cama. Dudaba que pudiera dormir, pero por lo menos podría tumbarse en la cama, cerrar los ojos y fingir.

De pronto, Caxton notó que algo en su interior se relajaba y se apoyó en el lateral del coche. Se dio cuenta de que le importaba un bledo aquel imbécil de Rexroth, o cualquier otra cosa que le impidiera irse a la cama. ¿Cuánto tiempo hacía que no dormía durante una noche entera? ¿Cuánto hacía que no disponía de seis horas para ella sola? Ni se acordaba. Tenía demasiadas cosas en la cabeza para relajarse.

—¿Agente Caxton? —le preguntó Glauer. Caxton abrió los ojos de golpe. ¿Cuánto tiempo habían estado cerrados? No lo sabía—. ¿Qué quiere que haga?

—Sus derechos —le dijo a Glauer—. Léale sus derechos ahora mismo. Y luego llévelo al hospital. Cuando le den el alta, enciérrelo en alguna parte. Procéselo y acúselo de las dos muertes y de… yo qué sé, de lo que sea. De poner en peligro a un agente de policía y de todo lo que se le ocurra.

—¿Y dónde quiere que lo encierre? —preguntó Glauer.

En realidad era una buena pregunta. La USE no tenía ni un triste calabozo asignado. A nadie se le había ocurrido que pudieran necesitar una celda.

—La cárcel de la ciudad será suficiente. Hable con la policía local y haga que se encarguen del caso, está fuera de nuestras competencias.

Glauer asintió, pero no se lo veía satisfecho.

—¿Qué? —le preguntó Caxton.

—¿No piensa interrogarlo? —le preguntó.

—Ahora no —respondió Caxton, que buscó su coche con la mirada. Lo encontró donde lo había aparcado al llegar. Por aquel entonces pensó que tal vez se encontraba ante su último enfrentamiento con Arkeley. Menudo chiste. Empezó a alejarse.

—Oiga —la llamó Glauer—, ¿no piensa quedarse por aquí?

—No —respondió ella—. Dentro de cuatro horas tengo que levantarme y volverme a vestir. Debo acudir a un funeral.