Los últimos días y noches de Storyville
Así fue cuando trabajamos abiertamente en Nueva Orleans. Tenías que mantenerte alerta aun cuando Storyville funcionaba de conformidad con la ley. El soborno seguía igual y podían clausurarte por tuberías con goteras o por dejar periódicos viejos fuera, por peligro de incendio. Podían encontrar cualquier cosita entre una docena para que estuvieras contraviniendo las normas. Yo siempre tuve buena protección debido a la gente de arriba que tenía participación en mi casa. Aun así era un problema conseguir a las chicas adecuadas, ocuparse de que no quedaran preñadas o esnifaran nieve y mantenerlas en orden, no dejando que sus protectores invadieran el lugar y cuidando del licor para que no lo robaran.
Ahora que nadie podía hacer una redada en un lupanar o casa por indecencia, lujuria o prostitución, los lugares podían dirigirse con más atención a los detalles. Durante los primeros años del siglo (y en Año Nuevo tuvimos un verdadero jolgorio para recibir la nueva era) hubo una especie de colapso de las formas convencionales de hacer las cosas; se podría decir que la moralidad se estaba relajando y decayendo. Pero no fue sino hasta 1914 cuando todo se desmadró y ya no fue posible mantener los estándares. Los aficionados al látigo estaban muy solicitados golpeándose el culo el uno al otro, le vice anglais, como lo empezaron a llamar los vividores uniformados. Los espectáculos eróticos tenían que ser más animados y un poco locos. Los viejos tiempos estaban pasando y lo supe cuando la coquetería cedió el paso a bailes de moda como el Castle Walk y el Bunny Hug, y los clientes bailaban casi haciendo agujeros en las alfombras del salón. Todavía bebían champán, pero el cóctel era popular y Harry tenía que mantenerse al día con lo último de las bebidas mezcladas. Las putas estaban más flacas, tenían tetas pequeñas y ya nada de culos tipo Lillian Russell y Lillie Langtry. En mi casa todavía tenía un par de chicas rellenas, mujeres de verdad, repletas de protuberancias y curvas, por lo que los viejos clientes se mantenían contentos. Pero las chicas esbeltas estaban solicitadas, del tipo Gibson, Anna Held y Kellerman, y yo tenía que traer chicas que no habría usado ni como cebo para ratas en los viejos tiempos cuando Lillian Russell estaba en su mejor momento con unas nalgas tan hermosas como un acorazado con todas las banderas por fuera. No me quedé para la época de las libertinas —coño gratis en la parte trasera de los automóviles— que siguió a la Gran Guerra, pero solía escuchar a las madames que iban a descansar a Florida quejarse sobre las malditas chicas que parecían muchachos a las que tenían que contratar, «es como follarte a una serpiente».
Un profesor, no un pianista, quiero decir un verdadero intelectual que a menudo venía a la casa en Basin Street, solía sentarse en ropa interior en el salón trasero y hablar del colapso de esto y del colapso de aquello y soltaba rollos sociológicos de los que nunca entendí nada. Decía que el mundo entero estaba cambiando sus hábitos. Era un viejo excéntrico agradable y estaba involucrado en lo que en el gremio llamamos bajarse al pozo, zambullirse en el peludo, comérsela. Pude sentir el cambio de hábitos después de 1914 en la forma en que la gente enloquecía y los precios subían; y yo también subí la tarifa y reduje el tiempo un poco y, francamente, ahora estaba usando chicas de color, negras y amarillas y doradas, y ya no las llamaba españolas o chinas. Algunos de los viejos principios se estaban viniendo abajo, pero todavía mantenía fuera el vudú y los actos de maricas y lesbianas y los rollos de las películas pornográficas. Algunas de las casas ponían películas hechas en Francia, pero yo siempre me enorgullecí de que pudiéramos hacer casi cualquier cosa que ellos podían mostrar con nuestro propio talento, si alguien pagaba el precio.
Mantenía fuera a los lunáticos que abusaban de las chicas hasta que sangraban y les salían moratones; los azotadores, por supuesto, formaban parte del espectáculo, y yo tenía a dos chicas de trasero duro a las que les gustaba, por lo que eso no era abuso, sino placer, supongo, a pesar de que les quedaran las posaderas atravesadas con verdugones rojos, por lo que luego tenían que comer de pie.
Las chicas también se estaban volviendo descaradas cuando parecía que íbamos a ir a la guerra. Yo las reclutaba de donde podía e incluso tuve a una mujer de la alta sociedad, cosa con la que nunca había estado de acuerdo. Vivía cerca de Lake Charles donde tenía un marido e hijos, pero le gustaba el trato rudo, era una fanática de las pollas, cuanto más grandes, cuanto más rudas, mejor. Venía de una familia socialmente muy importante y rica. A Alice, como se hacía llamar, le gustaba venir con nosotros durante una semana cuando teníamos mucha clientela dura; remachadores de barco con grandes sueldos y nuevos ricos transportistas; toda esa clase de gente dura y cruel que la lían en una guerra. Nunca antes estuvieron en una casa tan elegante como la mía y realmente destrozaban las cosas, probaban todo lo que habían visto en las postales francesas y les regalaban a las putas medias de seda, perfumes y bebidas. Estropeaban una habitación, hacían pedazos las cosas, pero las pagaban. A Alice le gustaban, se moría por ellos, cuanto más rudos y más sucios, mejor. Nunca era suficiente la paliza que le pegaban o cuánto la golpearan, exprimieran, se la sonaran o la azotaran, era un diccionario de abuso sexual y algunos de esos ineptos y trabajadores de los barcos que se ponían camisetas de seda nuevas, e incluso polainas, realmente la hacían pasar un rato agitado. Ella tenía éxtasis, orgasmos como una metralleta, según me decía los lunes al mediodía cuando regresaba a Lake Charles, maltratada, pálida como el vientre de un pez, apenas capaz de ponerse de pie, pero feliz. Era este tipo de cosas —intrusas por diversión— lo que realmente estaba rebajando el negocio de las casas de citas, sólo que no lo veíamos en ese momento. No es que me estuviera volviendo moralista, pero me estaba hartando un poco.
Como ya he dicho, las guerras siempre hacen del sexo una especie de enfermedad e incluso provocan toda una epidemia de violación y excitación. Lo sentimos en Storyville de varias formas conforme la guerra se hacía más grande. Muchos puteros estaban encontrando válvulas de escape en sus clubes de campo y en sus ligues, no con putas callejeras con tacones redondos, sino con mujeres que conocían en los salones de té y en los vestíbulos de los hoteles, que salían en busca de una tarde de placer o para ganarse un poco de excitación y quizá un frasco de perfume. También empezábamos a recibir a muchachos cada vez más jóvenes con túnicas militares apretadas y botas y cinturones cruzados. Oficiales en entrenamiento y oficiales de reserva de la Marina. Nueva Orleans era un gran astillero de la Armada y estación de entrenamiento y al principio parecía para las casas de citas como si la fiebre de oro del 49 estuviera otra vez por todas partes. Fornicar se convirtió en una epidemia.
Pero algo andaba mal y hablaba con las otras madames y ellas también lo creían. Yo no leía mucho los periódicos, las chicas apenas los tocaban, su lectura se limitaba a novelas y libros de sueños y de astrología, cuando sabían leer. Se volvieron desaliñadas y tenía que pedirle a Harry que usara un poco el cuero con ellas y les diera una paliza. Pero se escapaban por la escalera de incendios, o simplemente no volvían después de su día libre con su protector o algún oficial. Las guerras podrán ser minas de oro para el negocio, pero también son verdaderos dolores de cabeza. Durante un tiempo no estuve muy segura de por qué estábamos yendo a la guerra. Había votado por Woodrow Wilson (siempre hacía votar a todas las chicas, a veces dos veces a cada una, tal y como me lo pedía el jefe del distrito electoral el día de las elecciones). Wilson «nos había dejado fuera de la guerra» y decía que «éramos demasiado orgullosos para luchar». No me sentí tan mal cuando las cornetas empezaron a tocar «Over there» y las putas vestidas de blanco como muchachas de la Cruz Roja salían por las tardes a ayudar a vender los Bonos de la Libertad. Y a ganarse un extra de cinco o diez dólares por un rapidito con algún oficial. Era bueno porque a menudo traían a la casa a algún cliente u oficial de alto rango o senador y las chicas sentían que duplicaban el bien que estaban haciendo.
El robo en el gobierno de la ciudad iba de mal en peor y los periódicos escribían sobre nosotras, lo cual era malo. El Consejo Municipal, consciente de la demanda de camas calientes y chicas con piernas abiertas que estaba empantanando a la ciudad, cobró un nuevo impuesto, y en julio de 1917, estableció una sección especial de la ciudad para las prostitutas negras, confinada al lado norte de Perdido Street en el sur de Locust. Pero era puro cuento chino. Ya no podías separar alas chicas, negras o blancas, amarillas o rosas. Todo lo que podía usarse en una cama se ponía al servicio de la patria, por decirlo así, y la demanda crecía y crecía conforme la guerra seguía.
Cada hombre y muchacho quería tener un último polvo antes de que la verdadera guerra lo pillara. Cada muchacho de campo quería tener un gran polvo en una casa de verdad antes de irse y de que quizá lo mataran. Ya lo había observado antes, cómo la idea de una guerra y de morir pone cachondo a un hombre, y hace que desee tenerlo tanto como pueda. En esos momentos no se trataba del placer verdadero, sino de una especie de crisis nerviosa que sólo podía ser tratada con una chica entre él y el colchón. Algunos eran insaciables y estaban arruinados y otros simplemente se comportaban como el gallo del corral que anda detrás de cualquier gallina a la vista. Una noche soñé que toda la ciudad se hundía en un lago de esperma.
El primer indicio del fin de la fiesta se insinuó en agosto de 1917, sólo que no creímos que realmente significara lo que decía. Washington empezó a regular la prostitución a menos de ocho kilómetros de los campamentos militares y estaciones navales. Las regulaciones siguieron a otras regulaciones. Los días de Storyville estaban contados. Los muchachos, se había decidido, podían morir por su país, pero no follar en él.
En octubre de 1917 el Consejo Municipal votó para acabar con Storyville. Aquí está la ordenanza. Todavía tengo una copia.
Al permitir el reconocimiento legislativo de la prostitución como un mal necesario en un puerto marítimo del tamaño de Nueva Orleans, nuestro gobierno municipal ha considerado que la situación podría administrarse más fácil y satisfactoriamente mediante el confinamiento de ésta dentro del área reglamentada. Nuestra experiencia nos ha demostrado que los motivos para esto son irrefutables, pero el Departamento de la Marina del Gobierno Federal ha decidido lo contrario.
La manera en que terminaba aquello es que decían que a la medianoche del 12 de noviembre de 1917 sería ilegal dirigir un burdel, casa de citas o de placer en Nueva Orleans. Pensé que los burdeles podrían obtener protección y permanecer abiertos. No. Algunas compañías de seguros contra incendios cancelaron pólizas en Storyville. El jefe de bomberos del estado dijo que había una conspiración para quemar el distrito. Nos preparamos para cerrar. Ir a luchar al Ayuntamiento o mejor a Washington con un follador como Woodrow Wilson dirigiendo las cosas. Todos menos las fuerzas armadas americanas que hacían la guerra les estaban proveyendo a los soldados y marineros acceso fácil a las mujeres. Aquí los jóvenes con toda la savia de la juventud tendrían que satisfacerse con revistas, canciones, rosquillas de YMCA y un trabajito hecho a mano solos en sus camastros. A menudo me pregunto por qué los soldados no toman el mando y dirigen su propia guerra. Quizá sea porque los ancianos les venden suficientes mentiras para adormecer sus mentes. Nunca creí en el exterminio de jóvenes sementales.
No soy de las que aúllan de rabia y se dan cabezazos cuando se topan con un muro de ladrillos. Me doy la vuelta y me voy. La mayoría de los lugares cerraron. El mismo Storyville era como un cementerio donde incluso los fantasmas parecían hambrientos. Decidí quedarme hasta el final.
Así llegó la medianoche del 12 de noviembre. Una tal Madam Dix había tratado de obtener una prórroga. ¡Imposible! Decidí que cerraría mi casa con éxito y que no continuaría. Sería mi actuación de despedida, por así decirlo, y no lloraría ni lanzaría besos tampoco. Durante dos semanas los vagones y las carretas estuvieron ocupados vaciando el distrito. Pero yo le había vendido todo el negocio, los muebles y todo, a un griego que había abierto un pequeño prostíbulo tranquilo cerca de la base militar y él vendría a por las cosas por la mañana. Era un hombre de visión con diez parientas gordas para usar como putas.
Todas las chicas iban con sus mejores vestidos de noche o camisolas y los viejos clientes y los oficiales que se habían convertido en clientes asiduos y los clientes del grupo de vividores y de la alta sociedad de los que tan orgullosa había estado, a ellos los invité para cerrar mi casa. Invité a cincuenta personas; llegaron setenta y cinco, actuando como si no supieran la diferencia entre la velocidad y el tocino. Abrimos a las nueve; teníamos que cerrar a medianoche, apagar los viejos faroles al dar las doce como la Cenicienta.
Las chicas estaban todas pintadas, su cabello recogido, tan excitadas que alargaban la mano a los botones de las braguetas de los hombres, alguien había estado pasando una botella, sonaban como en un incendio. Años de disciplina que se fueron al diablo. Que se desfoguen, pensé. Se sentían muy apretadas y enojadas, aun así felices también. La mitad de ellas ya estaban borrachas, pues habían sobornado a las criadas negras para que les dieran cosas de la bodega temprano. Le vendí casi toda la bodega por diez mil dólares al Club B. Durante años había ido juntando buenas cosas, pero guardé champán y brandy y bourbon y centeno de primera. Casi no había bebedores de whisky en esos días.
Abrimos un barril de cerveza rubia en el gran salón y Harry se ocupó del bar en el salón privado. El mismo Harry estaba un poco pedo y tenía con él al gran perro guardián de la casa, Prince, detrás del bar, mordisqueando en el bufet donde yo tenía lo último de los jamones ahumados rebanados y el pavo y los bocadillos de pescado y cosas, todo un surtido de camarones, quingombó, langosta y cangrejos de concha blanda. La noche no le estaba costando un centavo a nadie más que a mí: las chicas, la comida y la bebida iban por cuenta de la casa. Si una de las putas pedía un regalo de despedida por los últimos polvos en Storyville, bueno, pues eso era decisión del cliente. A mí ya no me importaba. Yo simplemente pegaba una sonrisa, circulaba y bromeaba.
Alrededor de las diez de la noche un montón de rufianes trató de entrar, pero el alcalde había movilizado a muchos policías en Storyville esa noche porque había rumores de que las putas y los chulos iban a quemar el lugar cuando tuvieran que irse. Los polizontes no dejaban entrar a nadie a mi casa a menos que yo dijera que eran amigos y que estaban invitados. No quería gorrones en mi fiesta ni a ninguno de los nuevos ricos alborotadores con sus camisetas de seda de veinte dólares y sus modales podridos.
Un viejo caballero, un juez, empezó a llorar en la fiesta, sentado en la escalera con dos putas desnudas sobre su regazo que trataban de hacer que se le levantara, y el profesor, el de verdad, soltó un rollo larguísimo sobre la caída de Roma, lo cual no tenía mucho sentido para mí.
Después de un rato me cansé de todo y me senté en mi cuarto con sólo unos cuantos viejos clientes y parecían viejos y sentí que yo también estaba vieja. No me emborraché como había esperado. Aquello no hacía efecto esa noche. Simplemente bebimos a sorbos y charlamos sin parar sobre chicas que estaban muertas o locas, sobre los años nuevos y cuatros de julio, la vez en que todos fuimos a misa para ver a una puta de Richmond casarse con el hijo de un contratista de pavimentación de calles y hablamos sobre la clase de personas en que las putas se estaban convirtiendo hoy en día. El coño gratis no es buen coño, estuvimos de acuerdo. Se necesitaba conocer, tratar, complacer y recompensar.
Alice, la mujer de alta sociedad de Lake Charles, estaba dando la lata en un polvo colectivo en su cuarto con unos oficiales del ejército que venían de Texas, unos cabrones realmente rudos, como lo son algunos texanos. Le pedí a Harry que disolviera el asunto y que la vistiera y la metiera en un taxi con dirección a la estación de trenes y, esperaba, a Lake Charles. Pero ella se volvía a quitar la ropa tan pronto como se la ponían y gritaba: «¡Dios mío, Lake Charles y Sam, la misma mierda día tras día! Y a eso lo llaman vida». Les dijo unas cosas muy disparatadas a los oficiales y a algunos clientes acerca de su habilidad en la cama, aguante e inventiva, pero Harry la subió a un taxi con una chica picante que iba a volver a Lafayette donde su gente tenía un barco camaronero.
Ése fue el último alboroto de verdad en mi casa. A medianoche me puse de pie bajo el gran candelabro del vestíbulo, del que habían desaparecido algunos cristales, y bebimos todos juntos el último trago de champán ya sin burbujas; las putas lloraban y de arriba bajaron los clientes desnudos y vestidos y medio vestidos. Fue conmovedor y mirando la ruina del bar y del bufet y los cojines rotos, lo único que pude pensar fue en cuánto habría ganado esa noche si no hubiera sido por cuenta de la casa. Un hábito que para mí es difícil de romper.
Pero ahora sí había terminado de dirigir una casa de citas, había terminado realmente. Tenía una buena cantidad ahorrada en algunas acciones que un cliente me había aconsejado. Tenía una casa en Florida a donde me iría a vivir, algunos terrenos en Saint Louie cuyo pago había mantenido. Iba a dejar la ciudad y por la mañana le iba a entregar todo con el llavero al griego.
Había sido madame desde 1880. Decía que tenía cuarenta y nueve años, pero tenía sesenta y tres y los sentía. Me sentía entumecida en las articulaciones y el mundo de la prostitución ya no tenía clase. La guerra había cambiado las cosas y me daba cuenta de que cambiarían aún más y no me interesaba tener nada que ver con eso. Estaba realmente cansada y no estaba relacionada con ningún chulo. El sexo era algo de lo que podía prescindir. Siempre creí que para una madame era mejor ser un poco frígida.
Algunas de las madames, después de que Storyville cerrara, trataron de dirigir una casa secreta, pero la policía tenía miedo de permitírselo. El Departamento de Justicia tenía a sus propios hombres en el lugar de la acción y nadie podía calcular su precio. No es que fueran honestos, eran poco fiables cuando se les sobornaba, tomaban la protección y no la repartían. Los hombres del gobierno federal por lo general son unos cerdos, unos cabrones ruines, codiciosos, generalmente son unos parásitos políticos, a los que se recompensa por trabajos fáciles.
Llegó la medianoche y los clientes, los puteros, salieron de mi vida. Las putas hicieron las maletas y con el sombrero a un lado de la cabeza, casi todas se fueron con sus protectores. Las criadas negras y el peón se fueron, llevándose los restos de la comida y unas cuantas botellas. Lacey Belle, mi cocinera, hizo las maletas, con su enorme paraguas azul enrollado en las correas de su maleta de cuero. Estaba vaciando los cubos de agua sucia cuando entré a la cocina para pagarle. Me dijo que se iba a Georgia para quedarse con unos parientes durante una semana y que luego se iría hacia el norte, a Detroit. No quería que ninguno de sus hijos —tenía dos muchachos en la Universidad de Howard— creciera para que los insultaran y fueran asesinados a tiros por los del Ku Klux Klan. Ya estaba vieja, también, y su salud no era muy buena. Deseé que llegara a tiempo a Detroit y que a sus muchachos no los quemaran en una parrillada del Klan.
Harry tenía pasta. Había comprado acciones en los barcos camaroneros y se iba a retirar a Key West y se llevaría al perro del jardín con él.
Yo tenía sesenta y tres años. ¿Qué sentía y pensaba en ese momento? Primero, no me tragaba ese poema sobre la vejez que un huésped borracho me recitó una noche en la casa, eso de que «lo mejor está aún por llegar». Gilipolleces. A los sesenta y tres años ya estaba viendo mi vida hacia atrás y no hacia delante y yo lo sabía. Dejaba el negocio con suficiente dinero ahorrado y suficientes acciones y bonos como para poder tener una vejez llevadera, si es que la vejez podía llegar a ser cómoda. Sólo que, ¿quién podía haber previsto la quiebra del boom de los bienes raíces de Florida a mediados de los años veinte que se llevaría casi todo mi dinero o la Depresión de Hoover que casi reduciría a nada todas mis acciones? Y mucho más que eso; pero eso ya es mirar demasiado hacia delante. Sólo diré que la noche en que cerré mi casa sentí que al menos tenía suficientes dólares y acciones para respaldarme, aunque más tarde parecieran todos como impresos en gotas de lluvia.
Había sido, pensé mientras hacía el balance esa noche, de varias maneras una vida dura pero interesante. De locura algunas veces —de nada sirve engañarme a mí misma en eso— pero con todo más feliz y más activa que la de mucha gente. La viví sola en su mayor parte —quiero decir, cuando no estaba trabajando—, fue una vida solitaria, fue dura. Tomé, solía pensar, mis propias decisiones de hacia dónde iría y qué haría cuando llegara. Pero al final me di cuenta de que no era más libre que la mayoría de la gente. Formé parte de la época y de las cosas que sucedían, la gente enfadada y con problemas, las costumbres, las presiones, todo me había movido como el viento mueve un barco de vela. El azar, claro está, me había jugado sus malas pasadas, pero luego la suerte, a la que no está mal tener de tu lado, había participado también, una y otra vez, para darme un codazo y un empujoncito.
Aprendí mucho de la vida, cosas que no creo que estén en los libros, y llegué a ello mediante la observación y la imaginación, sintiendo que la gente, inocentones o bribones, forman parte de mí y del mundo. Ellos, nosotros, no son tan malos como algunos piensan o tan estúpidos como otros piensan. Nunca me sentí muy diferente a ellos. Que me hubiera tocado la suerte de una dama y habría podido ser una dama, tener educación, tener hijos y nietos. Si la suerte me hubiera fallado habría podido irme por otro camino peor. Habría podido terminar siendo un pedazo de basura humana, un bultito decadente y enfermo de chatarra flotando en la alcantarilla. Podría no haber tenido mi estilo de vida, cualquiera que sea su lógica.
Era tan lista como para saber que había muchas cosas que nunca sabría. Nunca fui tan lista como para simplemente entenderlo todo como algo en algún lugar dirigiendo mi vida. No estaba segura de que se tratara sólo de mí de pie firme e insistentemente para decidir qué camino tomaría. Quizás era un poco de ambos. No pretendo saberlo. Siendo una puta, una madame en contacto con algunas de las mejores personas, la parte de los hombres en todo caso, no pensaba que hubiera mucha diferencia entre cómo lo veía la parte de abajo y la de arriba de la sociedad. Era como un pastel al revés, lo que decidía qué parte permanecía arriba dependía de cuántas veces lo giraras. Cuando se trataba de cosas importantes la parte de arriba de la sociedad era tan solitaria, tan susceptible de ser herida, tan soñadora y tan deshonesta como la parte de abajo.
La parte de arriba mentía sobre sus derechos, sobre su importancia. Sabía que su sistema político era en buena medida una farsa y un engaño, comprado y vendido. En realidad no querían creer que los negros, los judíos, los eslavos, todas esas personas que sudaban y apestaban no tuvieran todos los derechos que la gente bien tenía. La sociedad se tapaba los ojos ante lo que sabía que estaba mal y era sucio y decía mucho a favor de Dios y la fe, que echaba por la borda tan pronto como salía de la iglesia en su desfile de modas dominical.
En cuanto al submundo —todos los años que pasé en él—, el mundo de las putas y de las madames, éste, nosotras, yo, no teníamos lo que la mayoría llamaba moralidad. Estábamos pervertidos y locos de muchas maneras. Y sin embargo, algunas de las mejores personas que conocí provenían de este estilo de vida (algunas de las peores también). Vivíamos intensamente hasta el último centímetro de la vela. Los mejores de nosotros te echaríamos una mano si tuvieras problemas. Pero no hay nada noble en una puta o una madame o un proxeneta o en la gente con la que tratamos: los caseros, la policía, los funcionarios públicos. Integramos una sociedad que está acomodada justo por debajo de la superficie. Nos mostramos como seres humanos tratando de ser algo, de que alguien nos necesite.
Siempre traté de ver todo el panorama. A todo el mundo etiquetado y no etiquetado. Palabras como bien y mal nunca significaron gran cosa para mí o palabras como respetable y no respetable. Veía a la gente sólo como gente, que nacía, crecía, follaba, comía, cagaba, lo intentaba, amaba, deseaba, perdía, se entristecía, envejecía, enfermaba, odiaba, moría. Hubo veces en que era demasiado y no había nada que pudieras hacer al respecto; podían romperte el corazón. Hubo veces en las que no veía el sentido de seguir adelante. Sabía que sería más de lo mismo, siempre lo mismo. Pero seguí adelante. Me quedé en el camino todo el tiempo. Se trataba de amor a la vida, francamente, amor por ver lo que había debajo del siguiente tarro, en la siguiente esquina. Muy pronto aprendí a vivir el día a día. Para hacerlo mejor tienes que olvidarte de la esperanza y tienes que olvidarte de la fe. Me han oído bien.
Dejen esas dos grandes cuestiones de lado y pueden seguir viviendo. Es siempre nuestra esperanza de mañana, la esperanza del futuro, la esperanza en la gente lo que te deprime. ¿Y la fe? ¿Fe en qué, en dónde? ¿Castillos en el aire? O el hombre que se levanta y nos dice que ésta es la única fe y el siguiente dice que no, mi fe es la fe, y otros dicen que no, no, es la mía. Todo el mundo con su idea de lo que es la fe y nadie se pone de acuerdo. Para mí, mi vida ha sido mejor sin las fes organizadas. Como con el pan tostado quemado, tienes que raspar un buen tiempo para encontrar lo que queda del pan blanco original.
Soy una jugadora. Podría decir que quizás haya una probabilidad de que exista un Dios personalmente interesado en mí y una buena probabilidad de que no exista. Son buenas probabilidades de jugador, incluso de dinero. No sé cuál es el misterio, qué nos hace y qué nos rompe. Pero nunca, desde que era muy pequeña, he creído que alguien tenga realmente alguna respuesta verdadera. No podría sentir cariño por un dios que se cargó a Monte y a Sonny, o que dejó que sucediera, y que se cargaba a los niños pequeños que se morían en esos apartamentos sucios de las ciudades, asfixiándose hasta morir, pudriéndose. O que deja que los bebés sin bautizar se horneen para siempre en el infierno.
Soy una mujer religiosa, pero estoy fuera de las viejas barreras. Vivir es mi religión, ser yo, no hacerle daño a la gente, no juzgar demasiado, no decir que a este inepto le puedes hablar y a este imbécil no. Si tengo un credo, es que cumplo con mi palabra, pago lo que debo, no soy adorable, no soy amable con los estúpidos. Quiero el peso completo de lo que pago. Sea quien sea yo, todavía quiero seguir siendo yo y morir siendo yo. Sea lo que sea o quien sea lo que me vaya a matar, todavía quiero ser capaz de ponerme los dedos en la nariz y menearlos y decir: «Gracias por el paseo».
Así es más o menos como me sentí esa última noche cuando cerré mi última casa. Todavía sigo sintiéndome de la misma manera, sólo que se ha suavizado un poco en los bordes. Sigo siendo la misma, sólo que un poco más tiesa en las articulaciones, un poco más arrugada. Y mucho menos segura de mi techo y comida, sin todo el dineral con el que me retiré. Hay dos cosas de las que sí te das cuenta. No es el Señor quien da y arrebata. Es la gente y las condiciones. Y si no dejas de despertarte cada mañana, puedes seguir viviendo.
Así que adiós Storyville, mi última casa. Esa noche dormí bien y profundamente por primera vez en muchas semanas y a las diez de la mañana siguiente le dije adiós a Harry y al perro del jardín, dejé las llaves para el griego y me encaminé a la estación de ferrocarril para tomar el tren a Florida. Las calles estaban llenas de papeles rasgados y botellas rotas y alguien le había prendido fuego a un viejo vagón de lavandería de Storyville, si es que todavía era Storyville. Cómo amé ese maldito lugar.