Capítulo 24


En el comercio de la carne

Los peores cabrones con las mujeres y las niñas eran los chinos. Traían niñitas como pollos enjaulados. A menudo había redadas en los barcos. Una carga de cuarenta y cuatro chicas de los ocho a los trece años de edad. Las mandaban al Magdalen Home para entrenarlas como sirvientas, pero muchas terminaban en los prostíbulos chinos. La restricción a la inmigración china aumentó el valor de una esclava.

Tenía a una vieja bruja llamada Lai Chow como lavandera, que en su momento fue una niña esclava, traída para los clientes de Little China, el primer barrio chino. Me contó que llegó con niñas de doce años, dos docenas de ellas en cajas de embalaje acolchadas y facturadas como porcelana. A los hombres de la aduana se les daban sobornos en efectivo para que pasaran las cajas sin abrir. Cuando dirigió su propia casa, Lai dijo que conseguía a sus propias niñas mediante los puertos de Canadá y que se las mandaban en carruaje. Nunca tuvo muchos problemas con la ley, pues cuando hacían redadas en su casa durante la época de una reforma, siempre tenía camareros chinos disponibles que alegaban que las putas eran sus esposas.

Lai conoció a la famosa Ah Toy. A partir de 1850 en San Francisco Toy fue una prostituta y buscona, quizá la primera en labrarse una reputación como animadora. Era una esclava, pero después de que unos cuantos clientes blancos con mucho dinero se convirtieran en sus patrones, ella se compró su propia libertad, y como era lista y pragmática, empezó a importar niñas chinas por su cuenta. Lai era una de ellas y trabajó para Madam Ah Toy durante muchos años en varios antros y burdeles. Madam Toy hizo un gran negocio vendiendo niñas por todo Estados Unidos. Como Lai me dijo: «Óyeme bien eh, todas las niñas chinas tienen coños que van de este a oeste, no de norte a sur como las blancas, eh, ¿lo has oído?».

Le dije que por supuesto había oído que la vagina de las niñas chinas era peculiar, pero que yo no lo creía dado que era de Missouri, Saint Louie. Sabía que hablaban de sus tarifas con cualquiera que quisiera saberlo. «Un vistazo por veinticinco centavos, una sentida por cincuenta centavos, un polvo por setenta y cinco centavos.»

Lai estaba de acuerdo conmigo: «Puras mentiras de marinero. Pero los tipos blancos quieren asegurarse. Así que Madam Toy hacía un gran negocio vendiendo niñas chinas. Tenía casas por todo San Francisco, Sacramento, otros lugares». Lugares donde nunca dirigí una casa.

Yo personalmente conocí a Selina, una fulana china, la más guapa que jamás he visto entre ellas, lo que se llamaba una mujer «despampanante». Tenía un cuerpo maravilloso, delgada y aun así con las caderas y senos perfectos, no escasos como los de la mayoría de las chinas. Podía soltarle un rollo artístico a un cliente sobre pergaminos o biombos, y demostrar un sentido de cultura que a un hombre le gusta a veces cuando está comprando el tiempo de una mujer y está presupuestando su vitalidad. Tenía un burdel de tres habitaciones en Bartlett Alley y era: Sólo para blancos. Nunca tuvo nada que ver con un cliente chino durante sus horas de trabajo. Usaba su cabeza tan bien como aquello sobre lo que se sentaba. Los clientes tenían que reservarla con tres días de anticipación, así de demandada alegaba estar. Y pedía un dólar entero, no el precio ordinario de setenta y cinco centavos. Era una vendedora de vistazos, se quitaba la ropa por cincuenta centavos para que el cliente pudiera ver por sí mismo —según me contó Lai— que sus partes sexuales iban de norte a sur como las de las chicas blancas, y no de este a oeste.

Es sorprendente la idea que le puedes vender a un hombre sobre la fornicación; él paga y, aunque lo engañen, siente que al menos obtuvo algo de información o experiencia.

Las putas chinas se ofrecían ellas mismas en los burdeles o prostíbulos. Un burdel con chicas chinas podía estar en Grant Avenue, Waverly Place, Ross Alley. Eran como la idea que los hombres blancos tenían de China, con puro almizcle, sándalo, teca, colgaduras de seda, dioses, pergaminos y pinturas en la pared. Un burdel tenía de seis a veinticuatro chicas con trajes orientales, el cabello recogido y brillante, dispuestas a que las trataran como una esclava o a un juguete.

En los prostíbulos todo era pura velocidad y cama. Los prostíbulos bordeaban las calles de Jackson y Washington y los callejones de Bartlett, China, Church. Un prostíbulo no hacía distinción de color; se atendía a hombres de todos los tonos.

Las chicas japonesas insistían en que el cliente se quitara los zapatos y se los lustraban. Al irse le daban un puro japonés.

No todas las chicas del Barrio Chino eran chinas. A los chinos ricos les gustaba atravesar la barrera del color. Pero yo nunca dejé entrar a un oriental en ninguno de los lugares que dirigí. La verdad es que siempre trataban de enganchar a las chicas blancas con el humo, el opio. Luego se las llevaban lejos y las instalaban como sus concubinas en un antro en algún sótano. El cliente chino tiene muchas ganas de tener diez o doce mujeres a mano si puede permitírselas. Una o dos blancas le dan la sensación de tener éxito. La única vez que estuve en una casa de citas blanca para chinos, con Lai, no tuve una impresión muy buena. Todas las mujeres tenían pequeñas habitaciones con barrotes en las ventanas. Me parecieron tétricas y apagadas, pero quizás estaban saliendo de una sesión de opio. La novedad de tener a una chica blanca pronto se agota y el chino rico prefiere importar chicas de casa y venderlas cuando se aburre de ellas. Las chicas blancas, a menos que estén realmente hundidas en el opio, dan guerra y se vuelven malas. A los chinos les gusta una chica apacible, como si estuviera en una pantomima, que casi no lo mire a la cara y a la que no le importe que le den un golpe o un puñetazo. Lai decía que una puta china respeta a un hombre por ser un ser superior y un amo. Decía que eso es enseñanza confuciana. Bien, a la mierda con eso. Una vez que una chica blanca ha trabajado en un antro chino nunca vuelve a ser buena en ninguna casa decente. Lo he visto una docena de veces. Las agallas y el temple se le han escurrido y siempre existe el peligro de que traiga su pipa y sus píldoras de anfión y meta en el vicio a las otras chicas.

Lo único que se puede decir sobre San Francisco es que todo se hacía abiertamente, con la protección de la policía, y un hombre forrado podía encontrar un coño que se adecuara a su precio. La casa de citas ordinaria era para el placer de los hombres que no querían una ambientación demasiado elegante. Una casa de citas de primera clase podía ser un palacio lujoso. Una puta de casa de citas sabía que había llegado, que estaba fuera de los prostíbulos y tugurios. La mayoría de las chicas de casa eran guapas, jóvenes, frescas.

Nunca me gustaron los proxenetas pero los usaba cuando tenía que hacerlo. Prefería a una chica recomendada por alguna madame que había conocido en Cleveland o Chicago o Saint Louie. Y yo les pagaba a las chicas su salida y me ocupaba de sus vestidos y ropa interior. Pero eso no siempre era posible en San Francisco. Había que vigilar a la gente que se ocupaba de la recopilación de mercancía joven de las ciudades de los alrededores a lo largo de la península. Yo no admitía ni quería chicas drogadas, bebedoras empedernidas o chicas con moratones por todas partes. Una buena puta tiene que querer ser una puta o no le hace honor al lugar. El problema con las chicas forzadas es que por lo general causan problemas. Además, nunca había una escasez real de chicas dispuestas a ser putas. Todo ese cuento de la trata de blancas son patrañas. Es verdad que los proxenetas italianos y de Europa del Este tienen una red clandestina para traer chicas mediante promesas de trabajos honestos y así las atraen al negocio, pero nunca tuve mucho que ver con ellos. Al menos no hasta que el furor por las judías pelirrojas se apoderó de la ciudad. Casi todas las chicas judías eran irascibles pero serviciales, y una buena cantidad de ellas se convertía muy pronto en madames. Aprendían rápidamente y le daban al cliente la ilusión de que las impresionaba, las volvía locas con sus habilidades como hombre. He constatado que las judías casi siempre dan lo que prometen.

Casi todas las chicas que se iban a una casa de citas se habían encontrado a sí mismas en la ciudad, hambrientas, sin trabajo, sin dinero para el alquiler, con la ropa hecha jirones. Puede que haya habido algún chulo que les hablara, que las sedujera, pero no tan a menudo como podrían pensar. Tarde o temprano las chicas conocen la verdad sobre trabajar en una casa de citas. Nunca hubo mucho problema en hacer que vieran las ventajas de una buena casa y un trato justo. Todo lo demás es sentimentalismo de almas generosas que no conocen a las putas.

No estoy diciendo —nunca lo he hecho— que ser puta sea la mejor manera de vivir, pero es mejor que volverse ciega en una fábrica donde te explotan haciendo costuras o trabajar veinte horas como esclava en una cocina o como criada, con los viejos y los hijos siempre a tu acecho en el pasillo con las braguetas abiertas. Los salarios eran bajos para las mujeres en la ciudad y nadie tenía mucho respeto por una chica que tenía que trabajar. Créanme, es la Gente Buena que explota a las chicas pobres la que hace a muchas putas. Así que de varias maneras la casa de citas sí tenía un buen lado para las chicas; podían ver y disfrutar las cosas de manera diferente que sus madres inclinadas en una estufa caliente todo el día, con media docena de niños mocosos agarrados de sus enaguas y un marido que nunca se bañaba, que la trataba como a una cerda de crianza hasta que a menudo empezaba a echarle el ojo a sus hijas. Quizá esta forma de hablar mía suene escandalizadora, pero he vivido muchos años con esas ideas, y si bien no ha sido una vida en un lecho de rosas, estoy sana y feliz, y no estoy de camino al hospicio o muerta en la sala de un hospital de caridad de alguna ciudad antes de tiempo. O viviendo la vida brutal de las chicas que conocí en mi tierra que se casaron con granjeros ruines y eran restos humanos antes de los treinta años, viejas arpías sin dientes a los cuarenta.

Muchas de las chicas de las casas de citas fueron cantantes, bailarinas, animadoras, pero no tuvieron el verdadero toque de talento para ese trabajo. Y entonces era fácil para ellas trasladarse a una casa, haciéndose ilusiones todo el tiempo de que saldrían de allí, tan pronto como ahorraran un poco de efectivo y pudieran comprarse nuevos trajes y música. Pero pocas lo hacían. Eran perezosas, soñadoras y conocían el fracaso en el escenario. Así que manejaban sus vidas como una especie de obra de teatro y nunca admitían que eran putas a tiempo completo. Dado que una puta está actuando casi todo el tiempo con un cliente mientras él se la clava, en cierto modo estaban en su propio oficio.

El amor no tenía mucho que ver con el hecho de convertirse en puta. Para algunos era una forma sentimental de ver las cosas —una chica arruinada por el amor de un semental—, pero casi siempre se trataba del deseo de una vida fácil y también del sentimiento rebelde de estar en contra de una sociedad despreciativa y engreída. Por lo general, todo se reduce a la economía: un lugar donde ganar comida y vestido y unos ahorros para permitirse un poco de lujo. Yo no diría que tenían mucha educación. Yo no la tenía. Muchas eran cabezas huecas, tenían serrín en el cerebro y tenían que quitarse un zapato para contar más allá de diez. Pero he visto putas educadas también, que leían libros y tocaban ópera en la vitrola y podían hablar con un cliente acerca de un cuadro y cosas como Grecia y grabados japoneses o Caruso o John Drew. Estas mujeres inteligentes eran por lo general muy infelices y tenían mucho miedo del mundo exterior. Les gustaba estar aisladas, pasarse de la raya como si eso fuera respetable. Bebían más también, algunas esnifaban nieve (cocaína), algunas le daban a los juegos lésbicos. A mí no me gustaba mucho eso, pero si eran tranquilas y no arruinaban a la otra chica como puta, tenía que aceptar el toqueteo de clítoris. En mi mundo nunca sientes que eres mejor o menos desastrosa que el prójimo. Más lista, eso es todo.

Una chica que no fuera estúpida y que no mantuviera a un chulo o proxeneta que la golpeara y la metiera en drogas, que no bebiera demasiado, podía durar media docena de años en una buena casa de citas. Tuve a una buena chica polaca, Reba, que estuvo conmigo durante doce años y al final dirigió la mejor y más grande casa en Easton, Pennsylvania, después de dejarme.

Pero la puta que llevaba una vida normal y feliz —supuestamente—, después de algunos años en el negocio, era una rara excepción. Sólo dos chicas de mi casa en los años que estuve en San Francisco —y supongo que tuve unas doscientas chicas yendo y viniendo—, realmente vivieron una buena vida al otro lado de mis puertas de roble.

Mollie era la hija de un asentador de vías de ferrocarril y al principio era una verdadera campesina que cuando caminaba en el frío había que enseñarle a no buscar hojas de maíz para limpiarse el culo. Aprendió rápido. Los universitarios ricos siempre preguntaban por ella y a ella le gustaban. Después de dos años Mollie me dijo:

—Me voy a casar. Voy a hacer algo con mi maldita vida de perros.

Le dije que una vez que una chica se acostumbra muy bien a un cliente rico joven o viejo, no es fácil salir y casarse con cualquier estibador apestoso o empleado de ferrocarril. Mollie se vestía con sus mejores atuendos en su día libre, pulcra, pero no llamativa, aunque sí tenía debilidad por las plumas, y perdía sus guantes seis o siete veces al día en el vestíbulo de los teatros de vodevil más lujosos del centro. De esta manera, gracias a los que los encontraban, conoció a varios actores y músicos de orquesta. Pero conocía ese tipo de hombres y no los veía con ojos de borrego a medio morir. Un día llegó, con los ojos azules tan abiertos que hubiera podido guardar dólares de plata.

—Lo he conocido. Rico, guapo, preparado para el anillo, el párroco y todo lo demás, créeme.

Le dije que se asegurara de que no era un timador, alguien que se enriquecía vendiendo lingotes de oro o reclutando para los burdeles de Sudamérica. Resultó estar, como Mollie dijo, en el negocio del transporte, madera, invernaderos y productos frutícolas. Se fugaron para casarse, no intentaron hacer un gran evento en su iglesia en Pasadena, pues quién sabe cuántos diáconos habían ido a San Francisco a retozar con Mollie y a que se las mamaran. Mollie se desenvolvió bien en la sociedad. Servía el té sin alzar el dedo meñique, tuvo un montón de niños. Su esposo era un poder político detrás de los monigotes que estaban en los cargos públicos de California. Con el tiempo Mollie fue la que dirigió a la gente común de la sociedad en Pasadena.

La otra puta que tuvo éxito en San Francisco era una niña alta y delgada que siempre parecía hambrienta —era tísica—, parecía más un chico que una chica y por esa razón, supongo, le atraía a los clientes tímidos y aquellos que querían hacerse la idea de que estaban protegiendo y amando a una niña, ambas cosas al mismo tiempo. Emma ni siquiera era guapa, pero tenía a sus clientes asiduos que iban sólo para subir con ella. Ahorraba su dinero, compraba terrenos y tierras en Oakland, siempre estaba atenta a los informes del mercado de valores y sé que en tres años tuvo ahorros en cuentas bancarias que me dijo que guardaba en un banco de italianos en Montgomery Street, no en una bolsa de felpa o en una maleta, como la mayoría de las chicas. Me dejó y me regaló un camafeo tallado con unas cabezas romanas fijadas en un prendedor de oro con perlas alrededor. Emma se casó con un anciano que estuvo en los descubrimientos de plata en las minas de Paramint, junto con los senadores William Stewart y John Percival Jones, y que murió dejándole unos cuantos millones de dólares. Emma se fue, elegante como en un funeral, a Europa, dueña en ese momento de varios grandes edificios de negocios en el centro. Nunca volvió a América. De vez en cuando tenía noticias de ella. No se retiró de mi vida como todas las demás hicieron. Recibía postales y en los matasellos leía Egipto o Lisboa, Oslo o Londres. No tuvo familia, nunca vio con buenos ojos a la raza humana. Supongo que unos perros y unos gatos heredaron esos millones. Uno descubre que la gente que ama en exceso a los animales ve la vida como un montón de excrementos de perro.

Dos chicas de quizá doscientas que hicieron algo de sus vidas no es un buen promedio. La mayoría de las chicas después de seis años en una casa tienen que convertirse en putas callejeras, agarrar codos, susurrar ofertas picantes. Una chica de casa de citas podía ser una asalariada y ahorradora, pero por lo general no lo era. Me gustaba pagarles a las chicas un porcentaje de sus ganancias: la mitad de todo el efectivo que el cliente pagaba por su montada. Algunas casas pagaban menos y cobraban más de cuarenta, cincuenta dólares a la semana por comida, cuarto, lavandería, y la chica se quedaba con el resto. Era fácil engañarlas de cualquier forma. Muchas lo hacían. A mí me gustaba más mi sistema. Algunas casas menores simplemente le pagaban a la chica un salario de digamos veinticinco dólares a la semana. No podías tener a una buena puta con esa clase de pago. Sólo estás comprando carne, justamente lo que el cliente tiene en casa y de lo que huye.

Algunas casas tenían una caja registradora en el vestíbulo y el cliente pagaba y se lo marcaban por adelantado y a la chica le daban una ficha de latón para que la entregara al final de la semana y así mostrar cuántas sesiones había tenido. Así no era en mi casa. Yo pedía que pagaran por adelantado —eso evita numeritos y regateos—, pero simplemente le prendía con un alfiler en el kimono o bata de la chica un pedacito de lazo azul como una florecita, por un polvo, un lazo amarillo por un cliente que se quedaba toda la noche, y uno verde si alquilaba el tercer piso para un espectáculo exótico para él y sus amigos. Eso era delicado y decorativo y ninguna chica podía copiar los lazos y engañarme, ya que los importaba de Hamburgo.

No se trata sólo de un polvo, lo que una chica vende realmente es una ilusión; la idea de que el cliente es un tipo especial y que ella simplemente está loquita por su manera de actuar en la cama. Les decía que los lazos eran como estrellas de oro por su esfuerzo y desempeño.

El verdadero problema en la vida de las chicas eran los hombres a los que ellas amaban, el chulo o el holgazán al que mantenían con chaquetas, con cinturón y bombines marrones, con puros, whisky, apuestas o drogas. La chica tenía un día libre cada semana y solía salir en una ráfaga de talco y perfume a beber y retozar con el holgazán. No le hacía ningún bien y a menudo volvía con el ojo morado o con un diente flojo. La violencia física es una forma de amor, supongo. Lo probábamos cada noche en el tercer piso. Pero el día libre de las chicas era sólo de su incumbencia.

La mayoría de las casas hacían trabajar a la chica desde el medio día hasta la mañana. Pero yo mantenía una casa que no abría hasta las nueve de la noche a menos que algún cliente favorito llamara para decir que quería dejarse caer después de la merienda (como se le llamaba al almuerzo en esa época) o que tenía a unos amigos de compañía y quería un lugar tranquilo para beber y mirar cosas bonitas. De otro modo Harry no abría las puertas hasta las nueve. Entonces Teeny, la criada negra, se ponía su gorra para contestar la aldaba. No tenía luz roja, ni campana, y a menos que llegaras con alguien que yo conociera, no entrabas.

Una chica de una buena casa podía ganar de ciento cincuenta a doscientos cincuenta dólares a la semana. Y estar arruinada a la siguiente semana, si, para no variar, su chico la gorroneaba. Casi todas lo estaban. Las chicas eran dejadas y sentimentales. Casi todas las putas lo son en sus vidas privadas. Se deprimen y se angustian sintiéndose solas y no deseadas si no tienen a un hombre a su lado. Por lo general, también son inapetentes sexuales o han perdido cualquier sentimiento real excepto por algún proxeneta fanfarrón. Es esa necesidad de amor, incluso a un nivel degradante, lo que las mantiene mujeres, y no simplemente animales.