Los placeres del Golden Gate
Pagué una muy buena habitación en el Palace Hotel y deshice las maletas. Me recordé a mí misma que había optado por San Francisco porque allí tenía amigos en el negocio y la ciudad era bastante abierta. Me habían dado cartas de presentación hechas por un juez y por un transportista para los políticos de la costa que me darían protección y se encargarían de que dirigiera un lugar fino sin intromisión de la ley o de los hampones. Y todo el mundo me había dicho que los clientes nativos eran una panda de cachondos.
Durante tres años, de 1898 a 1901, dirigí una casa de lujo para la clientela de sombrero de copa en el Tenderloin del centro, y nunca tuve el menor problema, más que los destrozos habituales, tres ataques al corazón de clientes viejos demasiado entusiasmados y el fallecimiento de dos chicas por problemas pulmonares. Y luego la vez en que el sobrino de un constructor de ferrocarriles le prendió fuego a mi casa una noche de Año Nuevo y trató de apagarlo meando en las llamas. El fuego no redujo la casa a cenizas y su familia pagó por las cortinas, el papel tapiz y el vestido de Mónica. Las chicas y yo viajábamos todo el tiempo con un pase gratis de ferrocarril, teníamos tantos ferroviarios importantes como clientes asiduos.
Para dirigir una casa de lujo tienes que estar segura de tus chicas: que sean agradables, activas, inventivas, pero que no estén locas de atar; y de la ubicación de la casa: respetable, pero no muy visible. Toda ciudad que atiende los placeres de después del anochecer tiene un prostíbulo. Y en una calle mucho más discreta los mejores burdeles de la ciudad les dan a las familias ilustres y a los vividores más ricos y a los sementales más importantes en la política, la ley y los negocios, un montón de diversión y de actividad sólo para hombres. Nunca me puse a examinar la moral de la Iglesia, pero si la naturaleza no hubiera querido que los varones de San Francisco visitaran las casas y retozaran con las fulanas, la naturaleza no habría hecho a los clientes tan bien dotados y casi todo el tiempo interesados —hasta los setenta años y más— en tratar de probarlo. Como yo veía las cosas, todavía atendía una necesidad natural y vital. Siempre sentí que ofrecía un buen producto, guardaba los secretos de todo el mundo y velaba por la salud y el bienestar de todos los interesados. Y cobraba todo lo que el cliente podía pagar. Le daba un muy buen whisky —así como en Nueva Orleans insistía en el mejor bourbon de Kentucky y buenos vinos para aquellos que sabían de vinos—. Los muebles y el entorno de cualquiera de las casas que dirigí siempre eran igual de buenos o por lo general mejores que los que el cliente tenía en casa. Las camas eran de caoba de verdad, no de chapado barato, y las palanganas de porcelana, los espejos y complementos y accesorios más tarde se vendieron como antigüedades en California Street.
Primero había que arreglar y pagar lo de la protección. Le apoquinaba al teniente de policía que pasaba a saludar, al inspector de sanidad, a los abogados de la familia devota que era dueña del edificio. Por esa época mi escarcela, una bolsa que los actores y otros llevan con una cuerda en el cuello donde tienen el efectivo de emergencia, estaba casi vacía.
Antes de levantar el picaporte de las enormes puertas de roble ahumado, estudié la historia de la ciudad y del mercado. La vieja Sugar Mary, que lavaba platos para ganarse la vida y que había llegado a la ciudad con la primera quimera del oro y había dirigido tugurios y burdeles, me dijo: «Creo que hice la fortuna de cinco mil chicas». Le dabas una pinta de ginebra y un buen puro y se ponía a hablar de la vida de las primeras casas de placer en la costa. Yo misma ya me imaginaba que cada ciudad tiene sus propios hábitos y pautas después del anochecer y que San Francisco tenía unos que eran parecidos a los de las demás ciudades y otros que eran diferentes.
San Francisco era diferente a cualquiera de las otras ciudades en un sentido: era una ciudad más joven, realmente joven. Y por esa razón tenía más arrojo, más chispa y más vividores y los clientes eran más libres con su china (dinero) y más salvajes en la cama.
—Solían salir del Lloyd’s Panamint y Lone Pine Stage —decía la vieja puta—, y con vapor saliéndoles de los oídos, cargados con certificados bancarios de plata.
La vieja Sugar Mary decía que recordaba los primeros días de las putas a un nivel impresionante; se hacía en las tiendas y chozas de las putas mexicanas y sudamericanas llamadas chilenos. Trabajaban en el puerto y en la larga cuesta de Telegraph Hill. La demanda era constante y tanto la gratificación del trabajo como la competencia estaban representadas solamente por negras e indias. Luego el boom de la quimera del oro se hizo más salvaje y el valor de las tierras aumentó y hasta Yerba Buena Cove se llenó. Sugar Mary me juraba: «Sólo cortaban los mástiles de los barcos y los cubrían de suciedad y se extendían por todo el puerto». El mercado se movió a Portsmouth Square, pero ése tampoco duró mucho tiempo como lugar de trabajo.
Para cuando llegué a San Francisco los puteros ricos exigían ante todo clase. Dirigir tugurios no era para nada mi estilo de vida y nunca lo sería. Uno es tan bajo como la medida en que se fija sus metas. Nunca dirigí ninguna casa en Barbary Coast, pues era una vida demasiado ruin y barata para el estilo de lugares que solía atender. Sugar Mary conocía a una madame llamada Labrodet que dirigió una buena casa en los setenta por las calles de Turk y Steiner, y yo quería algo especial como eso para mi propio burdel. No quería nada decadente del tipo de la House of Blazes que una vieja chismosa llamada Johanna Schrifin dirigía en Chestnut Street cerca de Mason, con tres o cuatro casas trabajando al mismo tiempo, y donde las chicas podían llevar allí a sus propios clientes y alquilar por horas una habitación. Gente de lo más inapropiada frecuentaba el lugar —ex convictos y «hombres pete», falsificadores, timadores de carnaval—. La vieja Sugar Mary recordaba a un oficial de policía que fue al Blazes a por un personaje buscado y le robaron su pipa (pistola), sombrero, esposas y cachiporra.
Después de subirme a muchas carretas de alquiler y de mucho caminar y hablar, decidí abrir una casa de lujo en el Tenderloin del centro, lejos de la costa. El barrio tenía buenas casas de juego, propiedades llamativas en el negocio de las tabernas y cabarets con música. Todo en Mason, Larkin, O’Farrell, Turk y otras buenas calles cerca de Market. Había buenos teatros, espléndidos lugares para comer donde la clase distinguida y la aristocracia y sus mujeres iban a pasárselo bien. La vida nocturna no era tan peligrosa, no estaba infestada de los tipos rastreros que acudían en manada a la costa. Había clase, gente adinerada, o gente que quería pasar por gente adinerada, y pronto aprendes que los de esta última clase pagan más que los primeros, sólo para dar la impresión de que son la crema y nata, exactamente como el caballo de Mrs. Astor.
La casa de tres pisos que dirigí estaba entre los sitios sofisticados del barrio. Tenía un buen ojo para los muebles y accesorios como un buen pedazo de madera. Había un hotelito que se salió del negocio porque iban a demolerlo para hacer un nuevo edificio, y conseguí algunas cosas finas de las que ya ni siquiera ves en estos días, excepto en los lugares de decoraciones fraudulentas. La comodidad no es suficiente en una casa de primera; el lujo es lo que los clientes deben sentir todo el tiempo. Instalé a Lacey Belle en una buena cocina y Harry me compró un bulldog inglés.
Yo conocía vinos y algunas de las mejores y más elegantes etiquetas para aquellos que no entendían. Nadie conocía mucho del nuevo jazz en San Francisco, así que conseguí al típico pianista, y Stephen Foster todavía estaba bien, con muchas canciones de mineros que no había escuchado antes. Monté las habitaciones de modo que sugirieran que un hombre podía desabrocharse allí sin ninguna duda de que tendría un buen polvo.
No contraté a ninguna chica de la costa, sino que mandé pedir unas a Saint Louie y a Nueva Orleans y empecé con ocho chicas, la vieja cocinera Lacey Belle y Harry con su mano dura para mantener a las muchachas bajo control. Las chicas sabían que eran de primera, al trabajar tan cerca de Market Street. Haz que una puta se sienta orgullosa de sí misma y de sus alrededores y tendrás una chica feliz y agradable con los clientes. A veces las chicas son muy infelices. Muchas se colapsan y se deprimen y algunas incluso se suicidan. Nunca conocí a ninguna puta alegre, con el corazón de oro, riéndose todo el tiempo, salvo en las obras y luego en las películas, y cuando hacen aparecer a las actrices como prostitutas en esos espectáculos, es para morirse de la risa, así de alejadas están del producto real. Nunca vi un diente de oro en la actuación, y a la mayoría de las putas les gusta tener uno o dos.
Mantenía a las chicas en un alto nivel, insistía en la limpieza intensiva de su cuerpo, cabello (sin demasiados peines) y ropa. Me ocupaba de que aparecieran con vestidos finos o atuendos cortos diseñados para atraer a los especialistas. En mi casa ofrecía lo que la gente llamaba «simple y anticuado polvo», algunas veces con ribetes para satisfacer al cliente especial; como en Nueva Orleans, no era muy dada a los actos pervertidos. Había una chica mitad española —Nina— que tenía un trasero duro y podía coger o usar el látigo, y había un cuarto en el piso de arriba donde las chicas presentaban varios actos picantes para algún hombre rico que diera una fiesta. Pero no era dada a los juegos mixtos con homosexuales raritos o tortilleras. La vieja Sugar Mary me decía que perdía mucha clientela por no ofrecer actos de mariquitas y había lugares en la ciudad que hacían su agosto con eso. Para cuando abrí supongo que algunos de los que llegaron en el 49 estaban hastiados y buscaban cosas más outré. Yo seguí ofreciendo un artículo honesto en un entorno fino y rico y no sentía anhelo por las cosas que satisfacían a los árabes y a los ingleses. Yo era una buena mujer de negocios. Hubiera dirigido un salón de té del mismo modo, pero no veía ninguna ganancia en el té. Estaba envejeciendo y quería dejar el negocio algún día, con una buena suma de dinero en efectivo y de inversiones.
Conocí a las madames locales, y, como siempre, algunas conocían el negocio, otras se movían rápidamente y desaparecían de la ciudad. Una de mis vecinas del Tenderloin era Tessie Wall, llamada Miss Tessie. Era una mujer fornida, bastante guapa pero una borrachina con un estómago que tenía capacidad para un galón de vino de una sola sentada. Miss Tessie era rechoncha, vulgar, codiciosa.
Había una leyenda sobre ella que se oyó durante años. Mientras cenaba con su amante, el jugador Frankie Daroux, se tomó veintidós botellas de vino y no se levantó ni una sola vez de la mesa. Se casaron y en la boda hubo más de cien invitados. Más tarde oí que Frankie le insistió a Miss Tessie para que dejara de ser puta. Él quería mantenerla en su casa en el Condado de San Mateo. Miss Tessie le dijo:
—Preferiría ser un poste de luz eléctrica en Powell Street antes que poseer todas esas jodidas tierras en el quinto pino.
El jugador la dejó y se negó a volver. Tessie consiguió un revolver. Al encontrarse a su Frankie en la calle, desenfundó el arma y disparó tres veces, apuntándole a los huevos pero, aunque se acercó, no dio en el blanco. La policía la encontró de pie llorando encima de Frankie. «He disparado al hijo de puta porque lo amo.»
Frankie se recuperó y se mudó a Nueva York. En su momento, Miss Tessie se retiró y se llevó la cama dorada que había usado en su casa a su apartamento de la 18th Street. Pero todo esto fue después de que yo ya hubiera dejado San Francisco.
Cuando cuentas que dirigías una casa de placer en San Francisco, la gente por lo general piensa en el «Barbary Coast», y no los puedes convencer de que el lugar realmente nunca fue tan elegante. Al menos no lo suficiente como para enganchar a ninguno de los mejores clientes. Me di por vencida en tratar de explicar que el Tenderloin no era Barbary Coast y no pretendía serlo. En efecto, el prostíbulo americano tiene más leyendas sobre sí mismo que el rey Arturo o George Washington. El hecho es que, por más salvaje que fuera San Francisco, la mayoría de los ciudadanos llevaban vidas familiares tediosas y normales, sólo los vividores y los despilfarradores le daban su reputación. Así que dirigí mi negocio y dejé que la costa acaparara todo el espacio en los periódicos. Difícilmente usaba a una chica de esa zona.
Me gustaba traer a mi casa a chicas del medio oeste y del sur. Tenía contactos con la organización que las traía de Inglaterra, Francia, Italia, o las recogía en pueblos del campo y ciudades del medio oeste. Me gustaban hambrientas, entusiastas y libres para ir y venir. Rara vez iba a la costa a por una chica, pero a veces las condiciones eran tales que me faltaban una o dos chicas y con los días festivos por llegar o alguna guerra en perspectiva —eso siempre mandaba hombres a las casas de citas—, tenía que reclutar en la costa. La vieja Mary conocía bien la costa y yo aprendí mucho de ella. Las viejas putas, si no se hacen devotas —y muchas de las que pierden la cabeza por Dios, ya no hablan de mucho más que de eso—, se vuelven muy parlanchinas.
Conocí a las madames de la costa y a las putas de los marineros del puerto. Y no me importaba mucho lo que veía. No estoy hablando de moral, me refiero a las condiciones. En la costa era animal, y no como los animales de corral; al haber sido una niña de granja, sabía que las cosas eran naturales en una granja y que las cosas sucedían porque así era. En la costa era antinatural y cruel. Soez y deprimente. Una puta podrá ser tonta, morbosa y triste, pero es humana. No me refiero a ninguna de las tonterías del estilo de «ahí está Nell Kimball, pero por la gracia de Dios». Una chica lista puede calcular sus probabilidades, pero las mujeres de la costa eran sucias, enfermas y por lo general no eran muy guapas.
En la costa había tres tipos de putas; la puta de caballeriza, la puta de prostíbulo y la puta de burdel. Una caballeriza podía ser un edificio de tres o cuatro pisos a punto de caerse, con pasillos largos, y fuera del pasillo tantos cubículos pequeños como podía haber. En cada cubículo cabía una mujer y llegué a visitar caballerizas donde había de doscientas cincuenta a trescientas putas trabajando. El ruido, el tufo, las voces, las maldiciones, todo era denso como el humo.
Las esclavas chinas trabajaban en los prostíbulos y también las negras y blancas que habían llegado de caballerizas y burdeles. Un prostíbulo no era más que una choza pequeña y vil, con la recepción enfrente y el cuarto de trabajo en la parte de atrás. Enfrente había una silla, y si era una puta mexicana o irlandesa, un altar con un vaso de aceite de oliva encendido y la Santa Virgen, girada hacia el lado opuesto al cuarto de trabajo. En el fondo las putas se sienten atraídas por una religión que tiene como dios a un hombre desnudo en una cruz. El cuarto de trabajo apenas tenía sitio suficiente para una pequeña cama de latón o de hierro y un aguamanil, una palangana de hojalata, a veces con una superficie de mármol de verdad en la base, una estufa de aceite de alquitrán y una olla de agua caliente encima, un frasco de ácido carbólico para la higiene, algunas toallas y una cómoda para la ropa de la puta. Por todas partes colgaban calendarios, partituras de música popular, postales coloridas y, encima de la cama, en un nido de rosas impresas u otras flores, el nombre: Ruthie, Mamie, Sadie, Dot, Daisy, Millie. No era la cama más limpia del mundo y siempre había una franja de alquitrán rojo o amarillo a los pies de ésta. Por unos veinticinco o cincuenta centavos el cliente no se quitaba las botas. No le permitían quitarse nada más que el sombrero, para mostrar, como Mary decía, «que tiene un poco de respeto por la puta».
Podías encontrar un prostíbulo casi en cualquier lugar: en las calles de Pacific, Washington, Montgomery, Commercial, a lo largo de las avenidas de Broadway y Grant. Podías oler la madre patria del lugar de donde venía una chica de prostíbulo gracias a los sitios donde comían o lo que se cocinaba alrededor de ellos. La vieja Mary decía que en Stockton podía saber que había prostíbulos de negras por el olor a guisado de Brunswick y al mondongo; y los prostíbulos de mexicanas en Grant, por el chile; las putas francesas en Commercial, por su perfume.
—No se bañan —decía Mary— sólo se untan perfume.
Las chicas se ofrecían a sí mismas desde los alféizares acolchonados de la ventana. Todas afirmaban ser francesas. Bacon y Belden Place estaban siempre llenas de prostíbulos. Más de cincuenta a veces, y se los alquilaban a la chica por cuatro dólares al día. A veces sufrían redadas por alguna sociedad para la prevención del vicio o por un grupo de una iglesia. Pero la pobre puta, expulsada por un día, siempre volvía, y los prostíbulos estaban listos otra vez para ellas. Los caseros a menudo eran personas respetables que apoyaban el trabajo antivicio en voz alta y hacían mucho dinero alquilándoles los prostíbulos a las putas. Nunca alegué ser respetable, por lo que no sé cómo se sentían realmente los dueños. Después de un tiempo me mantuve lejos de la costa. Me deprimía. Aun así a menudo organizaba recorridos a los antros en el Barbary Coast para los clientes que venían de fuera de la ciudad. Algunos hombres se ponen calientes al ver escenas depravadas y soeces y a mujeres sucias. El fundador de una universidad de California se corría al ver a una puta con ropa interior sucia.
La vieja Sugar Mary recuerda cuando Mouton Street era lo más bajo que podías conseguir en un prostíbulo, «trabajé allí dos años cuando todos mis dientes se cayeron. Era realmente follar y follar con la peor clase de canallas miserables en busca de cosas extrañas. Allí estaban los clientes más brutales y chiflados con ideas locas que querían probar. No podías conseguir a un policía para proteger un coño a menos que alguien se muriera o lo destriparan».
Era una calle temible, decía Mary, con farolas rojas encendidas y borrachos y putas medio desnudas en las ventanas, con una bata y nada más. Maldecían y gritaban en una docena de dialectos, putas gritonas y hombres borrachos que atacaban a otros borrachos, las putas exhibían sus tetas y conejos en las ventanas y todas gritaban sus trucos y sus ofertas. Todo esto a la vista de Nob Hill. Los chulos seguían a una víctima y trataban de empujarla a una ventana para un vistazo o una sentida o para que entrara para un polvo. Eran diez centavos por una tocada, dos veces más por una exprimida adicional. Una chica de prostíbulo podía, en una noche de fin de semana, atender a cien sementales; no podían decir que no se esforzaba. Había una jerarquía de color: el precio por una mexicana era de veinticinco centavos. Una puta negra, china o japonesa pedía cincuenta centavos. Todas las que alegaban ser francesas, setenta y cinco. Una chica yanqui costaba un dólar.
No sé quién empezó el cuento de que las pelirrojas eran más salvajes y más feroces al hacer el amor y que enloquecían por un hombre y casi no podían contenerse. Así que las pelirrojas podían sacar mucho más que el precio vigente, «pues gritaban como si hubieran perdido la cabeza por amor». Muchas cabezas estaban teñidas de rojo: el anaranjado y escarlata más vivo que jamás se hubiera visto en la costa. Y una chica judía pelirroja supuestamente era puro fuego y humo. En realidad muy pocas putas se dejaban llevar mientras atendían a un cliente.
La madame judía más importante era Iodoform Kate, que una vez fue puta en los prostíbulos de la costa. Dirigía cerca de doce prostíbulos, cada uno con una judía pelirroja genuina; juraba que el cabello era natural, y cada chica era una judía devota, que estaba ahorrando para traer a su marido, madre y padre a los Estados Unidos.
También estaba Rotary Rosie, que se movía en el sentido de las manecillas del reloj y al contrario mientras estaba en la cama. Era una lectora de libros, una puta educada. Un graduado de la Universidad de California le dijo a Rosie que estaba enamorado de ella. Trajo a los hombres de su fraternidad. Rotary Rosie giró, atendiendo a los hermanos de fraternidad de su novio sin ningún coste. Le pagaron leyéndole. Rosie dijo que iría a la universidad. Cuando el amante de Rosie dejó la ciudad, dicen que Rotary Rosie se suicidó. Los libros pueden arruinar a la gente después de todo.
Los tres años durante los cuales dirigí una casa en San Francisco fueron fáciles, años justamente interesantes. No me enamoré. No tuve a un rey del ferrocarril como amante. Cuidé mi negocio. Siempre sacaba enormes ganancias de las cajas de cervezas que vendía, del bourbon y del vino también, pero con el vino americano tenía que atenerme a las etiquetas y no siempre estaba segura. Prefería y conocía las mejores cosechas europeas. Yo no me emborrachaba como algunas madames. Solía tomar café mientras estaba trabajando y algunas veces un poco de brandy con algún cliente asiduo más viejo.
Más tarde en Nueva Orleans tuvimos lo mejor de los primeros jazzistas, antes de eso a un pianista, generalmente blanco en los primeros años, con ragtime y canciones tristes y melosas de Stephen Foster, aunque después llegaron los ritmos y sonidos de los negros. En San Francisco tenía una pianola en un salón que se alimentaba con monedas de medio dólar (las casas más baratas tenían unas que comían monedas de un cuarto de dólar). En el salón especial privado para la clientela más importante tenía un enorme piano negro que llegó en un barco alemán encallado cerca de Sea Rock; un cliente me dijo que una vez tuvo un dueño llamado Brahms, pero nunca estuve segura de eso incluso después de buscar quién era Brahms. Tenía a un pequeño profesor en los teclados que solía tocar en los teatros de vodevil en el centro hasta que —en serio— un acróbata se cayó encima de él y le hizo daño en la espalda; así que le dio por temer los espectáculos de acrobacia en el escenario y empezó a asistir a reuniones espiritistas y golpear en las mesas y entrar en trance, de manera que nadie lo quería contratar más que yo. Conocía todo lo que los clientes le pedían y el salón privado tenía algunos conciertos grandiosos. Mis favoritas eran The Turkish Patrol y algunas de Chopin. Cuando el profesor tocaba Minute Waltz, los clientes lo cronometraban, y si lo hacía en un tiempo récord, le invitaban a un brandy. Tenía que limitarlo a cuatro Minute Waltzes por noche.
En San Francisco no gané tanto como hubiera podido. Estaba en el negocio para ganar bien y me las arreglé con un buen estado de cuenta en el banco y unos cuantos terrenos que compré en la ciudad. Pero los policías y los políticos presionaban fuertemente a las casas por el botín y el soborno. Los sobornos eran muy pesados. Yo pagaba una cuota fija por cada chica que tenía trabajando. Le daba al Ayuntamiento una tajada por la venta de licor. Y por una temporada (hasta que curé al hijo de un político de la gonorrea que una chica de la universidad le contagió, enviándolo al doctor adecuado) tuve que dejar que la policía se llevara todas las monedas de la pianola. No los culpaba; todo el mundo metía las manos en la caja de la ciudad.
Sin embargo, conocía a jueces y a miembros del Congreso de la ciudad y del estado; así que, aunque pagaba mucho, no pagaba tanto como algunas para los inspectores, polizontes, esbirros, jueces de los tribunales de noche, periodistas (unos cuantos pretendían obtenerlo por su cara bonita) y bomberos. Estoy acostumbrada a la codicia humana, al uso que la gente en el poder hace de su puesto, de su posición oficial. Nunca conocí a nadie en la política —y en mis casas los he visto a todos, del vicepresidente para abajo— que no quisiera poder, dinero o el derecho de mangonear a la gente. Y que no se diga que no conocí a los tipos indicados. Podría darles una lista de reformistas irreprochables y legisladores. Muchos de los que hacían gritar al águila con el amor a su patria en los picnics y en los mítines del cuatro de julio, también querían echarse un casquete a la Annie (gratis; de Annie Oakley, la tiradora certera de circo que hacía agujeros en las cosas, por lo que un billete perforado significaba que el portador podía entrar sin pagar).
Después de volver a Nueva Orleans, los funcionarios de la ciudad pusieron un impuesto ilegal y extraoficial por cada instrumento musical de cada casa. Un supuesto permiso en una ley que nunca fue aprobada; el dinero recaudado nunca llegó al ayuntamiento o al estado. Luego llegó la orden para todas las madames de que sacaran todos los instrumentos musicales de sus casas. La música era demasiado ruidosa. Se lanzó la indirecta de que una casa podría usar música si se tocaba una nueva arpa mecánica. Un vendedor llegaba para vender justo esa arpa, hecha en una fábrica de música de Cincinnati, por setecientos cincuenta dólares. Las credenciales del vendedor eran de los políticos. Una podía comprar la misma arpa por unos ciento cincuenta dólares mediante un catálogo, pero las madames sabían que era más prudente comprársela al vendedor, que dividía sus comisiones en los cuarteles indicados.
Los dos acontecimientos mundiales que sacudieron e hicieron rugir a toda la ciudad fueron los descubrimientos de oro en Klondike y la guerra con España por Cuba. Los mineros empezaron a llegar a la ciudad hablando de sus hallazgos y sus fortunas. En su mayoría eran gente simple, hambrientos de aquello de lo que nunca tuvieron suficiente. O de oro para gastar. Y cuando el almirante Dewey tomó Manila, no cerramos las puertas durante tres días y tres noches. A las putas las hundían más a menudo que a los buques españoles.