Capítulo 23

—Vale —respondió Fetlock—. Cuénteme qué sabe y cómo lo sabe.

Caxton se sentó en el capó del coche del federal. El calor del motor le atravesó la ropa.

—Fue a ver a su hermano Angus y le hizo una oferta: podía unirse a él o morir. Esta noche ha hecho lo mismo con su mujer. Está acudiendo a los miembros de su familia. Cree que les hace un gran favor ofreciéndoles la inmortalidad y la posibilidad de volverse tan fuertes como él. Ellos no lo ven así y la única opción que contempla Jameson es matarlos de forma indolora. No puede dejarlos vivir.

—Pero ¿por qué? —preguntó Fetlock—. ¿Qué saca él de todo esto?

—Refuerzos. Sabe que no es invulnerable, ha matado a demasiados vampiros para creer que es así. Por muy duro que sea, llegará el día en que no será lo bastante fuerte. Y entonces alguien lo cazará. Yo no creo que esté en absoluto preocupado por mí, yo soy tan sólo una persona y, además, él conoce todos mis trucos; porque fue él quien me los enseñó. Individualmente, no hay nadie que sea lo bastante duro para suponer una amenaza seria. Pero Jameson es listo y sabe que lo superamos en número. Aunque yo no pueda detenerlo, llegará un momento en que deberá enfrentarse a muchas más personas. Si quiere seguir bebiendo sangre, y ya es demasiado tarde para que pare, sabe que deberá enfrentarse a nosotros por cada gota. Si logra crear nuevos vampiros, éstos pueden luchar junto a él.

—O sea que ahora mismo es un Vampiro Cero, tal como usted había advertido.

Caxton asintió.

—Por lo menos está intentando serlo, pero tanto Angus como Astarte rechazaron su ofrecimiento.

—Y cree que va a acudir con la misma propuesta a alguien más —dijo Fetlock, pensando en voz alta.

—Exacto. Creo que va a acudir a todas las personas a las que supuestamente amó mientras vivía. Jameson Arkeley tenía muchas virtudes, pero entre éstas no se encontraba la de ser un buen padre de familia. Se alejó de su hermano todo lo que pudo y nunca volvió la vista atrás. Él y Angus llevaban casi veinte años sin verse. Engañó a su mujer y estuvo a punto de abandonarla. Sus hijos casi ni lo conocían. Sus hijos…

—… son los siguientes en la lista —añadió Fetlock—. Dios mío. —Se masajeó las sienes con los dedos—. Son dos, ¿verdad? ¿Raleigh y Sam?

—Simón —lo corrigió Caxton—. El chaval tiene veinte años y la chica diecinueve. Son demasiado jóvenes para morir. No sé a cuál de los dos va a acudir primero, pero tengo una cita para hablar con Raleigh mañana mismo. Vive en las afueras de Allentown. Eso está en la región minera, muy cerca del lugar donde yo viví de pequeña, por cierto. Es un área que conozco muy bien, de modo que allí nos será más fácil ofrecer resistencia. Si puedo estar allí antes de que llegue Jameson, puedo preparar una emboscada. Tal vez con eso baste. En cuanto a Simón, no sé qué decirle. He intentado hablar con él, pero se mostró reacio a colaborar, por decirlo suavemente. Veo difícil que vaya a cambiar y, además, vive muy lejos. Está estudiando en la Universidad de Syracuse.

—Pero ahora que es usted agente federal, sus competencias no están limitadas a este estado —dijo Fetlock—. Puedo mandar a varios federales para que lo recojan y ponerlo bajo custodia. El cuerpo de los marshals cuenta con un gran número de pisos francos a su disposición. Además, tenemos el Programa de Protección de Testigos. Estoy seguro de que podemos encargarnos del chaval durante unos días.

—Pero no en contra de su voluntad. Como ya le he dicho, no va a colaborar.

—No, ya, pero ¿por qué iba a negarse si logramos convencerle de que su vida corre peligro? ¿Está segura de que va a ir a por sus hijos?

—En un noventa por ciento. Cuando hemos hablado por teléfono me ha dicho que me mantuviera alejada de su familia. Creo que eso es un indicio claro de que…

—Disculpe —la cortó Fetlock, que dio un paso y se acercó más a ella, como si quisiera oírla mejor—. ¿Acaba de decir que ha hablado con Jameson Arkeley por teléfono?

No servía de nada negarlo.

—Sí. Le arrebató el móvil a uno de los agentes que murieron durante el operativo en la casa. Llamé a ese número con la esperanza de hablar con el agente al mando del operativo, pero ya había muerto. Jameson respondió en su lugar e intentó advertirme de que no me acercara a los suyos. Constará todo en mi informe, se lo prometo.

Fetlock se enderezó y se rascó bajo la nariz.

—Eso es… interesante.

Caxton se mordió el labio.

—También he tenido noticias de Malvern. Me mandó un mensaje de texto.

Fetlock palideció ligeramente.

—Oiga —dijo por fin—. Voy a darle un móvil nuevo. Cambiaremos la tarjeta SIM y así conservará el mismo número. Pero el teléfono que le daré le permitirá grabar las llamadas entrantes y también me permitirá a mí escuchar sus conversaciones. Así, si vuelve a llamar, tendremos una copia de lo que diga.

Caxton frunció el ceño.

—No estoy segura de si quiero que usted oiga mis conversaciones. Es un poco invasivo, ¿no le parece?

—Forma parte del trabajo. Además, no creo que use el teléfono para efectuar llamadas particulares, ¿verdad? El gobierno paga la factura, de modo que lo que se diga durante esas conversaciones es propiedad de los contribuyentes, no de usted.

Caxton se obligó a sonreír.

—Desde luego, marshal.

—Parece que tiene su trabajo bastante bien definido. Mañana puede empezar a velar por la seguridad de esos dos chicos. Pero ¿y esta noche, qué? ¿Cree que Arkeley va a volver a atacar en algún otro sitio?

Caxton se encogió de hombros. Pensó en lo que le había dicho Vesta Polder: que Jameson estaría deprimiéndose en su guarida. Sin embargo, había una razón más sólida para creer que no volverían a tener noticias de él aquella noche.

—Es poco probable. Ha comido lo suficiente como para estar saciado durante un tiempo y aún no ha llegado al punto de matar por diversión. Gracias a Dios.

Fetlock asintió.

—Quiero saber todo lo que ha pasado aquí esta noche. Pero me doy cuenta de que está usted muy cansada. Márchese y duerma un rato. Puede redactar el informe del incidente mañana por la mañana.

Dicho esto se marchó y se llevó a Vesta Polder con él.

El jefe del Departamento de Policía de Bellefonte llegó al poco tiempo. Caxton le dio la mano y le resumió lo sucedido, aunque no se explayó en los detalles escabrosos; ya lo harían sus hombres. Tras cederle oficialmente el control de la escena del crimen, Caxton se moría de ganas por marcharse.

Encontró a Glauer yendo aún puerta por puerta, diciéndoles a los vecinos de Astarte que no tenían por qué preocuparse. Lo llamó desde la calle y le dijo que era hora de marcharse a casa.

—Lo llevaré de vuelta a jefatura. Tendríamos que meternos en la cama antes de medianoche. Mañana será un día duro.

El agente no respondió. Caxton lo acompañó al coche, pero Glauer se quedó de pie, mirando fijamente la casa de Astarte. Todas las luces estaban encendidas y la puerta principal estaba abierta de par en par. Caxton vio que varios policías examinaban los cuerpos de los tres siervos que habían quedado tendidos en el vestíbulo. La luz de un flash le indicó que habían llevado a un fotógrafo para que documentara la escena y se acordó de Clara. Clara, que debía de estar esperándola en casa. Tal vez incluso le habría preparado la cena.

—Vamos, Glauer, estoy cansada —dijo.

El policía grandullón se volvió y le dirigió una mirada angustiada. No parecía que tuviera intención de meterse en el coche.

Caxton sabía en qué estaba pensando.

—O ellos o nosotros —le dijo Caxton.

—Eran agentes de policía.

—No, eran siervos del vampiro —replicó Caxton—. Ya no eran ellos mismos.

—Pero antes de ser siervos eran agentes de policía —insistió Glauer—. Usted los mandó aquí. Los mandó sabiendo que los iba a matar.

—No, se equivoca —insistió Caxton—. Los mandé sabiendo que era posible que los matara. Pero también sabiendo que eso forma parte de su trabajo. Los policías se enfrentan al peligro constantemente. Y eso lo saben desde antes de entrar en el cuerpo, como lo sabíamos también usted y yo.

Glauer sacudió la cabeza.

—Sí, claro —dijo—. Los policías luchan contra los malos y a veces reciben disparos. Y muy de vez en cuando, alguno muere. Pero esto ha ido más allá, esto ha sido mucho peor. No es que la culpe de sus muertes, pero las víctimas están empezando a amontonarse.

—Ésa es la razón por la que estamos aquí, para evitar que Jameson mate a más gente.

—¿En serio? —preguntó Glauer.

—¡Que sí, joder! —le respondió Caxton, frunciendo el ceño—. Sí, todo lo que he hecho, cada día de mi vida desde octubre, ha perseguido ese objetivo. Arriesgo mi vida cada noche y nunca le pido a nadie que haga algo que yo misma no haría. A veces tengo que tomar decisiones difíciles y tengo que hacerlo rápido. Y a veces me equivoco.

—Pues esta noche fue una de esas veces. Lo que quiero decir es que…

—No pienso añadir nada más. Suba al coche antes de que se me congele el culo.

—Tiene que cuidar más a la gente que tiene a su alrededor. A lo mejor no le importa que vivan o mueran, pero a sus familias…

—¡Suba al coche de una puñetera vez!

—Sí, especial —gruñó Glauer y abrió la puerta del copiloto.

—Es agente especial —replicó Caxton, que subió por su lado.

Regresaron a Harrisburg sin decir nada. Cuando llegaron a la jefatura de policía, Glauer salió del coche y se dirigió hacia el edificio sin siquiera mirarla.