Capítulo 28


Un grave error

En 1907 me casé con un cantante brasileño que se hacía llamar por su nombre de pila, Vasco. Yo tenía cincuenta y tres años y probablemente no estaba en mis cabales. Él era doce años menor que yo, una cosa apuesta con el cabello rizado, caderas esbeltas, piernas largas, un rostro con rasgos elegantes y un aspecto cruel, grandes dientes blancos y un mentón con una hendidura como si la hubieran hecho con la punta de una espada.

Vasco siempre cargaba un bastón, usaba polainas, inclinaba las caderas como un jefe de comedor y cantaba canciones con muchas partes susurradas. Siempre pensé que Brasil era español, pero me di cuenta, si podemos considerar a Vasco como una muestra, de que hablaban portugués, eran unos tremendos mentirosos, muy consagrados a la cama, bebían demasiado y se persignaban mucho. Creían en el mal de ojo. Había una colonia de brasileños en Nueva Orleans y Vasco, como hablaba bien el inglés y podía leerlo sin mover los labios, era el portavoz de aquellos que entraban de contrabando, aquellos que hacían otras cosas turbias.

Vasco había llegado a la casa con un funcionario gordo de su país que quería una puta con mucho pelo por todas partes. No le gustaban las muchachas lisas y depiladas, hasta las axilas, que la mayoría de las casas ofrecían. Vasco terminó debiéndome una enorme cuenta, que pagó el funcionario. Vasco me envió flores, me invitó a cenar con él en Garden Section, que está lejos del Barrio Francés y donde él tenía unas habitaciones. La primera vez que trató de meterme mano por debajo de la ropa lo lancé al otro lado de la habitación, pero al día siguiente estaba de vuelta con más flores.

Era un hombre agradable con esos enormes ojos vacunos tan oscuros y brillantes. Yo solía alquilar un automóvil y Vasco lo conducía hacia el campo y por las carreteras secundarias. Después de un rato sacábamos una cesta con pollo frío y una caja llena de hielo, con vino dentro, y salíamos y comíamos al aire libre. Si ala gente le repele una cincuentona que actúa como una estúpida, que se besa bajo los árboles y es acariciada a la orilla del río, lo único que puedo poner como excusa es que seguramente fue la menopausia.

Más que cantante, Vasco era un gran jugador, y aunque yo no permitía juegos de alto riesgo en la casa, cuando vi a Vasco manejar los naipes, vi que era mejor que cualquier otra persona que hubiera conocido y que eso de cantar era sólo una fachada. Si hacía trampa, y seguramente así era, nunca lo pillé. Era un gran despilfarrador cuando tenía dinero y seguramente muchas mujeres lo habían echado a perder. Vasco vivía lujosamente.

Una madrugada durante la Cuaresma llegó y llamó a la puerta trasera y Betsy, el ama de llaves que entonces tenía, lo dejó entrar. Dijo que estaba en apuros y que tenía que verme.

No parecía asustado o preocupado, pero tenía un moratón en la frente y un pañuelo asquerosamente perfumado en los labios. Como a la mayoría de los latinos a Vasco le gustaban mucho las fragancias fuertes. Una esquina de su boca mostraba un poco de sangre.

—Necesito refugio, querida, y si no quizá esté muerto antes del amanecer. Com sua licenza.

Mandé a Betsy de vuelta a la cama, me puse un kimono encima de mi camisón y le pregunté qué era todo ese delirio. Se empezó a desahogar, mitad en portugués y mitad en inglés, y esa mitad fue la que entendí. Él y otros dos cabrones brasileños habían estado en una serie de juegos de cartas en un yate en el golfo, el yate de un ganadero rico de Sudamérica que tenía a unos amigos ricos a bordo. El juego duró dos días y de alguna manera los ganaderos creyeron que sus pérdidas eran el resultado de la trampa. Mataron a los dos amigos de Vasco y encerraron a Vasco, y él insistió en que en vez de matarlo también, lo dejaran desembarcar con una escolta y él volvería para darles todo el dinero que habían perdido. A cambio de su vida.

Vasco dijo que se escapó de los marineros que se fueron a tierra con él en una pelea y que pensó que solamente en mi casa estaría a salvo. Eso de desplumar sudamericanos ricos era parte del mundo de las apuestas de Nueva Orleans. No tenía dudas sobre esa parte de la historia. Lo que me preocupaba era que el buitre me estuviera usando para protegerlo y para ahuyentar a los ganaderos debido a mis contactos con la policía de Nueva Orleans. No me gustaba pagar el pato, aun cuando tuviera una debilidad por el hombre.

Le di a Vasco café y brandy, le puse unas cataplasmas en la cabeza. Y me metí en la cama con él. Tengan en cuenta que era encantador, era guapo. En ese momento dependía de mí y quizá me amaba. Cuando un hombre llega a ti para que le salves la vida, es que tiene cierta conexión contigo. Vasco me pilló desprevenida. Me sentía sola, me estaba haciendo vieja. También me estaba aburriendo un poco de ser madame. Y era una mujer. Es la mejor excusa en la que puedo pensar. No estaba más a salvo de la cursilería emocional que cualquier otra puta bobalicona que cae en las garras del primer rufián con músculos y bombín marrón que le echa el ojo.

Vasco era un amante potente y físicamente activo. Tenía el secreto de cama de ser audaz y un tino para hacer lo correcto en el momento adecuado. Quizá estaba nervioso por haberse escapado, quizá después de haber andado tras de mí durante tanto tiempo, ahora tenía todo de mí en mi propia cama. Es como si le hubieran dado cuerda en un amor frenético. Yo me relajé bastante, y habiendo cometido el primer error de meterlo a mi cama, simplemente me entregué.

Recuerdo el sol de la tarde que se metía entre las cortinas corridas por aquí y por allá. Vasco dormía entre mis brazos, sonriendo, y yo, en lugar de sentirme como una tonta, simplemente lo estrechaba como a un niño bonito. Todavía tenía un buen cuerpo, las tetas no me colgaban demasiado, las piernas habían aguantado bastante. El principal problema era la edad de Vasco; era demasiado joven.

Desde luego que le pedí a la policía que advirtiera a los ganaderos que no emprendieran nada y Vasco vivió conmigo hasta que zarparon lejos en su yate. No fomenté ningún tipo de cotilleo entre las chicas y Vasco sentía que como caballero devoto que era no quería servir en ningún prostíbulo. Ni siquiera ayudar a Harry o entretener a los clientes en el salón. Él me gustaba más y más y yo me sentía más y más joven —una idea disparatada— y me dormía más y más tarde y bebía un poco más porque ya no era más y más joven. Estaba gastando mucha energía que debí haber racionado más lentamente. Pero esto del amor no tiene frenos; si te golpea en el momento oportuno bajas la guardia. Estoy haciendo que suene como si todo esto hubiera sido una equivocación —que sí lo fue—, pero en su momento fue placentero.

Todo habría terminado, por supuesto, fácil y casualmente, si no nos hubiéramos casado. Durante la temporada caliente y húmeda, Nueva Orleans está en su peor momento y yo cerraba la casa, los enormes ventiladores del techo no ayudaban en absoluto. Ese año, 1907, nos fuimos a Cuba, Vasco y yo. Me dijo que estaba pensando en comprarse una destilería de ron y que iba a estudiar ópera para educar su voz. Nos lo pasamos bien, los dos solos viajando juntos. La recompensa fue que nos casamos en La Habana en una pequeña iglesia con un cura gordo que parecía triste; olía a pescado frito, según recuerdo. Después de dos semanas volvimos a Nueva Orleans, pero mantuvimos la boda como un secreto. Yo no tenía ganas de meter mi dinero en ninguna destilería de ron. No estaba como para administrarla. ¿Y las clases de canto? Bueno, quizás.

Conseguí un apartamento para los dos en Jackson Square, con vistas a la iglesia y a la estatua a caballo. Solíamos sentarnos por la mañana en nuestro balcón y tomar café que yo misma hacía; nadie entre los sirvientes en Nueva Orleans sabe cómo hacer una buena taza de café. Vasco solía vestirse con lino blanco, un sombrero blando de paja, llevar un bastón con cabeza plateada y me adulaba si quería faltar a una clase de canto, y yo le financiaba para un juego con los compradores de algodón o los descargadores del río. Ganaba, perdía, ganaba, perdía. Yo conocía lo suficiente a los jugadores como para prestarle demasiado dinero a Vasco y a menudo cuando ganaba me pagaba y era todo un hombre en la cama, me mantenía despierta hasta casi el amanecer. Siempre quería un favorcito para él o para un amigo. Malcrié a Vasco.

Era encantador y pronto vi que era perezoso. Yo estaba dirigiendo una casa, vivía casi todo el tiempo en la casa, lo dejaba tener el apartamento y ocuparse de algunos asuntitos para mí. Era honesto al respecto, así que yo le pagaba para que estudiara ópera. Él creía que en absoluto era correcto que lo vieran en el prostíbulo. Tenía esa dignidad de mierda que los latinos tienen sobre el honor y los modales y la iglesia y supongo que el hecho de estar casado con una madame sí le parecía, en el fondo de su cabeza, como un descenso. ¿Y qué le decía al cura cuando se confesaba sobre cómo vivía y cómo ganaba dinero?

Vasco tuvo una mala racha. Tuve que pagarle la fianza para sacarlo de la cárcel cuando golpeó con su bastón al sobrino de un comerciante de algodón. Trató de maltratar a Harry una noche cuando Harry se negó a ir a Canal Street a quitarle una chaqueta al sastre de Vasco. Harry lo llamó jodido chupapollas lameculos y Vasco lo persiguió. Harry simplemente lo derribó con dos golpes rápidos en el estómago y le preguntó si quería más.

Me negué a despedir a Harry. Vasco se puso furioso. Su honor estaba destrozado. Yo estaba ocupada. Había muchas convenciones, muchos forasteros, mucha gente que contrataba mi casa entera durante varias noches seguidas. Todo eso exigía provisiones, vinos, licores, chicas extra, más sábanas. Betsy, Harry, Lacey Belle y yo misma apenas teníamos tiempo de ir al baño. Las cosas funcionaban, pero requería toda nuestra atención.

Llegaron unos judíos ricos de unas minas de cobre, eran unos grandes despilfarradores, y uno de ellos —muy alegre— quería toda la casa durante dos noches para entretener a unas personas del gobierno que venían directamente de Washington. En aquellos días los periódicos hablaban todo el tiempo sobre pleitos de monopolios y antimonopolios. Los carboneros querían complacer a unas personas clave en Washington, y me podía imaginar por qué clase de favores. Pero a mí me tenía sin cuidado si ésa era la forma en que los precios del cobre se mantenían altos.

Fue una buena noche. El salón estaba lleno con una docena de clientes de aspecto solemne, el vino era el mejor. Lacey Belle se había lucido con los asados, las tartas, los grandes platos. Las chicas eran íntimas, pero no demasiado descaradas, y varios de los huéspedes ya estaban respirando por la boca. Le pedí al ama de llaves que se asegurara de que hubiera suficientes toallas arriba y cubetas llenas de hielo; follar pone sedientos a los senadores.

Alrededor de la una de la mañana, un negrata llegó por la puerta trasera con una nota que sólo me daría a mí. Yo estaba acalorada y me dolía la cabeza y mi respiración era difícil dentro del corsé apretado. Había estado ocupada toda la tarde, dando órdenes, ajustando cortinas, subida en unas escaleras. Estaba molida y mareada.

La nota estaba escrita en un pedacito de papel amarillo con líneas como el que los niños usan en la escuela.

«Quieres ver a tu hombre follándose a su nueva mujer ve ahora mismo a tu casa».

No estaba firmada pero conocía la letra: era la de una criada que Vasco despidió porque no le había lustrado bien los zapatos. Si hubiera estado más tranquila esa noche, me habría sentado y reflexionado sobre las cosas. Actué como una imbécil. Actué como actuaría cualquier esposa estúpida que recibe semejante nota. Me enfadé tanto que la cara se me enrojeció. Sentí que en mis tripas se revolvía el ácido y supe que sólo eran celos, no amor herido. Era orgullo, orgullo herido. El viejo ego se estaba quemando en carbón. Estaba furiosa. Que ese hijo de puta deseara a otra mujer en vez de a mí, después de todo lo que habíamos hecho en mi enorme cama.

Fui y cogí la Colt que le habíamos quitado al General Oso. Vi que estaba cargada, la metí en mi bolsa y llamé a Harry. Le dije:

—Ven conmigo. No hagas preguntas.

Harry nunca hacía muchas preguntas. En todos los años en que estuvo conmigo permaneció como parte del lugar, como las puertas, era un ex marinero fuerte, que no decía mucho. Sólo estaba donde lo necesitaban y hacía lo que mejor sabía hacer, mantener el orden.

En el apartamento subí las escaleras demasiado rápido, respirando con dificultad, y Harry detrás de mí. Saqué la llave de la puerta y le dije a Harry:

—Si te necesito gritaré. Si no, quédate aquí fuera.

Mientras entraba podía oír las voces del dormitorio: la de una chica y la de Vasco. Vasco se estaba riendo. Abrí la puerta y no me sorprendió lo que vi, bueno, no mucho. Vasco estaba en nuestra cama, no con una chica sino con dos, los tres desnudos como Dios los trajo al mundo, y había botellas por todas partes. Las chicas eran unas jóvenes zorras negras llamadas «negras principiantes» en el mercado del coño, con unas tetas en forma de peras y el área de los pezones del tamaño de un dólar de plata, y un brillo satinado en la piel. Un solo vistazo me dio una sensación como si una cadena de acero me apretara fuertemente el pecho, la cabeza me daba vueltas.

Saqué la Colt de mi bolsa y apunté al pecho del cabrón. Él no dejaba de gritar en portugués y agachar el cuerpo. Tenía el dedo en el gatillo listo para dispararle, firme, por lo que no temblaba ni se movía. Entonces sentí que me faltaba el aire en los pulmones y tuve la imagen de la madame del prostíbulo de San Francisco tratando de dispararle en los huevos a su esposo Frank. Y todo el maldito cuarto se me cayó encima, el techo, las paredes. Como si mi entrada precipitada lo hubiera aflojado. Supe que me estaba cayendo y traté de dar un par de disparos rápidos pero no lo logré. Me desvanecí.

Cuando volví en mí estaba en mi propia cama en el prostíbulo y el Doctor L., que iba a visitar a las chicas dos veces al mes, estaba inclinado sobre mí, con sus gafas de montura dorada y brillante y su puntiaguda barba de cabra casi en mi cara.

—¿Qué ha pasado? —dije.

—Ahora ya está bien, creo.

—¿Qué… qué? —fue todo lo que dije. Me sentía flotando, como si no estuviera pegada a la cama.

—Usted ha sufrido, estoy seguro, un ligero ataque de angina de pecho. No se mueva, ¿me oye? Le voy a poner una inyección para que duerma. Volveré por la tarde.

—¿Mi corazón? —pregunté—. ¿Yo?

Siempre sentí que era una mujer sólida, férrea, nada podía quebrarse en mí.

—No puede ser —dije.

El Doctor L. asintió con la cabeza.

—Ha subido un poco de peso. Tenía el encaje muy apretado y luego se agitó demasiado. Ha estado haciendo demasiadas cosas todo el día, según he oído. No obstante, no creo que haya complicaciones si me escucha.

Por encima de su hombro vi el rostro negro de Lacey Belle muy preocupado. Lo más probable es que estuviera mintiendo, era demasiado pronto para saber. El Doctor L. me puso una inyección en el brazo. Le prometí que no me movería. Cuando se fue le pedí a Lacey Belle que llamara a Harry y a Betsy, el ama de llaves. Los miré, sintiendo que fuera cual fuera el contenido de la inyección en el brazo ya estaba haciendo efecto. Harry estaba ahí de pie y por primera vez vi cómo estaba. Qué viejo se había hecho, qué canoso, qué arrugado, con esa cara de bulldog más bulldog que nunca. Betsy era una mujer de la montaña de Ozark, con huesos grandes, ojos grises. Siempre la consideré una buena ama de llaves. Independientemente de cómo lo viera en mi mente —que se iba para abajo debido a la inyección— tenía que confiar en ellos.

Les dije en voz muy baja, mientras la faja en mi pecho se ponía más y más apretada:

—No puedo hablar mucho. Harry, Betsy, mantengan abierta la casa. Harry sabe todo lo que hay que saber. Digan que tengo un ataque leve de malaria. Que me tengo que quedar en la cama, aislada, dos, tres semanas. No cierren la casa. Ve y atiende la fiesta, Betsy.

Los podía oír en los salones yendo como comanches y arriba en el tercer piso había todo un circo. Me sentí triste; en realidad nadie me necesitaba una vez que las cosas estaban en marcha y mis ayudantes vigilaban.

Cuando Betsy se fue, Harry dijo:

—Salió corriendo cuando le diste al suelo, agarró unos trapos y se salió por la ventana al balcón. Para mañana estará fuera de la ciudad, quizá fuera del país.

Sólo sonreí y me quedé dormida con la idea de que me estaba muriendo fácil e informalmente. No estaba pensando ni sintiendo lástima por mí misma. Estaba tan cansada.

Estuve casi dos meses acostada. El Doctor L. insistió, y tan pronto como pude pensar, decidí dejar que todo el lío sobre Vasco se apagara lentamente. Digamos que mi matrimonio fue algo que hay que cargar a la experiencia. No había mucho en el apartamento que Vasco se pudiera llevar. Cambié las cerraduras. Luego me acordé de que había mandado a Vasco con mis mejores pendientes de diamante para que los arreglaran en una tienda en Royal Street. Le pedí a Harry que fuera y los recuperara. Había gastado una fortuna en esos diamantes. En caso de que las acciones cayeran o los bancos fallaran, tendría los diamantes como algo sólido para cambiar en efectivo. Harry volvió y me dijo que Vasco había recogido los pendientes la mañana después de mi ataque, diciéndole al joyero que yo iría a una fiesta y los necesitaba, que se los devolvería más tarde para los nuevos arreglos. Vasco tenía una gran habilidad como timador para convencer.

No dejé que me molestara justo en ese momento. Los diamantes no estaban asegurados. Había asegurado la casa y sus muebles, pero ninguna de las joyas realmente buenas, dado que los verdaderos profesionales que roban joyas tienen formas de meterse en los archivos de las compañías de seguros y descubrir dónde están las grandes piedras. Digamos que una chica que archiva los informes puede tener un romance con un ladrón bien dotado y ella le da la información, o…, pero dejemos que se preocupen las compañías de seguros.

Contraté a dos detectives privados para encontrar los diamantes y ellos trataron de descubrir algunos rastros de Vasco. No me importaba una mierda Vasco, pero quizá él y los pendientes todavía estaban juntos. Los detectives trabajaron en ello durante seis meses y mandaron facturas altas. Pero nunca dieron con las piedras ni con Vasco. Uno de los detectives incluso se fue a Brasil y me trajo a la vuelta un informe de que Vasco, bajo otro nombre, tenía una esposa y cuatro hijos en Porto Seguro, así que ni siquiera estaba casada con él.

Nunca recuperé los diamantes ni supe de Vasco otra vez. Volví a ponerme de pie otra vez después de un tiempo. Mi corazón parecía estar latiendo en orden. El Doctor L. me dijo que estaba bombeando como el balancín de una barca de río. Pero tenía que tener mejores horarios, vigilar la bebida y la comida y la subida de escaleras y no dejar que las presiones se acumularan en mí. Había más consejos que no seguí muy de cerca. Si vives de tu cuerpo y éste empieza a fallarte, te das cuenta de que casi todo es un juego de tontos.

Eso es casi todo lo que hay que decir sobre mi segundo matrimonio y mi primera angina de pecho. Hasta ahora no he tenido otra, pero si te tienes que ir, un corazón que se detiene no puede ser tan malo. Rápido y no se prolonga, no se prolonga. Mejor que convertirse en una cosa a la que la gente le da miedo ir a ver, un revoltijo de tripas asquerosas.

Si tuviera que decir algo sobre las mujeres mayores de cincuenta años que se enamoran de un joven semental, diría que tiene las mismas posibilidades de resultar que de fracasar. Las posibilidades no son demasiado malas si no dejas de mirarte al espejo. Pero nunca más volví a intentar el juego.

Con el paso del tiempo beber se volvió algo un poco extravagante, no porque las bebidas fueran mejores, sino que simplemente las llamaban con otros nombres en lugar de julepes de menta, ponches calientes o aguardiente. A los vividores les gustaba pedir un cóctel Woxam, un Stone Fence, un Adonis. Harry aprendió a hacerlos todos: el Cuello de Caballo, Old Fashioned, Mamie Taylor, Sidecar, Blue Blazer. Y cuando estaba atorado le pedía al cliente que le describiera el Sabbath Calm, el Goat’s Delight, el Hop Toad, un Zaza, un Merry Widow. Y luego llegó la demanda de martini en la época de la Gran Guerra. Pero los clientes asiduos se mantenían fieles al bourbon, al centeno, al brandy. Solían traerme regalos de perdiz escocesa, tortugas de agua dulce, perdices, tarros de foie gras, latas de caviar gris ruso imperial.

Yo misma preparaba la especialidad de la casa la noche de Año Nuevo: botellas escarchadas del mejor champán importado y vino blanco de Sauterne servidas sobre hielo en un enorme tazón de cristal cortado, media docena de naranjas y limones partidos en rodajas, hojas frescas de menta machacadas, una pinta de brandy y dos cajas de fresas frescas. Se removía y se servía en copas frías de champán. Despedíamos el año viejo, recibíamos el nuevo.

De nada sirve que me digan, como lo hacían algunos clientes, que el tiempo y los calendarios los ha creado el hombre, el Año Nuevo no es más que un invento. Nunca me ha alegrado ver pasar el tiempo.