Capítulo 1

Una cortina de nieve cristalina brillaba a lo largo de la carretera a la luz que los faros del coche proyectaban en medio de la oscuridad. No se encontraba lejos de la dirección de Mechanicsburg que le había facilitado la centralita de la Unidad de Sujetos Especiales. Era entrada la noche y no había tráfico, tan sólo líneas blancas pintadas en la carretera que marcaban el camino. Cuando llegó, estaba aún medio dormida, pero se despertó de golpe cuando abrió la puerta y salió al invernal aire helado.

Era poco después de Acción de Gracias. Arkeley llevaba dos meses escondido, y Caxton lo había estado buscando día y noche, pero tal vez aquí terminaría su búsqueda. Aquí terminaría su sentimiento de culpa y su deber. Tal vez.

—Los refuerzos están de camino. Tiempo estimado de llegada: las diez. En media hora tendremos la zona rodeada —le comunicó Glauer, sin molestarse siquiera en saludarla.

Glauer era un tipo grande, le sacaba una cabeza a Caxton y era mucho más fornido que ella. Era el típico policía de Pensilvania: un corte de pelo horrible, bigote grueso pero no tupido y una palidez enfermiza en toda la cara, excepto en las orejas y la nariz, donde le tocaba el sol. Llevaba el uniforme de agente estatal de Pensilvania, el mismo que Caxton. Hasta hacía poco, había sido un simple policía local que jamás había visto ninguna escena del crimen de cerca. Desde que había conocido a Caxton, había visto muchas cosas terribles, pero por lo menos había subido un peldaño en la escala salarial. Tras la masacre de Gettysburg, su ciudad, Caxton había hecho que lo asignaran directamente a su USE, la Unidad de Sujetos Especiales. Era un buen hombre y un gran policía, pero las arrugas de sus ojos aún revelaban que tenía miedo.

—¿Y si esta vez lo esperamos fuera?

—Esto no va así —le espetó ella.

Caxton fue tras Glauer mientras éste colocaba precinto policial en la entrada del centro de autoalmacenaje. Llevaba un rifle de asalto colgado del hombro.

—Me lo enseñó él.

—¿Le enseñó a lanzarse de cabeza a una trampa evidente?

Caxton quiso echar un vistazo al interior del centro de autoalmacenaje a través de las puertas acristaladas de la entrada, pero desde la calle no se veía nada. Glauer ya había inspeccionado la zona y había dado parte del hallazgo de dos cuerpos (muertos, por supuesto, muy muertos), pero ella quería verlos por sí misma. Quería ver lo bajo que Arkeley había caído.

—Sí —respondió Caxton.

La entrada era un espacio de luz prístina en medio de la noche, con tabiques de yeso desportillado. Caxton vio un mostrador tras el que debería haber estado sentado el vigilante nocturno; un mostrador blanco manchado de pequeños charcos rojos que goteaban.

—Tendré que entrar ahí dentro —dijo Caxton—. ¿Cuántas salidas tiene el edificio?

Glauer carraspeó.

—Dos. Esta de aquí delante y una salida de incendios en la parte trasera. La de la parte trasera tiene alarma, pero de momento no he oído ninguna sirena.

—Claro que no. Me está esperando dentro. Aunque tampoco esperará eternamente. Si nos quedamos de brazos cruzados hasta que lleguen los refuerzos, saldrá por esa puerta a tal velocidad que ni siquiera lo verá.

Caxton intentó sonreírle de forma halagadora, pero Glauer no picó. En lugar de eso, se dio la vuelta y escupió al suelo helado.

Caxton comprendía sus reservas. Aquello pintaba mal, era una auténtica trampa mortal. Aunque en realidad la agente no tenía otra opción. Se encogió un poco dentro de su pesado abrigo.

—Glauer, ésta es la mejor pista que se nos ha presentado. No podemos dejarla escapar.

—Claro.

Glauer terminó de precintar la zona y corrió hacia uno de los laterales del edificio sin esperar más órdenes. Sabía exactamente qué tenía que hacer: esperar junto a la salida de incendios y mantener los ojos bien abiertos. Y cargarse cualquier cosa que saliera.

No era que las preocupaciones de Glauer, y su forma prudente de manifestarlas, la trajeran sin cuidado. En realidad le importaban mucho, pero no lo suficiente para detenerla. Abrió las puertas de cristal y se adentró en el edificio, con la Beretta en la mano, pero con el seguro puesto, otra cosa que había aprendido de Arkeley. Se acercó a la recepción como quien va a alquilar un trastero y entonces se asomó por encima del mostrador para ver lo que había al otro lado.

La moqueta estaba empapada de sangre coagulada. Detrás del mostrador había dos cuerpos, tal como le habían advertido. Uno de ellos llevaba una camisa de uniforme y estaba sentado, desplomado encima de una pantalla de videovigilancia, con el cuello abierto por un profundo corte ensangrentado. El otro llevaba un uniforme de recepcionista y tenía los ojos abiertos, fijos en los plafones del techo. Le faltaba el brazo derecho.

Caxton retrocedió un paso, dio media vuelta y miró hacia los ascensores que había a la izquierda del vestíbulo. Uno de ellos estaba entreabierto y entre las dos puertas había algo atascado que impedía que se cerraran. La agente se agachó y vio exactamente lo que esperaba: lo que mantenía las puertas abiertas era el brazo arrancado del recepcionista. Los dedos señalaban hacia dentro, como si le indicaran a Caxton adonde tenía que dirigirse.

Entre los vampiros eso podía considerarse una broma. Caxton había logrado inmunizarse ante aquel humor tan cínico. Cogió el brazo —las huellas no le preocupaban en absoluto, pues los vampiros carecían de ellas— y, con el máximo respeto, lo apartó. Acto seguido se montó en el ascensor y las puertas se cerraron tras ella.

Alguien ya se había ocupado de presionar el botón de la tercera planta.

Hacía exactamente veintisiete minutos, según el reloj de Caxton, que alguien había llamado a la línea telefónica que la USE había abierto para que los ciudadanos pudieran aportar información. Algo que sucedía bastante a menudo. Desde la masacre de Gettysburg, la gente veía vampiros continuamente en sus jardines, metiéndose en sus contenedores y merodeando por los alrededores de los centros comerciales. Caxton y Glauer habían seguido el rastro de todas y cada una de esas pistas, pero nunca habían encontrado nada digno de mención. Sin embargo, la última llamada había sido distinta. Al oír la grabación, a Caxton se le pusieron los pelos de punta. Era una voz inhumana, un gruñido ronco: arrastraba las palabras, que parecían gotear de una boca repleta de dientes despiadados. La voz no perdió el tiempo, recitó de un tirón una dirección en Mechanisburg y anunció:

—Dígale a Laura Caxton que la espero aquí. Esperaré hasta que llegue.

Una trampa, aquello era una trampa evidente. A Arkeley le encantaban las trampas que los vampiros solían tenderles, porque eso les permitía conocer su ubicación. A los vampiros les encantaban las trampas porque eran depredadores y, a menudo, unos vagos, y les iba de perlas que las víctimas se lanzaran directamente a sus garras. Ahora Arkeley era uno de ellos, pero aun así Caxton habría esperado mucho más de él.

El brazo encallado en las puertas del ascensor también era indigno de él, pero eso no significaba nada. Habían pasado dos meses desde que Arkeley había cambiado, desde que había aceptado la maldición. Lo había hecho por una buena causa, por supuesto. En su momento había creído que era la única forma de salvarle la vida a Caxton. Y seguramente tenía razón, como de costumbre.

En su razonamiento había tan sólo un error: cuando un ser humano muere y vuelve de la tumba convertido en vampiro, pierde parte de su humanidad. Y cada noche pierde un poco más. En su día, Arkeley había sido un cazador de vampiros implacable, se había tomado su cruzada muy a pecho. Ahora, cada vez que se metía en su ataúd, perdía parte de lo que había sido. Al final todos los vampiros se convertían en la misma criatura: un yonqui adicto a la sangre; un sociópata con una vena sádica; un asesino implacable y despiadado.

Sonó un timbre en el interior del ascensor y se abrieron las puertas.

Caxton salió a la tercera planta con la pistola levantada a la altura de los hombros, agarrándola con ambas manos. Mantenía los oídos bien atentos y los ojos abiertos de par en par, preparada para cualquier cosa. Quería estar lista para verlo, para ver a Arkeley, y dispararle en el acto.

Arkeley nunca se había considerado su mentor. Caxton le había sido útil de un modo muy limitado, y precisamente por eso había decidido que se convirtiera en su socia. A veces se había servido de ella para llevar a cabo labores preliminares, del mismo modo que ahora Caxton se servía de Glauer, aunque en la mayoría de las ocasiones la había utilizado como cebo, Caxton había aprendido a no tomárselo como algo personal, pues lo cierto era que Arkeley no tenía nada contra ella. Era un hombre obsesionado, con una idea fija, y vio en Caxton a alguien que podría serle útil. Ella había aprendido mucho dejándose utilizar. Todo lo que sabía de vampiros se lo había enseñado él, o respondiendo a regañadientes a sus incesantes preguntas, o bien con su ejemplo. Cuando Arkeley aún vivía, a Caxton la inquietaba que hubiera cosas que el federal no le contara, secretos que se guardara para él. Ahora que Arkeley había regresado de entre los muertos, eso la inquietaba aún más.

Había llegado el momento de descubrir esos secretos, pensó.

Ante ella se abría un largo pasillo, con dos paredes metálicas pintadas de un blanco deslumbrante, llenas de incontables trasteros. Algunos tenían el tamaño de un armario y otros eran tan anchos que se podía entrar en coche.

Caxton miró los candados. Todas las puertas que veía tenían un candado pesado: algunos funcionaban con combinación, con cifras de color lila o amarillo, y otros con llave. ¿Estaría Arkeley dentro de uno de esos trasteros?, se preguntó. ¿Sería su guarida? Tal vez se lo encontrara colgado del techo por los pies, como un murciélago gigante.

Esa idea estuvo a punto de provocarle una risita. Los vampiros y los murciélagos no tenían nada en común. Los murciélagos eran animales, organismos normales, naturales, que merecían mucho más respeto del que recibían. Los vampiros eran… monstruos. Nada más.

Examinó todas las puertas para ver si había alguna sin candado. Ni siquiera los vampiros eran capaces de encerrarse con candado desde el interior de un trastero. Caxton recorrió la hilera de puertas con la mirada, una a una, hasta el final, donde empezaba otro pasillo. Iba contando los candados mentalmente: un candado, dos candados, tres candados. Cuatro candados. Otro candado. Hasta que… ahí estaba. Casi al final de todo había una estrecha puerta sin candado.

Seguramente no sería tan fácil pero, de todos modos, tenía que comprobarlo. Avanzó lentamente hacia el final del pasillo, con la espalda pegada a la pared y el arma alzada y a punto. Sus zapatos chirriaban de forma casi imperceptible al pisar el suelo de cemento sin pulir. Cuando llegó a la puerta sin candado, se colocó a un lado y descorrió el pestillo con la mano izquierda. La puerta traqueteó y las bisagras chirriaron cuando ésta se abrió. Nada salió disparado.

Caxton dio media vuelta sobre sus talones y se plantó frente al trastero. Quitó el seguro de la pistola. Echó un vistazo en el interior y se dio cuenta de que estaba vacía. No estaba cerrada con candado porque nadie había alquilado ese trastero en particular, nada más.

Caxton respiró hondo. Pero la respiración se le cortó de golpe al oír una risa escandalosa que recorría el pasillo de un lado a otro y reverberaba en las puertas, que vibraban sujetas en sus bisagras. Caxton dio un par de vueltas sobre sí misma, incapaz de determinar de dónde provenía aquella risa, y…

Al otro extremo del pasillo, junto a los ascensores, distinguió una lívida figura inmóvil en la sombra, entre dos lámparas. Era alta y tenía una cabeza redonda, sin pelo, de la que sobresalían dos orejas largas y triangulares. Tenía la boca llena de varias hileras de dientes largos y repugnantes. A Caxton se le paró el corazón, pero entonces, al ver que el vampiro sostenía una pistola, éste multiplicó sus latidos.