ESCENA SEGUNDA

Otro lugar de la costa. Noche de luna. Flotan por el espacio varias nubes. En lontananza navega el yate a todo vapor.

Peer Gynt corre por la playa. Tan pronto se pellizca un brazo, como mira fijamente hacia el mar.

Peer Gynt:

¡Qué pesadilla!… ¡No sé lo que digo!… No tardaré en despertar. ¡Qué espanto! Pero es cierto, por desgracia. Esos malos amigos… ¡Dios mío, escúchame! Tú, que eres justo y bueno, juzga… (Alzando los brazos.) ¡Soy yo, Peer Gynt! ¡Protégeme, Padre mío, o pereceré! Haz que retrocedan las máquinas y que boten la lancha. Detén a los ladrones. Haz que se les enrede el aparejo. ¡Escúchame!; deja los asuntos de los demás. ¡Que se arregle solo el mundo, entre tanto! ¡Dios mío! No me escucha; está sordo, como de costumbre. ¡Bonito papel! ¡Un Dios sin recursos! (Inicia un ademán hacia el cielo.) ¡Chist! ¡Ya me deshice de la plantación! ¡Ya no trafico en negros! ¡He enviado misioneros a Asia! ¡Favor por favor! ¡Ayúdame a llegar a bordo! (Se alza del yate una llamarada. Se oye una explosión sorda. Peer Gynt lanza un grito y se desploma en la arena. Poco a poco se disipa el humo; el yate ha desaparecido. Peer Gynt palidece, y dice en un susurro): ¡La espada del castigo! En un abrir y cerrar de ojos todo se ha hundido. ¡Bendita sea mi suerte!… (Conmovido.) ¿Mi suerte? No; ha sido otra cosa. Yo tenía que salvarme, y ellos tenían que caer. ¡Oh!, gracias te sean dadas por haberme escuchado, por velar por mí, a pesar de todas mis culpas… (Respira satisfecho.) ¡Qué seguridad, qué consuelo verse protegido! ¡Ah!, pero en medio del desierto, ¿dónde encontrar comida y bebida? ¡Bah!, algo encontraré; eso debe haberlo previsto Él. ¡No hay por qué preocuparse! (En voz alta y con acento de halago): ¡Dejémoslo en manos del Señor y no agachemos las orejas!… (Dando un salto de terror.) ¿Ha sido el rugido de un león entre los cañaverales? (Le castañean los dientes). ¡No; no era un león! (Infundiéndose ánimos a sí mismo.) ¡Sí; sí era un león! Pero esas fieras se mantendrán a distancia. No se atreverán a morder a su dueño y señor; tienen instinto, perciben con tanta claridad que es peligroso jugar con fuego… Pero… conviene… buscarse un árbol. Allá se cimbrean varias palmeras; si puedo trepar a una, estaré seguro, y sobre todo, ¡si supiera algún salmo!… (Trepa a un árbol.) «¡La mañana no se parece a la noche!» ¡Cuántas veces se ha medido y discutido esta sentencia! (Acomodándose.) ¡Qué hermoso es sentirse un espíritu elevado! ¡Pensar con nobleza más que saberse rico! ¡Confiar en Él! ¡Él, conoce bien lo que puede beber un hombre en el cáliz del dolor! ¡Me trata paternalmente! (Mira hacia el mar, y dice, suspirando): Pero ¡no es lo que se dice económico!…