De vuelta en Nueva Orleans
Durante los tres años que estuve fuera de Nueva Orleans hubo algunos cambios. Como si la llegada al siglo XX fuera una señal para excitarse y actuar de manera diferente. Había algunos vividores en los nuevos automóviles a lo largo de los diques y de Canal Street, pero podías ver que el caballo todavía llevaba la delantera, hasta la fecha.
La música, que era jazz, se estaba volviendo algo que crecería cada vez más, y los músicos como King Oliver y Louie Armstrong se marcharían hacia el norte en las barcas de río y empezarían a difundirla alrededor de Chicago. A Oliver lo recuerdo como un mayordomo para algún blanco de linaje y Louie solía conducir los vagones de carbón cuando era niño y anunciar su comercio. Nunca hubieras pensado que se convertiría en un gran trompetista en el norte. No quiero dar la impresión de que yo sabía gran cosa sobre jazz ni de que tuviera un gran oído para él. Simplemente lo escuché crecer. La gente blanca lo llamaba «música de prostíbulo» y se tocaba muy fuerte en lugares baratos y los antros de mala muerte y se tocaba con un poco más de control en las mejores casas. Pasó mucho tiempo antes de que el jazz estuviera cerca de la creciente y popular música ragtime, que era lo que empezábamos a tocar mucho en las casas de citas. Y siempre estaba la música de Stephen Foster. No sé cómo se lo habrían tomado las madames, e incluso la gente respetable si las melodías de Foster ya no hubieran estado ahí. Tenían una especie de dolor dulce y triste para la mayoría de la gente, como descansar y recordar después de una vida dura.
Reinauguré mi casa después de pintarla y ponerle nuevas alfombras y cambiar el papel tapiz y las camas y conseguir algunos vinos buenos. La gente que había estado atendiendo el lugar no lo había destrozado demasiado. Podía sentir el tono del nuevo siglo cuando llegó la noche de inauguración. Había mejores confecciones entre los viejos clientes y los nuevos eran unos galanes, con cuellos y hombreras al estilo de Richard Harding Davis. Hablaban mucho entre ellos de algo llamado el Destino Manifiesto y de apoderarse de todas las islas del Pacífico. Todavía había problemas en Filipinas y los japoneses les estaban haciendo muecas a los rusos, los bóers estaban luchando contra los británicos. Los bóxers se estaban sublevando por una nueva China. Un nuevo mundo para los chinos, cualquiera que éste fuera a ser. Por lo que hablaban los hombres en el prostíbulo con sus puros y el brandy, iba a ser una gran época de guerras contra las razas de color. Una aprende cosas en una casa de citas. Pero nada de esto me interesaba tanto como las bombillas incandescentes Mazda de Mr. Edison y los nuevos y maravillosos interiores de fontanería. Lacey Belle estaba de vuelta en su cocina con una caja de hielo nueva y más grande y una estufa en la que se podía cocinar más comida con menos gasto. Harry me decía que debería comprar un automóvil. Al final solía alquilar uno con lámparas de gas, mucho latón brillante y palancas externas.
Storyville era el lugar para ver, según decían los vividores, el lugar para divertirse cuando visitabas Nueva Orleans y las madames trabajan abiertamente. En verdad el barrio francés se estaba volviendo un lugar artificial para los visitantes que querían ver la pequeña ciudad vieja y dar de comer a los pájaros del río que tiraban sus heces sobre el general Jackson en su caballo, alzándoles el sombrero desde la iglesia de Saint Louis. Se estaba volviendo un lugar de gran interés, concebido para parecer mucho más anticuado de lo que realmente era. Los muebles de segunda mano, con los insectos y todo, se habían convertido en antigüedades.
Mi casa funcionó bien después de la noche de inauguración, cuando hubo un poco de diversión agradable. Las chicas no eran tan pulcras ni tan educadas como cuando abrí por primera vez. Empezaban a adoptar las modas fáciles y a no vestirse mucho como putas, pero con buen gusto. Los siguientes años se vestirían con faldas largas pegadas y sombreros más anchos o más angostos con plumas hacia arriba y llevarían sombrillas rayadas. Fumaban más y su voz sonaba más fuerte y más estridente.
Quizá era porque yo ya pertenecía a otra época. Quizás el hecho de funcionar legalmente lo había suavizado un poco. La protección, desde luego, todavía tenía que pagarse, aun cuando los prostíbulos fueran legales en Nueva Orleans. Había regulaciones que podían destruirte si no apoquinabas. Así que yo pagaba. Los nuevos clientes eran más animados, más delgados. Algunas personas seguían comiendo langosta y carne y ave de caza y budines de ostras, grandes festines. Pero muchos de ellos empezaban a preferir menos comida y mejor cocina. Eso duraría hasta 1914 y luego toda la cocina en Estados Unidos que llegaría a comer empezó a decaer. Entonces eran contados los lugares buenos donde todavía hicieran una cocina que valiera la pena. La cocina de los prostíbulos en los mejores lugares siguió teniendo comida de buena calidad durante mucho tiempo.
Para los clientes que me gustaba alimentar todavía servía la mejor comida en Nueva Orleans, y nuestros salones seguían recibiendo a nuestros clientes leales, leales a nosotras. Pero eran tiempos cambiantes. Los clientes visitaban los burdeles más a menudo, comían aquí, bebían allí, examinaban el coño en quizá media docena de lugares antes de decidir subirse con una chica. Nos guste o no, los supervivientes de la guerra civil fueron los últimos americanos de su especie. Sus hijos y los hijos de sus hijos eran de otra raza. Europa y su color se estaban filtrando. Para bien o para mal.
Tuve una puta llamada Gladdy que era partidaria de los derechos de las mujeres. Marchaba en los desfiles de Filadelfia y de Nueva York cuando había marchas a favor del voto y se ponían alfileres en los caballos de los policías y se hablaba sobre ser iguales a cualquier hombre. Gladdy era una puta muy buena y atraía a los folladores intelectuales con los que hablaba de Shaw y H.G. Wells e Ibsen y muchos rusos de cuyos nombres ya no me acuerdo. Solía andar en bicicleta a lo largo de los diques, con una falda abierta. Siempre estaba recitando algo que llamaba Omar el Tendero. En su tiempo libre Gladdy grababa imágenes de indios y cabezas de chicas sobre almohadas de piel. Alrededor de 1904 se consiguió a un amante negro, un abogado que había ido a la universidad en el norte. Le dije a Gladdy que yo personalmente no pensaba que un hombre fuera peor que otro hombre, sin importar de qué color fuera, pero que la costumbre era la base de nuestro negocio. No podía permitir que se hablara de lo suyo con él y que un cliente escuchara y objetara el hecho de irse a la cama con ella cuando el día anterior su negrata se la acababa de follar.
Gladdy se puso impertinente y me dijo que su semental negro era un gran hombre y un luchador por los derechos, los derechos humanos. Lo más probable es que así fuera, pero no en mi casa. Le hice hacer las maletas e irse. No quería que llegara ninguna gentuza del Ku Klux Klan a quemar mi casa. O a linchar al negro en la farola de enfrente de mi umbral.
No oí sobre Gladdy durante un par de años. Luego leí que habían encontrado el cuerpo del negro cerca del río, chamuscado y mutilado con unas marcas que parecían la obra de una muchedumbre. De la propia Gladdy oí sólo una vez, me mandó un telegrama desde Houston en el que me pedía prestados cincuenta dólares, acababa de salir del hospital por una pulmonía. Le mandé veinticinco. Pensé que me estaba mintiendo.
El resto de las chicas de mi casa eran cada una un personaje, pero no leían nada más serio que los libros de sueños y de vez en cuando una novela sobre morir por amor, o algunas historias en revistas para mujeres sobre cómo conseguir marido. El negocio era bueno y yo trataba de hacer que las chicas ahorraran su dinero. La mayoría no lo hacía. Los chulos o la modista o el mercachifle de joyas que venía con sus bandejas y cajas se llevaban gran parte de sus ganancias.
Buena parte de los ingresos de un prostíbulo extravagante venía de sudamericanos, señores ricos que seguían teniendo esclavos o peones en grandes plantaciones o manadas de ganado vacuno y vivían en París o Roma. Generalmente hacían escala en Nueva Orleans. O si eran políticos, eran peones e indios híbridos que se habían vuelto dictadores de algún pequeño país arruinado y luego habían huido con el botín en bolsas embaladas con bonitos billetes americanos de cien o de quinientos dólares cada uno.
Yo admitía únicamente a los más seguros, los sudamericanos o centroamericanos domesticados, los que se dejaban desarmar por Harry en la entrada. Aprendí un poquito de español y tenía a María, una gitana grande y huesuda que podía hablar hasta por los codos con ellos y que conocía sus gustos. Eran grandes folladores, siempre calientes como una jaula llena de monos y los generales pagaban principalmente en oro, a menudo con monedas francesas o españolas o italianas, por lo que yo tenía que encontrar a un empleado de banco que me permitiera estar segura de que me estaba dando el tipo de cambio adecuado.
El Oso, como lo llamábamos, o General Oso a veces, era un hombre grande, ancho, color marrón, con cabello grueso de indio que le crecía tan bajo en la frente que casi no lo podías creer. El General Oso había dirigido un par de revoluciones en varios países centroamericanos y ahora estaba esperando una compañía de frutas y, como él mismo decía, a que Estados Unidos montara una nueva guerra en algún lugar en el sur para que los plátanos y los minerales y las maderas valiosas pudieran llegar al mercado de manera más sencilla. Él fue el primer hombre que me dijo que Estados Unidos, si no podía arreglarse con Colombia para terminar el Canal allá abajo, iba a inventar un nuevo país falso y hacer negocios con él. Cuando sucedió lo del Canal de Panamá y el Estado de Panamá fue creado, me di cuenta de que el General Oso tenía los contactos apropiados en los lugares apropiados.
El General siempre se subía con María y obtenía lo que pagaba. El único problema que tuve con él fue una noche en que se emborrachó y de algún modo metió de contrabando a la habitación una Colt. Alrededor de las dos de la mañana oí dispararse el cañón arriba. Harry y yo corrimos para encontrar a la chica María desnuda contra la pared y al general sólo con sus calcetines puestos disparando alrededor de ella, tan cerca que la chica no se atrevía a moverse, sólo gritaba: «¡Comandante, comandante!». Harry le agarró por el brazo que tenía el arma y cuando el Oso trató de tirarle, Harry le hizo unas cuantas llaves que había aprendido mientras estuvo con la escuadra en los cruceros en Japón. El General Oso, cuando pudo hablar, dijo:
—¿Cuál es el problema? ¡Soy un hombre de Dios, unione, libertad! Sólo le estaba enseñando a la vaca de María cómo ejecutaba a los prisioneros en los viejos tiempos. Soy un tirador demasiado bueno como para hacerle daño. ¡I love Estados Unidos!
El General Oso dio una fiesta de despedida cuando se fue a otro país a provocar problemas y nunca más volví a saber de él. Guardé su pistola Colt en mi mesita de noche.
Al oír a la gente hablar sobre los prostíbulos y al leer sobre toda esa idea de la prostitución en las casas, existe la impresión de que éstos son un nido de degenerados o de hombres lujuriosos, frecuentados únicamente por hombres malsanos, locos por el sexo y depravados. Aquellos que dejan salir toda su lujuria mugrienta. Esto se remonta, supongo, a toda esa gente que desembarcó en aquella roca en Plymouth y empezó a practicar una idea llamada puritanismo. Todo el sexo era un lío y todo lo que tenía ver con éste era la obra de Belcebú, del diablo. Esta idea perduró bastante tiempo, hasta hoy entre mucha gente. Pero nadie parece recordar una imagen que una vez vi de unos puritanos bailando alrededor del Palo de Mayo en la primavera. Si eso no era celebrar el nacimiento de la savia ante una enorme verga, no sé qué es lo que ellos pensaban que estaban haciendo ahí.
Nunca he visto nada publicado que en realidad tratara de descubrir qué clase de hombres iban como clientes asiduos a un buen prostíbulo de clase media. En una ocasión cuando estuve fuera de circulación con una pierna y una rodilla torcidas, asumí un papel e hice el recuento de unos quinientos clientes a los que había entretenido en mi casa con el paso de los años. Sólo de dónde venían y lo que yo sabía de su posición como ciudadanos respetables. Los resultados fueron más o menos así: el setenta por ciento estaba casado; el diez por ciento estaba separado de su esposa o divorciado (tienen que recordar que estoy hablando de una época en la que el divorcio no era respetable) y el diez por ciento era jóvenes de la ciudad. Dado que por lo general yo dirigía una casa de veinte dólares, sólo los jóvenes acomodados podían darse el lujo de pasar una noche con mis chicas. La mayoría de los jóvenes pensaban que era demasiado caro para mojar el churro.
En San Francisco las cifras estarían un poco cambiadas. Allí sólo el cincuenta por ciento de los clientes estaban casados, el veinticinco por ciento de los hombres estaban divorciados o separados y los jóvenes solteros sin compromisos eran el veinticinco por ciento.
Por edad, la media de mis clientes tenía entre treinta y cinco y cincuenta años. Había unos tan jóvenes como de dieciocho, algunos estaban en los veinte, pero ésos eran una minoría. El cliente medio en mi casa tenía su propio negocio de éxito, tenía una esposa y generalmente de dos a seis hijos. Era dueño de su propia casa, granja, plantación, manejaba un buen tiro de caballos en la ciudad, mantenía unos cuatro sirvientes y era considerado acomodado, pero no rico. Más o menos el diez por ciento de mis clientes eran ricos, si consideran rico a alguien que tiene entre doscientos mil y un millón de dólares. Yo sí lo considero.
Alrededor del cinco por ciento de los hombres que venían conmigo, hasta donde sé, tenían algún tipo de conexión criminal, si contamos a los hombres de la política que sobornaban o dirigían casas de juego, hacían contrabando, apostaban en las carreras. Ese tipo de fraude aceptado.
De los hombres casados casi todos me decían que sus esposas les negaban el sexo o los hombres consideraban que ya no podían meterse en la cama de ellas y sentirse potentes. Alrededor del veinte por ciento se follaba a su esposa más o menos una vez al mes, como uno me dijo, «para mantener la franquicia».
Casi todos los hombres casados decían que lo que más echaban de menos con sus esposas era la estimulación sexual con la boca y la variedad. Los libros lo hacían más digno de castigo mediante el uso de palabras como cunnilingus, felación y términos como coitus interruptus, onanismo, irrumación, coitus intercrural. Términos que ninguna persona sensible usaría y que, yo creo, asustan mucho a la gente, porque el latín insinúa algo que Nerón y todos esos romanos y griegos practicaron hasta llevar a Roma a la decadencia.
Al hablar, yo personalmente siempre uso las palabras anglosajonas comunes, o más o menos, según me dijo una vez un huésped educado en San Francisco. A algunos hombres que me decían en los prostíbulos que eran infelices y que todavía no podían obtener lo que querían de sus esposas, les sugería que hicieran a un lado esas palabras científicas y extravagantes y que empezaran a hablar sobre follar, mamar y dar por culo en casa.
Casi todos los jóvenes con los que hablaba admitían que se cascaron una paja, se masturbaron durante años, y que sus padres e incluso los doctores les habían dicho que se volverían locos, perderían el pelo o les crecería un poco en las palmas de las manos. También que su columna vertebral se les haría papilla. Cerca de la mitad de los jóvenes se sentían condenados al infierno, a la otra mitad no le importaba una mierda. Esta manera de hablar, también, debe verse como la de aquella época cuando dirigía casas. Actualmente no creo que estos porcentajes se sostuvieran. El fuego del infierno ya no es tan creíble como antes. El infierno puede estar justo aquí.
Alrededor del veinticinco por ciento de todos los hombres, sin importar su edad, tenían una extraña manera de llegar al orgasmo y alrededor del quince por ciento no follaba en absoluto para alcanzar el clímax. El manoseo mutuo ocupa mucho tiempo en juegos sexuales con la mano y con la boca, varias posiciones no eran completamente aceptadas por la sociedad, por lo menos no admitidas; de hecho, no hay ningún patrón sexual aceptado en la naturaleza del hombre.
Las leyes no ayudan a aclarar las cosas. En Washington D.C., hay una en contra de la masturbación que podría llevar al que se hace pajas a pasar un periodo en la cárcel. En algunos estados del oeste el contacto de la boca con los genitales es una ofensa digna de prisión y es considerado como degenerado y tan ilegal como el contacto de los pastores y los muchachos de granja con ovejas, becerros, yeguas, cerdos y otros objetos del deseo en el corral tan populares entre la gente simple del campo. En San Francisco los patos eran los amantes de los culis chinos que no podían permitirse una chica de prostíbulo.
No quiero entrar en el tipo más extraño de juegos sexuales practicados por un cinco por ciento de los hombres que están un poquito chiflados y no rigen bien. No lo llamo degenerado o depravado. Hay un viejo lema en los prostíbulos: «Si no te gusta, no critiques». Pero hay un pequeño grupo de raritos que están enfermos de la cabeza y lo que necesitan es un doctor, no una puta.
No sé mucho sobre la gente que quiere herir a otras personas por placer sexual. Y no sé por qué el dolor a veces forma parte del patrón sexual. Una ve un poco de eso y trata de mantenerlo fuera de su casa. En realidad nadie se considera un maniático sexual, en su mayor parte se ven como el resto de nosotros.
Azotar o que lo azoten a uno es popular entre un tres por ciento de la clientela. Y yo sólo lo permitía con clientes muy fieles y nunca al grado de ningún peligro real. Hay putas a las que les gusta y hay clientes que ruegan para que los castiguen. Lo permitía de ese modo y tenía un cuarto acolchado equipado para aquellos que querían recordar sus días escolares.
En su mayoría mis clientes, y los clientes de casi todos los prostíbulos, eran por naturaleza hombres que únicamente querían copular con una mujer, excitarse al verla desnuda, mediante el manoseo y el contacto completo para liberarse a sí mismos del contenido de sus glándulas y, sospecho, de sus mentes. En casi ninguno de los casos tenía que ver con el amor. Seguían siendo, la mayoría de ellos, buenos padres, buenos maridos en el sentido de proveer y todavía querer, aunque no en la cama, a sus esposas.
No se puede satisfacer o curar a todo el mundo y cerca del dos por ciento de los clientes nunca podían funcionar en absoluto. La mayoría de ellos venía de todos modos, por la música del salón y la buena charla, la bebida y la comida. La compañía masculina de corbatas aflojadas y chalecos desabotonados.
No consideren nada de esto más que como las observaciones profesionales de una persona. Después de haber trabajado en esta gráfica durante dos semanas, la dejé. No quería saber demasiado sobre los clientes más allá de su habilidad para pagar y sus agradecimientos por estar en casa y a gusto en mi prostíbulo. Pero ofrezco las cifras, pues vienen de un lugar donde los porcentajes están bastante cerca de lo que algún profesor de cabello largo podría descubrir husmeando si le interesara intentarlo.
Esto reforzaba mi descubrimiento de que los hombres van a los prostíbulos principalmente por compañía y el sentimiento de estar en un mundo donde el hombre es todavía importante y aún lo es todo, donde la puta es una hermosa esclava adorable, más que sólo para follar. Muchas madames me dijeron, como yo misma vi, que si se les permite a los hombres escoger sus propios placeres sin que pierdan su masculinidad, prefieren las apuestas a las mujeres.
Esto podría ser verdad para cualquier grupo salvo para los hombres muy jóvenes. Ellos todavía están locos por un coño y llenos de deseos nerviosos por cualquier cosa con tetas y un culo. La naturaleza no es estúpida. Sabe que si los mantienes cachondos cuando son jóvenes, el planeta se seguirá rellenando, lo quiera o no la sociedad.
A menudo los hombres de cuarenta y cincuenta años se convierten en clientes asiduos de prostíbulo porque temen que los desprecien en su mundo si se llegara a saber que no lo hacen o lo desean con regularidad, penetrar a una mujer es como el derecho de estar en la reunión de hombres. Éste es el verdadero cambio en la vida del macho del que la gente habla: el temor de dejar de ser el semental de su círculo. Un temor también de que el tiempo está pasando, que hay algo de que avergonzarse si no puedes hablar de ello en un bar, contar chistes verdes, decir y usar palabras que la sociedad no ve en ningún lugar más que rotuladas en las vallas.
En cuanto a la potencia, ¿cuánto tiempo puede realmente durar? Tuve unos cuantos huéspedes en sus ochenta que todavía eran capaces de subirse con una chica y funcionar una o dos veces al mes. También clientes de sesenta y setenta años que eran capaces de empinarla dos o tres veces a la semana. Pero como he visto, su lema era «las chicas no tienen que ser hermosas, sólo pacientes».
Si un hombre falla a los cuarenta y a los cincuenta en seguir realizando una buena actuación en el sexo, a menudo puede ser que no sea capaz de hablarlo, libre de las viejas ideas sobre el tema. También cada uno de nosotros es diferente. He usado la palabra único antes; aquí encaja bien. También sin importar lo que se haya escrito sobre la idea de que TODOS LOS HOMBRES SON IGUALES, no crean que eso es verdad en la cama.
Sin conocer la música o entender la ópera, los años de mi última casa —hasta 1917— están asidos a mi memoria con algunas canciones nuevas en el salón. El golpeteo del piano, los huéspedes y las chicas cantando. Mighty Lak a Rose, Bill Bailey, Won’t You Please Come Home, Under the Bamboo Tree, Navajo.
Las viejas melodías todavía eran lo más popular, pero en una buena noche animada en ambos salones habría alguien cantando: Meet Me in St. Louie, My Gal Sal, Chinatown My Chínatown, The Yama Yama Man, Pony Boy, Let Me Call You Sweetheart. Un poco más tarde vendría: Jimmy Valentine, Be My Little Baby Bumble Bee, Moonlight Bay, My Wife’s Gone to the Country. La última siempre se cantaba un poco más fuerte y con mucho entusiasmo.
Nunca me interesé por las canciones de guerra; sólo ayudaban a alimentar a los hombres con carne de cañón. Hacia 1914 empezaron a aparecer y al principio la mierda del presidente Wilson de «demasiado orgullosos para luchar» nos engañó. Luego, por supuesto, la vanidad de los hombres tomó el mando; a algunos hombres realmente les gustan las guerras; todo, menos morir en ellas. Recuerdo: I Didn’t Raise My Boy to Be a Soldier, Yacha Hula Hickey Dola, Till the Clouds Roll By.
Las canciones que algunas personas llaman «cochinas» no llegaban tan abajo del cinturón. Se cantaba The Bastard Kings of England que se hizo popular, así como otras canciones con estrofas especiales para las casas de citas. Estaba Sweet Betsy from Pike («quien sacó el culo para su nuevo amante Ike») y algunos cantos de marineros. Pero básicamente la casa cantaba lo que las esposas y las hijas de los clientes cantaban en casa en entornos menos exóticos.