Capítulo 20


En El Delta

En diciembre del año en que Sonny murió me encontraba en un tren rápido, un muy buen tren, camino de Nueva Orleans, para abrir un prostíbulo, convertirme en una madame. Me sentía de un millón de años de edad, mientras viajaba sentada en ese tren, viendo pasar apeaderos y puebluchos, los palurdos recogiendo manzanas, la gente simple en las estaciones viendo pasar el tren, sus mulas moviendo la cola. Oficialmente tenía todavía menos de treinta años, pero eso no significaba nada. Me sentía como el hombre con los suspensorios sosteniendo el mundo, una estatua griega de Atlas que una vez vi en el aparador de una tienda.

Mi mente estaba seca y había un poco de locura en mis ojos mientras me veía a mí misma reflejada en la ventana agitada del tren. No podía explicarme la casualidad y el accidente en la vida de uno. Justo dos semanas después de que Sonny muriera recibí una carta del abogado de Konrad Ritcher, en la que me escribía que me habían depositado en un banco de Nueva Orleans la suma de once mil dólares. Konrad había cumplido. Pero no había ningún mensaje personal, no me preguntaba cómo estaba, qué estaba haciendo. Después de pagarles a los Moore el coste del doctor y el entierro, tuve uno de esos pensamientos que vienen y van en un destello; ¿por qué el dinero no había llegado un mes antes? Quizá Sonny estaría vivo y lo habría podido sacar del verano caliente, lejos de la inmunda pensión, la mugrienta ciudad. Pero ese pensamiento duró lo que dura un chasquido de dedos.

Soy bastante indiferente con respecto a los que tratan de comprender la razón de las cosas, el modo en que suceden o no en este mundo. Y por qué, pensaba yo mientras viajaba en ese tren, la vida es tan triste y corta. No creo que haya en absoluto ninguna razón para eso. O que se trate de un gran plan. Se trata únicamente de una serie de accidentes que suceden juntos y se mantienen en funcionamiento, que hacen crecer flores, dejan que los animales se coman los unos a los otros para alimentarse. Los accidentes que surgieron con el hombre; el hombre, una tremenda creación, pero defectuosa de muchas maneras.

Mientras pensaba así en el largo viaje en tren no podía creer que ningún dios hubiera matado a Sonny o que fuera a matarme a mí. Un asesino muestra su crueldad de muchas maneras antes de matar, y yo sólo veía un enredo de indiferencia. Para mí nunca hubo nada en la vida que mostrara tener una razón más alta para ser que la de simplemente ser… Un trayecto largo en tren crea este tipo de pensamientos. No he cambiado mucho mis ideas de cómo y por qué ocurren las cosas desde entonces.

El tren pasó por granjas llanas, luego cerros, montañas, más granjas llanas, riberas de río, siempre con el chacachaca de las ruedas.

Tenía que planear cuidadosamente lo que iba a hacer en Nueva Orleans. Iba bien vestida, tenía un buen equipaje, un regalo de despedida de Marm Mandelbaum. Tenía el dinero de Konrad en el banco, cartas para las personas indicadas, políticos, funcionarios de Nueva Orleans. Tenía presentaciones con la ley y la policía. Lo que tenía que hacer era encontrar una casa, muebles, vajilla, sábanas, ropa de cama, cuadros. Había sido una discípula muy buena de Zig y Emma Flegel, pero ahora iba por mi cuenta. Y corta de dinero. Una buena casa, no una casa realmente de lujo, pero una buena, podía montarse con veinte o treinta mil dólares, según mis cálculos. Tenía que conseguir un crédito para ampliar mi inversión.

Nueva Orleans en los años ochenta era animada, creciente, divertida; también caliente, sofocante, baja, se situaba tan por debajo del nivel del río que me preocupaba que hubiera desbordamientos y se inundara todo. No enterraban a la gente bajo tierra en los cementerios. Había lugares donde los enterraban en plataformas. Las calles no tenían alcantarillas pluviales, las casas no tenían sótanos.

Me instalé en una «Casa de huéspedes para damas» cerca del ayuntamiento, tomé un carruaje y visité a varias de las personas para las que tenía cartas. Era agradable saber que podías ir de una ciudad a otra en este país y conocer a la gente que iba a venderte protección para una casa de citas, conseguirte permisos, presentarte a aquellos que te venderían muebles y accesorios a crédito, al menos en parte, en todo caso. Incluso vendrían a la noche de inauguración de la casa, beberían de tu vino y pellizcarían a tus chicas. La mayoría de ellos eran respetables, hombres de familia honorables, elegidos o designados para un puesto. Eran conocidos como «la corrupción honesta». La ciudad necesitaba putas, las putas necesitaban casas, las casas impedían que los jóvenes bien y los brutos violaran a sus hijas, hermanas, esposas. Las vírgenes de la comunidad estaban a salvo y los hombres maduros con pequeñas necesidades y hábitos privados podían, en buenos ambientes, hacer menos daño, provocar menos escándalo si los lugares como el que yo tenía en mente estaban permitidos. Se les dejaba existir mientras que públicamente eran vistos como patios de recreo del diablo. ¿Quién era más hipócrita? ¿Yo o la sociedad?

Me puse un nuevo nombre, vi varias casas. Un pequeño italiano sudoroso y risueño llamado Roma me llevó a visitarlas. Él sabía de una casa bastante bien amueblada en Basin Street que había sido una especie de burdel y casa de juego. En ese lugar se habían efectuado trampas en las cartas y lo habían clausurado. Podía firmar unos pagarés por los muebles que me interesaran y absorber el contrato de arrendamiento. Aparentemente varias personas estaban interesadas en el alquiler, los muebles; o quizá Roma era el verdadero dueño, y actuaba como si fuera solamente el agente.

Me busqué un joven abogado con carácter, Peter S., para que vigilara a Roma y mis intereses. Firmé los papeles que me puso delante y saqué mi propio dinero para comprar sábanas finas y camas elegantes y mucha buena ropa de cama. Roma conocía a la gente que proveía a las otras casas de citas. Me reía de los precios y despreciaba los materiales. Pero estaba asustada hasta la punta de mis zapatos de borla. Temía que una mañana me despertara y descubriera que todo mi dinero había desaparecido y tuviera que volver a la pensión de la señora Moore y tratar de encontrar un trabajo como camarera en el Haymarket para mamársela a los clientes. Me despertaba toda sudada en la humedad y calor de Nueva Orleans, y para calmarme necesitaba dos tazas de la idea atroz que esa ciudad tenía del café y un trago de bourbon. Una vez que has olido el hedor de la pobreza y has visto la bondad del suicidio, nunca más vuelves a descansar fácilmente.

Era una buena casa de tres pisos con un viejo y elegante pasamanos de hierro, unas escaleras de piedra fina. Fuera había un negro hecho de hierro con un aro para enganchar caballos. En la parte de atrás crecía una especie de jardín con flores salvajes y musgo las baldosas. Una cochera y una perrera venían con el lugar. Conseguí el perro, uno grande, con aspecto cruel, que realmente no era muy bueno. Pero su aspecto y gruñido y ladrido impedían que la gente se acercara o entrara por la fuerza. Contraté a Harry.

Harry, después de veinte años enrolado en la Marina, estaba terminando su último periodo. Era como una roca sólida, con rostro de ladrillo, sin expresión. Siempre tenía una mascada de tabaco escondida en la mejilla, pero no tenía tatuajes como los tendría cualquier marinero. Era un buen sirviente, celador, sofocador de reyertas. Calmaba a los que se peleaban a puñetazos, y si se lo ordenaba abofeteaba a una puta si ésta se pasaba de la raya y no guardaba la compostura. Esto puede sonar cruel, pero no lo era. Echarla a la calle era cruel, y si yo no tenía disciplina y no era una buena madame, podía irme a la ruina.

Encontré a Lacey Belle, una maravillosa cocinera negra, con más inteligencia que la mayoría de los blancos que he conocido. Todo lo que ella pedía era:

—Yo no hago quehaceres domésticos ni lavo ventanas ni admito que las putas sean respondonas. Soy una cocinera de alcurnia. Soy una mujer que va a la iglesia y un predicador me casó. Tengo unos hijos en Georgia que quiero educar.

Contraté a Lacey Belle; nunca me arrepentí. Me gustan las mujeres con agallas y un poco de insolencia. Era una negrata, pero nunca confié en nadie como confié en ella. Había mucha gente blanca a la que yo no quería, por lo que no sentía culpa cuando un negro me caía bien o mal. En casi todos los aspectos eran simplemente como cualquiera otra persona. Igual de buenos o igual de podridos. Igual de generosos o igual de crueles.

Contraté a dos criadas, mulatas claras. Compré vino, bourbon, otras cosas embotelladas para beber. Conseguí cubertería, cristalería, puse mucha alfombra roja. Añadí unos cuadros al óleo, todos con marcos dorados, con una exhibición de tetas y culos y personas gordas animadas con comida y diversión y copas de vino. Nunca pensé que hubiera mucha orgía en esos cuadros, pero le daban al cliente la idea de que no estábamos en una escuela de domingo.

Les escribí a los Flegel para pedirles que me consiguieran seis buenas putas, jóvenes, bonitas, que no bebieran ni se drogaran ni fueran lesbianas, chicas sin chulo o protector que mantener. Recibí una respuesta de Emma Flegel en la que me decía que Zig había muerto, llevaba muerto un año y medio. Su corazón finalmente le había fallado. Había engordado mucho y no dejaba de gritar que regresaría a la madre patria. También Zig folló hasta morir con una chica de una panadería. La había estado manteniendo en un lugar cerca de la universidad. Así que murió, me escribió Emma. Zig siempre pensó mucho en mí, agregó. Me mandaría a cinco chicas si les pagaba el viaje. Buscaría a su alrededor a otra chica formal que no me causara problemas. Me aconsejó que solamente dirigiera una casa de lujo, que hiciera una lista de clientes asiduos y que evitara a la clientela de la calle. Y que siempre tuviera buenos términos con la policía y vigilara la ropa de cama. Perder la ropa o tener una ladrona por ama de llaves podían arruinar una casa.

Toda esta compra de muebles, contrataciones, las cartas que tuve que escribir, me llevaron tiempo. No tenía prisa. La gente con la que hacía negocios tampoco tenía prisa. Inauguré una noche de marzo con una pequeña cena para los altos mandos de la policía, personajes políticos, Roma y sus amigos elegantes únicamente. De los recipientes de vino serví Pinot Chardonnay, Rudesheimer, Klosterkiesel, champán, brandy. Mi abogado se sentó en la cabecera de la mesa. Estaba cobrando su cuota en mi cama. No me atreví a rechazarlo. Él era todo lo que había entre la gente con la que estaba haciendo negocios y yo. Y si llegaran a someterme absolutamente, estaría, como él mismo decía, «con el agua al cuello». No sentía mucho interés por él en la cama. Yo no me desinhibía, o no podía. Nunca fui la misma después de que Monte y Sonny murieran. No me interesaba mucho estremecerme en el juego sexual. Era como el zapatero que hizo muchos zapatos pero justo después prefirió andar descalzo.

Recuerdo esa primera cena —para romper el hielo—, con fruta y carne de cangrejo y camarones en salsa picante, ragú de rabo de buey, carne Orlando, arroz, aves y perdiz. Todos esos vinos, con cosas fuertes para los borrachos. Lacey Relie se lució en la cocina. Tenía a las chicas que Emma me había conseguido vestidas de forma muy sencilla, pero ajustada. Nada de aspecto putesco, y les había prometido un tortazo en la oreja si decían aunque fuera una palabra obscena.

—Dejad que los caballeros sugieran el tono de la conversación.

Perdí a una chica en el camino. Se bajó en Nashville y nunca la volvieron a ver. Yo iba vestida con seda amarilla, llevaba guantes hasta los codos, algunas plumas negras en el cabello, algunos anillos y perlas que Roma me había prestado.

Mordisqueé unas galletas saladas con paté de hígado con brandy y sonreí y todo el mundo estaba alrededor mientras las criadas quitaban la mesa y traían puros y licoreras de brandy. Vi las licoreras de cristal tallado y supe que no cabía la menor duda de que era una madame. Relucían bajo los candelabros y el brillo del cristal decía: «Ahora eres una madame». Las chicas estaban sentadas sobre regazos, el humo de los puros era pesado, realmente penetrante, mezclado con el olor de la comida que habíamos cenado. Las cortinas estaban cerradas, las persianas bajadas. Harry estaba en la puerta. Deseaba que hubieran entregado el piano.

Me entusiasmaba conforme los puros se hacían más cortos. Las chicas trabajaron tres turnos esa noche. Había muchos huéspedes importantes y sólo tenía cuatro putas. Me negué a subir yo misma. Dejé claro que iba a ser solamente la madame.

Desde luego, ningún cliente pagó. La cena, las chicas, los polvos, fueron por cuenta de la casa. Estaría contribuyendo al ingreso de los huéspedes durante muchos años con mucho dinero para la protección. Y mucho Beau Sejour y Saint Emilion. Hoy en día podrían llamarlo gastos de propaganda. Yo lo llamaba buena voluntad. Los huéspedes iban a traer a muchos clientes asiduos a mi casa. Cuando había en la ciudad un actor importante o un jinete deportivo, minero del oeste o jugador de alto nivel, le aconsejaban que fuera a visitar mi casa de citas.

No fue fácil para mí actuar como la madame al principio. Era como sacar un nuevo velero y no saber cómo navegar y lo que debía hacer el viento y qué cuerdas amarrar y cuáles arrizar. Pero hasta que conoces el maldito velero y sus trucos y reacciones y te haces una idea de cómo está aparejado, estás a punto de volcar todo el tiempo. Patas arriba.

Así fue para mí ser una madame nueva en una ciudad nueva. Empecé a conocer a las otras madames. Solíamos tomar brandy o una botella de Antinori Chianti en nuestros salones a mediodía y hablar sobre nuestra protección y los costes y las chicas. Le pillé el truco a ser capaz de hacer que un huésped diera un par de monedas de diez dólares de oro sin que pareciera la venta del cuerpo de una puta para su placer. Siempre pude calmar a quien fuera, salvo a los borrachos locos. Tenía mucha experiencia escuchando a un hombre decir lo maravilloso que era o lo horrible que era follar con su esposa o cómo había renunciado a la chica que quería o sacrificado su vida como artista o ingeniero para meterse en el negocio familiar de alquitrán, algodón, embarcaciones, madera o barcos de vapor.

Perdí peso. Me sentía demasiado cansada para ocuparme del abogado, que era un semental guapo y de quien debí haber gozado, pero no lo hice. No dejaba de pensar en el dinerito que había dejado en el banco y en el que debía en pagarés y créditos. Antes de que terminara el año el abogado se casó y dejó la ciudad para irse a Los Ángeles.

Me dije a mí misma que no tenía pasado. No tenía a quien amar otra vez. Era una mujer de negocios y tenía que ser dura como cualquier hombre de negocios a fin de tener éxito, ofrecer buena calidad y asegurarme de que me pagaran bien. Había apostado por una casa de veinte dólares. Había épocas en que era una casa de diez dólares, durante algunos años malos cuando el pánico se apoderaba de los mercados. Pero en general era una casa de veinte dólares. Algunas de las chicas daban problemas, algunas eran justo lo que necesitaba. Ninguna era perfecta, pero nadie lo es si estás tratando con seres humanos. Y en un prostíbulo las chicas tenían que ser perfectas o actuar como si lo fueran.

Cuando abrí mi casa en Basin Street a principios de los años ochenta, todavía podías encontrar gente que decía recordar esa época salvaje cuando las chalanas[14] se usaban como lechos para los prostíbulos y las putas vivían, dormían, comían y se emborrachaban enfrente del río cerca de esa sección de la ciudad donde las chalanas se veían en Tchoupitoulas Street. El Pantano empezaba en Girod Street, a algunas manzanas del río por el cementerio protestante en las calles de Cypress y South Liberty. El Pantano era el lugar favorito de los hombres de las chalanas, ése y Gallatin Street, la zona más ruda de toda Nueva Orleans.

Los veteranos que me lo contaban tenían lágrimas en los ojos cuando empezaban a hablar del encanto de El Pantano. De diez a doce personas a la semana eran asesinadas allí, y a nadie le importaba una mierda ni llamaban a los policías. La ciudad no se molestaba en hacer nada al respecto. Ocurría abierta y cruelmente. La policía nunca entró a El Pantano; era una especie de regla no escrita, si el vicio no se filtraba en la parte respetable de la ciudad. Girod Street no tenía más ley que cualquier otra ciudad del oeste antes de que llegaran los comisarios; y tenías que pelear con los dientes, cachiporras, pistolas o cuchillos, tus únicos amigos en El Pantano.

El Pantano no era más que una docena de manzanas, pero realmente llena de prostíbulos, hoteles de paso alquilados por hora, garitos y salones de baile donde las chicas llevaban cuchillos en los ligueros y las tetas se les salían de los vestidos y a los clientes les hacían pajas de pie. Los lugares apestaban a estiércol, retretes y el barro negro de la calle. Las casuchas eran simplemente viejas barcazas de río rotas y usadas, con tablas de ciprés serradas.

La decoración era una linterna roja o incluso una cortina, el bar era un tablón. Una vieja prostituta que en esa época trabajaba en El Pantano vendiendo su conejo o mamándosela a los clientes, me dijo que el precio por una mujer, un trago de whisky de maíz y una cama por la noche era de uno o dos picayune (seis centavos era lo que valía un picayune). A algunos hombres les daban bebidas adulteradas, los robaban, los maltrataban e incluso los mataban y echaban al río.

Las apuestas eran siempre un problema para las putas. Alejaban a los hombres de una chica que intentaba ligar. El juego de los dados era popular, pero para los que podían permitirse algo más estaba el juego del faraón y la ruleta y la bola de marfil. Todos los juegos eran deshonestos, los dados, trucados para los estúpidos. A un ganador lo rechazaban diciéndole que había escondido cartas o lo seguían fuera en la calle y le daban un buen golpe en la cabeza con una media llena de arena. Los peores lugares eran House of Rest y Weary Boatmen. Ni siquiera una puta estaba a salvo allí. Muchas putas trabajadoras eran desvestidas y arrojadas a un callejón, borrachas y sin un solo trapo encima. Y la epidemia de la fiebre amarilla mató a muchos. Cuando la fiebre amarilla golpeó, eran tiempos para los peores tejemanejes. Con el vagón de la muerte traqueteando en la ciudad, a la gente se le metía el Demonio. Se liberaba el infierno en los prostíbulos, salones de baile, cafetines. Las putas todavía en camisón se apresuraban para dejar la ciudad; la mayoría se emborrachaba, irrumpía en las tabernas, ellas y sus hombres y chulos se desataban. Los jugadores metían en maletas sus cachivaches; algunos siendo fatalistas se quedaban a ver cómo en las cartas salía el as negro, la carta de la muerte. En esas épocas la naturaleza hierve y los pronósticos son demasiado jodidos.

Al hablar con otras madames que recuerdan la época de la fiebre amarilla, todas decían que había hombres y mujeres que, cuando sentían que podían morir, se arrojaban a la fornicación, incapaces de obtener lo suficiente. Las putas eran tan malas como los clientes, y las que no podían salir de la ciudad o a quienes no se les permitía salir, se emborrachaban como cubas y entretenían a la clientela con o sin paga. Hasta que la madame tenía que usar el látigo con ellas o pedirle al gorila de la casa que las golpeara para que se comportaran más como si fueran putas y no alguien dándolo gratis en una entrada. Era una época horrible, solían contarme las madames con una copa de gin fizz. En medio de una epidemia los burdeles que quedaban abiertos apenas podían llevar el negocio, los hombres impacientes para que se los follaran, se quedaban toda la noche. Muchos simplemente se quedaban a vivir en las casas, pues sentían que si les llegaba su hora, qué mejor que los encontrara en la cama con una puta haciendo lo que un hombre parece querer más que nada cuando siente que el Demonio le está pisando los talones.

Sé que cuando había una amenaza de guerra, como cuando el lío con Cuba llegó a un punto crítico, había colas fuera de las casas de citas y las chicas atendían entre veinte y cincuenta clientes por noche en los prostíbulos de bajo nivel, y yo tenía que recortar el tiempo que le permitíamos a un cliente de acaparar la atención de una chica. En 1910, cuando parecía haber líos en China, los visitantes eran abundantes como moscas de verano en Boston Street. En 1914, todos esos rumores del Kaiser Bill y los submarinos alemanes fueron una buena señal para nosotras, las madames —era bueno para el negocio—. Los jóvenes nos visitaban más a menudo, y cuando fuimos a la guerra, parecía como si alguien nos hubiera dado una carretilla y una pala y abierto una fábrica de monedas y nos hubiera dicho: «Llévense todo lo que puedan recoger con la pala». Pero luego los puritanos metieron las narices, y tuvimos que cerrar, lo cual se interpretó como que mientras que los muchachos eran suficientemente adultos para morir en la guerra, no estaban listos todavía para mostrar que tenían partes de hombre y que querían usarlas como la naturaleza mandaba.

Hay algo muy extraño en cuanto al sexo entre hombres y mujeres cuando las cosas no son normales. Por más correctamente que trates de hacerlo y por más pulcro que mantengas tu casa y controles a tus chicas para que no sean irrespetuosas e impertinentes, llegan el fuego, las guerras, las epidemias, y todo se vuelve como una granja de visones. No crean que le sucede sólo a la chusma, a los vividores o a los «hombres pete». La mejor gente de la ciudad llega a escondidas por la noche o descaradamente a la puerta principal y a menudo traen su propio brandy y sus puros. En efecto, follar es una comezón que no se detiene en ninguna clase social. Es el juego de todos y el que no entra no llega bien a la vejez.

Y aunque no hubiera guerras o epidemias, las casas de citas eran salvajes y estaban llenas de vida a su manera. En mi casa nunca me llevaba a la cama a los huéspedes, salvo a unos cuantos viejos clientes. Sentía que minaba la dignidad de una casa si la madame follaba con cualquiera. Pero Kate Thompson, una madame famosa que por lo general estaba ebria, se tiraba a quien fuera. No se mantenía en una posición honorable. En su casa se cometió un asesinato en 1870, justo ante sus ojos con un cuchillo y una pistola. Más tarde me dijo que siempre tenía el cuchillo a mano. Se instaló con un tal Treville Sykes, de una buena familia. Cuando ella engordó tanto que casi ya no podía moverse, él se mudó a su casa. Ella lo maltrataba mucho con su temperamento de serrucho afilado y una vez casi le amputa la nariz con el cuchillo del asesino. Siempre estaba buscando sementales jóvenes y se instaló con un fanfarrón llamado McLean, que también señoreaba en el lugar. En 1882 u 83 las peleas entre Sykes y Kate eran cada vez más sórdidas y ella siempre llevaba el cuchillo. Sykes la mató con el cuchillo que ella guardaba en la casa, le hizo una docena de heridas espantosas y ella murió de forma horrible. La enterraron con un vestido de seda de seiscientos dólares, la amortajaron en su propio salón, con champán para todos, y era buen champán. Me tomé tres copas. Fue un gran entierro, sólo el féretro de bronce costó quinientos dólares, y hubo dos docenas de carruajes que siguieron a Kate al cementerio Metarie. Ni uno de sus amigos caballeros apareció, pero no podía haberlos esperado. La prensa hizo su agosto. Todavía tengo el recorte:

EL TERRIBLE DESTINO DE KATE TOWNSEND

EN MANOS DE TREVILLE SYKES

¡ASESINADA A CUCHILLADAS!

CON UN CUCHILLO BOWIE

SUS SENOS Y HOMBROS LITERALMENTE

CUBIERTOS DE PUÑALADAS

El tal Sykes fue absuelto, ya que alegó legítima defensa. Hasta presentó un testamento y se convirtió en el heredero del prostíbulo y del dinero de Kate, que ascendía a doscientos mil dólares. Los abogados y los muchachos de los tribunales trabajaron en el asunto durante unos años y luego quedaron treinta y tres mil dólares. Los picapleitos se quedaron con treinta mil dólares por sus honorarios y mucho se fue en gastos. El asesino se quedó con treinta y cuatro dólares cuando todo terminó.

Había algunos hombres a los que les gustaban los muchachos y también se les atendía, pero no en mi casa. Supongo que esos invertidos, como los llamaban, eran más numerosos de lo que la gente creía, pero traficar con maricas nunca me interesó. Creo que lo que la gente haga —los que no están locos—, si es natural para sus necesidades, no es algo de lo que mofarse. Simplemente nunca pensé que un hombre pudiera encontrar nada más agradable que una mujer que sabe cómo contonearse en la cama.