Tiempos difíciles
Los problemas llegaron a mí como una mala racha de cartas. Efectivamente me había tocado el premio de la desgracia. Monte estaba muerto, ya fuera asesinado por sus socios o abatido a tiros por algún alguacil o sheriff sureño. Yo estaba embarazada, embarazadísima, y vomitaba durante las náuseas matutinas. Estaba deprimida, profundamente deprimida, y tenía tanto pánico que cuando pensaba en el futuro, aspiraba aire y sentía que las entrañas me dolían. Caminaba en un círculo como un pájaro ciego hasta que me calmaba y trataba de pensar en una salida a mis problemas.
Lakewood no era un sitio para abandonarme en mi condición y con mis recursos. Me quedaban doscientos once dólares en el corsé. Tenía algunos anillos y pulseras por los que una casa de empeño me daría un precio injusto, y ni siquiera muchos. Tenía el reloj de la tía Letty. Tenía dos maletas con ropa de Monte; cuatro pares de sus zapatos, seis bastones, un reloj de plata de trabajador de ferrocarril, su pipa blanca, algunas monedas chinas y españolas que no valían nada. Y algunos volúmenes de los libros de Mr. Dickens y un bebé creciendo en mi interior.
Yo tenía varios conjuntos de ropa muy buenos, tres pares de zapatos, cuatro sombreros y algunas prendas que había estado cosiendo. Deseaba morirme, palmar, simplemente cerrar los ojos, caer muerta y terminar con todo. Pero la idea de estar muerta, realmente tiesa para siempre, me ponía de pie rápidamente y a hacer más planes. Las acciones que Roy, el abogado de Konrad, me había mandado ya no valían casi nada. Se las envié por correo para pedirle que tratara de que Konrad me diera en efectivo lo que me había prometido. Recibí una carta de contestación en un papel nuevecito; podías oírlo resonar en tus dedos sólo con cogerlo. Eran tiempos apretados, ésa era la palabra, apretados. Apretados para el señor Ritcher, también, pero tenía esperanza de vender unas tierras en la orilla del río y entonces se ocuparía de sus obligaciones. Calculé que una carta así y cinco centavos me alcanzarían para una taza de café. Tenía que hacer algo de inmediato. ¿Dónde podía buscar ayuda?
Pensé envolver a Saint Louie, volver a la casa de Zig y Emma Flegel. Pero eso rompería el trato con Konrad y entonces perdería mi oportunidad de obtener el dinero para llegar a Nueva Orleans. También estaba la señora Ritcher, que seguramente se enteraría y haría que clausuraran el prostíbulo de los Flegel si armaba un escándalo. Me sentía como un gato en una bolsa, esperando a que me lanzaran al río. Me paseaba de un lado a otro por toda la casa, cuyo alquiler iba a deber muy pronto y hacía sonidos de enferma y vomitaba, pero ¿dónde estaba la salida?
No podía rezarle a Dios. Tenía una religión, una muy personal, pero era la religión de la vida, de los cuerpos que viven y funcionan; ése era todo el dogma que tenía. Y no había respuestas definitivas. No creía en un paraíso ni en el infierno. Sentía que los teníamos justo aquí en la tierra, sobre todo el infierno, y me parecía que no había necesidad de proporcionar duplicados de éstos en la sepultura. Mi credo era que la supervivencia lo era todo. Y eso significaba que la masa de gelatina en mi barriga que iba a ser el hijo de Monte y mío necesitaba protección, un lugar al cual pertenecer, buena comida sustanciosa. Habíamos hecho un bebé juntos y quería un poco de Monte conmigo para el resto de mi vida.
Extrañaba a Monte, ese hombre extraño, silencioso, de caparazón duro, que leía su libro, fumaba su pipa, hacía sus planes, me abrazaba mientras dormía. Tan vivo en su interior, con esos ojos que veían tanto, que me reconfortaban y me daban seguridad. Se había ido. Nunca le encontré mucho sentido a venerar a los muertos, al saco vacío de una persona que estaba enterrada. La verdadera chispa se había ido. El que caminaba, hablaba, pensaba, follaba, que estaba a mi lado, se había ido para siempre. Como decía la vieja canción de honky tonk: Ashes to ashes, dust to dust…
No me vine abajo, no del todo. Estuve desaliñada durante días, arrastraba mis enaguas por el suelo, despeinada, tomaba demasiado bourbon, gritaba al techo: «¡Maldita, maldita, maldita sea!». Pero no lloraba. Contenía el llanto, pues sentía que si empezaba a abrir mis compuertas, estaba condenada. Supongo que era demasiado revoltosa para no tratar de luchar. Pero la mayor parte del tiempo me acostaba boca arriba después de un buen ataque de náuseas matutinas pensando en Monte, siempre en Monte. Algunas veces esperaba como una niña idiota a que me dijera, desde algún lugar, «cariño, cariño». Pero, por supuesto, nunca lo hizo. Nunca he tenido alguna señal de ninguno de mis muertos.
¿Qué podía hacer? Podía conseguir algún trabajo, me imaginaba, pero ¿de qué? ¿Mientras estuviera con el niño? Era una costurera de campo bastante buena, pero entre el trabajo de una verdadera modista y yo había una distancia suficiente como para que cupiera un vagón cargado de heno. Sabía cocinar, pero no lo suficiente como para conseguir un trabajo en cualquier casa decente. Y, ¿quién querría a una cocinera con una enorme tripa que cada vez crecía más? Hubiera podido entrar a algún burdel en Trenton por unos cuantos meses más, pero me parecía indecente contaminar el producto de Monte con toda esa mierda del tipo de prostíbulos que había en Trenton. Quería un niño perfecto y normal. Soñaba que parecería un ángel en una tarjeta de Navidad. Un Monte en miniatura, fumando la pipa blanca y leyendo un libro. Alto como una manivela de bomba. Solía despertarme por la noche y oír los silbidos de los trenes de mercancías y los trenes de leche hacer eco desde los árboles y ulular en la distancia. Es un frío sonido condenadamente triste y desmoralizador. Pronto se oía el primer pitido de un campamento de marineros o de alguna fábrica. Yo simplemente me quedaba ahí acostada, pesando una tonelada, esperando a que el mundo se acabara. Pero no se acabó. No se acaba cuando tú quieres.
Dejé la quinta de Lakewood. Vendí ropa extra en Newark, lo que quedaba de las cosas de Monte. Le di sus pipas y sus bastones al hombre que me ayudó a mudarme a una pensión a las afueras del pueblo donde mucha gente pobre esperaba la muerte en un aire que olía a pinos, tosiendo, escupiendo, doblándose, temblando. No era un buen lugar para nacer.
En primavera sentí los dolores del parto llegar cada vez más cerca y era como si el Diablo tuviera mis entrañas en sus manos y estuviera tratando de destriparme como un cazador a un conejo. La vieja cocinera negra, Nancy, en la casa de huéspedes era también una comadrona, o eso decía, y a mí no me importaba si era así o no.
Cuando los dolores se hicieron más y más frecuentes, le grité para que viniera. Ató una toalla a un poste de la pata de la cama y me dio el extremo suelto.
—Tú empuja, niña, empuja cada vez que sientas los dolores. Y trata de hacer que esa cosa salga de ti. Ya se cansó de esconderse ahí.
Yo estaba sudando y gritaba, maldecía. La cosa simplemente no quería salir, incluso después de que se me rompiera la fuente. Empujaba y Nancy me secaba la cara mojada y me decía: «Empuja y tira, empuja y tira». Sentí que todo el dolor del mundo estaba adentro de mí y que no se quería salir por donde tantos habían entrado tantas veces. Tan extraño como pueda sonar, maldije a Eva por esa manzana y a Adán por ser tan idiota de comérsela y causarme todo eso a mí que estaba tan sola excepto por esa cocinera negra y gorda, brillante de grasa y con un sentimiento honesto y devoto por mí. Pero no era una gran ayuda. No era su tripa.
Entonces sentí mucho dolor por todas partes. Pensé que me estaba rompiendo en dos justo por encima del ombligo y me acordé del viejo chiste de prostíbulo: «Es como la boca de una mula, es una parte que se estira un kilómetro antes de que se rompa un centímetro». Entonces algo salió. La cocinera lo agarró y una cosa toda desordenada colgaba de eso. Me quedé acostada y jadeando. Después de un rato oí un lloriqueo leve y debilucho, y vi una toalla extendida hacia mí con un gato despellejado en ella, todo rosa y rojo, como si lo hubieran hervido. Sus extremidades temblaban y su boca abierta era toda encías.
—Aquí está, es un niño. Completo, con pito y todo.
La verdad es que me repugnaba esa cosa, toda desordenada y roja con patas de pollo, la cara manchada, parecía tan cruda como una herida. Pero cuando el posparto acabó y la cocinera cosió el ombligo y lo lavó y enrolló con la mitad de una sabana, parecía un poco mejor. Pero no le cogí cariño. Monte estaba muerto y él vivo. Habría cambiado en el acto al uno por el otro sin dudarlo.
La cocinera me dijo:
—Será mejor que le des teta.
Todavía medio ciego, probablemente por completo, parecía saber hacia dónde dirigirse, y yo lo agarraba contra mí y él encontraba el pezón y daba unas cuantas chupadas como si hubiera nacido para eso. No era nada, unos cuantos kilos de comida para perro, me decía a mí misma. Luego me puse a verlo más de cerca; tenía el cabello oscuro cepillado hacia adelante, la parte de arriba del pequeño cráneo abierta bajo la piel por lo que se podía ver su cerebro apretando ahí mientras me succionaba. La cocinera cogió al bebé y lo puso en una caja de jabón Pears a un lado de la cama.
Así fue como nació Sonny. Le puse Monte, pero nunca lo llamé de otra forma más que Sonny, sin usar la imaginación, así como resulta fácil llamar a un perro Rover. Aunque estaba preocupada, también estaba sana. En un par de días estuve fuera de la cama y en movimiento otra vez. Sonny tenía mejor color y la frente no parecía tan chata ni plana, y tenía las uñas más delgaditas que jamás había visto y ojos azules que más tarde se volvieron de un tono gris verdoso. Se ponía a llorar cuando tenía hambre y yo sacaba la teta y él se lanzaba, gruñendo y succionando. Se ensuciaba y se hacía pipí todo el tiempo, y se acostaba en la cama y giraba su cabecita alrededor. Nancy, la cocinera, le hizo una teta de azúcar con un relleno dulce remojado en una bola de tela amarrada de una cuerda y él se ponía a chuparlo. Más tarde, cuando era más grande, se dormía sobre su estómago, con su pequeño culo al aire. Por la noche lo tenía conmigo en la cama, cuidando de volverlo a poner en su caja antes de que me quedara dormida, temerosa de rodar por encima de él como una vieja cerda sobre su camada.
Tenía que encontrar un modo de vida para los dos. No había nada que pudiera hacer en el campo cerca de Lakewood. Me quedaban cincuenta y tres dólares y algunas monedas de diez centavos. Con dos maletas y Sonny con seis semanas de edad me subí a un tren y me fui hacia el norte. En Jersey City me subí al ferry para ir del lado de Nueva York y viajé con vagones de cerveza y calesas deportivas, furgones de reparto y una carga de becerros destinados a una tabla de carnicero en alguna parte.
Tenía la idea de que podía encontrar a algunos de los amigos de Monte y que me prestaran algo de dinero. Y Marm Mandelbaum tenía algunos de sus papeles para vender. No tenía pensado convertirme en una delincuente. No tenía más valores morales de los que protegían a la sociedad que los demás. Sólo estaba orgullosa de mí misma. Era una ex prostituta honesta, era así como me lo planteaba. Pero no iba a jugar el juego del hostigamiento ni atraer palurdos a los callejones, trampas mortales o sótanos de vicio. No me estaba sintiendo muy bien con todo el asunto del parto y no tenía ganas de volver a un burdel.
Conseguí un cuarto en una casa de huéspedes atendida por una tal señora Moore. Era una enorme irlandesa, jovial y siempre llena de chistes; «de la vieja isla» como decía. Y cuando se enteró de que yo era católica, me dijo:
—Virgen santa, ¿no es maravilloso?
Me dijo que podía vivir en su casa por cuatro dólares a la semana con el pequeño. ¿Ya estaba bautizado? Le dije que no, que todavía no. Lo llevamos una mañana con el padre O’Hara y Sonny fue bautizado como Patrick Monte Brown, que era tan buen nombre como cualquiera; y yo dije «Oh, sí» a todo lo que el padre O’Hara me preguntaba, mientras aspiraba rapé y se sonaba la nariz con un pañuelo azul. Después de estornudar parecía tan ocupado, tan abrumado, que me las arreglé para irme sin hablar mucho de estados de gracia, de cuándo me había confesado la última vez y todo eso.
Compré una cruz de diez centavos para enseñarle a la señora Moore que era devota. La señora Moore, como mi padre, pero ella a su manera, pensaba que el mundo entero, excepto el de su clase, se quemaría para siempre en el fuego del infierno; sí, incluso las criaturas se achicharraban si no las bautizaban. Yo mantenía la boca cerrada. Pronto debería dos semanas de pensión. No era el momento de ponerme arisca.
Intenté trabajar con una máquina de coser para un taller en Houston Street que hacía vestidos de muñecas, pero me atravesé el dedo con una aguja. Traté de hacer ojales en chalecos, pero el griego que me había contratado quiso que se la mamara en el cuarto de los trastos. La señora Moore cuidaba a Sonny y lo alimentaba con sopa de pan y le cambiaba los pañales. El señor Moore, que era casi del tamaño de la señora Moore, se sentaba a beber su cerveza, nunca hablaba mucho. Ninguno de los Moore sabía leer muy bien. Se habían ido de Irlanda hacía diez años y lograban arreglárselas. El señor Moore estaba casi siempre sucio y grasiento por unas máquinas de las que se ocupaba por las noches, pues era un buen mecánico, aunque autodidacta. Dormía durante el día y se levantaba a eso de las siete cuando oscurecía, y mandaba a uno de los muchachos de la calle a por una lata de cerveza a la taberna de la esquina. Correr por la lata, así lo llamaba la señora Moore. El muchacho regresaba con dos pintas de cerveza con buena espuma. El señor Moore bebía a sorbos de la lata, se secaba el bigote y decía «¡Ah!», que es todo lo que recuerdo que dijera.
Después de tres semanas de no pagar el alquiler le dije a la señora Moore que aceptaría cualquier trabajo, y se acordó de un antiguo huésped llamado Solly, que tenía varios puestos de juegos en Coney. Consiguió que me llevaran en la carreta de una cervecería que iba para allá a repartir barriles de cerveza oscura.
En esa época Coney Island no era lo que más tarde fue. Los galanes todavía lo frecuentaban; toda la instalación de juegos y diversión apenas empezaba y las multitudes eran pequeñas. Pero era popular y a lo largo de la arena había cervecerías, juegos y ruletas, charlatanes gritando para engatusar a los incautos para jugar.
Solly era un muchacho judío con nariz grande, cabello crespo y rojizo, y siempre tenía un palillo o una cerilla de madera en un extremo de la boca. Tenía varios juegos en toda la playa. Me dijo:
—Para usted, señora Brown, tengo el juego del círculo rojo. Le daré un dólar al día si logra que esos provincianos jueguen constantemente.
Le dije que aceptaba sin importar en qué consistía el juego.
Solly dijo:
—Sólo tengo aparejos honestos. Es decir, no doy menos de lo debido, no los emborracho allá atrás y les pego con un sacacorchos para quitarles su bolso. Es pura destreza y diversión. ¿Entonces?
Le dije que yo también era honesta y Solly me llevó a una caseta y desenrolló un toldo de lona. Había un mostrador blanco con un enorme círculo rojo pintando encima. Cogió tres discos más pequeños hechos de hojalata y pintados de rojo.
—Ahora, amigos, acérquense —dijo Solly, empezando a soltar un rollo sólo para mí—. Aquí tienen un juego de pura destreza para ganar un premio valioso y caro. Vean estos tres círculos rojos. Obsérvenlos de cerca, vean lo fácil que es ganar. El objeto del juego es cubrir por completo el gran círculo rojo con estos tres pequeños de manera que no se vea nada del círculo grande.
Diciendo eso lanzó las tres figuras pequeñas y cubrió la grande por completo.
Me dio los tres discos rojos.
—Señorita, cualquier niño puede jugar a esto. Cualquiera puede cubrir el gran círculo rojo. Usted me ha visto hacerlo. Por cinco centavos gánese un premio valioso y caro. Adelante.
Lo intenté, pero de algún modo una parte del círculo más grande siempre se veía. Por mucho que moviera los discos, por mucho que pareciera que estaba a punto de lograrlo, no podía cubrir por completo el círculo rojo. Solly me quitó los discos y señaló una parte del gran círculo.
—Justo aquí el círculo no es realmente redondo y verdadero. Simplemente se sale de sitio, sólo un poco. Cubra esta parte primero, vea, así. Haciendo eso, es fácil cubrir el resto, así. Ahora, usted se queda de pie atrás por aquí, se inclina y le sonríe a los incautos, y le suelta un rollo a la multitud… Trae una blusa muy suelta y las tizzkiks casi se le están saliendo.
—¿Las qué?
—Usted me perdonará, señora Brown. Las tetas, tiene uno de los mejores pares de melones que he visto. No se preocupe. Soy un hombre casado. No me lío con otras. De eso se trata todo el juego. El incauto se queda con los ojos desorbitados mirando sus tetas, de modo que no le importa adónde lanza los círculos. La está viendo a usted.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo, señora Brown. Póngase escotes apretados para que las tetas se le salgan bien. Y estará atendiendo el puesto del Círculo Rojo.
—Y, ¿si cubren el círculo grande?
—Si ese milagro llega, les da alguno de estos mugrientos alfileres de corbata, prendedores o gemelos. Pero ¿quién quiere ganar cuando pueden seguir viéndola inclinarse, señora Brown?
Conseguí sacarle a Solly cinco dólares como adelanto de mi dólar y medio al día que logré que me subiera. Tuve que insistir para los cincuenta centavos extra. Había una ranura en el mostrador y debajo de ésta una caja de metal cerrada con llave y Solly me advirtió que si no oía las monedas sonar mientras caían dentro de la caja, tendría mis propios círculos rojos.
Fui por Sonny y me mudé a un cuarto cerca de la playa en Coney y me acicalé, me puse mi mejor vestido de seda, como si fuera una piel de ciruela oscura con un poco de encaje alrededor del pecho. Practiqué inclinándome y exhibiendo mis tetas dentro de lo que serían los límites legales si hubiera semejante ley para mostrar la piel.
Pronto le pillé el truco al juego después de que Solly hizo de cómplice en unos cuantos juegos y se ganó algunas de las mugrientas baratijas. Luego yo le decía a la manada de gente, mientras algunos de ellos comían maíz dulce caliente, que chorreaba mantequilla:
—Todos ustedes vieron al caballero llevarse esos maravillosos y valiosos premios. Ustedes pueden hacerlo. Acérquense. Sólo mírenme de cerca, más cerca.
Me inclinaba y lentamente cubría el disco donde Solly me había enseñado que estaba la protuberancia del círculo. Cubría todo el círculo, todavía inclinada hacia delante. Y decía:
—Acérquense un poco más, amigos, justo enfrente. Ustedes pueden ganar un premio valioso. ¡Usted, venga! —Le extendía los tres discos a un fisgón con la boca abierta, que tragaba saliva fuertemente mientras veía mi corsé escotado.
Volvía a tragar saliva y me daba cinco centavos y nunca llegó a ver dónde tiraba yo los discos. Así era todo el día con algunos recesos para que descansara los pies. Solly me llevaba un tazón de sopa de almeja y carne en salmuera con centeno. Me decía:
—Usted tiene las tetas para eso, señora Brown. Es una actriz de teatro natural. Voy a poner una pequeña marquesina para que el sol no las queme.
Todavía seguía en el comercio de la carne.