Criminales de Nueva York
El verano pasó rápido, demasiado rápido. El invierno cerró los juegos de Coney Island y me fui en busca de trabajo.
Al tratar de recuperar un poco del dinero que Marm Mandelbaum le debía a Monte, me hice amiga de ella, llegué a conocer a los ladrones, los antros, los sitios tenebrosos de Nueva York. Había pequeñas tiendas o negocios detrás de los cuales los traficantes de propiedades robadas trabajaban, a menudo por millones de dólares. Negociaban con cualquier cosa desde pieles robadas hasta el contenido de cajas fuertes de bancos, gran cantidad de valores y acciones. Lo que pasaba con Marm Mandelbaum y otras tiendas era que su fachada de artículos a la venta era puro teatro y podía haber problemas si alguien realmente quería comprar algo del aparador.
Los peristas más importantes estaban protegidos mediante sus contactos políticos del Tammany Hall y algunos policías sobornados. Para ver a esos delincuentes trabajando a uno le bastaba con caminar por el Distrito Octavo cerca de Broadway y Houston a un lugar llamado el Thieves Exchange. Allí, por whisky o cerveza, abiertamente, los delincuentes sacaban de los bolsillos y de los paquetes relojes, sedas, monedas raras, platería, joyas, y las ofrecían para inspección y venta. El rival más grande de Marm Mandelbaum era un tipo excéntrico llamado Traveling Mike; su verdadero nombre, creo, era Grady. Se hacía pasar por un mercachifle de artículos de mercería, agujas e hilo, pero por lo general estaba cargado de joyas y otros botines de atracos. Llevaba un fajo de dinero como para «estrangular a un caballo». Me previno con respecto a Marm:
—No te va a pagar mucho de lo que le debía a Monte. Aun así, recuérdaselo a menudo. Puede que la vieja zorra te suelte unos cuantos billetes.
Traveling Mike era un tacaño despreciable. Sucio, mezquino, pero perspicaz, siempre estaba contando sus monedas de oro de las que tenía varias bolsas en su oficina. Cómo logró que no lo mataran por ellas, no lo sé. Se vestía con harapos y salía con pantuflas a la calle. Me mostró la enorme caja fuerte en su oficina en Exchange Place y me dijo:
—Ni siquiera Monte habría podido abrir ésta.
Era una pocilga de lugar con una ventanita sucia, una vela encendida y olor a ancianos. Dejé de ir a visitar a Traveling Mike cuando me di cuenta de que él tampoco me iba a pagar lo que le debía a Monte.
Me llevaba mejor con Marm Mandelbaum, siempre y cuando no le pidiera que arregláramos cuentas. De vez en vez, cuando llegaba pidiéndole ayuda, me daba un par de monedas de oro como quien no quiere la cosa.
—No es que te deba algo, ¿entiendes? Es sólo que ese muchacho, Sonny, a veces parece como si no lo alimentaras bastante.
El verdadero nombre de Marm era Fredericka, no Marm. Era una enorme y vieja zorra que fácilmente pesaba más de ciento diez kilos. Sus mejillas cubiertas de grasa casi le tapaban los ojos, con unos ojos tan pequeños que te preguntabas si estaban hechos para ella, y su cara estaba coronada por unas cejas negras que parecían orugas. Su frente era muy baja y solía recogerse el cabello con un lazo que llevaba un ridículo sombrerito con plumas sucias. Ésa era Marm, la traficante de botines más conocida en el este. Su tienda estaba en Clinton Street, esquina Rivington, y encima de la tienda enmohecida y su porquería mugrienta y enmohecida vivía ella con sus tres hijos y un marido silencioso, que parecía minimizar lo que ocurría allí abajo. Me acordaba de lo que se decía sobre un pianista de un prostíbulo que era «tan tonto que no sabía lo que sucedía arriba». Al señor Mandelbaum, a sabiendas de lo que hacían abajo, no parecía importarle.
Una vez me invitaron a escuchar a uno de los niños de Marm recitar algo. El lugar estaba lleno de cosas finas, muebles encerados, cortinas majestuosas. Marm me dijo:
—Te sorprendería si te dijera en qué tipo de casas del distrito residencial viven todos éstos. Aquí organizo cenas para gente que nunca te esperarías. No sólo para los mejores estafadores y ladrones y verdaderos cerebros, y, ¿por qué no?, sino también para los muchachos del ministerio que se visten de azul y sí, sí, para los jueces y los demás.
Realmente no se trataba en absoluto de atender la tiendecita miserable de abajo, llena de collares mugrientos, ropa para caballero, sombreros y guantes sin vender. A Marm le gustaban las mujeres que, como ella misma me decía, «no están desperdiciando sus vidas como amas de casa». Había conocido y tenido como amigas a mujeres ladronas, estafadoras, chantajistas, ladronas de tiendas, carteristas, hostigadoras. Mujeres como Kid Gloves Rosey, Blackie Lena Kleinschmidt, Little Annie, Big Mary y Ellen Clegg. Marm me dijo que había dirigido una escuela para volar cajas fuertes y aprender el ardid de la estafa.
—Tuve que dejarlo. No vas a creer quién apareció un día, nada más y nada menos que el hijo de uno de los jefes de la policía, para pedirme que le diera clases.
Todo era nuevo para mí. En Saint Louie no había estado realmente codo con codo con los rufianes, traficantes y atracadores. Pero ahora necesitaba dinero para Sonny y para mí. Tenía que tratar de recuperar lo que le debían a Monte. Pero como diría el inspector Tommy Burns, el policía, y yo también me daría cuenta, «no existe el honor entre los ladrones».
Marm también estaba protegida por el bufete de abogados de Howe and Hummell, como casi todos los ladrones de alto nivel parecían estarlo. Unos cuantos años después, cuando yo ya no estaba en la ciudad, la suerte de Marm dio un giro cuando un grupo reformista la acusó de latrocinio y de recibir bienes robados. Eso la asustó, a esta montaña de mujer, verse a sí misma detrás de ventanas con barrotes. Huyó mientras estaba en libertad bajo fianza y se dirigió a Canadá donde se instaló. Había rumores de que solía ir a Nueva York vestida con diferentes atuendos. Pero para mi es difícil de creer que Marm alguna vez haya sido capaz de esconder ese cuerpo de elefante, esas mejillas gordas, sus ojitos negros y frente extraña, para escabullirse del fiscal de distrito que estaba al acecho y a la espera.
Empecé a ver que Marm no me iba a pagar. Todo eso me causaba un problema: cómo ganarme la vida sin convertirme en una puta otra vez o seguir el consejo de Marm y convertirme en una afanadora (ladrona de tiendas) o una estafadora como Black Lena. Lena fue tan buena con los chantajes y los trucos para desvalijar a los hombres que logró introducirse en la alta sociedad de Nueva Jersey y convertirse en la señora Astor de Hackensack. No perdía la práctica porque en sus viajes a Nueva York robaba carteras y sustraía cosas de las tiendas. Oí que perdió su lugar como reina de la sociedad cuando alguien en su cena de cumpleaños descubrió que Black Lena llevaba su anillo de esmeralda robado.
Nunca sentí la tentación de hacer ese tipo de trabajo. No era el miedo lo que me alejaba, ni la moralidad. Simplemente no me gustaba la gente que tenía éxito en eso. Eran en su mayoría la escoria, sentía yo, y mis valores no eran los de un ladrón. Por naturaleza, no quería algo a cambio de nada. Y si no hubiera sido por los tiempos difíciles, y por Sonny, no habría tratado de recuperar lo que le debían a Monte.
Si había alguien a quien yo admiraba en toda esa ciudad desvalijada por los boyos políticos de Tammany —una organización de irlandeses astutos y criminales— era al inspector de la policía Alexander Williams. Siempre me he llevado bien con la policía, con los que recaudan el dinero de la protección para los de arriba y con los que simplemente hacían su trabajo. En el fondo soy una ciudadana apegada a la ley, hasta que me veo presionada hasta un punto que significa morirme de hambre o perder a mi hijo. La capacidad mental que se usaba en todos los crímenes, como tristemente veía en Monte, podía haberse usado en bienes inmuebles o en una oficina de abogados para hacer una fortuna. Williams era un polizonte duro como una piel de ante que habían dejado en la lluvia y que se había secado. Tenía un elegante bigote en forma de cuerno de toro y mantenía el suburbio en orden. Abofeteaba y aporreaba a todos los ladrones a su alcance, aun cuando se le escapaban en los tribunales, donde Tammany por lo general los protegía. Era un gran aporreador de delincuentes, y siempre he creído que a aquellos blandos de corazón, que piensan que eso está mal, nunca los han arrastrado unos ladrones a un zaguán ni les han disparado ni robado; tampoco han visto todos sus ahorros desaparecer en una estafa ni su apartamento destruido, ni han estado en una pelea con esos gorilas que rompen un brazo por un dólar, una pierna por dos, y a quienes pueden contratar para matar a un ser humano por tan poco como setenta y cinco dólares. Williams mantenía en orden a esos animales con su cachiporra y solía decir:
—Hay más orden en la punta de la porra de un policía que en cualquier sentencia de la Corte Suprema.
Era un mundo cruel en el que estaba atrapada con Sonny. No veía cómo podía salir de él a menos que volviera a algún prostíbulo. Me hacían temblar los antros de Five Points, Rotten Row, los barrios marginados de Ninthy Tenth Avenue, las barracas y casuchas del río East en Dutch Hill. Todo era barato: el whisky por tres centavos el vaso, un polvo por veinticinco centavos.
Los prostíbulos se amontonaban desordenadamente a lo largo de Cherry Street a uno y a otro lado del río East. El Distrito Cuarto estaba lleno de burdeles, proxenetas, ladrones y asaltantes. La luz roja se encendía automáticamente fuera de una casa si habían pagado la protección. Cerca de Seventh Avenue en West Twenty-fifth Street estaba la Fila de las Hermanas. Todo el mundo hablaba sobre cómo una vez siete casas contiguas habían sido atendidas por siete hermanas y que allí la gente bien iba para conocer putas. A los antros de las secciones entre Fifth y Seventh Avenue y Twenty-first y Fortieth Street los llamaban Satan’s Circus. Allí había en funcionamiento salones de baile, tabernas, guaridas y toda clase de trampas asesinas. La policía simplemente hacía la vista gorda y se llevaba el dinero. A diferencia de Saint Louie, todo se hacía muy abiertamente.
El peor de todos los antros era el Haymarket, cerca de Sixth Avenue en Thirtieth Street. Era un gran lugar para arrebatarles sus bolsos y billeteras a los incautos y a los visitantes. Había empezado como una especie de teatro de variedades, pero cuando traté de conseguir un trabajo allí como camarera, era un salón de baile, el Haymarket Grand Soiree Dansant. Las mujerzuelas entraban gratis; los hombres pagaban veinticinco centavos para beber, bailar y follar. Tenía cabinas y cajas donde podían darse fiestas privadas con bailes alocados y juegos sexuales. Era un lugar deprimente, siempre lleno de humo, el hedor a bebidas derramadas, borrachos que vomitaban en las esquinas. Las carteristas y las putas se encargaban de la multitud. Me contrataron como camarera, pero no duré mucho tiempo, pues no estaba dispuesta a formar parte de las que se desvestían, la chupaban y follaban en los cubículos. Seguía en una especie de trance de pureza, cuidaba a Sonny y esperaba encontrar la salida de otro modo. Supongo, también, que la caída del alto nivel de la casa de los Flegel fue demasiado rápida.
La casa de la madame francesa en Thirty-first Street no era mejor. Supuestamente era un lugar para comer, pero además de café y bebidas no había nada para llenar la tripa. La madame misma era un monstruo con bigotes y barba de cochero, y se sentaba en su taburete de cajero, al tanto de todo lo que sucedía en el lugar, mientras arriba las mujeres desnudas eran maltratadas, bailaban el cancán, y se organizaban orgías, espectáculos de circo para los clientes que pedían cosas cada vez más salvajes. El Strand era todavía peor. El Cremorne era un tugurio en un sótano y el Sailor’s Hall atendía básicamente a depravados crueles. Todos carecían de calidad y no había nada que me interesara. Supongo que yo era una esnob en cuanto al negocio del sexo. Unos cuantos años en uno de esos lugares, era bastante lista como para darme cuenta, y terminaría como una puta enferma, tosiendo, siempre borracha y lista para la fosa común.
Todos estos antros eran lugares frecuentados por carteristas, ladrones de borrachos, traficantes de drogas, expertos en el juego del hostigamiento y en el del panel corredizo, en busca de una víctima. Allí estaban los estafadores que en realidad vendían «lingotes de oro», supuestamente, por dinero de verdad, y a quienes llamaban los trabajadores de los billetes verdes. Todo el tiempo se repartían cartas para una apuesta o un Stuss. Se usaban todo tipo de cartas marcadas o dados trucados para engañar al visitante.
Se ponía opio en el vino para drogar a un hombre que no quería jugar a las cartas o formar parte de una orgía salvaje. Sin embargo, casi siempre usaban hidrato doral. A los traficantes de drogas los llamaban los «hombres pete» por un Peter Sawyer que primero usaba rapé y opio y luego el cloral, que a menudo mataba a la gente por sobredosis. Una cucharadita en una bebida surtía efecto, y a menudo el incauto nunca salía de su coma. Marm me advirtió que evitara esas bandas porque también eran abastecedores de mujeres. Vendían mujeres drogadas en los prostíbulos del este. No me veía mucho futuro como esclava blanca.
Todo el asunto de la trata de blancas, como ya he dicho, en buena medida era creado por los periódicos. Pero en la ciudad de Nueva York sí existía. Mientras no hubiera escasez de niñas y mujeres que querían convertirse en putas, ya fuera por hambre, el deseo de una vida elegante o simplemente indiferencia, este abastecimiento voluntario tenía que ser cuidadosamente seleccionado, entrevistado y a menudo cortejado. Así que cuando había un abastecimiento escaso, los chulos y proxenetas usaban gotas que dejaban sin conocimiento. Chulos y macarras (cazadores de putas) se iban al quinto pino, a los puebluchos, y les hacían promesas de trabajos fáciles a las campesinas; trabajos como criadas, institutrices y hasta papeles en un teatro como cantantes o actrices. Una vez en la ciudad las emborrachaban, las drogaban y se despertaban en un prostíbulo, violadas, y su ropa había desaparecido, y eran golpeadas si no iban a trabajar y aceptaban a todos los visitantes. De hecho, las chicas de la ciudad a las que engatusaban en burdeles a menudo eran putas jóvenes, camareras, vendedoras de papel, comerciantes de flores, que por lo general trabajaban como putas independientes. A las expertas en el juego del hostigamiento y del panel corredizo las forzaban a menudo para entrar en una casa.
Me daba cuenta de que tenía que salir rápido de la ciudad o una noche me vería forzada en un callejón por unos reclutadores y me pondrían en una casa. O alguien me podía dar disimuladamente gotas noqueadoras mientras yo estuviera tratando de encontrar trabajo como camarera y el resultado sería el mismo. Terminar como esclava blanca. Con Sonny, quien necesitaba mi apoyo, tenía que ir con cuidado. Una vez encerrada en una casa controlada por una banda y protegida por la policía, tendría muy pocas posibilidades de escapar con vida o sin marcas. Me sometería y Sonny terminaría en alguna guardería fuera de la ciudad o en algún infierno de caridad.
Era una época desesperada para mí. Me sentía como un gatita nerviosa y hambrienta atrapada por unos hombres duros en un callejón sin salida, apedreada con ladrillos y tratando de evitar que me aplastaran. Éste fue un periodo de mi vida en el que estaba tan desesperada que las aguas de la bahía de Nueva York empezaron a parecerme cada vez mejores. Si no hubiera sido por mi hijo, habría saltado a ellas alguna noche fría cuando le debía el alquiler a la señora Moore y Sonny tenía una serie de resfriados y fiebres recurrentes y tenía un aspecto pálido y mojado. Se aferraba a mí por las noches y me pedía que le quitara su dolor, como llamaba a sus dolores de garganta. Supongo que sobreviví porque era dura y fuerte y porque bajo todos los problemas de mi vida, tenía un deseo ardiente de vivir. Mantuve mi salud aun cuando perdí mucho peso por la falta de comida. Si me hubiera puesto enferma, débil y me hubiera medicado con autocompasión, seguramente me habría hundido.