Capítulo 15


Me convierto en esposa

Cuatro días después de conocer a Monte estábamos casados; tuvimos una boda normal y decente en un pequeño pueblo con un puente blanco, una iglesia blanca y un Indian House Hotel. Nos casó un ministro que tartamudeaba un poco. Monte firmó el acta de matrimonio con su verdadero nombre y me dio el papel. Durante años lo guardé en una caja de seguridad en un banco de San Francisco. Éste y el banco se hicieron cenizas en el gran incendio de 1906.

Salimos sigilosamente del prostíbulo una mañana gris de Chicago y el viento avivaba el lago. Nos habíamos despedido de la madame una noche antes. Nos encaminamos a la gran estación de trenes cargando nuestras dos maletas, alegres como grillos (nunca he sabido a qué se refieren con esa frase).

Monte se casó conmigo porque me dijo que le aportaba paz por la noche, porque amaba mi cuerpo y lo usaba con destreza y poder y satisfacción. Me amaba porque no era una chica nerviosa, no me reía como tonta y no hacía preguntas. Durante años no había podido dormir más de una hora seguida. Conmigo podía pasar la noche, con el sueño ininterrumpido. Me di cuenta, también, de que confiaba en mí. Era solitario y conmigo tenía la sensación de poder vivir y respirar, ser un hombre. Deducía incluso que el sexo de Monte no había sido muy activo ni placentero hasta que me conoció. Como él mismo decía: conmigo ya no se sentía «barrigón, sino en buena forma».

Y en cuanto a mí, esto fue como una traición inocente de todo lo que yo había hecho en mi vida. Simplemente me derretí como manteca revuelta en una olla de sopa hirviendo. Tomé el amor como me llegó de Monte. Detuve mis antenas de amor —como las hormigas cuando hablan— y me dieron señales que decían «estás feliz y satisfecha». No me importaba una mierda si estaba bien o no para mí. Yo le pertenecía a Monte. Eso era el amor, la ruina de una buena puta; al convertirse en una esposa con el amor para un solo hombre. Desde luego, entonces no lo pensé de ese modo, y Monte no hablaba mucho. Los buenos criminales profesionales no hablan mucho. Él era un aristócrata entre los forajidos, estaba en la cima del mundo del crimen. Pero como ser humano era Monte contra la sociedad organizada, caminaba con paso ligero, preocupado, cuidadoso, experto; una vez incapaz de dormir o follar mucho, y seguía agotando sus ganancias, como de costumbre, en las casas de juego.

Supongo que los profesores y los Herr Doktors pueden dar razones de por qué una pareja se enamora. Por qué cada uno le dio al otro algo que necesitaba. Pero eso es como deshojar una flor para ver por qué es bella. Descubres cómo está hecha, pero en tu mano ya no tienes una flor, sólo un tallo verde y un revoltijo. En esa época yo no era muy dada a llegar al fondo de las cosas. Siempre sentí que las respuestas a cualquier cosa resultan como dobles ceros en la ruleta si vas demasiado lejos con las preguntas. Siempre he concebido la vida como algo que vivo como va llegando, la única vida que tendré. Yo tenía un código, un modo de exteriorizar la idea de que el ser humano es algo único, sin importar lo malo que fuera el mundo, o cuáles fueran sus modales y leyes. No iba a ir demasiado lejos para probar lo que era el amor; no iba a arrancarle los pétalos a mi flor.

Nos instalamos en una pequeña localidad en Nueva Jersey a unos treinta kilómetros de la ciudad de Nueva York, en una casita amueblada que alquilamos. Monte iba a Nueva York dos veces a la semana. Les hicimos creer a los vecinos que él era químico. De hecho, estaba preparando unas mezclas explosivas en una de nuestras habitaciones. Cuando iba con él a Nueva York, todo me parecía muy salvaje, las multitudes afluentes, los restaurantes, los hoteles sofisticados y los callejones ostentosos más distinguidos. El tráfico de diligencias y carruajes, carretas de alquiler y calesas era bastante denso como para poder caminar. Todo era una confusión para mí. Conocí a algunas personas del submundo. A Monte lo respetaban.

La mayor parte del tiempo nos quedábamos en nuestra casita en Jersey, ya que Monte, bajo otros nombres, era el sospechoso de ser el cerebro, el general que estaba detrás de varios robos de bancos. No tenían ningún retrato de Monte, pero algunos soplones habían hablado y un pajarito había corrido el rumor. Así que Monte no se exponía mucho en el mundo disipado y criminal de Nueva York. Tenía la maravillosa habilidad de confundirse con el aire gris, de volverse parte de cualquier calle por la que caminaba, casi sin ser visto. Yo veía cómo el resto de los criminales de elite admiraba a Monte. Recuerdo que hasta los mecheros (ladrones de tiendas) se daban cuenta de su clase. Las pandillas del oeste le daban risa a Monte; los James, los Cole, los Younger y otros son un poco más que carniceros, asesinos a sueldo a caballo, que se volvían crueles y malvados. Por lo general terminaban en un tiroteo en alguna emboscada o se mataban entre ellos. Las noveluchas baratas, y luego las películas, les dieron a los pelagatos del oeste mucho más bombo del que cualquier criminal sabio les hubiera dado.

Yo observaba este mundo criminal. Los de la categoría más baja, por debajo de los borrachos y de los vagabundos que vivían en las iglesias, son los carteristas que viajan de ciudad en ciudad. Son nerviosos, agitados, hábiles para robar piel o cuero (carteras), pero un poco mejores que los ladrones de bolsos, los estafadores de las salas de billar.

Los trabajadores especiales pueden robar equipaje en las terminales de tren y embarcaderos y a menudo están organizados por sindicatos de muelles y jefes laborales. Esos muchachos birlan millones en las terminales de tren y en los barcos de carga, que generalmente se dividen el botín con los guardias del ferrocarril, la policía del embarcadero y los jefes de los estibadores.

Con el tiempo aprendí un poco sobre el lado femenino. Las mujeres que viven entre los criminales no son gran cosa. Las putas que trabajan el juego del hostigamiento, seducen a un hombre en su cuarto y luego un «marido» enojado irrumpe con una pistola para saldar deudas. Luego está el juego del panel corredizo, en el que se le roba a un hombre por una abertura en la pared mientras está en la cama con una puta, ya sea drogado o borracho. Hay tiros en los callejones donde las putas están al acecho para engatusar a los hombres. Pero éstas son cosas de muy bajo nivel y está involucrada la peor clase de mujeres borrachas o drogadictas.

Yo creo que la única trabajadora del crimen que tiene sentido, aunque no principios, es la vendedora de llaves. Una mujer hermosa y bien vestida ronda en los buenos hoteles o en las carreras como el Kentucky Derby o Saratoga. Le vende su llave del cuarto a un putero deseoso y ardiente por cien dólares, a menudo con el cuento de que su esposo está fuera y ella está sola y necesita dinero para pagar sus pérdidas en algún juego o apuesta. Una buena vendedora de llaves se puede deshacer de una docena de llaves en un día. Por supuesto que las llaves no encajan en ninguna puerta del hotel que aparece en la etiqueta.

Sobre asesinatos supe poco. Muchos homicidios son lo que se llama crímenes pasionales, y no son criminales. Se trata simplemente de hombres estúpidos que matan, no por amor o pasión o por un «hogar ultrajado» como dicen los periódicos. No, la mayoría de los asesinatos de hogar, sospecho, son por un golpe a la vanidad, una herida en el ego. ¡La idea de que una mujer haya podido serle infiel a él! Es para mantener su orgullo por lo que los hombres matan a las mujeres, aun cuando están medio locos de ira.

Sobre asesinos profesionales supe algo, pero no creo haber conocido a ninguno. Los homicidios durante los atracos son accidentes del oficio y los cometen generalmente los brutos o los cobardes. Los buenos delincuentes profesionales tratan de evitar matar. Algunos ni siquiera llevan armas. «Las armas te suplican que las dispares», solía decir Monte.

Hay hombres que nacen criminales sin razón, asesinos sin válvula de escape y cuanto antes los atrape la sociedad, mejor. Hoy en día hay quienes dicen que los criminales son producto del entorno, que se ven forzados al crimen por sus antecedentes. Bien, yo me tomo muchas de estas estupideces con reserva. Los asesinos realmente brutales, los verdaderos criminales sin esperanza cuyas acciones son peligrosas, casi todos nacen así. De la misma forma en que un becerro nace con cinco patas o dos colas o la gente tiene el paladar dividido o los ojos azules. Algo salió mal mientras estaban en la tripa de su madre. Quizá incluso antes. Pertenecen a un linaje manchado y los reformistas de corazón blando están perdiendo su tiempo con esta clase de personas. La cárcel es una puerta giratoria para ellos; entran y salen toda la vida.

En cuanto al resto de los criminales, por lo que llegué a codearme con ellos, la mayoría parece haberse salido de la sociedad porque es moneda fácil y el crimen sí que paga, créanme. Es un modo de vida, de recompensas rápidas y gastos demasiado fáciles. Muchos criminales sienten que el mundo está podrido, como la idea de Highpockets de que la sociedad está hecha de inocentones y bribones, y que es mejor correr con los lobos que correr asustado con los conejos. No voy a añadir ningún lema moral a todo esto y decir quién está en lo cierto y quién está equivocado. Simplemente estoy haciendo una observación y contando las cosas como las veía. Mi punto de vista puede estar invertido —mis valores fueron hechos para encajar con mis necesidades—. No lo niego.

El único deseo de Monte entre dos trabajos era no llamar la atención, y con gente común y corriente no la llamaba. Y eso que él no tenía un aspecto común. Cuando viajaba, con sus ojos medio hundidos y su apariencia pulcra, era como si se hubiera vuelto un actor y pudiera andar fácilmente con un papel que representaba únicamente en público.

Éramos felices en el campo, simplemente siendo, existiendo. A Monte le gustaba sentarse ahí, fumar su pipa de espuma de mar con la franja de oro, leer algún libro de Mr. Dickens. Nunca me ofrecía leer en voz alta y yo no se lo pedía. Más tarde supe que había pasado siete años en una fría prisión británica en un páramo, donde casi no hablaba con nadie y pasaba mucho tiempo en el hoyo (en la celda solitaria) encadenado, porque trataban de sacarle información sobre una pandilla europea que lo había llamado para un gran atraco de una caja fuerte de banco. Nunca tuve los detalles, pero es ahí donde Monte adquirió el hábito de leer. El capellán le daba un libro de Mr. Dickens a la semana y Monte se convirtió en un converso de la Iglesia de Inglaterra para complacerlo. Monte decía que si Cristo realmente conociera a los ingleses que dirigen las prisiones, regresaría a la cruz.

Monte, a diferencia de mí, tenía una fe razonable en la otra vida que Dios tiene para nosotros, en la idea de que Cristo era divino. Monte decía que podía ver a los muertos por la noche, como a un fallecido camarada suyo al que veía a menudo, un experto en explosivos que hacía mezclas para las pandillas y que voló por los aires cuando un lote salió mal. Mientras yo no tuviera que ver fantasmas, no me importaba que Monte los conociera.

Vivíamos como cualquier otra pareja con un poco de dinero ahorrado, que trabajaba en un negocio privado, conducíamos nuestra carreta alquilada en el campo a Elizabeth, New Brunswick, a Princeton donde Monte hablaba con algunas personas con las que quería ponerse en contacto. Pasábamos noches en hotelitos todavía llamados inns:[13] Red Lion Inn, Kings Inn. Cuando llegaba el verano íbamos al mar, a Asbury Pake, Long Branch, a Red Bank, con la arcilla roja del campo en las ruedas de nuestra calesa. Íbamos mirando viejas casas coloniales y nos preguntábamos cómo la gente que vivía ahí mantenía caliente la casa únicamente con chimeneas. Leer a Mr. Dickens despertó en Monte un gran interés por los lugares antiguos.

Monte nunca fue lo que se llama un gallo, un macho de la habitación. Una o dos veces a la semana lo hacíamos, muy deleitosamente y muy seriamente, con buenas corridas. Pero Monte, como con todo en su vida, llevaba un estricto control sobre el sexo. No tenía gran impulso por los juegos exóticos o atléticos del sexo, no se moría por lo que se conocía como outré. Me amaba mucho, se aferraba a mí mientras dormía, farfullaba palabras que yo no entendía claramente, temblaba un poco, pero no se despertaba. Descansaba, mientras pudiera hundir su cabeza entre mis senos, entrelazar sus piernas con las mías; de ese modo podía dormir por la noche.

Monte era un muy buen marido. Solía decir:

—Tolerarnos el uno al otro, cariño, nuestros pequeños defectos, es todo lo que necesitamos.

Pensándolo bien, yo estaba de acuerdo, las pequeñas cosas acaban con un matrimonio con tanta frecuencia como las grandes.

Me volví una hausfrau que habría sorprendido a mis viejas amigas del prostíbulo. No teníamos nada que ver con la gente de la casa de citas y por supuesto no manteníamos contacto, no los veíamos, ni siquiera a los que estaban cerca en Nueva York. Monte veía a muy poca gente. Solía decir:

—Soy un maldito monje, eso es lo que soy, cariño. Siempre lo fui. Tengo que estar en mi oficio.

No escondía el hecho de que era un ladrón de cajas fuerte de banco —uno grandioso— y yo lo aceptaba como si fuera un fontanero o un banquero. Le preparaba de comer, mantenía su ropa en orden, le hacía la vida fácil y llevadera. No iba mucho ala habitación donde trabajaba con muestrarios de cerraduras con limas y martillos, con moldes y hornitos de carbón. También hacía muchas de sus propias herramientas. Yo me mantenía alejada, sólo iba un minuto para llamarlo a comer o preguntarle si quería una copa en la puesta del sol. Tenía muchas bolsas especiales de cuero negro que se parecían simplemente a las maletas de cualquier vendedor ambulante o viajero. Cuando las abría, estaban llenas de herramientas: un tornillo de presión firme, gatos, llaves inglesas, sensores y formas de cables delgados de los que no conocía el nombre. Monte inventaba muchos de sus utensilios, o modificaba los que había comprado en varias ferreterías lejos de nuestra casita.

Monte iba corto de dinero en la época de nuestra boda. Un trabajo en un banco no había salido tan bien como esperaba cuando abrió la caja fuerte. Su informante le había dado datos incorrectos. Monte, también, había estado apostando y como de costumbre había perdido y había dado muchos pagarés que tenía que cubrir.

Algo que hay que recordar de los criminales de primera es su sentido del honor a su manera. Pagan sus deudas, honran su palabra entre ellos, nunca hablan. Al menos así era en la década de los 1880 e incluso después. Hasta que surgieron las pandillas italianas cuando llegó la prohibición y la tajada se volvió de millones de dólares. Eso cambió al criminal nativo americano.

No estoy haciendo un alegato a favor de los forajidos o criminales nativos y en contra de la Mano Negra y los criminales alcohólicos de Capone en Chicago que asumieron el control. Sólo que es un hecho que había un tipo nativo de criminales y luego, después de 1918, otro tipo asumió el control. No estoy siendo romántica con respecto a Monte o a su mundo. Eran transgresores de la ley y se aprovecharon de la sociedad con la ayuda de protección comprada. Sólo estoy escribiendo las cosas como eran.

Monte tenía visitas, casi siempre después de que oscureciera. Estaba reuniendo a un equipo que iba a usar como ayuda, pues planeaba abrir un banco en el norte del estado de Nueva York. Tenía su propio método. Solía mandar a un explorador, a menudo después de comprarle un plano a alguien que se había tomado la molestia de obtener detalles; se hacían mapas, se anotaban los horarios de movimiento de los empleados, sus hábitos e itinerarios. También se marcaba una vía de acceso, caminos para salir. En algunos casos se podía sobornar a un empleado, algún policía se cambiaba de bando. En una ocasión Monte me contó que el presidente de un banco desfalcó casi un millón de dólares y contrató a Monte para realizar un robo con efracción en el lugar y que así pudiera pasar por un atraco. Pero el presidente del banco se hizo el sueco y no pagó la deuda antes del trabajo y un miembro del grupo con mano dura lo dejó lisiado, contra el consejo de Monte.

—Si son más listos que nosotros, sólo sé más cuidadoso la próxima vez.

Mi principal preocupación —una gran bolsa negra de preocupación— era que mataran a Monte, lo capturaran o lo hirieran de gravedad. Solía soñar que él tenía que salir huyendo con tanta prisa que no podía alcanzarlo. No me importaba una mierda si los bancos protegían su dinero, ni la sociedad. Como Monte, yo era solitaria y me protegía sólo a mí misma y a mi marido. Vivía fuera de la vida profesional de Monte.