De vuelta en el Círculo Rojo
Llegó la primavera, llegó un mayo soleado, y yo estaba de vuelta en el puesto del juego del Círculo Rojo exhibiendo mis tetas. Era inofensivo. Era pensión y habitación para Sonny y para mí. Ese verano pedí y conseguí dos dólares al día. Sonny había terminado con sus resfriados, crecía y comía alimentos sólidos y cocinados. Emitía sonidos y levantaba las piernas y se ponía al sol en el patio que había detrás de la pensión de Coney. Engordó y yo le echaba talco en sus partes y lo abrazaba fuerte. Pensaba que olía un poco como Monte había olido. Pero Monte se estaba desvaneciendo. El dolor seguía ahí, su recuerdo, pero ahora el contorno era borroso. Cuando tienes el culo desnudo por la pobreza no puedes permitirte el lujo de los recuerdos. Yo estaba comiendo, ganando peso, y cuando desteté a Sonny, y él estuvo sano otra vez, no podía estar regresando siempre a la pensión, así que contraté a una niña de doce años para que lo cuidara por medio dólar al día.
Sonny era un problema. Lo quería siempre a mi lado. En definitiva no lo hubiera mandado a una de esas guarderías terribles en Long Island donde los niños morían como moscas de verano de un viento frío. Fui a una de esas guarderías con Mae una vez para ver al hijo de una corista amiga suya que lo había dejado allí. Allí en la isla vi hileras de criaturas apestosas y niños de más de tres años. Tenían los ojos hundidos, llagas, cabezas como calaveras, tripas infladas y unas piernas tan torcidas que ni siquiera podían sostenerlos de pie. Había escándalos con respecto a esas guarderías asesinas. Pero a nadie le importaba mucho que hubiera mujeres sin maridos, sirvientas y putas callejeras que dejaban allí a sus bebés y que si no pagaban la miserable cuota mensual, se dejaba de atender a los niños, hasta que se morían de hambre. A veces soñaba con Sonny en una de esas guarderías y me despertaba temblando. No iba a meter nunca a Sonny en uno de esos lugares.
Más tarde en agosto el juego del Círculo Rojo seguía marchando bien. La esposa de Solly vino un día con una cesta de golosinas y sus cuatro hijos. Me vio por primera vez trabajando en el puesto del Círculo Rojo. Era grande, morena y parecía como si estuviera hecha de relleno de salchicha. Tenía una voz estridente, dura para los oídos, como una rueda sin aceite. Al día siguiente Solly vino a verme, con la cara arañada.
—Lo siento, señora Brown, pero mi esposa, Leah, piensa que usted y yo tenemos algo, fuera del trabajo. Vea mi cara. Lo siento, éste es su último día. Cuando una esposa piensa que estás liándote con alguien…
Interrumpió su explicación y simplemente sacudió las manos en el aire. Hice las maletas y me largué.
No estaba en las mejores condiciones después de todo el verano. Había gastado en ropa para Sonny y su carrito y en un doctor cuando empezó a estornudar y a tener fiebre y jadear. Lo tuve que sostener estrechamente sobre un vapor hecho de aceite de eucalipto hasta que recuperó su respiración. Todo esto me dejó peor que antes. Le pagué lo que le debía a la señora Moore y regresé a Canal Street.
El otoño fue frío y ventoso. Solía sentarme entre las hojas secas en Battery Parky ver los barcos de vapor y los transbordadores. Me preguntaba por qué simplemente no esperaba hasta que oscureciera y me echaba a la bahía. Parecía demasiado sucia como para morir ahí; toda la basura y las viejas tablas con clavos oxidados, un gato muerto y mierda de alcantarilla por todas partes. Ninguna mujer que se respetara a sí misma se ahogaría en ese fango.
Allí sentada, cerca de la bahía, me sucedió algo, después de que decidiera no ahogarme. Sólo puedo explicarlo hablando de algunos santos de los que he oído hablar. Santos que empezaron sus vidas comiendo mucho, emborrachándose y yéndose de putas, haciendo cosas desagradables, y luego de pronto, como si un pelotazo los hubieran golpeado en la espalda, todo se llenaba de luces y voces. Se sentían bien y puros y santos. Se iban a hacer acciones buenas; y toda su vida cambiaba.
Yo no tuve el golpe en la cabeza ni las luces. Sólo me dirigía a casa con una pelota de goma de tres centavos en una cuerda para Sonny, después de haber tratado de conseguir trabajo en un taller cosiendo gabardinas. De camino a mi cuarto esa cosa me golpeó. Me di cuenta de que estaba viviendo una vida respetable, que ya no era una puta. Iba a consagrar mi vida para criar a Sonny. Me mantendría lejos de las casas de lenocinio, lucharía y me haría como el resto de las madres que veía en la zona alta de la ciudad, tan orgullosas de sus niños limpios en carritos pulcros. ¿Por qué yo no? ¿Por qué no?
Realmente me sentía una nueva persona y tenía la firme idea de que había cambiado y que de pronto me había dado cuenta de ello. Quizá tenía luz en la cabeza por el hambre. Quizá estaba mareada de tanto subir escaleras en los talleres. No tenía muchas posibilidades. Incluso lo sabía. Había tenido demasiadas ofertas sucias de holgazanes fuera de las tabernas, invitaciones para formar parte de una banda o hacer algún acto depravado en el cuarto trasero de un café. Todos los trabajos que buscaba generalmente terminaban con un capataz que quería tratar de sentir rápidamente un coño, y un trabajo empezaba con un polvo rápido en el sofá de una oficina. Griego, judío, italiano, holandés, alemán, el jefe o capataz me dejaba claro qué clase de trabajo incluiría también mi sueldo. Había dado patadas en unas cuantas ingles, arañado algunas caras. Todo lo que necesitaba ahora era dinero para un cuarto y una pensión. Le mandé otra carta a Roy en Saint Louie y le dije que podía contestarme a la Lista de Correos del Centro. Empecé a intentar conseguir trabajo otra vez.
Todavía no habían llegado los tiempos de las fábricas donde realmente explotaban a los trabajadores ni de los barcos llenos de todos esos pobres miserables, toda esa gente asustada con ropa extraña, que traían sus bolsos atados y colchones de plumas; ellos también, como una multitud, estaban por llegar.
Pero ya había algunas fábricas donde explotaban a la gente, atendidas principalmente por alemanes y judíos en apartamentos sin los servicios básicos. Yo intentaba conseguir un trabajo allí. Podías ver a una familia completa que se llevaba a casa fardos con telas para trajes y chaquetas y chalecos para coser a mano, ponerles ojales. Todos desde el niño de ocho años hasta la abuela trabajaban en un fardo, hilvanaban y hacían costuras y ponían ojales por unos cuantos dólares a la semana; las mujeres generalmente tenían una enorme tripa con un niño en camino y los hombres ya parecían decaídos, sin abrigos, y el invierno estaba a punto de llegar.
En mi estado chiflado de santidad yo quería esa vida. No lo logré. De mí querían sexo, no ojales.
Cuando llevaba seis semanas de retraso con el alquiler de la señora Moore, oí que uno de los prostíbulos en Houston Street (se pronunciaba House-ten) necesitaba un ama de llaves. No había comido nada más que un panecillo redondo que tomé al amanecer de una caja entregada fuera de una tiendecita de ultramarinos. Era un festín excepcional. Estaba robando cualquier cosa para comer que estuviera a la vista, pero la mayoría de las tiendecitas con cajas fuera en sus primeras entregas al amanecer tenían candados. Eramos muchos hambrientos gorroneando.
El prostíbulo estaba en el tercer piso de un edificio inmundo. Una tal señora Mince lo atendía. Era una mujer alta, inclinada, con una nariz chata y roja y una tos mala —lo que en el negocio llamaban una «tos de Denver»—. El lugar apestaba a orinales, cuerpos sin lavar. Tenía papel pintado de color rojo con marcas donde habían matado chinches, y el lugar tenía fotos de acorazados, conchas japonesas y sofás con los asientos cayéndose.
Era un tugurio para marineros, mercachifles tenebrosos de chatarra, traficantes, entrenadores de perros, esa clase de chusma indeseable. Las putas estaban agotadas y cubiertas de maquillaje duro, incluso a la luz del día, y todas ellas eran viejas o estaban acabadas. Los Mince tenían tres niños que corrían de acá para allá y masticaban pan de centeno cubierto con grasa de pollo. El señor Mince, bajo y calvo, con zapatos de gamuza, salió para verme junto con la señora Mince.
—Aquí hay trabajo para usted, señora Brown. Es una buena casa de un dólar. Los fines de semana, dos dólares. Le descontamos la mitad; le cobramos por las toallas, el jabón, los destrozos. Es una mina de oro para una buscona.
—Necesitan un ama de llaves. Este lugar es un desastre.
—Usted me gusta —dijo la señora Mince, mientras abofeteaba a uno de sus niños—. La veo atendiendo clientes, no contando toallas.
Me di cuenta de que ése no era un lugar para un ama de llaves. Había seis cuartos abajo con un largo vestíbulo, niños que lloraban, orinales sin vaciar, retretes en el patio. Las camas tenían sábanas grises y había alquitrán negro untado a los pies; algunas veces los clientes no se quitaban los zapatos.
—En las buenas semanas cuando las flotillas están en Brooklyn —dijo el señor Mince—, una chica lista puede atender entre treinta y cuarenta clientes por noche. No es de la alta clientela.
Dije que me daba cuenta de ello, y sin tocar las paredes, me fui de allí. Después de todos estos años todavía tengo una clara imagen del lugar.
Hubiera podido ir a la zona alta de la ciudad, pero me quedaba claro que una vez que me echaran un vistazo, a mí, que apenas pasaba de los veinticinco años, no me iban a contratar como un ama de llaves, me querrían en el salón y en la cama, en ese orden. Y de eso, en mi nuevo y extraño estado de santidad, no quería saber.
¿A quién más podía recurrir? ¿Al ejército de salvación?
Tuve algunas propuestas de matrimonio. ¿El señor Collins, el cuidador borracho de la taberna, con dientes de oro, cabello engominado con raya en medio y esa nariz roja con una verruga? Era viudo, tenía seis huérfanos mocosos por toda la taberna que necesitaban una madre, y él necesitaba una esposa. No. Había un conductor de un vagón de reparto del distrito residencial en la tienda de Stewart que también era ratero, un gamberro que tenía mano de carterista. Solía robar fardos de otros vagones de reparto y llevarme una blusa, un par de guantes, un paquete de hilo de lana. Después de Monte, un ladronzuelo insignificante que además era estúpido no tenía oportunidad conmigo. Además, un día lo iban a coger y meter en la trena. Había unos cuantos ancianos mugrientos con dinero que hacían en casas de empeño, en pescaderías, un esbirro de Tammany que apestaba a puro y a ropa interior de invierno sin lavar. Hubiera preferido casarme con un oso pardo que con cualquiera de ellos, ni siquiera por un techo y un hogar para Sonny.
Tenía sueños locos. Un tipo apuesto del distrito residencial entraba con aire majestuoso, se lanzaba de su cabriolé y me llevaba a restaurantes de lujo y me daba las joyas de la familia. O un viejo millonario generoso me llevaba para escapar de su vida solitaria en una mansión en Fifth Avenue y adoptaba a Sonny como su heredero. Ya estaba delirando.
La verdad es que estábamos desesperados y muy pronto estaríamos en la calle. Me puse a empeñar mis últimas baratijas y sólo me aferré al reloj de la tía Letty durante un tiempo. Después, ése también se fue. Pero no vendí el billete de empeño por cincuenta centavos como hice con las otras cosas que empeñé. Comía cada vez menos en la mesa de la casa de huéspedes conforme me retrasaba más y más con el alquiler. Había días en que no comía nada en absoluto.
El calor fue espantoso ese verano. El alquitrán se derretía en las calles y los niños lo masticaban como si fuera chicle. Sonny tenía fiebre otra vez. Conseguí un trabajo en el juego del Círculo Rojo para un hombre en Long Branch, en Nueva Jersey. Solly le había hablado de mí a ese hombre, le dijo que tenía el mejor par de tetas en el juego. Odiaba dejar a Sonny con la señora Moore. Pero no sabía cuánto tiempo iba a durar el trabajo. Le prometí a Sonny que mandaría a alguien a por él tan pronto como ganara un poco de dinero y el trabajo me pareciera estable y le pagáramos a la señora Moore todo lo que le debíamos.
Los balnearios de la costa atlántica eran muy populares y el juego del Círculo Rojo parecía un buen negocio. Me sentía sola y triste con el oleaje que llegaba a la arena y todos esos vividores y tíos que se pavoneaban en la playa con sus novias gritonas. Los más viejos se sentaban en sus terrazas y digerían toda la langosta y carne y helado que habían comido a bordo. El olor a algas marinas, pescado, batatas asadas, agua salada, siempre me trae a la memoria ese verano. La gente con la piel pelada por las quemaduras de sol, los carruajes de los hoteles que traían a clientes ricos, el resto llegaba y traía sus propias maletas, bultos, ropa de cama, y los niños gritaban como invasores apaches por todas partes.
Una mañana recibí un telegrama de la señora Moore en el que me decía que Sonny estaba muy enfermo con dolor de garganta. Dejé a los incautos y a los tíos de pie en la fila para cubrir el Círculo Rojo y regresé a la ciudad a toda prisa. Cuando tuve a la vista la casa de huéspedes de la señora Moore y me bajé de la carreta, sentí una puñalada en el pecho, como si algo me dijera no entres, no entres. La señora Moore, con la cabeza hacia abajo, lloraba encima del hule de la mesa del comedor. Alzó la mirada.
—Oh, oh, no te preocupes, querida, recibió los santos óleos.
No me habría podido sentir más muerta si me hubieran golpeado con un hacha de mano. Simplemente tiré mi bolsa y me quedé ahí de pie con la boca abierta, sin emitir un solo sonido. La señora Moore se levantó y me puso entre sus enormes senos y la oí hablar como si dijera algo desde muy lejos y no para mí.
—Era la difteria, lo descubrimos. En dos días el angelito se nos fue.
Yo no podía emitir un solo sonido. Se había ido. Sonny no podía respirar y el doctor, al que finalmente llamaron, le puso un tubito de cristal en la garganta y trató de drenar el pecho con una pequeña bomba. Sonny simplemente jadeó, no dijo nada, y murió. El padre O’Hara le dio los santos óleos antes de eso. No sé si debí haberle dicho más tarde que Sonny no era un verdadero católico para mí. Habría herido a la señora Moore, quien se comportaba como si Sonny hubiera sido de su familia. El señor Moore simplemente se quedó sentado, con la mirada hacia abajo.
Tenían a Sonny en un pequeño ataúd blanco en la funeraria. No me impresionó. Igual que cuando la tía Letty y mi madre murieron y cuando supe que Monte estaba muerto, sentí que lo que quedaba no era la persona. No era más que un pequeño ataúd blanco y unas cuantas flores secas y el olor a mueble encerado, y peor, en el oscuro sótano de la funeraria.
Enterramos a Sonny en uno de esos cementerios de Brooklyn, muy lejos, después de un largo viaje en carruaje. Ahí estaban la señora Moore y su marido y Solly, y una puta callejera llamada Flo que solía darle a Sonny dulces en forma de corazón, y una vez le dio un barquito tallado en el diente de una ballena que un marinero le había regalado.
En el cementerio había una gran cantidad de lápidas amontonadas. Todo el mundo estaba enterrado muy cerca el uno del otro y había unas esculturas y estatuas demasiado grandes en las tumbas. No me importaba. No veía mucho ni oía lo que sucedía.
Regresé al cuarto, con los ojos secos y paralizada, podía oler todavía a Sonny en el cuarto. Su propio olor de niño pequeño, un poco de olor a orina de cuando había mojado la cama. Lo único que me hizo llorar fue ver en el alféizar de la ventana un caramelo con las marcas de sus dientes.
Tal y como lo veía en ese momento, la vida, de nuevo, había resultado ser para mí una mala tirada en un juego de dados.