Capítulo 16


La vida con Monte

En cuanto a mí, nunca robé nada, nunca quise robar, y sentía, como ya dije, que la mayoría de los criminales nacían así o de alguna manera se torcían. Pero nunca me sentí superior a la mayoría de los criminales. Después de todo, vivía de los trabajos de Monte. Para mí los criminales eran parte del esquema de las cosas del mundo que no podía entender del todo. Pero ahí estaban. Los aceptaba como lo hice cuando era una madame y pagué por la protección. No tenía nada que ver directamente con el crimen, excepto que en cierto modo contribuía a mantenerlo, podría decirse. Con mi marido era una esposa y sentía, y todavía siento, que una esposa se vuelve parte del hombre, parte del cuerpo y la mente de su esposo. Es él quien decide el camino que tomará su vida. Si cada mujer siguiera ese consejo, habría matrimonios mucho más felices ahí donde ahora hay miles que son infelices. Mi consejo no es un remedio, pero funcionó para mí.

Monte había decidido usar un equipo de cuatro personas para su siguiente golpe. A dos de ellos ya los había usado antes varias veces. Yo los conocía sólo por sus apodos, y era mejor así. El Profesor era el informante, un hombrecito desarrapado y con ojos blancuzcos que tenía una barba como la del Tío Sam, un abrigo a cuadros y las manos sucias con pulgares muy anchos. Tenía el hábito de guiñarte el ojo sin ningún motivo; era un tic. Dibujaba planos de bancos, calles de ciudades, carreteras, cerraduras temporizadas y las entrañas de las cajas fuertes y de cajas de seguridad. Monte decía que eran muy buenos y les añadía indicaciones propias. Él y el Profesor eran viejos camaradas y si hubiera logrado que el Profesor se bañara, no me habría importado que viniera a visitarnos. Artie, el otro asistente, era un boxeador con la nariz rota, muy corpulento y con una voz estridente. Artie era musculoso y fornido. Tenía una colección de cachiporras, nudilleras de metal y una Colt especial.

También tenía el hábito de crujirse los nudillos. Le encantaba el caramelo y eso le había arruinado los dientes. Recuerdo que le gustaba atrapar moscas con un movimiento súbito de la mano, que parecía un jamón enorme. A pesar de ser corpulento era delicado para comer y tomaba sobres de polvos digestivos para sus dolores de estómago y gases.

El hombre nuevo, en su primera vez con Monte, era el vigilante, el hombre que también vería lo del transporte en carreteras secundarias y ayudaría a Artie a proteger el trabajo con una escopeta de calibre doce, con los dos cañones cargados con balas pesadas para la caza de ciervos. Lo llamaban Uñas. Quizá porque siempre estaba arreglándose las uñas, dándoles brillo con una manga. Era un tipo muy apuesto, moreno, se vestía como un galán, demasiado llamativo para el gusto de Monte. Era vanidoso como un actor recibiendo aplausos. Tenía ataques repentinos de risa inesperada. Tal vez le faltaba un tornillo y yo sospechaba que un día se le iban a caer los demás.

Mientras hablaban todos sobre el plan en nuestra casita, yo servía café, bebidas, pasteles. Una vez horneé un pavo que salió bastante bien pero el relleno de harina de maíz estaba seco. Le pedí a Monte que me llevaran con ellos al trabajo, pero Monte dijo que bajo ninguna condición lo haría. La mañana en que se fueron, con sus maletas negras, hacía frío y había humedad. Lloviznaba ligeramente y las gotas de lluvia se posaban sobre sus abrigos. Monte dijo que era un buen tiempo para un trabajo de banco. La gente no sería muy entrometida.

—Los listos estarán abrazando la estufa.

Besé a Monte y me dijo:

—Ahora, no esperes noticias, cariño. Regresaré, o no regresaré. Pero regresaré.

—Seguro que sí —le dije.

—Y no estás sola. Mae está contigo.

Mae era la esposa de Artie, era una vieja con unas gafas de montura de acero y gusto por la ginebra. Había estado, según ella, en el coro de The Black Crook —probablemente una mentira— y cuando era joven había sido una famosa practicante del juego del hostigamiento en la costa oeste: acechaba a hombres en su cuarto y luego Artie y un amigo entraban de repente cuando la pareja estaba desnuda en la cama. Era el viejo ardid para hacer que la víctima pagara todo lo que llevaba consigo a fin de liberarse del marido vengativo y con mente homicida.

Mae estaba acostumbrada a todo. Se tomó la salida del equipo con verdadera calma, encogiéndose de hombros y volviendo a su ginebra. Tenía una de esas voces de Kansas que nunca olvidas —o a la que te acostumbras— como una rueda de carreta que necesita aceite.

—No hay nada que podamos hacer, querida, más que sentarnos sobre nuestros culos y esperar. Los muchachos conocen su trabajo. Monte es un cerebro, tiene un verdadero medidor ahí. De nada sirve retorcerse las manos y pensar en lo que pueda suceder. Los he visto irse y no saber nada de ellos durante un mes si tienen que dispersarse y Artie llegó una vez con una bala semiblindada dentro. Luego un día hay un mensaje o llaman a la puerta, y vienen tiempos felices, con risas y sin hacer nada hasta que la pasta se acaba. Artie, ese viejo cadáver, ha estado algo de tiempo por aquí y por allá, pero nada serio, ya me entiendes, querida. Es un niño grande, y no vaguea porque le rompería la cara. Es como jugar al escondite. Siempre tienes todo empaquetado y listo para salir corriendo, siempre tienes que enjabonar a los muchachos un poco y almohazarlos cuando vuelven. Están nerviosos como pulgas hasta que empiezan a gastar y tienen mucho tiempo libre y fácil entre ellos y su siguiente trabajo. Es una vida divertida y una patada en el culo. Pero así es. Es mejor que sacarle la cartera a algún tonto o follar con el primero que llame a la puerta, ¿no crees?

Esperando, esperando, me aprendí de memoria los monólogos de Mae. Mae era una habladora jovial y durante los siguientes seis días habló mucho y consumió mucha ginebra. Estaba completamente acabada debido a la ginebra y a la vida dura. Aun así, canosa, medio ciega, coja de una pierna, tenía sentido de la diversión y sentido para la vida. Al diablo con lo que estuviera delante o más allá del último trabajo. Después de un rato simplemente se sentaba, mirando la alfombra, sonriendo de una manera atontada, demasiado borracha para moverse, demasiado entumecida para tratar de ponerse de pie. Yo la dejaba ahí meciéndose en su silla y me iba a la cama, preguntándome si Monte estaba muerto en algún callejón o si había explotado con alguna de sus propias mezclas. O si estaba muerto sobre una losa de alguna morgue. Me preguntaba lo que podría ser estar casada con un hombre con el que tu única preocupación fuera que no se había llevado el paraguas o que se iba a resfriar o si se acordaría de llevar a casa las dos libras de medallones de carne. Mae me contó la historia completa de su vida y yo escuchaba y me preocupaba.

Una mañana llegó un telegrama para que me reuniera con el señor Brown en un hotel en Filadelfia. Hice las maletas, zarandeé a Mae para que se despertara y le comuniqué que me iba. Tomé un tren local hacia el sur. Cuando llegué al cuarto de hotel, encontré a Monte sentado, mirando hacia fuera una calle lluviosa y un cielo lluvioso. La gente pasaba con paraguas, caballos mojados y carretas mojadas. Estaba fumando su pipa y miró alrededor cuando entré. Ni siquiera le había echado el cerrojo a la puerta. Debido a sus días en la prisión inglesa casi no podía soportar una puerta con cerrojo.

—Hola, cariño.

Lo besé y lo abracé y él no dejaba de decir «tranquila, cariño, tranquila», como si yo fuera un poni desobediente. Parecía más o menos igual. No había maletas negras alrededor, sólo una maleta de paja sobre la cama.

—¿Estás bien? ¿Cómo salió? —le pregunté.

—Sobre ruedas. Necesito dormir un poco. No he podido dormir en absoluto.

Nos despojamos de nuestra ropa y me agarró fuertemente en la cama y temblaba un poco y se durmió enseguida, doce horas. Supongo que no había logrado dormir mucho los últimos días. Me sentía bien de estar con él. Pensaba: «¡Supón que estuviera muerto y que yo me quedara sola!».

Tomamos una gran comida, tuvimos un poco de amor, se bajó a la peluquería y a las dos de la tarde cogimos un tren de mercancías hacia el oeste, un tren local. Monte pensaba que apresurarse y tomar un tren elegante era un riesgo, un pequeño riesgo, pero siempre era muy precavido. No dijo mucho, pero sí dijo que había saldado cuentas con los muchachos, que el botín estaba seguro, escondido.

En Columbus, Ohio, nos registramos en un hotel, como el señor y la señora Brown. Había adoptado el apellido de Goldie Brown como el suyo. Por supuesto que yo lo había tomado prestado de la tía Letty.

No salíamos mucho, no presumíamos de nuestro dinero. Sólo seguimos viviendo muy bien. En una semana nos mudamos a Kansas City donde algunos hombres venían a ver a Monte, y él hizo un trato para cambiarles unos papeles valiosos (valores negociables que le iban a mandar) por efectivo. Nos mudamos a Arkansas Hot Springs. Monte se puso a apostar como si al día siguiente fuera el día del Juicio Final. Ganaba, perdía, ganaba, perdía. Después de un tiempo me dio un delgado fajo de dinero y lo coloqué en mi corsé y lo cosí.

Conocimos a otros ladrones de bancos y estafadores. Oí muchos chismes sobre el oficio. Hubo algunos que me dijeron que Monte era el mejor de los ladrones de banco, que era más listo que George Leonidas Leslie, llamado por los periódicos el rey de los ladrones de bancos. El propio Leslie dejaba que lo llamaran así y estaba orgulloso de su título. Al final, recuerdo, Leslie fue asesinado por un asunto de faldas, alrededor de 1884.

Monte decía que se rumoreaba que al menos el setenta por ciento de todos los robos de bancos los habían realizado Leslie y sus hombres:

—Siempre lo culpaban, incluso por trabajos que hacía yo. Merecía tal honor. Oh, hizo una fortuna, algunos dicen que diez millones de dólares. Bueno, la policía siempre infla las cifras y los bancos mienten también. Aun así amasó una fortuna, abriendo cajas del Ocean National Bank y el Manhattan Savings en Bleecker Street… Yo estaba cerca de ellos cuando lo hicieron en el South Kensington National, en Filadelfia; el Saratoga Bank, en Waterford. Pero Leslie tenía demasiados hombres, regaló mucho dinero. Le vendió bonos y papel robado a Marm Mandelbaum y a otros. No, no es listo, es simplemente un ladronzuelo y un vividor llamativo. Un tipo listo no se viste con campanas.

Monte mismo admitía que aprendió de Leslie gran parte de las sutilezas para abrir cajas de bancos (así les llamaban a las cajas de seguridad y cajas fuertes). Monte tenía una destreza mecánica realmente sorprendente; todos los que me hablaban sobre él lo admitían. Podía nombrar y evaluar cualquier marca de caja fuerte o de seguridad hecha en Estados Unidos. Algunas veces inclusive podía abrir una usando una ganzúa en los pestillos después de encontrarlos mediante perforaciones.

Monte tenía una gran colección de herramientas, muchas de las cuales, como ya dije, construía él mismo. Cuñas, pinzas para llaves, brocas de diamante, polvos explosivos. Sobre todo usaba dinamita y nitroglicerina en su trabajo. Hacía sus propios mazos de plomo, gatos de elevamiento y palanquetas sectoriales. Años después vi el equipo de un cirujano y me recordó a los juegos de herramientas que Monte guardaba en sus maletas negras. Todo con formas extrañas y guardadas en perfecto orden.

Un verano vi a Monte trabajar en dos pequeñas cajas fuertes que trajo como modelos de dos grandes trabajos que había aceptado. Trataba a esas cajas como si fueran sus hijos o algún elefante blanco sagrado. Estudiaba los trabajos mientras se sentaba a fumar su pipa blanca y me dijo que estaba tratando de entender cómo sacar las combinaciones del engranaje y hacer que los pestillos se alinearan correctamente para poder abrir la puerta. Recuerdo una versión pequeña de una caja fuerte de Valentine & Butler sobre la que trabajó en el sótano de una casa en la que vivimos un tiempo. Era el modelo de una más grande que iba a atacar en un banco.

Taladró agujeros de seis milímetros por arriba y por abajo del disco de combinaciones y yo lo observaba como si estuviera haciendo un pastel. Hizo una perforación con una broca diamante en la puerta dura de acero. Después metió en el agujero un pedacito de ganzúa y empezó a girarlo.

—Estoy tratando de mover los pestillos, cariño, hacer que se alineen.

Monte usaba nitroglicerina o sustancias cuando taladrar y sondar no resolvían el problema. Prefería no hacer añicos una ventana de cristal espesa ni provocar un estallido. Al final se llevó la caja al sótano para trabajarla a su manera, desbarató la combinación taladrando por debajo del disco, luego presionando y empujando los pestillos para alinearlos con su sonda.

Monte decía que le gustaba hacer un trabajo de tres horas en una caja con sus brocas y sondas. Pero con acero duro tenía que admitir que no iba a funcionar. Algunas veces lograba alinear dos pestillos y no el tercero. Entonces solía volar la puerta. En los atracos a bancos, me explicó Monte, gran parte del botín estaba en papel, bonos negociables y valores, y él se los vendía a gente como Marm Mandelbaum.

Conocí a algunas de las bandas de ladrones de bancos cuando venían a tratar de convencer a Monte para que colaborara en algún gran trabajo que estaban planeando y en el que necesitaban al mejor ladrón de cajas fuertes en el negocio; Shang Draper, Johnny Dobbs, Worcester Sam son algunos de los nombres que recuerdo. Había otros nombres también, que ya no consigo recordar. A la mayoría de ellos les dispararon o murieron en la cárcel.

Un domingo fuimos a Nueva York desde Lakewood, Nueva Jersey, y conocí a Marm Mandelbaum, quien trapicheaba con muchos de los papeles que los criminales robaban en sus trabajos. Más tarde llegué a conocerla bastante bien. Monte era cauteloso con los peristas.

—Se llevan lo mejor del trabajo, y no corren riesgos —decía.

Nunca supe cuánto perdía apostando, ni cuánto había ganado en su último trabajo en un banco.

Nos instalamos al final del verano en una casa en las dunas cerca de Chicago. A Monte le gustaba caminar por los montículos de arena, mirar las olas del lago. Estaba solitario y aislado en esos días, y solíamos almacenar cajas de comida y bebida, y cuando llegó primero el otoño, luego el invierno, encendíamos fuego y dejábamos al viento soplar, y llegaron los días grises y con ellos, la nieve. Apenas nos movíamos, bien abrigados, dormíamos muy pegados, protegidos del frío por el fuego y las paredes gruesas. Era maravilloso, una vida muy familiar. A veces, si el tiempo era bueno y estaba despejado, caminábamos por la nieve hacia el pueblo y a la vuelta traíamos comida y periódicos y revistas. Mejoré mi lectura, mi escritura. Monte releyó Historia de dos ciudades. Yo cosía vestidos y me hice unos atuendos de noche afelpados. Aprendí a cocinar bien con la ayuda del Libro de cocina de Boston. Era tan condenadamente feliz que me preguntaba por qué. Realmente era una vida tediosa.

Monte no era muy extravagante para comer. Le daba un bistec y cebollas, café muy fuerte, y no le importaba qué otra cosa comer. Nunca lo vi comer un trozo de fruta o legumbres, ni verduras de ningún tipo. Decía que era un hombre de carne, siempre con patatas fritas, horneadas, en rodajas, picadas y doradas. Era todo lo que necesitaba. Sólo comía pescado si yo insistía en que ya no podía tragar más carne. Pero en general Monte se limitaba a la carne y a las patatas de cualquier forma en que yo aprendiera a prepararlas.

Fue una época tan feliz, estar con mi esposo, amándolo, y amándome él. Tal vez habría vuelto loca a la mayoría de las mujeres todo ese aislamiento, tiempo inhóspito, el pasar de los días, con sólo un poco de caminata por las dunas congeladas si el tiempo era bueno. El aire congelado y cortante, la orilla del lago solitaria, la arena que resonaba a cada paso como si fuera de acero. Los últimos pájaros se habían ido al sur, de algunas casas de las dunas se alzaba humo. Y siempre esas olas color plomo en el lago. Todo estaba congelado. Hasta los orines en el orinal se congelaban; la leche en la botella. Por la mañana tenía que romper el hielo en la palangana de lavar.

Fue una buena época a pesar de todo eso. La única verdadera paz que alguna vez tuve en mi vida, libre de todo problema. Felicidad, una palabra con la que siempre fui cautelosa. Pero eso es lo que era, felicidad. No era sexo. Monte, como ya he dicho, no era el gran follador. Lo hacía una o dos veces a la semana en un ataque de frenesí rápido. No hablábamos mucho sobre cosas importantes o serias, ni nos importaba una mierda lo que estaba sucediendo fuera en otro mundo. La escarcha formaba dibujos en nuestras ventanas; nunca tuvimos un resfriado durante todo el invierno. El lago se congelaba fuera. Podíamos ver una embarcación atrapada en el lago, a unos kilómetros en la niebla gris azulada, con una chimenea que echaba humo como si fuera una marca de lápiz emborronada por el viento. Lo primero que hacía por las mañanas era mirar para ver si la embarcación seguía allí.

Llegó la primavera y Monte sacó unos papeles y empezó a ir más a menudo al pueblo y se puso a dibujar planos. Solía sentarse durante horas con algunas notas que le llegaban a la oficina de correos del pueblo. Muy pronto los pájaros estaban graznando en el norte y el hielo se rompió y ya no había embarcaciones para que las viera ahí atoradas. Estábamos pálidos, los dos. Era una época de deshielo y empezamos a caminar otra vez. Monte estaba ocupado en un nuevo trabajo para un banco. Solía sentarse y pensar y clasificar sus papeles por la noche bajo la lámpara de aceite con la pantalla rosada.

Yo no hacía preguntas. Llegó mayo y me dijo que hiciera las maletas. Cogimos una calesa desde el pueblo y nos fuimos a una estación en el campo y nos subimos a un tren y fuimos a Denver. Estaba alto y el aire era despejado y frío. Artie estaba allí esperándonos con Mae. Ella dijo que el Profesor había muerto de un cálculo en el hígado. Uñas estaba en una cárcel en Oregon por robo de caballos —sorprendentemente—. Monte dijo que tendría que conseguir a dos nuevos hombres para el trabajo, que sería abrir un banco en el sureste, a donde se había mandado una gran suma de dinero desde San Francisco para liquidar a los mineros que exigían efectivo.

Los siguientes dos años fueron así. Tres grandes trabajos más y estar moviéndonos. Nos mudamos a Memphis, Richmond, hacia el norte a Boston, Buffalo, Churchill Downs y a Saratoga para las carreras. Monte apostaba y ganaba y al final perdía, y yo tenía un fajo de billetes verdes cosidos en mi corsé. Un año retiré todo mi efectivo y las acciones que Zig me había guardado. Ése fue el año en que el póquer casi nos arruina. Mis acciones estaban cayendo y no valía la pena venderlas. Pero Monte tenía en mente un trabajo en el sur. Una especie de caja de seguridad con dinero de un presidente de Sudamérica, alguien que había venido a exiliarse al norte con un botín muy grande. Nunca conocí los detalles, pero el trabajo nos dejó boyantes durante un tiempo. Hoteles, albergues, hoteles lujosos, hotelitos, un pequeño apartamento, una casa alquilada. Recuerdo mejor una quinta en Lakewood, Nueva Jersey, donde dejamos nuestro guardarropa y cerca las herramientas del oficio de Monte. Volvíamos allí muy a menudo. Artie se mató en un accidente de tren. A Mae le dio un ataque de delirium tremens y nunca la volví a ver. Todo eran nuevas caras en el grupo cada vez que Monte me dejaba para un trabajo. Monte empezó a usar gafas como las de una foto que una vez vi de Franz Schubert, el compositor de música. El cabello de Monte se estaba volviendo entrecano.

—¿Cómo va el fajo, cariño? —me preguntaba.

—Delgado, francamente delgado.

—Dos trabajos más y no más apuestas. Me siento viejo. Hay una granja que voy a comprar por el río Columbia. Llena de árboles y lagos y ahí crece de todo. Se puede pescar, cazar. Yo también me estoy cansando.

Cogió mi mano. Vi que temblaba un poco. Me dije a mí misma, todavía no tiene ni cincuenta años, ¿qué es este cuento de que «estoy envejeciendo»? Pero sólo le dije:

—Me gustaría, un bosque y una granja. Siempre quise probar el cultivo de rosas en la entrada de una quinta.

—No, una quinta no. Una buena casa de ladrillos viejos, con vistas al río para dejarte con los ojos abiertos.

Se fue lejos para hacer un gran trabajo con tres hombres nuevos. Me empecé a sentir mal por la mañana, llevaba un par de meses de retraso. Tenía muchas esperanzas de estar embarazada.

Monte murió bajo la plataforma de una estación de trenes en un pequeño pueblo del sur. Había gateado hasta allí, todo herido, con tres balas en el pecho. Nunca supe cómo ni por qué. ¿Había fallado el trabajo o sus propios hombres le habían tendido una emboscada para quedarse con todo el botín? Me llegó la noticia en una carta de Uñas, que no había estado en el trabajo, pero que por un pajarito se había enterado de cómo había terminado. Para ese momento, para cuando lo supe, el cuerpo de Monte, al no ser reclamado por nadie, había sido enviado a una escuela de medicina.