Capítulo 25


Un cliente especial

La vida en un prostíbulo bien dirigido es tan llana y sin incidentes —si uno acepta que lo que sucede en las camas y en las habitaciones no es más que nuestra manera de hacer negocios—, que hay pocos hechos inusitados dignos de registrarse. A menos que crean los cuentos famosos que circulan en los prostíbulos. Nunca creí casi ninguno de ellos. Por lo general son historias manidas. Hay una leyenda que se oye mucho sobre un vividor que tiene reputación de ser un gran putero y una noche en un lupanar en Cleveland se sube con una chica y a partir de una conversación íntima con la puta de catorce años descubre que era su propia hija. Al parecer la había abandonado a ella y a su madre varios años atrás.

Algunas veces el lugar donde ocurría era Los Ángeles o Boston o un pequeño pueblo ganadero en Texas o una aldea de aserraderos en Michigan. Pero la historia del padre y la hija siempre se cuenta como si fuera verdad. Si hay un cambio, se trata de un joven universitario en casa por las vacaciones, llevado al burdel por un amigo. Se queda fascinado por la puta más vieja de la casa y descubre durante la conversación en la cama que ella es su madre. Para darle el toque desgarrador adecuado siempre se supone que todo ocurre después de que hayan echado el polvo.

Alrededor de la región de los Grandes Lagos alguien en un prostíbulo siempre estaba contando la historia de la madame de una gran casa que llenaba una bolsa con las sobras de la mesa y se la daba cada mañana a un viejo vagabundo andrajoso y arruinado. Se decía que una vez él fue un hombre muy rico que la sedujo a una edad muy joven y para deshacerse de ella se la vendió a una mafia de Mano Negra que se dedicaba a la trata de blancas. Ahora pasando apuros, quebrado y enfermo, y peor, más pobre que las ratas, el seductor había vuelto para mendigar ayuda y obtenía a diario una bolsa de sobras de carne y aguachirle.

En los salones de los prostíbulos del sur les encanta contar la historia del aristócrata y orgulloso dueño de una plantación (a veces es un alcalde o un juez) que abofetea a una puta mulata en una casa muy elegante por el Fuerte. Y la puta le dice que él es en realidad el hijo de una muchacha mulata, alguna vez establecida en la sección del Fuerte de Nueva Orleans, donde los blancos ricos mantenían a las chicas de color. Y que él mismo es un mulato, metido de contrabando a la casa de su padre y criado como un niño blanco. Por lo general la historia termina con el hombre que se da un tiro en la plantación o en la casa, después de mirar a su esposa blanca de cuna noble y a sus seis hijos de sangre mixta. A veces mata a la puta negra que le contó la historia y luego se suicida. La versión que más me gustaba era cuando se vuelve loco con la idea de que es mitad negro y se pone a vagar por la ciudad —a veces es Richmond, a veces Nueva Orleans— y constantemente señala sus uñas —qué absurdo—, que supuestamente muestran su sangre negra, y grita:

—No soy más que un jodido negro despreciable, un vil negro indigno.

Hay historias verdaderas igual de interesantes.

Nunca antes he contado algo que sucedió cuando dirigía la casa de San Francisco, una historia que, si la hubiera contado antes, estaría ahora circulando en una versión disparatada en los prostíbulos. Ésta es una historia verdadera, lo sé, porque estuve metida justo en medio. Una situación tan fascinante y enredada como cualquiera de las viejas favoritas que se cuentan en cualquier burdel de Estados Unidos.

Un año después de abrir mi casa en el Tenderloin de San Francisco tuve una visita de un hombre apuesto de mediana edad, majestuoso como un caballero. Era alto, bien proporcionado, con unos ojos negros y profundos de cazador y la costumbre de mirar hacia otra parte cuando le hablabas. No porque no pudiera enfrentarse a ti, sino porque tenía una especie de vergüenza. Me dijo que su nombre era Henry Chandler, lo cual era mentira —lo reconocí por un reportaje del periódico sobre las grandes familias de ferrocarriles que construyeron el Central Pacific y otros caminos y robaron la mitad del estado haciéndolo—. El señor Chandler no era uno de los Cuatro Grandes originales. Ellos o estaban muertos o ya eran muy viejos. Huntington, Stanford, Hopkins, Crocker. Salvo por Crocker, no creo que ninguno de ellos haya estado ni una vez en un prostíbulo, aparte de Huntington, que no follaba, pero les vendía accesorios a los prostíbulos en Hangtowny en otro lugar y entregaba los artículos él mismo, pues no confiaba en que sus empleados no se echaran uno rápido.

El señor Chandler pertenecía a una rama de las grandes familias, pero no era uno de los pioneros. Los tiempos habían vuelto a la normalidad. Él tenía un puesto alto en el sistema de ferrocarril y coleccionaba cuadros y bacía discursos. Así que yo sabía que no era ningún «Henry Chandler».

Simplemente dije:

—Sí, ¿en qué puedo ayudarle, señor Chandler?

Eran las tres de la tarde, la casa apenas se estaba levantando y las chicas bostezaban. Estábamos sentados en el pequeño salón privado tomando un pequeño whisky. (Me acuerdo del actor John Drew diciendo en un cuarto lleno de chicas: «¡Quién diablos se atrevería a ofrecerme cualquier cosa llamada un pequeño whisky!»).

El señor Chandler me dijo que yo había sido recomendada como «un miembro discreto y honorable de mi gremio». Se lo agradecí. Uno de los cabilderos más importantes de Sacramento le había dicho que se podía confiar en que yo no chismorreara. Le dije que comparada conmigo una almeja era una cotorra. Observé al señor Chandler y pude darme cuenta de que estaba nervioso y, aun así, lleno de una especie de valor como si se estuviera forzando para hablar conmigo y confiar en mí. Le dije que en mi casa no debía sentir que tuviera que esconder nada, y que cualquier cosa que él quisiera y pidiera, dentro de ciertos límites —que sólo una madame rompería— estaba disponible para él.

Se puso de pie, se mordió los labios y empezó a dar vueltas, con las manos apretadas detrás de la espalda. Le estaba costando mucho trabajo llegar al meollo de su visita.

—Soy un hombre conocido, la situación de mi familia es, bueno, usted ya debe de haber adivinado quién soy. Estoy casado con una mujer maravillosa. Estamos profundamente enamorados. Pero, pero, bueno.

—¿No lo están logrando juntos en la cama? —me aventuré a decir.

Abrió los ojos como si hubiera predicho todos los ganadores de un día en las carreras. Era fácil de adivinar. ¿Por qué otra razón un hombre enamorado en casa podía estar en un prostíbulo? Me dijo:

—Ya son diez años. Ella es todavía, bueno, está intacta, como estaba. No consigo funcionar, ésa es la verdad. No puedo alcanzar el estado de… —hizo gestos de desesperación.

—No se le levanta, señor Chandler. No logra sentirse dispuesto para empinarla sobre ella, y, digamos, cumplir con sus obligaciones de marido.

—Sí, así es. Es usted una mujer muy sabia para entender y darse cuenta de mi situación. Ay, ha sido un infierno.

Se sentó y se sujetó la cabeza con las manos. Dejó de hablar. Yo simplemente esperé. No soy doctora ni especialista de una casa de locos, pero esta clase de historia no era nueva para mí. Me dijo lentamente, mirando hacia arriba:

—Durante años he estado con prostitutas cuando viajo. Ahí no tengo problema en absoluto. Es fácil, es un fuerte impulso animal. Hasta el final. Dos o tres veces en una tarde o en una noche. Pero en casa, en Nob Hill… —hizo un gesto con la mano como para decir: ¡nada!

—Ah, una de nuestras jóvenes damas lo atenderá con gusto. Todavía es temprano. Venga a cenar con nosotros, puede reservar este salón privado, y bien, aquí todos somos discretos.

Se puso de pie otra vez.

—Mi petición quizá suene demente. No quiero a una de sus… de sus jóvenes damas. Quiero que usted admita a mi esposa en su personal. Oh, sólo una vez. Que la vistan, que la entrenen como si fuera para la clientela. Que le den el aspecto de, sí, de una puta. Luego que me deje venir como cliente, escogerla, y llevármela arriba. Estoy completamente loco, ¿no?

Negué con la cabeza y volví a llenar las dos copitas.

—En absoluto, señor Chandler. A mí me parece una excelente idea.

Sólo dije eso. Pero en realidad me estaba preguntando qué tornillos tenía sueltos en la cabeza. Su esposa venía de lo que se llamaba «una de las mejores y más viejas familias del país» (como si el resto de nosotros estuviéramos recién horneados y no tuviéramos abuelas). Era rica, distinguida, incluso en cierto modo una belleza famosa. Simplemente le sonreí a su marido.

—El problema es la señora. No creo que quiera venir aquí y pasar por el entrenamiento, la ropa y todo el juego.

—Pero ahí es donde se equivoca —me dijo—. Lo he hablado con ella. Me ama. Quiere consumar nuestro matrimonio, tener hijos. Sí, está dispuesta. Y le pagaré bien.

Sabía perfectamente que lo haría. Pero introducir a una dama de la alta sociedad de Nob Hill en mi casa, aun cuando fuera solamente en el pequeño salón privado sin ningún otro hombre presente más que el señor Chandler, era una insensatez, eso es lo que era. Pero en nuestro negocio cualquier sugerencia debe ser recibida con un gesto de «eso es fácil».

—Está bien, señor Chandler. Traiga a la señora aquí mañana a las dos de la tarde. Déjenos con ella hasta las once de la noche. Le reservaré este salón para usted solo. La tendré aquí con otras tres de mis putas —le dije.

Se puso de pie y se apretó las manos.

—Bravo. Bravo. Confío plenamente en usted.

Sacó una cartera y colocó dos billetes de cien dólares en mi mano, frescos, verdes y nuevecitos. Cogí los dólares y le dije:

—Esto queda a cuenta. Buenos días, señor Chandler, Nos vemos a las dos de la tarde mañana.

Hasta nos dimos la mano.

Cuando se fue me tomé otra copa. Había tenido un par de mujeres de sociedad en Nueva Orleans que eran putas secretas aparte. Al menos actuaban como mujeres de sociedad cuando no estaban follando. También en alguna ocasión contraté a un par de jóvenes mujeres casadas —que necesitaban dinero— para la clientela de la tarde. Pero por lo general, me limitaba a chicas voluntariosas que eran putas y nada más. Es un negocio de especialistas del que muchas esposas nunca saben o se enteran.

Le pedí al ama de llaves que arreglara uno de los cuartos de atrás con un espejo extra, un jabón perfumado más fuerte, y que pusiera dos lámparas más. Mandé llamar a la chica que llamábamos Contessa. Pasaba por una cortesana europea de lujo, pero en realidad había nacido en un pueblo minero en Pennsylvania y fuera del trabajo era conocida como Philly.

Le expliqué a Contessa que una mujer vendría para servir a un cliente especial. Había que acicalarla como a una puta de casa de citas de lujo.

—Aféitale el vello del cuerpo si es necesario. Dale un baño de agua de rosas, arréglale el cabello con algún estilo extravagante, enséñale cómo usar el maquillaje de teatro. También encárgate de que se haga una idea de los trucos que se esperan de ella en la cama.

Contessa me miró preocupada.

—¿De qué se trata? Digo, no quiero problemas con algo que no sea apropiado.

Le dije que tendría problemas de verdad si no hacía lo que le decía. Quería a Contessa, Mary-Mary y Baby Doll con la nueva chica en el pequeño salón a las once. Pero tenían que encargarse de que el cliente escogiera a la nueva chica, que hiciera su propia elección sin presiones ni empujones.

Contessa se lamió el labio superior con un centímetro de su lengua y se encogió de hombros.

—No se preocupe. No me interesa ningún cliente que haga ese tipo de juegos.

Al día siguiente puntualmente alas dos de la tarde un carruaje se detuvo en la puerta lateral y se bajaron dos mujeres y el señor Chandler. Las mujeres llevaban velos. Harry los condujo al salón privado y los dejé ahí esperando un poquito. Siempre te da ventaja si ellos esperan y no eres tú la que los espera. Puedes domesticar un tigre, he oído, si lo dejas esperando lo suficiente. Compadecí a esas dos personas. Debían de estar desesperados para intentar esto conmigo. La joven extra me desconcertó. Le dije al señor Chandler mientras miré a las dos mujeres veladas:

—¿Para qué está aquí la otra mujer?

—Es la sirvienta personal de la señora Chandler. Es muy digna de confianza, no habla ni una palabra de inglés.

—Dígale que se vaya. Para hacer esto bien creo que usted también debe irse, hasta más tarde.

Ignoré a la mujer alta que estaba ahí de pie, esperando, con las manos cerradas enfrente de ella, hasta que se fueron el marido y la sirvienta. Me cayó bien. Tenía agallas. No temblaba.

Me acerqué a ella, le alcé el velo y se lo colgué por detrás del sombrero. Era más que bonita, una belleza. Su piel era demasiado blanca, sus ojos demasiado oscuros. Le dije:

—Siéntate, querida. ¿Cuál era tu apodo de cariño cuando eras niña?

Se sentó y sonrió, con dignidad, pero mirándome.

—Poof, simplemente Poof.

—Bien. Aquí serás Poof —recuérdalo—, no la señora Chandler. Eres una puta de veinte dólares, y eres… —me detuve—. ¿De quién fue esta idea de locos, a todo esto?

—De mi esposo —sonrió, en absoluto tímida—. Dudé un poco ante la idea al principio, ¿señorita…?

—Llámame madame. Dirijo esta casa. Tú trabajas para mí.

—Madame. Al principio sonaba como una locura. Pero él cree que esto puede cambiar nuestras vidas.

—Sé franca conmigo. ¿Eres virgen todavía?

Desvió la mirada hacia unas figuras de porcelana de pastorelas que había sobre la chimenea.

—No. Tuve una aventura, fue antes de conocer al señor Chandler.

—¿Y no se lo dijiste? Así se hace. Ahora te voy a mandar con una de mis chicas. Se va a encargar de que aprendas todos los secretos, el baño, el vestido, el maquillaje. Y si me permites decirlo, no tiene que explicarte cómo follar, ¿o sí?

La palabra la golpeó como un puñetazo justo entre los ojos con un puño cerrado. Pero se recuperó y sonrió.

—No, soy como usted dice capaz de… sí. Oh, ¿cree que va a funcionar? Digo, es pura farsa. Es pura…

Y empezó con palabras sofisticadas de las que sólo entendí la idea, pero que ahora no puedo recordar para escribirlas aquí. Añadieron al hecho de que quería ayudar a su marido a gozar en la cama, tener ella una vida plena y hacer un par de hijos. Le dije que todo «saldría bien» (un dicho de madame, si alguna vez escuché alguno). Contessa bajó y mandé a la señora Chandler, o a Poof, con ella. Se fueron juntas, Contessa hablaba y Poof estaba silenciosa y, ahora sí, un poco temblorosa.

Tuve mucho que hacer. Estábamos esperando una multitud elegante en el gran salón, pues cierto evento social estaba alborotando la ciudad y los hombres generalmente visitaban los prostíbulos para terminar la noche después de que acabara el baile y las mujeres respetables fueran escoltadas a casa.

A las once y diez esa noche llegó el señor Chandler por la puerta lateral y Harry lo condujo al pequeño salón. Una de las chicas estaba allí tocando la mandolina y las cuatro putas cantaban Pretty Red Wing. Una de ellas era una mujer con un cuerpo realmente hermoso, con medias negras largas, ligas rojas y una blusa transparente que ponía de relieve sus tetas, y su cabello estaba recogido hacia arriba con unas cuantas plumas. Que me maten si no era Poof. Apenas la reconocí con el polvo en la cara y colorete y lápiz labial y esas piernas y esas tetas.

Presenté al señor Chandler como un cliente especial y él ordenó una ronda de champán. Contessa dijo que era un caballero muy generoso. Poof bebió con el resto y ante un codazo de Mary-Mary, «la nueva chica» fue y se sentó en el regazo del señor Chandler y puso su cabeza contra la de él mientras le tendía la copa de vino con la otra mano. Vi que las rodillas del señor Chandler temblaban. Poof estaba espléndida, fornida y curvilínea, con un maquillaje muy sexy. Sus senos eran algo que sólo un mujeriego podía apreciar en toda su belleza. Poof dijo:

—¿No le gustaría llevarme arriba?

Puse una mano sobre el hombro desnudo de Poof y presioné.

—Ésta es una de nuestras damas más experimentadas y encantadoras. No podría equivocarse con Poof.

Me di cuenta de que el señor Chandler todavía dudaba y estaba preocupado.

—Desde luego, señor, si prefiere una cadena margarita y hacer una velada de grupo, podríamos usar un cuarto más grande, y…

Me interrumpí y vi a Poof sacar el mentón. El señor Chandler entendió el mensaje y subieron las escaleras cogidos del brazo. No sabía cómo se sentían ni lo que sucedería. Les dije a las otras chicas:

—El resto de vosotras os largáis al gran salón. Y no quiero nada de chismorreo. La mitad de las habitaciones estaban ocupadas arriba, así que no podía adivinar de cuál venían los sonidos de placer y jueguecitos. Tenía mucho que hacer. Los salones estaban llenos, las chicas tendrían que tener sesiones más rápidas. Las multitudes llegaban, eran atendidas y se iban. No vimos irse al último cliente hasta las cinco y media de la mañana. Todo el mundo tenía los ojos cansados, estábamos agotados. Dos chicas estaban borrachas, una histérica. Le di bromuro.

Estaba contando las ganancias de la noche —el dinero— en mi habitación. Hubo un golpe ligero en la puerta y una voz fuera dijo: «Harry». Quité el cerrojo de la puerta y entró seguido del enorme perro de la casa.

—Ya no hay nadie en el local. Las chicas están durmiendo o en la cama de cualquier forma. Mary-Mary tiene un ojo morado. El jarrón de porcelana del vestíbulo se rompió. Ah, y las dos personas del cuarto rosa, se fueron alrededor de las tres de la mañana. Él me dio esto. Harry me tendió una moneda de diez dólares de oro.

—Es una buena señal de que se fue contento.

Dos días después me llegó un sobre con un billete de mil dólares dentro (seguro que existen). Y había un pedazo de papel solamente marcado con las iniciales H.C. Tres días después de eso recibí una bolsa de noche hecha de pequeños aljófares cosidos juntos y una cadena de oro. Por dentro, la bolsa estaba llena de papel fino y había también un pedazo nuevecito de buen papel de carta con una línea escrita con tinta azul: QUERIDA MADAME, GRACIAS DE PARTE DE POOF. Eso es todo, nada más. No hubiera esperado que Poof estuviera tan llena de diversión y de vida por dentro. Por alguna razón me había esperado una mujer llorona, preocupada, perpleja, un poco asqueada. Perpleja sí lo estuvo, pero había sobrevivido a todo como un caballo de buena raza con buen linaje.

Durante un tiempo, por alguna tonta razón, pensé que Poof volvería, se metería discretamente una tarde y atendería a unos cuantos clientes. Nunca más volví a oír hablar de ella. Ni del señor Chandler.