Capítulo 22


Problemas en la casa

La vida empieza a transcurrir sin color conforme se convierte en una rutina, una costumbre. Los días se vuelven tediosos y parecen ir lentamente, haciéndose camino hasta el final. Simplemente no recuerdo todas esas fiestas frenéticas de Año Nuevo que celebramos en la casa.

Una o dos destacan. El año en que un actor famoso perdió la parte frontal de su hermosa dentadura de porcelana en el alcantarillado, y luego el año en que tuvimos un incendio cuando el budín de ciruela de Lacey Belle flambeado en brandy prendió las persianas y tuvimos que apagarlas con botellas de agua de Seltz.

Para cuando llegaron los años noventa yo estaba subiendo de peso, pero como era alta podía disimularlo, aun cuando se me cayera todo un poco por aquí y por allá. Pero con un corsé ajustado y dos criadas que me ajustaban los encajes y me ponían una faja, todavía tenía, según me decían, un culo magnífico y un buen par de tetas. Si les gusta la silueta anticuada. Sólo de cerca se podían ver las arrugas alrededor de los ojos, y el hecho de que mi cabello dorado rojizo estaba teñido. Tenía una buena dentadura y la cuidaba. Rehuía las charlatanerías de los dentistas que trataban de venderme un diente de oro para la parte frontal. Tenía una buena digestión, no bebía tanto como algunos ni tan poquito como otros. Sabía de vinos gracias a mi temporada en casa de los Flegel y solía serle fiel a un borgoña blanco Clos du Chapite.

Los años seguían pasando como si tuvieran miedo de que los atrapáramos. Tenía cuarenta y cuatro años y me quitaba unos cuantos. 1898 parecía un año completo; la excitación por la guerra cubana era buena para la casa. La idea alegre de hacer polvo a los españoles estaba en la mente de todo el mundo. No me habría podido importar menos quién explotó el Maine, pero todo el mundo en la calle parecía listo para sacar un arma y empezar a matar cachupines. Siempre me gustaron los españoles que conocí —tenían buenos modales—, y no entendía por qué matar a un hombre que me vendía pendientes de diamantes o culpar por el Maine a uno que reponía las ventanas de cristal rotas. Nunca he sido de las que ondean banderas. Para mí no son más que estampados de color cosidos, aun cuando sé lo que representan. Pero nunca confundí un país con su gobierno, con los pelagatos que dirigían las cosas durante un tiempo, con su bandera. Yo sabía, gracias a los contactos que tenía para la protección, que un gobierno no es sólo una bandera o su historia pasada, sino que por lo general es una colección de personas codiciosas y podridas llamadas políticos. Ni siquiera sentía que fueran todos malos. Hemos tenido algunos hombres grandiosos, unos cuantos en Washington. En todo barril de manzanas podridas siempre encuentras una o dos que están buenas.

No, nunca he tenido ningún interés en morir por una bandera o por la historia o por los políticos. Odiaba que le dispararan a la gente, que mataran a los muchachos por un lema o por más tierra para la United Fruit Co. o la Azucarera Fulana o el New York World. Vi a los magnates de piñas y a los hijos de misioneros apoderarse de todo Hawai.

Un magnate de piñas —indirectamente— haría que me echaran de la ciudad durante tres años, cerraran mi casa y me enviaran a la costa oeste. Este magnate de piñas no era más que un cerdo asqueroso, que vomitaba en el salón, se limpiaba con el mantel y trataba de dispararle al perro del jardín sólo porque ladraba. Harry tuvo que quitarle la pistola.

El verdadero problema que este hombre causó fue insistir en traer a la casa a un joven amigo, al que llamaré Frank P. (su familia todavía es importante en Nueva Orleans). Frank era joven, ya era un borracho, siempre transpiraba a través de sus trajes de lino blanco, siempre estaba dándole palmadas en la espalda a la gente, siempre pellizcaba a las criadas negras y era dado a enseñar un fajo de dinero y decir: «En casa hay muchos más de éstos». Existen estos tipos que saben que el dinero les va a comprar lo que sea. No discrepo con ellos del todo. Es sólo que pienso que deberían hacerlo con buen gusto. Frank no tenía buen gusto ni modales, sólo una familia rica que tres generaciones atrás había sido chusma blanca del sur, y que robó lo suficiente en tierras y algodón durante la guerra civil como para volverse muy rica. Ahora se había establecido en la ciudad y seguía desvalijando. No me caía bien Frank, pero sus contactos eran importantes en la ciudad. No quería que su gente la tomara conmigo. Ellos creían, según me dijo Frank, que si se desfogaba en un prostíbulo, en casa no bebería tanto ni trataría de follarse a ninguna de las invitadas de sus hermanas que se quedaban con ellos. Era una verdadera joyita del sur.

A las chicas de la casa no les caía bien Frank. Las maltrataba. Y cuando llegaba de una borrachera, no lograba que se le levantara el pito. Solía atormentar a las chicas para lograr una erección. Hay gente a la que le gusta hacer daño a los demás y cuando fallan en algo tan importante como el sexo, les hacen aún más daño.

Le dije a Frank que se le prohibiría la entrada a la casa si intentaba cualquiera de sus crueldades con mis chicas. Tuvo que pagar por un ojo morado que le dejó a una niña llamada Agnes que trabajaba para mí. Era la típica retraída que toda casa tiene para ciertos huéspedes tímidos o nerviosos. Siempre parecía como si fuera su primera vez con un hombre. Podía acurrucarse como si tuviera miedo, como si quisiera esconderse del mundo. Agnes estaba realmente un poco tocada de la cabeza. Supongo que le faltaba un tornillo y que realmente tenía miedo del mundo. Llegó de Tampa a mi casa, de una familia pobre de chusma blanca. Había sido puta entre los recolectores de fruta y los pescadores de camarón desde que tenía doce años. Podía estar callada y luego repentinamente tener un arranque de rabia y llorar por cualquier cosa como un zapato de borla roto o porque alguien había usado su taza de café preferida. O se enfurruñaba, se llevaba un par de dedos a la boca y se los mordía. La conservaba porque era buena para la clientela a la que le gustaba dominar a las chicas. Para Agnes cada polvo era como una violación.

A Frank le daba por fastidiar a Agnes, zarandearla, hacerle peticiones disparatadas cuando se daba cuenta de que no podía correrse. Esa mala noche se subió una botella al cuarto —de brandy, una bebida mortal para él— y se puso hasta las orejas. ¡Dijo que se excitaría correctamente si Agnes se mojaba el vello púbico en brandy y le prendía fuego! Coño flambée, dijo. Agnes se puso a gritar y Frank la empujó contra una esquina y empezó a golpearla con la botella de brandy. La botella se rompió y le hizo una herida profunda en la mejilla derecha.

Agnes trató de coger lo que fuera, alcanzó un par de tijeras que guardaba en su mesita de noche. Llena de sangre por toda la cara y con Frank dispuesto a aplastarle el cráneo con el extremo puntiagudo de la botella rota, arremetió y le clavó las tijeras cerradas en el ojo derecho, sin ni siquiera apuntar. Así es como me lo contó más tarde y yo le creí.

Las delgadas tijeras afiladas, clavadas fuertemente, debieron de haber matado a Frank en el momento en que golpearon su cerebro. Se cayó hacia atrás, con el mango de las tijeras colgando de la órbita del ojo.

Yo había subido desde el salón al oír el primer grito de Agnes y la vi ahí desnuda, sangrando como un becerro degollado y a él en calzones, acostado sobre la alfombra, con las tijeras saliéndose de la cabeza y la habitación apestando a brandy derramado.

Le dije al ama de llaves que bajara y que anunciara que había habido un infarto en uno de los cuartos. Que si los huéspedes tenían la amabilidad de irse antes de que llamáramos al hospital por una ambulancia. Eso surtió efecto. Ningún huésped querría que lo encontraran en un prostíbulo cuando tuviera que elaborarse el informe. Le pedí a Harry que subiera y le mostré lo que había en la habitación mientras yo calmaba a Agnes. Le di una buena dosis de láudano con vino. Le vendé la cabeza con una toalla. Era difícil detener la hemorragia. La herida tenía siete centímetros de profundidad. Miré a Harry:

—Ve a buscar al Capitán B.

—Mejor traigo también al doctor.

—Apaga todas las luces de abajo. Que las chicas se metan en sus cuartos. Enciérralas. Diles que no saben nada, que todas estaban dormidas.

Harry se fue a hacer los recados. Me llevé a Agnes a mi cuarto y la acosté en la cama y Lacey Belle —en quien podía confiar— se sentó a su lado. El doctor llegó. Era un médico arruinado que practicaba abortos a putas, que trataba la sífilis y que hacía mucho tiempo había perdido su licencia para ejercer. Se pasaba la vida, no muy infelizmente, gorroneando dinero para apostar en los caballos. Le quitó a Agnes la toalla que yo le había puesto alrededor de la mejilla y dijo que le quedaría una cicatriz espantosa a menos que la cosiera enseguida. Lo dejé con Harry y Lacey Belle para sujetar a Agnes después de que le diera una droga para atontarla un poquito más.

Siempre llamé a los importantes de la policía cuando hubo un problema. El Capitán B. estaba en el salón. Era un polizonte honesto que hacía lo que le decían los que estaban arriba. Se llevaba su parte, nunca pedía una chica, y yo sabía que era un tipo recto. Vio que yo estaba temblorosa mientras nos sentamos a beber bourbon en el salón. Le conté lo que la chica me había dicho que había sucedido.

Sin mostrar tensión alguna, me dijo:

—¿Está segura de que está muerto?

—Suba y véalo usted mismo.

Subimos y le quité el cerrojo a la puerta. El Capitán B. se agachó hacia el cuerpo, no lo tocó, y después de un rato se puso de pie y se sacudió las manos.

—Está más muerto que mi abuela. ¿La chica va a sobrevivir?

—A menos que le dé gangrena. El doctor está con ella. Ella no hablará. Le dije que no dijera nada.

El Capitán B. miró a Frank y con la punta de su zapato tocó el hombro desnudo del muerto.

—Puede alegar legítima defensa. En efecto, toda esta historia va a hacer ruido. ¿Se puede confiar en su gente?

—A Harry, usted lo conoce. Él y yo somos los únicos que han visto este cuarto. Además de la chica.

—Volveré en una hora. Tengo que llamar a algunas personas. Mantenga las puertas cerradas.

Alas cuatro de la mañana Harry y el Capitán B. estaban sacando el cuerpo de Frank envuelto en una lona de carpa por la puerta de atrás. Luego se fueron en un carruaje de dos caballos, Harry conducía. Dos días después hallaron el cuerpo de Frank en las aguas poco profundas del gran lago. Un accidente de lancha. Había chocado con algo puntiagudo y se había caído de la lancha. Ni siquiera salió en ningún periódico.

Mantuve la casa abierta, pero mandé quitar la alfombra del cuarto de Agnes e hice que se la llevaran para quemarla. A Agnes la envié a un sanatorio en Baton Rouge. Me senté y esperé. Sabía que algo explotaría. El Capitán B. regresó. Nos sentamos en mi cuarto. Me miró de frente y me dio unas palmaditas en la rodilla.

—Bien, usted sabe que soy un policía honesto. Le voy a poner las cartas sobre la mesa. Le tuvimos que decir al padre del muchacho que su hijo murió borracho, con el estómago lleno de alcohol, y que una chica, una puta, había salido herida y casi moría. No se mencionó la casa de citas. Echó humo, pero los tipos de arriba lo arreglaron. No habrá investigación. Pusieron dos condiciones.

—¿Cuáles?

—Un escándalo podría cerrar todas las casas. Suspender el dinero de la protección. Tiene que cerrar su casa e irse de la ciudad durante unos cuantos años hasta que todo esto haya pasado. Les dije a mis superiores que usted era de fiar, pero bueno, quieren que cierre su casa y que usted se vaya de la ciudad. También, por supuesto, la chica se va con usted, o a cualquier otro lugar, pero fuera de la ciudad.

—¿No hay otra opción?

—Nop. Si se queda, la vamos a clausurar.

—¿Sabe todo lo que tengo invertido aquí?

Me dijo que lo sabía y que lo sentía. Me dijo que después de que me fuera y el lugar estuviera cerrado durante dos o tres meses, podría alquilarlo, con muebles y todo, a través de Roma. Pero no podía tener nada que ver con su administración.

Le dije que si así tenía que ser, así sería. El Capitán B. sacó dos cartas de su bolsillo:

—Aquí tiene algunas presentaciones con la gente indicada en San Francisco. En caso de que quiera abrir algo por allá.

Ya había pensado en San Francisco. Me sentía fatal por ser expulsada de la ciudad. Por otro lado, si a Agnes la llevaban a juicio por asesinato, me vería arruinada, quizá hasta implicada. Y eso podía desembocar en la clausura de todas las casas de citas. Así es que yo era el chivo expiatorio de todo eso. Me daba cuenta de que el Capitán B. y sus superiores estaban haciendo lo mejor. Para mí, también para ellos. Las estatuas que representan la Justicia siempre tienen los ojos vendados. Siempre he sospechado que también es bizca. No quería probar mi teoría. Arreglé mis asuntos, cerré la casa y, llevándome conmigo a Harry y a Lacey Belle —a las chicas las acomodé en otras casas—, cogí el tren. Primero hacia el norte para ocuparme de mis inversiones y de mis cuentas, había depositado todo en Saint Louis, y luego hacia el oeste a California. Fue un viaje sofocante y polvoriento, había cenizas por todas partes y un ferrocarril que necesitaba allanarse. Aunque era mejor que los vagones de tren que solían dirigirse al oeste.

Era el oeste todo el tiempo, y ahí estaba todo lo que había visto en las postales y en las estereografías. Los peñascos rojos, las grandes distancias interminables sin nada, tanto vacío. Era difícil creer que detrás de mí la gente viviera codo con codo en las ciudades, se peleara por un pedazo de calle, cuando toda esta tierra estaba vacía sin nada más que arena y rocas y un poco de rastrojo. Las Montañas Rocosas me dejaron con la boca abierta. Todas esas rocas apiladas sobre rocas apiladas y algunas cubiertas con nieve.

Y yo, toda entumecida, llena de polvo, con indigestión, en dirección hacia California. Empecé a recuperarme. Me pregunté: ¿debo holgazanear?, ¿debo abrir una casa?

En el tren traqueteante de Mr. Huntington pasé noches acostada en mi litera temblando y dando vueltas, escuchando el pitido del tren y el chacachaca de las ruedas del tren, preguntándome qué estaba haciendo. Ya no era joven, no tenía un hombre, no tenía nada más que algunos papeles que decían que era dueña de esas acciones y que tenía esa cuenta de banco. Hasta pensé en Monte y en Sonny. No venían a mis recuerdos muy habitualmente. Los apartaba. No quería caminar por la vida con una libra de plomo en el estómago, evocando recuerdos. Siempre he preferido pensar en una bebida, en una buena comida, en un día alegre. Añadan el placer de un buen par de caballos, una buena charla con hombres en el salón cuando los huéspedes se conocían y se expresaban sobre todo lo que consideraban el modo adecuado de vivir. Hace tiempo que descubrí que la conversación no es más que chisme e información. No resuelve nada y no debería tomarse muy apecho. Para mí, una buena charla no es más que educación sin dolor.

¿Podría tenerlo de nuevo? Tenía una especie de dolor por la vieja casa de citas, ahora oscura, cerrada, con todo cubierto con sábanas, las persianas bajadas y la llave en manos de uno de los hombres de Roma, quien encontraría a alguien para encargarse de la casa.

En el ferry de Oakland le eché un vistazo a San Francisco y decidí, ¿por qué no? Aquí o en cualquier lugar yo era una madame.