Capítulo 13


Últimos días con Konrad

En 1878 tenía veinticuatro años y llevaba viviendo dos años como la mantenida de Konrad Ritcher. Cuánto tiempo más hubiera podido seguir así, no lo sé. Podría haber muerto allí de vieja y me habrían enterrado en el cementerio Bellefontaine, si no hubiera habido una serie de acontecimientos. Uno llevó al otro, ninguno tenía importancia; pero si se unen en una especie de cadena, el cielo se empieza a caer, al menos la parte bajo la cual estás.

El primer indicio de cambio llegó el día en que fui de compras, como lo hacía a menudo, para pasar el tiempo, visitando varias tiendas de telas, bazares, mercerías y tiendas de confecciones. La mayoría de las mujeres que no tenían mucho que ver con la posición social que no permitía una actividad real iban de compras habitualmente. Encargaban algo para que una carreta de reparto lo entregara a domicilio y luego a menudo cuando no lo enviaban volvían a la tienda. Eso mantenía a los vendedores ocupados y nos hacía pasar el tiempo.

Estaba buscando un poco de encaje gris oscuro para adornar un vestido que una costurera me estaba haciendo. Mientras inspeccionaba los encajes en una tienda muy buena, oí al vendedor decir:

—En un momento estoy con usted, señora Ritcher.

Me quedé helada, luego me enrojecí. No se dirigía a mí. Tuve que echar una mirada y recuperar mi aliento. Había un enorme espejo elegante encima del exhibidor de guantes. Eché un vistazo a través de éste y vi a una mujer flaca, huesuda es la palabra, de mediana edad, muy bien vestida en azul oscuro, pero no elegantemente; hay una diferencia que una mujer puede notar rápidamente, el sombrero estaba mal y no iba con su cara, aunque era una cara bonita, sólo que le faltaba un poco de mentón. Tenía una boca muy fuerte con un ángulo doblado hacia la derecha. No la subestimé.

Todo eso lo capté de un solo vistazo a través de ese espejo; luego me giré haciendo como si examinara unos guantes negros de cabrito. La mujer le dijo al vendedor:

—Vuelvo en un momento. Primero quiero comprarle a Eric una pelota.

Eric tenía unos diez años, era gordo, guapo, pero con el ceño fruncido, con el cabello largo a una edad en la que debía haber sido más corto. Luego se fueron. No me sentí muy bien… Sabía que yo no era nada. Me sentí destrozada por un minuto, luego respiré profundo y tensé la columna vertebral bajo el corsé.

Había dos señoras Ritcher en Saint Louie. La madre de Konrad era una anciana, así que ésta debía de ser su esposa, la señora de Konrad Ritcher. Sentí una puñalada entre mis senos y tuve que calmarme agarrándome al mostrador. Supongo que fue el primer sentimiento de culpa o vergüenza que tuve en mi vida de mujerzuela. Estaba enfadada conmigo misma por sentirlo de manera tan brusca. No dejé de preguntarme todo el camino de vuelta a casa por qué diablos me sentía culpable por ese matrimonio fallido. Ella tenía el dinero, el nombre, el orgullo de ser la señora de Konrad Ritcher. Me dije a mí misma que era una zopenca por haber tenido ese momento de pánico y culpa.

En casa me tomé un trago de bourbon y le grité a la polaca por no limpiar mejor el tapete. En general estuve de mal humor toda la tarde. Sentí que era odiosa, una maldita puta, y que Konrad era un cabrón cobarde. Hasta el día de hoy no sé por qué ese sentimiento de culpa llegó a mí, pero ahí estaba. Era como succionar la teta de una cierva, como dicen en el campo cuando haces algo que no quieres hacer.

Para cuando Konrad llegó al garaje a las nueve esa noche yo me sentía mejor y me reía de mí misma en el espejo del vestíbulo, allí de pie diciéndome ja ja. Cuando su llave sonó en la puerta, yo estaba ahí con mi kimono japonés rosa y azul, calmada y serena, y amorosa, como a él le gustaba que estuviera. Por un instante odié verlo ahí, luego lo abracé muy fuerte.

Entonces él ya era un amante competente, sin titubeos, y con un gran apetito. No pude esconder muy bien mi irritación. Mientras estábamos sentados juntos y la brisa nocturna soplaba por una ventana medio abierta, me dijo:

—¿Qué pasa Goldie? ¿Qué te preocupa?

Le dije que no me pasaba nada. Me dijo que sabía que sí. Le pregunté si no había quedado satisfecho y me dijo que eso no era suficiente. Le pregunté sobre su esposa y me dijo muchísimo sobre ella. Era vieja y mala y amargada y fea.

—Eso no es cierto, Kon. La vi hoy en el Bon Ton.

—¡No te creo!

Le dije que en absoluto era el cascajo que él había descrito. Le pregunté:

—¿Todavía te acuestas con ella?

Era la manera más cruda en que hubiera podido decirlo en ese momento.

Trató de abrazarme. Me solté y para mi sorpresa se puso a llorar. Si hay algo que no me gusta es un adulto llorando. Así que me quedé esperando —algo muy mezquino por mi parte— y cuando acabó le dije que no era mi intención. Me dijo que no entendía cómo podía ser tan cruel. Él, que había puesto en la cuerda floja su reputación, su estatus social, su futuro para instalarme. Acaso lo habría hecho si todavía estuviera interesado en su esposa, «de ese modo», como él mismo lo dijo tímidamente.

Nos reconciliamos, muy fuerte y violentamente, antes de que se fuera a las doce y media. A menudo es muy bueno irte a la cama después de una pelea. Hay personas que se insultan y se golpean y gritan, luego se van a la cama y se dan cuenta de que realmente están hechos para algo que pone la habitación patas arriba.

Pero no me sentí muy contenta con respecto a los acontecimientos. Vi avecinarse la tormenta como si lo hubiera leído en las hojas de té. Por supuesto, probablemente me había sentido aburrida y con ganas de pelear. Llevaba mucho tiempo instalada allí, con el tiempo en mis manos. Era joven y mi vida estaba hecha de días sentada en el salón y un par de noches a la semana de frenesí. Luego la espera de nuevo, gritándole a la criada, probándome vestidos y trajes con mi modista, haciendo compras, esperando, cama, adiós, nos vemos en dos días.

Francamente, me estaba volviendo demasiado femenina. En el prostíbulo todo era una actuación; porque lo que ahí eres en realidad es una esclava, y no puedes hacer pucheros, chillar, arremeter, actuar tímidamente o contenerte. Pero ahora era una nueva clase de Goldie Brown. Estaba aburrida y hastiada. Me gustaba Konrad, pero no lo amaba. Me gustaba tener muebles, joyas, un carruaje alquilado, pero no era suficiente. De pronto, desde que había visto a la señora Ritcher me puse histérica. La verdad es que debía de haber madurado. Podía pensar, podía sentir más; había leído algo, hablado mucho con hombres brillantes que iban a Flegel’s. Pero en ese momento no sabía cuánto había cambiado. Estaba ansiosa por cambiar. Simplemente quería algo, pero no podía nombrarlo, al igual que no podía subirme por las paredes de mí casita. De pronto la casa empezó a desagradarme. Konrad me parecía presuntuoso y tonto, incluso cuando estaba desnudo. Trataba de avergonzarlo y aun así no me atrevía a romper las ataduras. Era una mujer de habitación por oficio. Seguía siendo una extraña para el exterior al que sólo invadía con una especie de descaro desnudo, bien vestida, para ir de compras, para ver, para ir a una matiné con la esposa del artista de la casa de al lado. Pero siempre regresaba a mi caparazón. No estaba realmente lista para salir; del mismo modo que un ex convicto nunca podía explicar por qué siempre terminaba volviendo ala cárcel. Mi moral era todavía la moral del burdel, mi código, el de un hombre seguro de sí mismo que tenía lo que podía pero que no tenía respeto por la gente de la que tomaba cosas.

Ya era profundamente escéptica y si me quedaba con Konrad me volvería una cínica. Un cínico en mi opinión es alguien que cree que nada tiene valor; un escéptico cree por lo menos que él mismo tiene valor y tiene el suficiente sentido como para no volverse un cínico. Aunque ese tipo de reflexión no es real, al menos me sirvió durante muchos años.

Unos tres meses después de haber visto a la señora de Konrad Ritcher en una tienda, Konrad llegó temblando una noche. Era una noche lluviosa y traía un paraguas y olvidó cerrarlo, así de alterado estaba.

—¿Has notado algo extraño? —me dijo.

—Siempre estoy notando cosas. Pero ¿de qué hablas?

—Creo que me han estado siguiendo los últimos días.

Le dije que la mayoría de los maridos que llevaban una doble vida sentían eso. Luego lo superaban.

Me dijo que sí, que era lo más probable, y alzó una esquina de la persiana y miró hacia fuera. Miré por encima de su hombro y todo lo que vimos fue una calle húmeda y la luz de la esquina reflejada y a un mozo de cuadra en la calle que llevaba un caballo mojado hacia la puerta del establo. Nada más. Cuando puse la mano en el hombro de Konrad, noté que tiritaba.

Dos días después un hombre de grandes dientes con un periódico bajo el brazo parecía aparecerse en cada tienda que yo visitaba o simplemente se quedaba de pie en la calle leyendo el diario mientras yo toqueteaba lazos y cosas por el estilo. No le dije nada a Konrad. Le mandé una nota a cierto oficial de la policía llamado Bob, que entonces estaba casado, pero que cuando era soltero solía recibir servicios gratis de las chicas en Flegel’s. Dos días después el capitán del policía, un húngaro, Willy, vino a verme. Ya lo conocía, era el que recaudaba el soborno para los funcionarios. Le ofrecí un trago en el salón, y se sentó enfrente de mí, era un hombre grande y de movimientos lentos, pero muy listo, y giraba el pequeño vaso de cristal entre sus dedos.

—Bien, Miss Goldie, Bob me ha enseñado su nota. Sabe, ya no está recaudando el soborno para la protección y pensé que usted debería estar al tanto.

—¿Contrataron a alguien para que me vigile?

—Así es. Hay detectives haciendo un informe sobre usted. No son hombres de la municipalidad. Son detectives privados. Los cité y los presioné un poco.

—¿La señora Ritcher?

—No me pida nombres. A veces un polizonte honesto tiene que cerrar los ojos ante ciertos nombres y acontecimientos. Digamos que la esposa de un hombre rico de la ciudad los contrató para descubrir adónde va su marido dos o tres veces a la semana, las noches en que no está en el depósito de tabaco donde él dice estar. También a qué casa, a qué calle va. A quién ve allí, por qué paga el alquiler, alquila carruajes, compra regalos. Miss Goldie, usted conoce el procedimiento. Ahora bien, soy un viejo amigo de Zig… y…

—¿Qué piensa hacer ella?

El húngaro corpulento me tendió su vaso y lo rellené. No se lo tomó, sino que se quedó ahí sentado mirando hacia abajo y frunciendo el ceño.

—Lo que yo creo es que no quiere escándalos. Son una familia importante. Por ambas partes. ¿Tiene usted miedo de que le vaya a echar ácido en la cara o que le dé latigazos en la calle principal? No, no creo que vaya a hacer eso. Como yo lo veo le va a pegar al marido con los informes y le va a hacer una escena. Hará que lo deje. Eso es lo que parece.

Le di las gracias al capitán Willy y decidí que dejaría que Konrad lo manejara. No apareció esa noche ni tampoco la siguiente. Pero a las nueve de la mañana del día siguiente ahí estaba, un poco despeinado, le faltaba un gemelo a la camisa, tenía mal aspecto. Entró en la casa, cerró las persianas.

—Goldie, no pude venir por la noche. Me han estado siguiendo.

—Podías haber mandado una nota.

—No me atreví, no me atreví. Hilda lo sabe todo.

—Te lo habría podido decir hace unos días.

—Informe completo. Dios mío, todo. Es asqueroso. Hasta nos oyeron por fuera de la ventana, treparon al pórtico. Todo está ahí: la manera en que hablamos, la manera en que… Oh, cielos, es una vergüenza, una vergüenza. ¿Alguna vez has visto esas cosas escritas?

Le dije que no. Se puso a dar vueltas, a pasear sobre la pequeña alfombra árabe que me compró una Navidad antes. Se me quedó mirando.

—Está bien, ella me forzó a esto con su forma de ser. No le basta con la casa, con el nombre de familia, todo, todo. Lo único que yo quería era un poquito de amor para mí, unos cuantos momentos.

Todo eso sonaba bien, pero no me mencionó en absoluto. Entendí que él tenía que terminar conmigo o mandar a su esposa al diablo y afrontar los hechos si me quería a mí. Podíamos irnos juntos. Al mirar a Konrad, no supe si esto estaba claro para él.

—Kon, ¿qué quiere tu esposa? —le pregunté.

—¿Qué crees? Que las cosas sean como antes de que te conociera.

—¿No le importa que hayamos estado follando como conejos aquí?

Lo dije de la manera más brutal que pude. No quería hablar de amor ni de romanticismos. Eso está bien para los hombres.

Pero yo era una mujer y tenía que afrontar la realidad como la veía.

—Dijo que lo pasado, pasado está. Una página vieja en mi vida. Dios mío, Goldie, ¿qué otra cosa podía decir?

—Es una puta —le dije—. Sólo que no es honesta. Cobra su tarifa, pero no te da un buen polvo. ¿Vas a dejarme?

—Sólo por un tiempo, las cosas se van a calmar. Hilda cambiará de opinión.

Le dije, ¿y yo? ¿Cambiaría de opinión? ¿Esperaría mientras todo el mundo murmuraba, y todo el mundo me señalaba? No es que fuera sensible al respecto, pero también tenía mi orgullo. Yo también era humana. Se lo puse difícil a Konrad, y a propósito. No me importaba una mierda lo que él y su esposa decidieran, con el tiempo, o qué clase de esquema de vida resolvieran. Yo no era algo que tenía que aceptarse como las ratas en el ático o una gotera en el techo.

Supongo que Konrad nunca antes me había visto así. Para él yo era una puta hermosa a la que amaba y a la que había instalado; eso es todo lo que era para él. Carne hermosa, un blanco para sus juegos y deleites sexuales. Lo estimulaba, lo avergonzaba a veces. ¿Y yo? Algo con que ser frívolo, lujurioso. Luego a casa con mamá, velas en la mesa del comedor, los cuatro niños, las viejas fotos de familia… Yo estaba encerrada y lejos de su vida real; el coño en el armario en vez del esqueleto.

Tuve un dolor de cabeza infernal esa noche después de que se fuera —nada decidido— y me eché unos cuantos tragos, pero no me emborraché. Konrad tenía la espina dorsal más blanda que el pito. No iba a enfrentarse a su esposa y luchar por mí.

Me quedé dormida casi por la mañana, me levanté al medio día y fui vestida de noche a la casa del artista. Su esposa estaba pintando tazas de té con flores azules y amarillas. Así ganaba un poco de dinero. Estaba fumando un cigarro liado a mano y me hizo uno. Le dije que estaba hecha polvo. Me preguntó si tenía problemas con mi «primo». Habíamos mantenido ese chiste, y nos reíamos de eso. Le dije que su esposa estaba armando la de Troya. Tendría que ahuecar el ala. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Hizo unos cigarros para las dos, y me dijo:

—Mira, Brownie, él es un hombre rico, diría yo. Y la manera en que te instaló demuestra que le importas. Quizás ahora sienta que su hogar es mejor con su esposa dispuesta a perdonar y olvidar. Pero no seas indulgente con él. Le diste unos buenos años. Haz que pague.

Le dije que no estaba pensando en eso. Quería decir que no sabía mucho, no tenía educación para hablarlo, pero que deseaba salir de eso. No quería terminar como una provinciana inculta. Quería formar parte del mundo. Ya sabes, dije, como la gente.

No hubiera podido decirlo mejor, e incluso ahora sólo puedo extenderme en este sentido. La esposa del artista negó con la cabeza:

—Puedes encontrar a otro hombre. Puedes casarte. Tienes la experiencia y ese aspecto de ven-aquí. No como yo, que pinto malditas florecitas en tazas y platos por doce centavos la docena. Sin dinero no hay bistec, sólo pan.

Me di cuenta de que no pensaba que yo tuviera grandes posibilidades fuera de ese estilo de vida. Me dijo que ella misma se volvería una fulana si no amara a su esposo. Estaban derrotados allí. Sin futuro. Con sólo lo suficiente para comer.

—Así que si hay dinero que sacarle a tu primo, sácaselo.

Fumamos un poco más, hablamos sobre las mujeres, alimentamos la autocompasión, y regresé para esperar lo que sucedería.

Tenía un buen panorama de lo que estaba pasando. La señora Ritcher estaba tratando de echarme de la ciudad. No podía volver a Flegel’s; habría armado tal escándalo que la policía, a pesar de toda la protección de Zig, habría tenido que clausurar el lugar. Ningún otro prostíbulo me contrataría con toda la sociedad ladrándome en los talones. Y la verdad era que no tenía ganas de volver a ser una interna en un burdel precisamente en ese momento. Tenía algunas acciones de ferrocarril que Zig y Konrad me habían comprado, y unas cuantas joyas de cuyo valor no tenía idea. La casa estaba alquilada, y ¿por cuánto tiempo más? En cualquier momento podía quedarme en la calle.

No tenía adónde ir. Era la mujer escarlata de la que los periódicos escribían. Era una demoledora de hogares, el equivalente ante sus ojos al desfalcador, al asesino, al ladrón de cajas fuertes, al incendiario. Estaba alterando el tejido de una sociedad que no admitía que los lupanares y las putas existían. O que sus hombres, maridos, hijos y padres participaban en juegos sexuales pagados; lo que veían era adulterio, perversiones, degeneraciones con varios cientos de mujeres como yo enclaustradas en la ciudad.

Una mañana llegó ala casa un tipo pequeño con el cabello rubio rojizo, que no dejaba de frotarse las manos, y con gafas de montura plateada. Me dijo que venía del bufete de abogados del señor Ritcher y que si podía escucharlo. Le dije que por supuesto que sí y nos sentamos en el salón. Parecía un jovencito de buen carácter y llevaba un cuello alto y una corbata floreada con un broche de rubí engarzado.

Me dijo que antes que nada debía saber que venía en plan amistoso y legal. El señor Ritcher estaba seguro de que yo comprendería. Estaba muy preocupado por mí y quería asegurarse de que no fuera infeliz por cómo se habían dado las cosas. La conversación siguió en la misma línea, y simplemente esperé, sin sonreír, sin fruncir el ceño. Hacía tiempo que había aprendido el truco de simplemente mirar a la frente de una persona justo entre sus ojos, sin mirar nada más, y pronto en algún momento dejan de ser duros y severos o amenazadores. Después de un rato dejó de hablar y se secó la frente con el pañuelo del bolsillo de su solapa.

Miré la tarjeta que me había dado. Lo llamé por su nombre:

—Roy, ¿a qué se reduce todo esto?

—Señora Brown, se reduce a que si usted hace las maletas y se va de Saint Louie, tengo el poder de darle unas acciones de buenas compañías por valor de diez mil dólares, y diez mil dólares en efectivo.

—¿El señor Ritcher quiere eso? ¿Que abandone la ciudad?

—Sí. También le va a pedir a unos amigos que escriban cartas a algunas personas que conoce en Nueva Orleans —tosió en su mano—. Eso podría ayudarla a establecerse en esa ciudad con un negocio propio. El señor Ritcher recuerda que alguna vez usted tuvo deseos de un proyecto por el estilo.

Cielos, qué manera más refinada de hablar; pero si Konrad me estaba gratificando para que pudiera volverme la madame de un prostíbulo. Dije:

—Bueno…

Bueno es siempre una palabra fenomenal para retrasar lo que estás pensando y ganar unos cuantos segundos para planear las cosas con anticipación.

—Bueno, dígale al señor Ritcher que acepto su amabilidad. ¿Qué tipo de acciones son?

Me dijo que eran de las líneas del ferrocarril de Missouri y Kansas. Muy selectas. Y que estaba haciendo lo correcto. El alquiler se dejaría de pagar en tres semanas. ¿Me daría tiempo suficiente?

—¿No tengo que firmar nada? —pregunté.

—Oh, no —Roy dijo algo en lo que me imaginé que era latín y añadió que era un acuerdo puramente verbal que hacía con el bufete. De ninguna manera iba el señor Ritcher a reclamar nada mío, de mis posesiones, mis baratijas, etcétera, etcétera. Ni yo haría ninguna reclamación por protección, cuidados, incidentes privados relacionados con nuestra relación.

—Muy amable, Roy —dije, y la visita terminó y Roy me estrechó la mano.

Si hubiera sido un alto directivo del bufete y un poco más viejo y con mayores ingresos, creo que habría podido tener un nuevo protector. Pero estaba dolorida. No le veía el sentido a meterme en una nueva versión de una vieja situación. Sólo quería sacudirme el polvo de Saint Louie e irme.

Las acciones llegaron por mensajero, junto con las cartas de presentación de algunos funcionarios que recaudaban el dinero para la protección y que tenían una especie de organización ramificada en otras ciudades. Ellos ayudarían a concretar las cosas para que las partes fueran presentadas entre sí. Zig debió de haberlo resuelto. En ningún lugar se mencionaba a Konrad. Y no había ni siquiera una palabra escrita por él. No había cartas, no había notas. Fue muy cuidadoso al respecto. Era un hombre generoso y creo que era porque había llegado muy tarde en la vida a lo que no dejaba de ser para él pecado y vicio. Nunca estuvo realmente cómodo con la idea de mantener a una mujer fuera de su casa. Sólo fue víctima de sus genitales. No le guardaba ningún rencor. Siendo Konrad no pudo haberlo hecho de otro modo.

Quizás algunas veces sí pensó realmente en huir conmigo, pero eso era fantasear. Sus bienes no estaban en efectivo; estaban vinculados a fábricas, inventarios, bienes inmuebles, acciones que entonces no estaban en condiciones de otorgar rendimiento. Tenía una carga a la espalda: esposa, cuatro hijos, una madre, parientes, un lugar en la iglesia, un lugar en los clubes, y estaba acomodado en su vida de rico en Saint Louie. Era admirado, respetado, consultado. Era el alma de la fiesta en varias organizaciones sociales germano-americanas, un republicano entregado. Ahora veía que yo era un estorbo para él. Renunciar a todo eso, ¿para qué? Por una puta de veinticuatro años a la que se habían follado cientos de hombres, que tenía que aprender cuál era el tenedor de pescado, que apenas estaba empezando a escribir sus cartas y que no sabía la diferencia entre adenoides y un adverbio. No dejé de pensar en excusas para Konrad todo el día.

Supongamos que huíamos. No podía llevarme al este con sus amigos en Nueva York, Newport, Saratoga, Boston, Hot Springs o Lakewood. Viviríamos como fugitivos buscados aun cuando ninguna ley podía hacernos nada. Se vería despojado de sus bienes por su esposa y su familia y por los abogados. Y Konrad estaba envejeciendo muy rápidamente. En unos años sería un anciano sin interés en los deportes de cama, sin capacidad de gozar de lo que había gozado conmigo. No hay nada más triste que un macho acabado que sólo puede sentarse con su pito flácido y recordar cómo era cuando estaba bien dotado y era cachondo. Y aun así, a pesar de todas las excusas que pensé, sí esperé, tontamente, que llegara de pronto y me pidiera que huyera con él.

Escribo todo esto tratando de ver cada lado de la situación después de todos estos años. Estaba deprimida y melancólica. Hice las maletas y vendí y regalé muchas cosas que no podía llevarme conmigo. Tenía un billete para Chicago. Quería ver una ciudad realmente grande. Allí reflexionaría sobre el proyecto de Nueva Orleans.

Llegué al tren a las once esa noche. Había una carreta alquilada con el techo alzado, estacionada contra la pared, y una mano enguantada me dijo adiós mientras ponía el pie en la pequeña plataforma que el mozo negro me extendió para que me subiera al tren. Dentro con mis maletas encontré un montón de violetas envueltas con papel fino con un borde adornado. El tren traqueteó, echó vapor, dio resoplidos, empezó a acelerar y a andar. Las lámparas de aceite se movieron. Cogí las flores. No había ninguna nota.