Capítulo 14


El verdadero submundo

Tengo que explicar algo antes de proseguir con mi historia. Salvo en la jerga legal de algunos legisladores, una puta no es una criminal. No tiene que robar, cometer latrocinio, violar puertas para entrar, falsificar cheques, asaltar con violencia, romper una caja fuerte, robar a mano armada un banco o cometer asesinato. Pero si mantiene los ojos y las orejas bien abiertas está al tanto de que existe lo que los periódicos llaman el submundo. Sabe que ahí el crimen se planea, se organiza y se pone en práctica. Los criminales con aires de superioridad en algunos grupos, cuando tienen dinero, recurren a prostíbulos caros, e incluso los usan a veces, si la madame es lo suficientemente estúpida, como lugares para esconderse de la bofia (la policía). Dinero fácil, dinero sucio, o puro efectivo, al dueño de una casa de citas le da exactamente lo mismo… Generalmente, él mismo se mantiene alejado de la conducta criminal, si pasamos por alto la violación de las leyes contra la prostitución y contra los lugares donde el coito tiene un precio.

La conexión más cercana que un prostíbulo puede tener con el crimen es ese viejo sermón, ese fantasma, la «trata de blancas». Ésta, contrariamente a los rumores públicos y a la palabrería de pecado, no es la amenaza que se supone que es. La mayoría de las mujeres y chicas americanas se convierten en putas por su propia voluntad, y muchas buscan el trabajo y son rechazadas por varias razones: edad, condición mental, falta de habilidad, belleza o postura para el trabajo. Hay en el este, o había (he estado fuera del negocio durante mucho tiempo) organizaciones de italianos de Mano Negra y pandillas de europeos del este que sí se dedican a la trata de blancas. Fuerzan a las chicas a la prostitución. Ellos sí tienen una red clandestina para transportar a las chicas de burdel en burdel, donde el sexo es forzado, casi una violación, y operan de ciudad en ciudad, de casa en casa. Pero éstas no son importantes, o no lo eran cuando yo estaba en el negocio, y el tipo de chica con la que trabajan es básicamente para las casas menores, los prostíbulos, los tugurios y los antros de lugares de muy bajo nivel. Los de la mafia de Capone, que dominaba ciudades y estados enteros, eran los verdaderos tratantes de blancas, pero todo eso fue después de mi época.

Las mejores casas de citas en Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XIX y los primeros veinte años del presente siglo —fuera del barrio chino de San Francisco— reclutaban en su mayor parte a voluntarias, chicas recomendadas, mercancía de calidad, para hablar sin rodeos. Estaban ahí por su propia voluntad y trabajaban cuando querían y se iban cuando querían. Por supuesto, muchas se endeudaban, mantenían a un vividor, se enganchaban con un proxeneta y sus actos ya no eran completamente libres cuando estaban engatusadas por un hombre lleno de halagos y de palabrería.

La chica brutalmente tratada, golpeada, violada, es parte de un mito, excepto en los barrios chinos. No estoy diciendo que la fuerza y la crueldad no existan, pero no es tan común como algunas personas piensan. A menudo las putas eran verdaderas artistas del engaño y contaban grandes mentiras.

Al criminal que es cliente de una buena casa lo tratan como a cualquier otro cliente mientras su botín dure. Aunque él y la madame se ven encasillados en la misma categoría de delincuente, hay una gran diferencia. No estoy defendiendo las casas de citas, y no las estoy condenando, sólo estoy dejando claro algo que necesita explicación. Dejando la moral fuera —y eso ha confundido al negocio del sexo durante cientos de años—, el elemento criminal en una casa de buena reputación es bastante tenue. Ellos no sabrían cómo lidiar con problemas o entretener a la aristocracia.

Pero toda puta es consciente del submundo fuera de la ley. Sabe que hay un segundo gobierno debajo del primero que está a la vista del público. A menudo el crimen se dirige oficialmente; el soborno y el botín se reparten entre algunas personas notables y respetables. En Chicago y Nueva York después de la Gran Guerra, el crimen y la política eran casi lo mismo.

La verdad es que el crimen no podría existir sin alguna forma de protección, incluso de control, desde arriba. Casi todas las grandes ciudades tienen departamentos de policía que reconocen ciertos crímenes y clases de criminales como parte del sistema. En Nueva York no era un secreto que los criminales podían trabajar dentro de lo que llamaban el Tenderloin,[11] mientras pagaran protección policíaca y no invadieran los distritos respetables ni ocasionaran problemas. En casi todas las ciudades la policía no importunará a un criminal de alto nivel si éste cumple su promesa de que no trabajará mientras esté de visita en su ciudad para descansar, tomarse unas vacaciones o planear un crimen.

Esto se negará siempre, pero es verdad. Algunos balnearios, aguas termales, y ciudades con pistas de carreras de caballos permiten a los criminales forrados que armen escándalo, vayan de putas, se reúnan para disfrutar del lugar y se gasten sus valores negociables. En algunas secciones del país los sheriffs controlan las apuestas y en Louisiana todavía hoy ceden derechos y cobran para abrir casas, tanto de citas como de juego, y hasta se quedan con un pedazo del pastel. Toda ciudad o población respetable tiene un equipo conocido y codicioso de oficiales de policía y boyos políticos —boyos es bravucones en irlandés— que piden una tajada. Luego vienen olas de reformas y se clausuran cosas o se silencian, se mantienen a flote. Pero las reformas van por ciclos y así es todavía hoy en día. La gente decente no es tan entregada como los criminales y los políticos, o tan paciente.

Toda casa de prostitución, toda pandilla criminal en operación podría verse fuera del negocio en un día si se dieran las órdenes apropiadas. Pero la policía, los tribunales, los abogados, los fiadores, los peristas, las organizaciones de esquiroles, todos están tan embebidos en sus contactos criminales y en el dinero, que sería ir en contra de la naturaleza humana esperar una comunidad completamente legal. La verdad del estado de las cosas sólo llega a la superficie con un asesinato repugnante o cuando la corrupción en los lugares altos invade demasiado profundamente la paz y la conciencia de una comunidad. Un gran escándalo público es como un enema. Un robo de contratistas de alto nivel, los buscadores de concesiones de tranvía, el saqueo de las compañías, la interacción de los negocios con las actividades criminales pueden impulsar al público a una acción dolorosa. El resultado es que los periódicos venden más ejemplares y se empieza a hablar de reforma.

Hay un sistema de castas entre los criminales y es tan esnob que sería irrisorio ver a los rufianes menores doblegarse ante los respetados y de alto nivel. Como con los pollos en el corral, hay un jefe que picotea a todo el mundo, pero a quien nadie picotea y, así, abajo hay otros a quienes picotean y que picotean a otros debajo de aquellos que ya no picotean a nadie por encima de ellos: los borrachos, vagabundos, pordioseros, carteristas.

La crema del crimen son los ladrones de cajas fuertes, los hombres de las cajas, los que vuelan y abren cajas de seguridad; los robabancos, los que usan dinamita o nitroglicerina para volar cajas fuertes. Es todo un mundo y con su propio lenguaje. Son capaces de reventar cajas fuertes de acero del tamaño de una casita en las grandes compañías. Son unos verdaderos vividores, unos campeones, que trabajan sólo durante una temporada del año con sus asistentes, sus gorilas, márgenes de seguridad, itinerarios, mapas, diagramas. Poseen y hacen paquetes especiales de dinamita, pólvora y nitrocelulosa. Son expertos en cerraduras fuertes, conocen todos los pestillos, todos los tipos de caja. Sólo se asocian con criminales menores cuando los necesitan para la parte ruda del trabajo. Viajan mucho. Algunos son instruidos y educados. Todos visten bien, pero no de manera llamativa si tienen gusto. Estos hombres son considerados como lo mejor de su mundo.

Los estafadores también son muy respetados. No los mercachifles de lingotes de oro y posteriormente del Puente de Brooklyn, sino los charlatanes fáciles y maravillosos que venden títulos, inventan bienes inmuebles, plantaciones en Sudamérica, playas en Florida, cargamentos de barcos inexistentes. También cambian dinero falso por verdadero, llevan pepitas de oro en los bolsillos, seducen al provinciano o bruto codicioso que quiere algo ilegal por casi nada, al incauto al que no le importa si está fuera de la ley. Los estafadores son oradores maravillosos que hasta se convencen a sí mismos de que están haciendo un servicio a la nación despojando a la víctima codiciosa, quitando a los ricos lo que nunca les faltará.

Pero los estafadores tienen una especie más baja que es capaz de quitarle a una viuda sus últimos cien dolarcillos con el truco de la bolsa de papel o sacarle mil dólares a un italiano codicioso vendiéndole una máquina que convierte papel blanco en billetes genuinos de dólar. Los falsificadores siempre están activos, pero falsificar es un juego peligroso, ya que la ley siempre está al acecho. Conocí a uno que, en tiempos difíciles, firmaba como Abraham Lincoln en viejos libros jurídicos para las tiendas de Fifth Avenue.

El traficante de papel, el calígrafo, el falsificador de cheques, generalmente se viste bien, habla bien, es capaz de obtener cambio de un cheque de cincuenta dólares con una compra de diez dólares. Llamen a un garabateador o falsificador, es capaz de imitar cualquier firma.

Los delincuentes de segunda, los artistas del atraco, los vándalos de los asaltos, los ladrones de trenes, los carteristas son por lo general estúpidos.

Los más pobres son sólo la parte más ruin del crimen. He conocido hijos de ministros que se convierten en violadores y delincuentes de las mejores familias.

En cuanto a las putas, a veces son hijas de buenos hogares que venden su conejo en la calle por una raya de cocaína o una copita de whisky malo. He conocido a los que llaman «degenerados depravados» de la peor clase, desde el histrión que arranca con los dientes cabezas de pollos vivos en un circo, hasta el desalmado que descuartiza a una mujer. A pesar de eso los he visto en otras ocasiones cuando son humanos, tan jodidamente humanos, tan miserables o locos como son. Falsificar cheques, robar vagones de trenes, ¿acaso es peor que vender carne podrida y contagiada de Chicago o robarle los derechos de agua a una ciudad o su sistema de transporte? Si yo fuera moralista, diría que ésos son los crímenes más grandes.

Asimismo, si yo fuera una legisladora honesta, lo que no puedo ser ya que no soy susceptible de ser elegida, estudiaría los tinglados y a la gente que obtiene algo del botín de los criminales, qué los motiva, ya sea mediante extorsión, negligencia o codicia hacia las cosas que se quedan de la gente; sólo barren bajo la alfombra y dicen que no están ahí.

Estoy preparando el terreno para algo con toda esta explicación y esbozo del mundo criminal que conocí. No es una disculpa. Nunca me he disculpado por nada de lo que he hecho. Como ya he dicho, he sentido arrepentimiento, pero nunca remordimientos.

El hecho es que me enamoré de un ladrón de bancos, uno que volaba cajas fuertes de bancos, y durante varios años viví como espectadora. Quiero decir que me enamoré de verdad. Del modo anticuado, bobalicón e iluso. Nunca me arrepentí. Y al verme a mí misma ahora, con las articulaciones viejas y tiesas, con un poco de tos y resuello en mis pulmones, todavía me emociono las noches en que recuerdo lo feliz que fui durante tres años con Monte. Fueron mis días más felices después de dejar Saint Louie, los mejores que tuve en mi vida, los mejores que hubiera podido desear. No era una virgen trémula, ni una soñadora con algodón en el cerebro que creía en todo lo que las canciones decían sobre el amor o lo que estaba escrito en las novelas cursis, en las obras románticas.

Nunca confundí el amor con follar, pero también sabía que una buena parte del amor tenía que ver con el sexo. Había construido ese compartimiento hermético, como en el Titanic, entre los juegos del cuerpo y algo diferente, pero cercano a eso.

Conocí a Monte en un prostíbulo de Chicago cerca de la orilla del lago. No había vuelto realmente a una casa. Estaba reemplazando a un ama de llaves enferma. Pero, desde luego, los puteros insistían en que fuera al salón.

Monte usaba varios nombres de vez en cuando. En la casa de citas era conocido como Monte Smith, un nombre corto y fácil, pero principalmente lo llamaban Monte, el rey de los ladrones de cajas fuertes. Su verdadero nombre lo usó sólo una vez en nuestra relación. Era de una buena familia, de vieja estirpe americana, de la que él era la oveja descarriada. No es mi intención hacer que esto suene impresionante. Tan sólo es un hecho. Monte tenía un aspecto alto y majestuoso, pero como era delgado y robusto, parecía más alto que su metro ochenta. Su cabeza era alargada, con ojos medio grises, medio verdes, según cómo les llegara la luz. Podían ser tan fríos como veneno de serpiente. Una vez lo vi quedársele mirando a un hombre hasta que el otro se dio la vuelta sin decir una sola palabra. El resto de la cara era regular, un rostro perspicaz, se podría decir, pero con la cabeza estrecha, los rasgos regulares eran del rostro de una ilustre cuna. Monte estaba muy orgulloso de sus delgadas manos, que por lo general llevaba enguantadas. Su vanidad era usar toda clase de guantes especialmente finos, bordados y cosidos con cuidado, en varios colores y con las pieles más suaves. También tenía una buena colección de bastones; tenía uno con un hueco para ocultar una espada que nunca tuvo la necesidad de usar, hasta donde yo sé. Sus pies no podían llevar zapatos pesados. Usaba calzado de cuero delgado con un poco de tacón, más alto de lo habitual. Le gustaban los zapatos con copete de ante gris.

Monte no se vestía muy ostentosamente. Prefería los tonos marrones y tostados, un bombín alto y coronado negro o azul oscuro. No le gustaba posar para que lo observaran.

Las únicas joyas de Monte eran unos cuantos alfileres de corbata y una buena colección de gemelos. Le gustaban las piedras azules y verdes, los ámbares a través de los cuales podías mirar y el jade color pasto. Su único hábito nervioso era desabrocharse los puños y tocarse los gemelos si se enfrascaba en alguna conversación interesante. Siempre parecía remoto, lejos de todo y de todos.

A veces llevaba un bigote delgado estilo chino, a veces era grueso y largo, «muy británico y espeso», como él mismo decía. Había vivido en Inglaterra y a veces se refería a una chica como bint.[12] Monte fue un criminal desde su juventud, cuando estuvo contratado como experto en una compañía de cajas fuertes y cerraduras y aprendió todo sobre pestillos, cerraduras y llaves. Empezó a abrir cajas fuertes y puertas especiales él solo y se dio cuenta de que le gustaba el trabajo solitario y el botín fácil aun con sus riesgos. Se educó en esa compañía de cajas fuertes y se convirtió en el maestro de casi todas las cajas fuertes y de seguridad, aprendió a abrir algunas sin violencia, otras con taladro, otras con explosivos.

Después de un trabajo Monte siempre viajaba solo, le pagaba a sus ayudantes, enterraba sus herramientas y materiales y utensilios en una granja de alguien que conocía en alguna parte. Vivía bien, pero no ostentosamente, de tres a seis meses con lo que había robado, ahorrando un poco, viviendo del resto, era un hombre de apuestas. Vivía como un noble, se vestía bien sin pavonearse. El juego era su perdición, su ruina. Año tras año. Eso y contratar putas caras era su desembolso en efectivo más fuerte y la razón por la que nunca reunió un dineral.

La primera vez que vi a Monte estaba sentado en el salón de esta casa en Chicago, bebiendo whisky escocés, su predilecto. Vi a un hombre delgado y limpio, con manos bonitas y zapatos puntiagudos y pulcros, que escuchaba a Fat Liz, el bufón de la casa, contar un chiste irlandés. Simplemente sonrió un poco como si el chiste lo hubiera herido, dejó su vaso. Se me acercó y me dijo:

—Ya me iba. Pero ahora me quedaré.

—Soy Goldie. ¿Qué le está haciendo pasar un mal rato, señor?

Hablamos unos minutos y Monte se giró hacia la madame y le dijo:

—¿Nos puede mandar una botella de whisky?

—Claro, Monte —dijo la madame—. Sé buena con él, Goldie. Te has ganado el premio esta noche.

Lo cual no significaba gran cosa dado que le decía eso a todos los clientes.

Monte estaba muy serio y tranquilo arriba. Se sentó a beber, mirándome salir de mi atuendo y ponerme de pie enfrente de él con una mano en mi coño. Me sentía, por una extraña razón que no podía entender, casi tímida con este putero. Me hizo un gesto para que me sentara en su regazo. Se había quitado la chaqueta. Me senté, con mi brazo rodeando su cuello, y el suyo alrededor de mis caderas. Era casi decoroso.

Me dijo que estaba cansado, muy cansado, y que quería hablar. Me preguntó si leía a Mr. Dickens, lo cual me cogió por sorpresa. Le dije con un tono casual que no era una gran lectora. Me dijo que él leía a Mr. Dickens todo el tiempo. Traté de jugar con su pelo, muy corto, oscuro, con un mechón delante, y me dijo que no le gustaba que le tocaran el pelo, como si no le gustara que lo tocaran en absoluto. Yo sólo le hice creer que lo escuchaba mientras él hablaba de los libros que había leído y de la orilla alrededor de los grandes lagos y de lo desagradable que era viajar en tren en Estados Unidos comparado con Inglaterra.

Le pregunté si no le gustaría acostarse. Se quitó los zapatos y los pantalones, los dobló cuidadosamente y los puso sobre una silla. Nos metimos en la cama y traté de coger su pito. Me dijo que no, que quería dormir, pues estaba muy cansado, que si me importaba. Le dije que no, que lo que él quisiera estaba bien para mí. Me pregunté con qué clase de payaso me había subido.

Durmió de una forma nerviosa, me agarraba fuertemente y de vez en cuando daba una especie de salto nervioso, los brazos y las piernas le temblaban, pero no se despertaba. Yo también me adormilé, todavía no estaba acostumbrada a Chicago.

Lo sentí despertarse rápidamente. Abrí los ojos; la luz del sol pegaba en la cama a través de una abertura en las cortinas. Saltó como un gato, despertando en el acto sin bostezos ni dificultad. Yo me quedé en la almohada mirándolo.

Me dijo que le gustaría lavarse y desayunar algo. Bajé y dije que mi cliente se iba a quedar durante el día. La madame miró por encima de la bandeja que el cocinero sirvió.

—Eres la que se sacó el anillo de oro en el tiovivo, Goldie. Monte es el mejor ladrón de cajas de banco del mundo. Si está embelesado contigo, pronto vas a llevar diamantes, hasta en la nariz.

Ésa fue la primera vez que supe que era un criminal. Arriba se lavó en la palangana, se tomó dos tazas de café y se comió una rebanada de pan tostado. Me miró de ese modo tan distante que llegué a conocer y sonrió.

—Eres realmente maravillosa para dormir.

—¿Cómo lo sabes?

—Quiero decir, dormir, cerrar el ojo. Sólo dormir. Nunca me había sentido tan cómodo, tan seguro. Estaba muerto de cansancio. Estaba nervioso. Pasé tres días en un tren, y… —el resto lo dijo con un gesto—. Me gustas mucho. Eres mi chica.

—Para eso estoy aquí, Monte.

Jugaba conforme las cartas iban saliendo, pero estaba desconcertada. No era como ningún cliente que recordara.

Negó con la cabeza.

—No me vengas con palabrerías de prostíbulo, cariño.

Nos metimos en la cama y empezamos lentamente, nos acariciarnos y nos sentimos, luego nos besamos, luego nos excitamos. Se podía sentir en ambos esa pasión que casi siempre es fingida en los prostíbulos o forzada con tensiones o juegos de lujuria. Ahora parecía llegar de forma natural y fácil, sin presiones, pero en los momentos justos y en los lugares justos. Era bueno por todas partes y lo sabíamos y no nos pedíamos nada el uno al otro.

Me montó y me penetró. Yo grité como si me quemara, pero era de placer; y me miraba siempre tan serio, mientras la acción se hacía más fuerte —su rostro tranquilo encima de mí con la sonrisa severa y luego la boca abierta—. Empezó a besarme y a lamerme y se corrió con una sacudida y un suspiro. Se quedó acostado como muerto encima de mí, una sensación maravillosa por su peso, y yo no quería que ese minuto terminara. No quería sentir nada más, saber nada más. Fue salvajemente grandioso, como él mismo dijo más tarde.

Debí haber sabido que estaba enamorada. Pero no tenía experiencia de cómo un acto se podía convertir en una emoción, una locura que reducía a nada todo mi modo de vida, de protegerme a mí misma. Estaba enteramente derretida, como si estuviera hecha de azúcar y me disolviera en una bañera. Era una joven puta confundida que en ese momento deseaba amor tanto como deseaba otra cabeza.