Capítulo 26


Las hermanas Eyerleigh

Como ya he escrito, cuando algo o alguien hizo explosionar el acorazado Maine en el puerto de La Habana en el 98, el país se volvió loco con la idea de que una guerra estaba apunto de estallar. Los veteranos de la guerra civil se estaban oxidando. En la época en que yo estaba en San Francisco, los muchachos tuvieron su guerra. La gente hablaba del Zar Reed y del Jefe Hanna, los poderes políticos que presionaban al presidente McKinley para que le dirigiera un mensaje al Congreso, y en abril lo hizo. Para ese momento los prostíbulos ya estaban de celebración, rechazando a los clientes, y todo el mundo maldecía a los españoles. En mayo el almirante Dewey hundió todo el hierro flotante en la bahía de Manila. Cuando estas noticias llegaron —como ya he dicho— tuve que cerrar las puertas para impedir que entraran nuevos huéspedes. Ya no había sitio. Conforme la guerra siguió, se vitoreaban nombres en mi salón, nombres como El Canby, San Juan Hill. Sólo fue una guerra de diez semanas y nos enseñó a las madames que las guerras a menudo eran muy buenas para el negocio. Había peleas y tiroteos en las casas, demasiados borrachos y destrozos; las putas perdían el control y se envolvían con banderas americanas y vitoreaban y se emborrachaban cuando debían estar trabajando.

Después de esa guerra siguió una guerra más seria con Filipinas. Los pequeños nativos morenos se encontraron con que tenían nuevos jefes y los soldados morían de malaria o por la carne enlatada y envenenada. La guerra seguía haciéndose más cruel, y los soldados de caballería embarcaban en San Francisco después de haber sido vitoreados y haber follado y bebido gratis. Regresaron, algunos sí regresaron, amarillos con fiebre, y recuerdo una noche en el salón a un montón de oficiales ordinarios del ejército, invitados de un magnate del azúcar, que cantaban:

¡Malditos sean, malditos sean los filipinos!

¡Kakiak ladrones bizcos!

La fiebre del oro de Alaska fue algo que trajo mucho dinero a la ciudad. Y nosotras, que teníamos más que ofrecer, veíamos a aquellos que habían amasado una buena cantidad. Unos cuantos lo habían hecho y la mayoría de ellos lo despilfarraba. Varios terminaron yendo ala quiebra pronto, pidiendo créditos anticipados para volver al Klondike, al Yulcon y a White Horse Rapids y toda esa región fría al norte iba a ser de nuevo perforada. Y cuando se fueron, uno me sonrió y me dijo:

—No me queda ni un dólar, pero la fiesta fue realmente buena, madame.

Otro me dijo:

—Cuando un hombre aprende que el dinero no es nada a menos que pueda convertirlo en placer, entonces madura.

Celebramos el nuevo siglo en el Año Nuevo de 1900 con una fiesta realmente grande en la casa. Alguien dijo —un profesor de Berkeley— que el siglo realmente empezaba la noche de Año Nuevo de 1901 y yo le dije que lo volveríamos a hacer todo el año siguiente. El hombre que pagó todo en la casa por la noche de ese primer Año Nuevo era un ex minero llamado Gus. Era un tonel de hombre, con bigotes amarillos pero sin mucho pelo en la cabeza. Sus manos y pies eran unos jamones enormes. Había tenido mucha suerte y se hizo millonario «unas cuantas veces», como él mismo decía. Había perdido todos los dedos del pie al quedarse atorado en la nieve un invierno, y cuando trató de caminar por poco se muere congelado. Tenía la timidez animal de alguien que ha vivido demasiado tiempo solo y luego empezó a coger todo lo que el dinero podía comprar. Un montón de cosas, como Gus pudo comprobar.

Gus era un hombre triste, incluso cuando compraba bebidas, daba fiestas, contrataba carruajes o probaba un nuevo coche de gasolina recién inventado. Él tuvo uno de los primeros automóviles Panhard-Levassor y, aunque no era muy bueno en las calles de las laderas de San Francisco. Yo invitaba a un par de chicas y a unos cuantos vividores y nos poníamos guardapolvos de lino, velos atados a nuestros sombreros, y nos íbamos de paseo con Gus por las carreteras polvorientas de los vagones hacia la costa; las que había. Solíamos alquilar un piso en algún hotel de la costa y de ahí en adelante era pura diversión, una juerga de locura para las chicas, los vividores, los camorristas locales.

Pobre Gus. A veces después de uno de esos viajes, de pagar todas las cuentas, se sentaba conmigo en mi cuarto y bebía whisky de centeno, no mucho, ya que tenía problemas de estómago por toda la pasta amarga y comida para perro y judías podridas que comió en los campamentos en su época de buscador de oro. Solía sentarse ahí y negar con la cabeza, con esos bigotes alguna vez salvajes, ahora cortados al estilo Príncipe de Gales.

—Soy un viejo decrépito arruinado y todos esos hallazgos de oro llegaron muy tarde. Tengo sesenta años y estoy hecho una piltrafa y no puedo llevarme a ninguna chica a la cama para algo importante. No puedo beber, esa comida elegante que sirves en tu casa me da acidez. No es en absoluto como creí que sería cuando le pegué a la primera veta de esa pepita de oro. Así que fumo buenos puros y doy fiestas. Pero ¿sabes?, todo es demasiado tarde, demasiado tarde para mí. Dios mío, ¿por qué no sucedió cuando tenía veinticinco años, inclusive treinta, cuando era un vaquero y luego un leñador? Ahora soy un paquete de tripas. ¿Por qué?

No lo sabía, pero le decía que ahora podía vestirse bien, cortarse los bigotes, vivir con clase, conocer gente. Él no quería nada de eso. Quiso casarse conmigo, pero le dije que no, no me iba a casar en ese momento. Ni siquiera ambicionaba su dinero. De todos modos, no creía que le duraría mucho tiempo, con las apuestas, los caballos y las cartas, la vida de lujo que se daba, alquilando vagones privados en los trenes, yates, comprando casas elegantes en las que nunca vivía durante mucho tiempo.

Y todos esos tiburones humanos que se alimentaban a costa del pobre, que lo hacían comprar, invertir y convertirse en el presidente de consejos de compañías que realmente nunca se pusieron en marcha. Sus abogaduchos se largaban con fortunas. Como Gus decía: «Cuando dices “un abogado y un hombre honesto” estás hablando de dos personas distintas».

Gus me propuso comprar mi casa. Le dije que nunca trabajaba en una casa de la que no fuera dueña y que él no podía dirigir una casa. Se necesitaba experiencia y atención completa. Luego me propuso que fuéramos socios, que trasladáramos todo el negocio a Alaska: las camas, los tapetes, los cuadros, el piano —donde montaría el prostíbulo más elegante.

—El salón más grande del mundo, una barra de teca de una milla de largo, muchachas importadas de todo el mundo. Te voy instalar en la fábrica de polvos más elegante al sur del Círculo Polar Ártico. ¿Qué dices?

Sonaba muy bien. Gus hubiera podido hacerlo y hubiera sido genial, pero yo ya no era joven. Sólo quería volver a Nueva Orleans.

Gus lloraba. Su cara estaba húmeda de todas maneras.

—A nadie le importo, a nadie le importo una mierda. Sólo quieren al viejo Gus dándoles, que les dé para las apuestas, que les compre anillos a las muchachas. Pero el pobre viejo Gus… ni una mierda… nada, nada, nada para él.

Pobre viejo Gus. Efectivamente él era una lección de que no sirve de nada tu fortuna después de conseguirla. Durante años he sabido que para gastar apropiadamente se necesita tener cierta educación en la vida. Para gozar de los placeres del cuerpo, de las sensaciones físicas, hay que tener planes, salud, cordura. El control para contenerse un poco y al principio mordisquear un poquito aquí y allá, probar esto, probar lo otro. Nunca revolcarse como un lechón sobre desperdicios. Podrías hincharte y llenarte y luego enfermar. Si lo comes a pequeños mordiscos todo puede estar rico y bueno.

Los hijos y los nietos de los que llegaron en el 49 y de los magnates del ferrocarril sabían después de un tiempo cómo ponerse sombreros de copa y frac. Cómo ordenar vino y entretener a una belleza de puta en las habitaciones privadas del Seal Rock House. Es triste que los muchachos que tuvieron que trabajar duro para eso, con un pico y una pala y que tenían las manos ásperas y las espaldas doloridas, por lo general no se adaptaran a la riqueza y a los tiempos felices.

Lo último que oí de Gus fue que se iba a llevar a Europa a una tripulación de parásitos, lameculos y algunas coristas, y que hablaba de comprar pinturas al óleo y un castillo inglés. Lo único que realmente disfrutaba eran las judías blancas y el cerdo salado, pero sus doctores se lo prohibieron. Nunca estuve segura de cómo terminó Gus. Algunos años después un vendedor de pianos me dijo que vieron a Gus en un barrio de mala muerte de Los Ángeles, gorroneando centavos para comprarse una botella de jerez de cocina, que estaba hecho una ruina y un borracho. Luego una pequeña puta francesa me contó que se lo había encontrado un año antes en Suiza, gordo e insolente, y que todavía gastaba en mujeres y sanguijuelas, todavía entretenía a los demás. No lo sé. También hubo un artículo en un periódico con un nombre que sonaba como el apellido de Gus. Decía que este americano había muerto en Sudáfrica luchando contra los ingleses junto con los bóers. Parece poco probable. Gus tenía sesenta años y no tenía los dedos del pie. Pero quizás haya querido morir de ese modo, en acción. Morir a la vista de todos, como un animal enfermo que se sale para encontrar la muerte bajo el cielo. Morir es algo que nadie puede hacer por ti. Nunca supe a ciencia cierta qué le sucedió a Gus.

Llegó junio de 1901 y yo misma quería sacudirme el polvo de San Francisco. Había recibido una carta de Nueva Orleans de que podía volver y reabrir en el otoño como madame de casa de citas. Nunca pregunté los detalles de cómo se había arreglado todo.

Me pagaron un buen precio por la casa del Tenderloin, guardando únicamente los pocos buenos muebles que quería llevarme conmigo de vuelta. Un grupo de italianos me compró todo; hicieron bien, pues San Francisco estaba alcanzando su periodo más alto de vida desenfrenada, superchería política, justo antes de que el temblor y el incendio de 1906 arrasaran todo. La ciudad estaba cayendo bajo el control del jefe más listo y más torcido que jamás había tenido, un renacuajo de hombre llamado Abe Ruef, y más tarde su títere como alcalde, Eugene Schmitz. Todo era demasiada locura, codicia y salvaje oeste para mí. En Nueva Orleans las cosas se hacían cuchicheando. Los políticos no hablaban tan fuerte delante de testigos ni robaban tanto en público. La corrupción tiene buenos modales en el sur. Es respetuosa, o lo era hasta que el estilo de Capone y los hampones asumieron el control.

Dejé San Francisco con un sentimiento de alegría y de que todo estaba hecho y zanjado. Me iba a ir a Chicago, a Nueva York, a comprar muebles, porcelana, vajilla de plata. Iba a caminar a lo largo del lago Michigan, a tomar un carruaje en Fifth Avenue, a ir a Washington D.C. y a hablar con algunas de las madames allí, para enterarme de qué puteros estaban dirigiendo Estados Unidos, fisgoneando la Casa Blanca y el Capitolio. Después me dirigiría hacia Nueva Orleans. Iba a extrañar la Bahía, el Golden Gate, la luz del sol salada y la niebla del mar. Y a algunos de los clientes que no sólo eran clientes, sino también amigos.

Así que salí hacia el este, a Chicago. Siempre suelto una carcajada cuando la gente empieza a hablar del Everleigh Club, de las maravillosas madames del prostíbulo, las hermanas Everleigh, Aida y Minna, y su mundialmente famoso prostíbulo en Chicago, sus veinticinco o treinta hermosas putas. Conocí a las chicas Everleigh, así como conocí a casi todas las madames importantes de Estados Unidos, y más allá del hecho de que dirigieran una casa de lujo y supieran cómo hacer que se hablara de eso, su casa no era mejor como lupanar con chicas hermosas que media docena de casas de citas en media docena de grandes ciudades. Lo único es que se pagaba un precio más alto por lo que podía encontrarse en cualquier otro lugar.

Mientras estuve en Chicago decidí visitar el Everleigh Club para ver qué era lo más nuevo en materia de decoración de prostíbulos —aparte de las chicas y las camas—, que nunca cambiaban. Había estado en contacto con las hermanas —hay una especie de red clandestina entre las madames para intercambiar información del negocio, hacerse recomendaciones de buenas chicas o advertencias en contra de grandes despilfarradores cuyos cheques no tienen fondos o los que son pendencieros entre los clientes viajantes y a quienes debe impedirse la entrada.

Alrededor de 1899, mi amiga Cleo Maitland, la madame de Washington D.C. que atendía a los puteros del Congreso y del Senado, les dijo a Aiday Minna Everleigh que el lugar para abrir un prostíbulo elegante era Chicago. Las chicas estaban forradas, pues habían dirigido un burdel cerca de la Exposición Trans-Mississippi en Omaha. Cuando la exposición terminó, tenían alrededor de ochenta mil dólares y entonces siguieron el consejo de Cleo Maitland, que sabía de una casa disponible en el Distrito Primero de Chicago, el barrio de apuestas conocido como el Levee.

Eran dos enormes estructuras hechas de casas de tres pisos pegadas. Cuando lo vi, tenía cincuenta habitaciones y unas escaleras elegantes que daban a la calle. Lizzie Alien, la vieja madame, lo había montado como un prostíbulo de caché para la Exposición World Columbian de 1890. Se rumoraba que le había costado a Lizzie —una tremenda mentirosa— cerca de doscientos mil dólares reconstruirlo. Dividan eso por la mitad y estarán más cerca de la verdad. Effie Hankins, otra madame que conocí, se lo compró a Lizzie después de la feria. Las hermanas Everleigh hicieron un trato con Effie para quedarse con el lugar con todo incluido (putas y muebles). Cincuenta y cinco mil dólares por los muebles, los cacharros, la vajilla de plata, las obras de arte y las alfombras y un alquiler —a largo plazo— de quinientos dólares al mes.

Yo hubiera regateado en el precio de los muebles; como madame siempre supe que en muebles puedes ahorrar muchísimo diciendo: «Saca tu vieja chatarra de aquí. No la quiero cerca».

Las chicas abrieron para la clientela el uno de febrero y también por primera vez como las hermanas Everleigh; antes de eso escribían Everly en el negocio de los prostíbulos. Y ésa era la forma verdadera del apellido. Tenían un personal entrenado de negras, la mejor clase de putas y cuidaban la comida y el whisky y el vino. Y de que se hablara de ellas.

Era una noche fría, pero la clientela era dinámica. Nunca creí el cuento de Aida de que un senador de Washington les mandó un mensaje de buena suerte y flores la noche de la inauguración. Quizá las ganancias de esa noche fueron de más de mil dólares. El negocio era bueno. Y el lugar tenía clase y buen gusto; ambas cosas no siempre son lo mismo. La clase es cuestión de costo, el buen gusto está donde el precio no se muestra.

¿Quiénes eran esas dos hermanas, omitiendo la mierda que los periódicos publicaban sobre ellas? ¿Y el alarde que los sementales hacían, sumado a las mentiras que las hermanas decían? No es difícil reunir los hechos verdaderos; ninguna madame tiene una vida demasiado secreta si se queda en el negocio bastante tiempo.

Aida y Minna Everly nacieron en Kentuclcy, la primera en 1876, la segunda en 1878. Su padre era un abogado, cuán exitoso o leguleyo, no lo sé. Antes de que las dos cumplieran veinte años de edad se casaron con dos hermanos, siempre descritos como caballeros sureños, lo cual no significa nada, como las chicas descubrieron. Los hombres, según lo que alegaron las hermanas, eran unos brutos, las golpeaban y en general las maltrataban. Ésa es su historia. Mi opinión es que simplemente se dieron cuenta de que el matrimonio era un gran aburrimiento.

Las hermanas huyeron a Washington D.C., una ciudad llena de caballeros sureños. Se convirtieron en actrices, lo cual simplemente significa que se iban de gira con los actores y lo más probable es que ya estuvieran traficando con su coño como la mayoría de las actrices hacían en esas locas aventuras de una sola noche, siempre quebradas, siempre hambrientas, y con alguien que se sumara a su venta de entradas. Sé que a las actrices no les gusta esta manera de hablar, pero sólo supe de dos actrices que no follaban por diversión o por dinero cuando estaban de gira. Una tenía una pierna de corcho, la otra era mormona.

En Omaha durante la Exposición, a las hermanas les informaron de que su padre estaba muerto y que les había dejado un dineral; las hermanas siempre alegaron que fueron treinta y cinco mil dólares. Yo recortaría eso un poco, lo recortaría mucho. Trataron de meterse en la alta sociedad local de Omaha, pero las esposas locales pronto se dieron cuenta de que sus hombres se estaban follando a las hermanas, al principio de manera aficionada, con regalitos y cosas por el estilo. Más tarde las hermanas anunciaron que habían decidido volverse en contra de esa sociedad respetable y empezar a prostituirse para vengarse de la brutalidad de sus ahora olvidados esposos. Esto hay que tomarlo con un grano de sal del tamaño del edificio Woolworth. La gente se convierte en puta para ganar dinero. Ya eran putas para cuando su padre murió y su éxito con una casa en Omaha mostraba que no eran las Mujercitas de Miss Alcott aunque cuando sólo tuvieran veintidós y veinticuatro años de edad.

Así que de Everly a Everleigh, de las habitaciones de hotel con clientes de pequeñas ciudades al Everleigh Club de Chicago, se convirtieron en madames.

Les gustó verme. Minna me enseñó el club; ella había remodelado el lugar y planeado la decoración. Me recitó nombres de un tirón mientras nos deslizamos de cuarto en cuarto. «El Cuarto de Plata, el Cuarto de Oro, el Cuarto de Moore, el Cuarto Rosa y Rojo, el Cuarto Chino, el Cuarto Azul, el Cuarto Egipcio», y una docena de la cual ya no me acuerdo. Eran cuartos muy elegantes, sobrecargados, demasiado abarrotados con cosas que parecían exóticas. Me acuerdo de que el Cuarto de Oro tenía peceras sobre bases de oro, escupideras de tabaco de oro macizo que costaban setecientos dólares cada una y un piano de oro cuyo precio ascendía a quince mil dólares. De nuevo, estos precios que ellas me dijeron no significa que fueran ciertos. Había tapetes orientales a granel, todos «de precio inestimable» lo cual no significa que no pudieras comprarlos en la tienda de un mercachifle de alfombras. Gran parte del lugar apestaba a incienso, estaba lleno de muebles árabes de latón, copias de dibujos de la «Gibson Girl» y colores de universidades y pancartas. Era un batiburrillo caro de lo que cierta clase de hombres piensan que es lujo del auténtico. La galería de arte era la típica colección de prostíbulo de cuadros con marcos finos. La biblioteca tenía muchos libros en pasta de piel. El comedor tenía vajilla fina de plata y de porcelana y el salón de baile —«turco», como me dijo Minna, «turco de verdad»—, también tenía una fuente de agua que brotaba. La encendió y la apagó para mí (para mucha gente el agua discurriendo en una casa era un regalo).

Les pedí que me dejaran ver los detalles en las habitaciones; ahí es donde se hace historia en un prostíbulo, no entre las estatuas de mármol o las palmeras en macetas de oro y plantas exóticas.

Minna me dijo:

—Tenemos treinta tocadores para nuestras damas.

Los cuartos eran casi todos iguales, con espejos en el techo para una vista fácil del cliente en sus juegos, una enorme cama de latón resistente —las mismas que en mis casas— cuadros al óleo con los temas de costumbre; diversión en el bosque y mucha carne desnuda siendo perseguida. Y una bañera que era de color dorado y Minna alegaba que estaba chapada con oro de dieciocho quilates. Divanes, focos, botones para que trajeran vino o comida, pulverizadores de perfume; todo eso se encontraba en casi todos los cuartos.

Minna añadió:

—Y algunas noches soltamos un montón de mariposas vivas en los salones y tocadores.

Las hermanas habían gastado y gastado, incluso en insectos voladores.

Dije que podía darme cuenta de que no escatimaban en ningún gasto. También me daba cuenta, pero eso no lo dije, de que las chicas eran unas tipas muy listas. Todo ese barroco, cosas elegantes y las mariposas hacían que el lugar fuera un tema de conversación. Como Cleo Maitland me dijo una vez: «Con toda seguridad a ningún hombre se le olvida que una mariposa le abanicó los huevos en el Everleigh Club».

El cliente sabía de antemano que una visita nocturna al club le saldría cuando menos en cincuenta dólares la noche. Por lo general la cuenta terminaba siendo mucho mayor.

Minna me dijo:

—En cuanto al vino, doce dólares la botella abajo, quince en la cama.

La orquesta de cuatro miembros prefería tocar Dear Midnight of Love, que según decían había sido escrita por un esbirro local que la estrenó en el club.

—Muchos huéspedes se quedan para cenar tarde, el precio es de cien dólares, las damas y el vino aparte, por supuesto.

El precio por un polvo —extra— era de cincuenta dólares; la propina para la chica también era extra. La puta les daba a las hermanas la mitad de su tarifa. Muchas casas dejaban a las putas cobrar la tarifa arriba. Yo siempre la cobraba personalmente.

Aida me dijo que escogía a las chicas tan cuidadosamente como se escoge a un cadete en West Point. Únicamente putas experimentadas, nada de aficionadas o vírgenes. Tenían que ser guapas, sanas, conocer todas las variedades de sexo que un cliente podía preferir. También tenían que saber vestirse con clase y no ser dejadas, borrachas o drogadictas. Las putas estaban igual de ansiosas que los clientes por entrar al club, así que había una lista de espera de chicas deseosas y disponibles. En realidad las chicas del Everleigh Club no estaban más cualificadas ni eran más guapas que las putas de la mayoría de las casas de citas de lujo. Las entrenaban para vestirse, maquillarse la cara, arreglarse el cabello, y quizá las forzaban a leer un libro. Eso último lo dudo. Bet-a-Million Gates me habló una vez sobre la colección de libros del club:

—Eso es educar el lado equivocado de una puta.

Algunos huéspedes se quedaban para un fin de semana de comida especialmente apetitosa, bebida y coño. Costaba alrededor de quinientos dólares un fin de semana de pura juerga.

Con los años muchos hombres famosos iban al club para desatascar la tubería o simplemente para más tarde presumir de que habían estado allí. John Barrymore, un putero célebre, Bet-a-Million Gates, James Corbett, Stan Ketchell nunca se cansaban de hablar de sus visitas al club. Un Comité de Investigación del Congreso enviado a Chicago pasaba sus noches —casi todos sus hombres— en el club.

Con el paso de los años el club estuvo involucrado en dos asesinatos. En 1905 al hijo de Marshall Field le dispararon en el estómago en el club. Algunos dicen que fue un jugador, otros dicen que fue una puta. Como con el asesinato de mi casa de Nueva Orleans, sacaron a toda prisa el cuerpo y luego fue encontrado muerto en su casa. La policía, que sacó una buena tajada, dijo que fue un suicidio o un «accidente autoinfligido».

Unos cuantos años después, un tal Nat Moore, hijo de un magnate del ferrocarril, murió por unas gotas afrodisíacas y se hicieron planes para quemar el cuerpo en el horno del club. Las hermanas alegaron que Nat Moore había muerto en otro prostíbulo y que estaban tratando de meterles al muerto en el club para arruinar el negocio de las hermanas.

Años después, al encontrármela en un balneario, Minna me dijo que los prostíbulos de Chicago pagaban un millón y medio de dólares anuales a la policía y a los funcionarios de la ciudad por protección.

—Nosotras pagamos ciento treinta mil dólares en esos años, además de lo que les dábamos a los legisladores en Springfield para que votaran en contra de proyectos de ley desfavorables para nuestro negocio.

Le pregunté cuál era su ganancia. Minna me dijo:

—En un buen año, entre ciento veinticinco y ciento cincuenta mil dólares.

No creo que estuviera mintiendo mucho.

Lo que arruinó al club fue esa costumbre demente de las hermanas de ser tema de conversación. Eso hizo al club y eso lo cerró. Un folleto elegante que sacaron en 1910 que alababa su casa y sus comodidades, el deleite de los huéspedes, todo estaba por escrito, incluyendo la dirección, 2131 Deaborn Street. Lo leyó un jefe reformista puritano, Carter Harrison. Se enfureció y le ordenó al jefe de la policía que clausurara el Everleigh Club. Por lo bajo les dijeron a las hermanas que veinte mil dólares podían atrasar la orden. Pero según Minna, dijeron que no y cerraron el club.

Ninguna madame en Estados Unidos creyó esa última parte de la historia. Lo más probable es que el movimiento de reforma fuera demasiado fuerte justo en ese momento como para oponerse a él, y que las hermanas tuvieran que cerrar si no querían una redada y que las metieran en la cárcel. En 1912 intentaron montar un nuevo club en el lado oeste de Chicago, pero la reforma seguía en el poder y el precio del soborno de cuarenta mil dólares era demasiado alto. Las épocas de reforma son geniales para los tramposos, aumentan el precio de la protección e incrementan sus ingresos.

Las hermanas lo hicieron bastante bien cuando se retiraron antes de cumplir cuarenta años. El rumor en los círculos de los prostíbulos, siempre con un buen ojo para los valores y el cerebro para las cifras, era que las hermanas se sacaron doscientos mil dólares en diamantes y otras joyas y ciento cincuenta mil en cosas de la casa. A pesar de todo lo que alegaban en cuanto a ser oriundas distinguidas de Kentucky, se fueron con facturas sin pagar. También alegaron que los clientes les debían veinticinco mil dólares por servicios de las chicas de la casa. Eso suena sospechoso. El crédito de los prostíbulos no se extiende tanto. Lo más probable es que algunos clientes famosos tuvieran polvos gratis —o esperaban que fueran gratis con bebida y comida gratis— y las hermanas marcaran estos entretenimientos como deudas.

Las hermanas se retiraron o lo intentaron. De vez en cuando regresaban a las noticias. Se encontraron huesos de un esqueleto en el patio trasero de su club, pero nadie pudo probar si eran los restos de un cliente o los de una puta. Había un rumor de una chica que murió abortando en el club, pero nadie lo relacionó con los huesos. Una de sus chicas fue asesinada más tarde en Nueva Orleans, le cortaron las manos para quitarle los anillos, además de todas las joyas que llevaba. Eso hizo que las hermanas Everleigh volvieran a ser noticia. Yo conocí a la puta. Supe quién la mató, pero eso ya no importa a estas alturas.

Lo último que supe sobre las hermanas fue cuando un millonario llamado Stokes en un pleito de divorcio alegó que su esposa había sido puta del Everleigh Club en su día y que él se había casado con mercancía usada.

Quedé bastante impresionada por mi visita al Everleigh Club. Uno no podía evitarlo. Las chicas sabían cómo llamar la atención. Volví con algunas ideas de decoración, maneras de impresionar a mis huéspedes, pero nada realmente del otro mundo. Nadie ha hecho nada para cambiar la manera de follar y los juegos desde que se crearon los dos sexos. Y cuando no puedes cambiar el formato básico o el baile, sólo puedes añadir adornos, comodidades, y siempre en los precios. Eso, para mí, fue el principal descubrimiento de las hermanas: que los hombres con dinero se impresionan cuando tienen que gastar mucho para sus placeres. La diferencia entre la prostituta de dos dólares y la fulana de cincuenta dólares es únicamente el entorno y un mito, una vaporización como la que las hermanas usaban para rociar sus habitaciones.

Minna y Aida también se dieron cuenta de algo que yo descubrí a tiempo en el negocio: los hombres en realidad no ven el sexo como el impulso más dominante de sus vidas. Les gusta la idea del pecado y la libertad del prostíbulo, la compañía liberada de las mentiras de su posición social, las anteojeras que la sociedad se pone a sí misma. A todo hombre le gusta la compañía de otro, bebiendo, fumando, es una camaradería subida de tono. Como Minna me dijo:

—En realidad no son las mujeres lo que más les gusta. Les gustan más las cartas, les gustan los dados, las carreras de caballos. Si no fuera poco varonil admitirlo, la mayor parte del tiempo preferirían apostar antes que follar.

Esto podrá escandalizar a los profesores de sexo, pero yo sé que es verdad.

Y hablando de la verdad de las cosas quiero añadir algo sobre lo que se llama afrodisíacos. Solamente existe un afrodisíaco real, verdadero y honesto que yo haya visto que funciona con los hombres. Ése es la mente humana ayudada por los mensajes que obtiene de los ojos y del sentido del tacto. De otro modo, todo lo que se dice sobre pociones de amor, polvo de ángel, la raíz de Juan el Conquistador, cuerno de rinoceronte, bolsas de semen de vudú, bebidas envenenadas, bálsamo de tigre, ostras, cebollas, huevos crudos, crema de cacahuete, ungüento de Venus, es pura palabrería. Si crees en eso, te puedes engañar a ti mismo durante un tiempo. Ha funcionado, pero es como cuando un doctor engaña a un paciente con una píldora de azúcar y le dice que es una medicina. Se está engañando a la mente. Pero si eso conduce a un poco de acción con una puta joven y bonita, al cuerpo no le importa que lo estén engañando.

La mosca de España, el acelerador de presión más conocido, no es realmente un afrodisíaco. Es el cuerpo triturado de cierto insecto, y cuando se traga en una bebida, irrita la vejiga y esa picazón incómoda y sensación caliente se confunde con un impulso sexual. No lo es. De hecho, es peligroso tomarlo o dárselo disimuladamente a alguien en la bebida. Muchos hombres mueren por una dosis demasiado fuerte.

Los libros y las imágenes de actos sexuales y juegos y posiciones pueden clasificarse como afrodisíacos, si quieren incluir cosas que no se toman por la boca, sino por los ojos. Eso funciona bastante bien para los huéspedes seniles, para los clientes hastiados, los acabados, que generalmente son mirones más que ejecutantes de alguna manera. Las imágenes por lo general son ridículas, con vergas que jamás podrían existir y juegos para acróbatas. Los libros son fantasías escritas por hombres que trafican con el casquete de sus sueños y no con algo real. De nuevo, esta clase de libros es principalmente para los que necesitan algo más que la visión de una chica desnuda en vivo. Siempre he pensado que las imágenes y los libros son para muchachos y hombres que están teniendo una aventura amorosa con ellos mismos. Por lo general a los muchachos se les pasa; a los hombres, difícilmente.

El alcohol, excepto para revertir el NO de una chica, es una cosa placentera, pero si se abusa lleva al amor a la botella y no a un cuerpo. Las drogas están en un mundo diferente al del sexo. Los chulos y algunas putas son drogadictos. Pero un cliente que lo es, muy pronto pierde su gusto, y luego su impulso por el sexo, y se entrega a la aguja y a la pipa para siempre.