Para un solo hombre
No tuve que hacer aspavientos ni fingir ninguna tragedia para convencer a Konrad de que me instalara como su mantenida. Él mismo tuvo la idea una noche. Habíamos estado tomando ginebra de endrinas y soda en la cama. Era casi de día. Habíamos estado ahí durante algún tiempo y los ruidos nocturnos empezaban a convertirse en ruidos matutinos. Me sentía un tanto cómoda y a gusto. Era un hombre tierno y podía hablar con él. Como casi todos los hombres, me preguntó cómo me convertí en puta. No le conté las mentiras de costumbre que a los hombres les gusta escuchar sobre la virtud brutalmente arrancada, la virginidad pisoteada. O los viejos cuentos del horror de ser abandonada. Las putas les cuentan a los hombres muchos mitos que están tan gastados que ninguna persona capaz de untar mantequilla en pan puede creer en ellos. Le hablé a Konrad sobre la granja, la vida dura que ahí teníamos, los campos todos amarillos con hierbas malas de mostaza y las faenas que había que hacer al amanecer a la luz de una linterna. Le hablé de una vaca con la pata rota, del invierno duro y frío, todo tan azul y gris y congelado, de la harina de maíz y el estofado de ciervo del que vivíamos hasta que llegaba la primavera y brotaban las primeras hortalizas. Sobre los ejes de las ruedas sin grasa y el sonido del aserradero en la carretera y los viajes al molino de harina y al almacén en el cruce. Le hablé sobre Charlie. Después de todos esos años desde que me abandonó, todavía sentía mucha rabia cuando hablaba de Charlie.
Me lo había guardado durante muchos años y ahora me estaba desahogando en una cama de prostíbulo con un hombre con el que media hora antes había realizado juegos realmente estrafalarios… Pero ahí estaba, mi vida pasada de regreso, los mapaches atrapados por las bengalas en los árboles por la noche y el lucio y el pescado de agua dulce que comíamos en esos tiempos difíciles, los sacos que cargábamos ala espalda desde el molino, los días en que corríamos con los pies descalzos, en que nos picaban los insectos, o nos sentábamos en el pórtico, simplemente mirando, simplemente sentados. El sentimiento de que nada cambiaría nunca, nada significaría gran cosa. Comeríamos grasa de las sartenes de hierro y seríamos campesinos para el resto del mundo. Debí haber estado hablando así durante mucho tiempo.
Konrad se sentó y se frotó el pecho desnudo y alcanzó un puro del estuche de cuero que estaba sobre la base de la palangana. Yo estaba pensando en la gran escalera y el vestíbulo del Southern Hotel en Walnut Street, un lugar al que él nunca se atrevería a llevarme. Y qué hay de White Sulphur Springs: no, allí habría mucha de la gente bien de Saint Louie.
—Me gustaría instalarte, Goldie, en algo mejor que esto.
Ya había oído hablar así a algunos vividores, gorrones y clientes que sentían que eso les daría algo extra de mí. No dije ni una palabra, simplemente esperé para ver cómo de lejos llevaría el juego de promesas.
—Algo me dice, Goldie, que te gusto un poquito.
—Sabes que sí. Eres un hombre maravilloso, Kon.
Ése era el tipo de halago que le decías a un cliente favorito o a cualquier huésped educado que quería saber lo que pensabas de él. Añadí:
—Pero lo digo en serio. Kon, no tienes que andarte con promesas.
—No, no. Estaba pensando en una casita, en una calle tranquila, por Fallon Park. Tengo algunos de los muebles de mi madre almacenados. Cosas buenas y sólidas; lo completaremos con lo que necesites. Hay una caballeriza a dos calles, por lo que puedes pedir un carruaje cada vez que quieras uno.
Supongo que me debí de quedar mirándolo fijamente, con los ojos como platos. Lo decía en serio, advertí, como sólo un alemán puede decir algo en serio.
—¿No me estás tomando el pelo?
—No. Y en cuanto a la criada, hay una chica polaca que necesita trabajo. Su madre trabaja en una de mis fábricas de puros. ¿Vendrías a ver el lugar? ¿La próxima vez que no estés… trabajando?
Encendí el puro de Konrad cuidadosamente. Es un arte encender el puro de un hombre, mantener la llama justa, lograr que lo gire lentamente en sus labios, no socarrar el papel del habano más de lo necesario. Se puso a exhalar aros de humo hacia el techo. Soplé la cerilla. Mi mente estaba tan ocupada como el codo de un violinista: ¿si, no, sí, no?
—¿Por qué no? —dije.
Es así como me convertí en una mantenida.
Zig Flegel no opuso mucha resistencia a la idea. Se estaba haciendo viejo, tenía problemas de hígado, sus ojos parecían huevos duros demasiado cocidos. La verdad es que estaba bebiendo demasiado. Así que suspiró:
—Tú eres una de las más preciadas; eres una de las obstinadas, ¿nein? La vida no puede darte una patada directamente en el culo, y si lo hace, bueno, pues simplemente le devuelves la patada. Konrad es un hombre de bien, un verdadero graf. Está involucrado en acciones y bienes inmuebles. Puede que sea rico, puede que sea simplemente un testaferro. Pero por ti, Goldie, se ha sacado el corazón y lo ha puesto a tus pies.
Cuando Zig tenía unos cuantos schnapps encima podía seguir hablando así durante un rato, sorbiendo interminablemente. Emma Flegel era más práctica:
—Con el tiempo se les agota su amor, a estos fabricantes de nidos. Se aburren y regresan con mamá y el kinder, y tú, tú te vas a freír espárragos, querida mía. Lo sabes, Goldie, ningún hombre es constante, es su naturaleza, siempre quieren un nuevo par de piernas alrededor de su cuello, una nueva teta para jugar a las muñecas con ella. Hazme caso, Goldie, haz que te lo diga con joyas y si es dueño de la casa, deja que la ponga a tu nombre. He visto muchas mujeres con ojos grandes renunciar a lo que era mejor para ellas en una buena casa y regresar hechas un trapo, arruinadas por culpa de un hombre que las usó de alfombra. ¿Quieres mi consejo? Quédate embarazada tan pronto como puedas. Dale un hijo. Es algo legal de lo que no se puede escapar, no importa cuánto luche. Es algo que él y tú hicisteis juntos. Cuando el resplandor desaparece, y él se aleje, ¡ach!, el bebé cimentará las cosas para que no se vaya tan lejos. Suelta un poco la correa, pero pon el otro extremo en la mano del bebé. Ja.
Me sorprendió que Emma Flegel mostrara tanto interés. No su consejo. Era puro instinto de prostíbulo. En éste no había corazón, nada de engañifa sobre amor y corazones y rosas. Era la vida sin amor ni confianza. En ese entonces era lo único que conocía.
Emma me estrechó fuertemente, me besó ligeramente en la boca, me pellizcó un seno y me dio un empujón.
—Así que, vete, déjanos.
Y añadió un viejo dicho alemán para desear suerte:
—Rómpete una pierna.
Con Frenchy fuera, con Belle fuera, no tuve despedidas largas con las otras chicas. Regalé mucho frufrú que no quería e hice dos maletas. Zig se ocuparía de mi dinero, y, como me dijo: «Si las cosas cambian para ti, siempre tendremos una cama».
Era una buena casita la que Konrad había encontrado. En estilo «gótico citadino», como lo llamó. Tenía dos pisos, estaba en un buen barrio, en una calle lateral que estaba dejando de ser una buena dirección, de modo que la gente iba y venía y nadie prestaba mucha atención a los demás. La casa le daba la espalda a los olmos que flanqueaban la calle y había un seto alto alrededor del garaje, por lo que Konrad podía llegar y entrar casi sin ser visto. Había un salón enfrente y un comedor detrás de él y una cocina detrás con fontanería dentro y un baño y una bañera de zinc que desaguaba en un pozo negro en la parte de atrás y un cuarto en el sótano para la criada y una tina de lavar. Había lámparas de aceite y de gas y una escalera de roble que conducía a las dos habitaciones. El techo era de pizarra y la esquina de la habitación tenía una ventana panorámica. Los muebles de la madre de Konrad no estaban tan mal y lo que añadimos me dio un sentimiento de comodidad y solidez como si hubiera nacido allí. En esos días no se les daba mucho color a las casas y yo puse algunos chales españoles sobre las cosas y compré cacharros de cobre para la cocina. El viejo cristal tallado de la familia que no era suficientemente bueno para la señora Ritcher estaba bastante bien para mí. Al principio no podía acostumbrarme a él; ¡yo con una casa propia y cristal tallado de verdad!
Ermi era una chica polaca grande y gruesa, recién llegada de la granja donde su gente la cuidaba. Sabía unas cuantas palabras en inglés, el resto tenía que hacerse con gestos y empujones. Era ignorante, risueña, tenía la cara roja y siempre estaba ansiosa por complacer. Cocinaba bien, estilo polaco y campesino, y yo le enseñé a asar a la parrilla un bistec para un caballero, a mezclar una ensalada. Konrad cocinaba el pescado y la langosta que llegaba embalada en hielo desde el este por el tren semidirecto. Había un barril de cerveza rubia en el sótano y una caja de vinos clarete y oporto y del Rin. La caja de hielo en el pórtico trasero podía almacenar nueve kilos de hielo a la vez. Tuve que enseñarle a Ermi a usar el baño; solía orinar en los arbustos hasta que la detuve.
Arriba había una enorme cama de latón con giros y recodos y la estrenamos, como se debe, la misma tarde en que me instalé; Konrad estaba muy excitado y me hablaba mientras me quitaba la ropa y me desataba por aquí y por allá. Desvestir a una mujer en esa época no era algo rápido. Botones, tirantes, broches, metros de enaguas, zapatos altos y corsé de encaje. Era una especie de violación deliciosa de una ama de casa y yo reía y daba patadas con las medias todavía puestas, y después de un rato nos pusimos cómodos en la cama y nos miramos el uno al otro. Vi que él estaba realmente enamorado de mí. Frenchy había llamado a esa forma de mirar «la mirada de un pastor escocés estreñido».
Lo admiraba y lo disfrutaba, lo respetaba. Era lo más lejos que podía llegar. Él lo sabía, pero no solía abordar este aspecto, sólo era amable conmigo, trataba de sorprenderme. Me traía pequeños regalos, y grandes regalos en las festividades y lo que él llamaba «nuestros aniversarios». No era avara, pero los guardaba para el futuro cuando quiera que éste llegara. Una puta con cerebro piensa en el futuro; a menudo simplemente piensa.
Konrad me aconsejó invertir el dinero que tenía con Zig en unas acciones de ferrocarril que me podían dar mejor rendimiento. No me fiaba de las acciones, no me fiaba de los bonos, de los bancos ni de los banqueros. Había estado en la cama con muchos que manejaban acciones o que tenían cosas importantes que hacer con los bancos. Había algo lobuno, zorruno, en los banqueros. Recuerdo cuando era niña uno de los últimos y realmente grandes lobos grises que mataron cerca de la granja. Estaba colgado, en la intemperie, de la puerta del establo, su cabeza era brillante y radiante con la sangre congelada, los ojos muertos, pero abiertos. Tenía dientes amarillos afilados y un enorme morro. De alguna forma sentí que el lobo se estaba riendo de un modo cruel y astuto, aun cuando estaba muerto y clavado a la puerta del establo. Siempre vi esa misma sonrisa cruel y astuta en algunos huéspedes que manejaban dinero. Pero dejé que Konrad convirtiera mi dinero en acciones de ferrocarril.
En cierto modo cambié. Veía que había más gente buena y honesta en el mundo de lo que había admitido antes. Gente buena incluso en la clase de mundo que la política y la codicia hacían de la ciudad. Highpockets, el jugador que conocí, me había explicado las cosas una vez que se escondía en el prostíbulo de unas personas con las que había perdido dinero en apuestas y que lo buscaban para cobrar o romperle los dedos.
—Cariño, éste es un mundo de inocentones y granujas. Ése es el juego. Ten eso en mente y tendrás al mundo agarrado de los pelos, descifrado. La mayoría de la gente es inocentona. Víctimas natas, blandas y fáciles, trabajadores, ahorradores, de familia numerosa, ¿lo ves, cariño? Después, en la cima, están los granujas, los interesados, los soplones, los tramposos, los mentirosos, los ladrones; que se comen a los inocentones. Los pequeños granujas van a prisión; a los grandes les sobran los dólares y la langosta todos los días, champán y billetes de cincuenta dólares que les meten a las actrices por debajo de sus ligueros. Así es como funciona todo, cariño. Inocentones y granujas. El pequeño es un carterista o un vendedor de acera; el grande es un senador o un juez con muchísima pasta. Sé prudente, cariño, y nunca juegues contra nadie que tenga una buena mano o que guarda un as en la manga. Granujas e inocentones, ése es el juego, Goldie.
Highpockets iba un poco atrasado. Yo ya había entendido sola que las personas buenas y honestas eran como conejos en un corral con la puerta sin cerrar y que un hurón o una comadreja podía sacarlos del cuello de un salto rápido. Pero en el Castillo del Rin, como Konrad llamaba a nuestra casa (los alemanes con un poco de clase están obsesionados con los castillos), descubrí algunas cosas sobre la gente buena. Empecé a ver a la gente que vivía tranquilamente con esposas e hijos. Tenían comidas normales, costumbres normales, hasta perros y gatos y ponis de jardín para los niños y fiestas en el césped para divertirse y pasar el tiempo.
No podía quedarme aislada. Interpreté un papel. Me hice pasar por la viuda de un capitán de barco desaparecido en el mar. Estaba de luto y mi primo venía a consolarme. Si alguien se lo creyó, era más tonto de lo que pensaba. A mi lado vivía un artista, un artista de verdad que dibujaba cosas para libros y periódicos y hacía carteles e ilustraba folletos. Era un tipo delgado, parecía un Lincoln afeitado, bebía jerez y su esposa se maquillaba, se ponía faldas de margaritas y cocinaba cosas con queso en braseros. Tenían un grupo de amigos bohemios que iban los fines de semana y leían poemas y hablaban de música y discutían y no querían a quienes llamaban los filisteos de la clase media. Sabía lo suficiente de la Biblia para entender la idea.
No tenía problemas para mantenerme alejada de los intentos de los hombres y no temía que alguno de ellos hubiera estado en Flegel’s; no tenían tanto dinero y en su mayoría se acostaban con las esposas de sus amigos. Venían a pedirme hielo y de ese modo fui a algunas fiestas. Me parecían una muy buena compañía y más bien inocentes a pesar de ser tan fanfarrones, como me parecían los escritores y los músicos, los compositores y artistas de diverso tipo. Las fantasías sexuales de los escritores, por cierto, son algo sorprendente, pero los músicos son los mejores polvos, eran unos verdaderos conejos. Los escritores hablan mejor de lo que follan.
Al otro lado de mi casa había un trabajador del ferrocarril retirado que había tenido un puesto importante en alguna línea Chicago-Denver y que ahora estaba jubilado. Tenía una esposa, treinta años más joven que él. Ella era demasiado estirada, siempre caminaba con un galgo al atardecer y llevaba un sombrero de algodón con un velo encima. Una noche Konrad y yo, al volver de una cervecería, la vimos abrazando y besando a un joven con una capa de noche, que conducía una elegante carreta.
Después de eso, ella me sonreía como diciendo «¡tú entiendes!». Pero no me incumbía. El marido murió seis meses después y el joven vino y la ayudó a mudarse, con todo y el galgo. En su lugar vino una familia con dos niñas pequeñas y un niño, que silbaban y cantaban todo el día, y el hombre hacía muebles en la cochera y una noche caliente de verano me mandó un trozo de sandía helada.
Hacían cosas para ahorrar dinero, pero tenían una criada que parecía sorda y tonta y les costaba trabajo llegar a fin de mes. Solía enviarles con Ermi sobras de asados y pasteles para los niños. Me gustaba tener esa clase de familia viviendo al lado. Hablaba con la esposa a través del seto —una mujercita regordeta—, pero nunca aceptaba sus invitaciones a cenar y nunca los invitamos al Castillo del Rin. Konrad era muy conocido en la ciudad, y un poco esnob.
Disfruté de esa casita y de mi vida allí después de todos esos años en Flegel’s donde tenía poco o nada de privacidad.
Seis chicas en una casa bajo la mirada de Emma y todo lo que querías conservar tenías que guardarlo bajo llave.
Konrad no se cansó de mí en absoluto.
Un inglés que trabajaba para una casa de pedidos por correo en Chicago, escribiendo cosas para sus catálogos, que iba a Flegel’s, me dijo una vez:
—Hay tres cualidades que hacen perfecta a una mujer en la cama. Gracia, variedad y competencia. Nunca lo olvidé después de tener que buscar en el diccionario la palabra competencia. Tras unos tragos el inglés añadió:
—Tú eres perfecta, Goldie, excepto por un pequeño defecto. Nunca estás completamente entregada, toda tú. Te haces a un lado y miras lo que sucede como una espectadora.
Quizá era así algunas veces, o la mayoría de las veces. El sexo, insistía el inglés, debe jugarse con completa disponibilidad y con detalle. Como la mayoría de los habladores, no era tan bueno en la cama.
A Konrad tuve que enseñarle variedad y competencia. No sé si alguna vez tuvo realmente la gracia. Se lo tomaba demasiado en serio, jadeaba y gemía, disfrutándolo; pero le faltaban los instintos de un estilo refinado. Era un buen discípulo. Los 69 lo deleitaban; no estaba al tanto del juego italiano antes, pero terminó por ser un amante del trasero. Le enseñé a tomarse su tiempo, a detenerse y descansar un poco antes de que estuviera realmente listo para correrse. Hice que estimulara sus nervios, que prolongara completamente los momentos en que estaba sujeto por mis partes; una experiencia que pocos hombres llegan a tener en sus vidas.
Nunca he estado en Europa, ni he viajado a Asia o a África, por lo que no sé si lo que las personas dicen sobre si otros son mejores o peores fornicadores y parejas sexuales que los americanos es verdad o no. Sobre los hombres americanos que conocí en el transcurso de mi larga carrera como puta, madame, mantenida y esposa, podría decir que el macho americano es un amante apresurado e inexperto. Quizá los franceses sean mejores, más como los violinistas, que ven el cuerpo de una mujer como un violín delicadamente equilibrado. Quizá los ingleses, a pesar de sus azotes y jueguecitos tontos e ideas extrañas, lo tienen bien aprendido. Los franceses e ingleses que he conocido parecían más directos y fáciles, sin sentido del humor y eficientes. Pero eso es generalizar. He conocido todo tipo de hombres, buenos y malos en el sentido de disfrutar y ejecutar, o que meten la pata y se entristecen por ello. Yo diría que el americano puede educarse si logra alejarse de esa idea de que Dios lo está calificando por sus pecados. También si logra separarse de su mamá. Es asombrosa y sorprendente la cantidad de hombres que empiezan a elogiar o hablar de su mamá mientras follan en la cama. Y la esposa también es castrante y en muchos casos capa al hombre.
Quizá sea el mayor respeto que una mujer americana puede tener, la idea de que su virginidad está allá arriba, justo con la bandera, y U.S. Grant como virtudes fundamentales. Las mujeres son demasiado ignorantes, si lo que sus maridos me contaron es verdad. La desnudez las avergüenza. Dejé de contar el número de hombres que decían que ambos se desnudaban en la oscuridad, y que incluso fornicaban en camisones y que nunca se veían piel con piel en una habitación iluminada. Desde luego que yo sé que los hombres tienden a desquitarse en un prostíbulo y tratan de quitarse un poco de culpa alegando que su esposa es una perra frígida, indiferente, que no permite aquello o realizar ese acto de placer.
Creo que el error está generalmente en el hombre. Piensa que es de mal gusto maltratar un poco a su esposa mientras follan, mantenerla en su lugar en la cama con una bofetada o una orden. Habría matrimonios más felices si los maridos usaran mano dura con sus esposas e insistieran en que los obedecieran. No quiero decir que se comporte como un maldito irlandés borracho o que la viole, sino que le dé unas cuantas bofetadas. A las mujeres les gusta que los hombres las dominen, bajo todo su orgullo. Si la esposa todavía se niega a doblegarse ante peticiones sexuales razonables, el matrimonio no es por ello peor.
Simplemente no es una combinación que funcione. La gente debería estar emparejada sexualmente de manera adecuada en la sociedad y un hombre debería besar el ombligo de su mujer todos los días. Los débiles, los indiferentes al sexo, pueden ser muy felices jugando a las damas o tejiendo. La pareja media puede disfrutar de la cama como una buena cena de domingo y las verdaderas parejas cachondas pueden hacerlo como hurones sin reparo y con mucha diversión. Es mejor encontrar tu tipo de pareja que casarte con uno de tu misma clase por dinero o por estatus. Da mucha más felicidad también.
Esta reflexión viene a mí cuando miro atrás y veo la vida infeliz que Konrad tenía en casa en el lecho conyugal. Tenía una vida tétrica: la metía quizá dos veces al mes y luego en camisón y capa en la oscuridad; nada de besos en las tetas ni jugueteo con el dedo caliente, ni trabajo de lengua sino un beso en una mejilla, y, desde luego, sólo un goteo y cosquilleo en lugar de un orgasmo completo. Siempre he pensado que el camino al infierno está pavimentado con malos matrimonios, no con buenas intenciones.
Konrad se colmó cuando me instaló en la casita; gritaba de alegría. Me dejé llevar con él. Estaba muy encariñada con Konrad; agradecida, también, porque estaba libre del prostíbulo, era mi propia jefa, tenía un montón de tiempo libre, buena comida, una criada para mí, una calle tranquila, buenas lámparas, buen vino. Podía sentarme tanto tiempo como lo deseara en el retrete, leyendo revistas, sin ninguna puta tocando la puerta para meterme prisa.
Empecé a concentrarme en darme placer a mí misma en la cama. Empecé a estudiar y probar y prolongar mis dos o tres horas que pasaba en la cama de latón con Konrad. Descubrí lo que el inglés había querido decir. Ya no me hacía a un lado, mirando. Estaba ahí presente. Empecé a aullar cuando tenía un orgasmo. Ya no tenía que fingir los gritos; la sacudida y el gemido, el gran grito final en una corrida estremecedora, coincidían con Konrad.
Existe, por supuesto, una gran mentira sobre el orgasmo. Nunca he leído mucho a los profesores o intelectualoides que escriben libros sobre ello. Al ver algunas de sus fotos en los periódicos con sus barbas espesas, nunca llegué a entender cómo podían saber algo. ¿Quién los dejaría a menos de un kilómetro de un coño o un pito activo para empezar a observar? La verdad es que un orgasmo no es más que la cumbre final del placer y el viaje a lo largo del camino para llegar a él son los pequeños goces y jueguecitos que son deliciosos. Mucha gente simplemente no llega ala cumbre, no hace temblar las paredes. Aun así el sexo puede ser un placer, un deleite, y combinado con amor puede hacer de la vida en pareja un modo muy notable de estar vivo. Uno pierde mucha perspectiva cuando sólo intenta darle al blanco.
Cuando los hombres fallaban conmigo en el orgasmo, cuando luchaban y se alejaban y se sentían avergonzados, me daba cuenta de que habían caído en el mito; como si lo único que importara fueran los pocos segundos. A veces Konrad se extenuaba con su mente prusiana empeñado en obtener ese orgasmo que lo haría gritar. Así que desde luego, había fallado en disfrutar el viaje, y a veces incluso en correrse. Le pasaba que a menudo no se le ponía dura, y yo tenía que ejercitar alguna técnica para lograr que se le levantara. El pobre diablo, adorable como era, tenía la idea de que era un trabajo, un sistema, y no algo que venía de la mente, de las terminaciones nerviosas y del escenario y la compañía. Me llevó tiempo educarlo. Tuvimos dos años.
Solía dejarme llevar tanto en mis propios orgasmos, que la esposa del artista de la casa vecina me preguntó una mañana si mi primo me pegaba. Se rió mientras lo decía, así que me imaginé que no tenía sentido actuar como si no supiera de lo que me estaba hablando. Por las tardes algunas veces tres o cuatro de las esposas de la calle, conmigo incluida, tomábamos café y pastelitos de café alemanes o daneses o suecos. Y era simplemente como estar de vuelta con las putas en Flegel’s. Cotilleos, charlas sobre sexo, sueños. Después de que terminaban de hablar sobre los niños, la criada impertinente, lo que el vendedor de hielo había dicho, empezaban una buena conversación sobre sexo y los hábitos de los hombres, comparaban experiencias en la cama. Yo no decía mucho, pero daba algún consejo cuando me parecía conveniente. La esposa del artista estaba insatisfecha. Su esposo se limitaba a saltarle encima, hacía unos cuantos gestos y sacaba su placer, «se encogía, se tiraba unos pedos y se quedaba dormido». Había algunas mentiras sobre cuántas veces seguidas podían hacerlo sus esposos. Una pobre esposa se estaba volviendo loca porque su esposo insistía en derramar su jugo en partes de su cuerpo donde no la haría fértil. Solía citarnos el Antiguo Testamento sobre lo mal que estaba desperdiciar la semilla.
Todo esto me concedió una perspectiva de la vida de casados de la clase media americana que no me impresionó mucho. Tampoco me entristeció. Algunos parecían hacer las cosas naturalmente, otros eran ineptos, pero ésos eran casi siempre ineptos en el resto de cosas que intentaban.
La gente que fracasa en el sexo a menudo fracasa en todo lo demás, a menos que se reemplace el sexo por una búsqueda de poder. Tomen a cualquier gran hombre, pez gordo de la política o petrolero o dueño de ferrocarriles, y por lo general tendrán un pésimo polvo. Conocí profesionalmente a muchos de ésos. El poder es su polvo; el dinero, su copulación. A veces esos jefes con poder usan el sexo como algo para relajarse. No acaban de empezar un cártel o embargar un ferrocarril, ejecutar una gran hipoteca, golpear a un rival político, cuando tienen que saltar sobre una mujer y desahogar sus nervios del mismo modo que un caballo de carreras se sacude en un movimiento circular. Pero ese tipo de sexo no es sexo, es medicina. Y un desperdicio del producto.
Me quedé dos años con Konrad. Dos buenos años, de buena vida. A veces Konrad se ponía un poco borracho. Se quedaba acostado en la cama conmigo y decía disparates, que tomáramos un barco a Sudamérica, hablaba como Charlie Owens hacía mucho tiempo, de ir al Amazonas, antes de dejarme y huir solo. Si no, Konrad hablaba de Baden Baden, de balnearios europeos, de famosas cortesanas de París que viajaban con duques y reyes en sus carruajes, de viajar alrededor del mundo conmigo, los dos solos en un yate. Son los sueños que los hombres tienen por la noche cuando están calentitos en la cama con una mujer y se tienen que levantar y vestirse e irse a su casa. Generalmente alrededor de las doce y media de la noche.
—Es en serio, Goldie, quizás algún año pronto, cuando los niños hayan crecido un poco, cogeremos un barco Cunarder a Southhampton. Te mostraré de dónde viene mi gente, nuestras barracas para secar tabaco, y veremos Venecia, con sus calles llenas de agua. Estuve allí cuando era estudiante. Iremos los dos juntos y será simplemente maravilloso, maravilloso.
Me daba una palmadita en el culo y yo lo besaba en la oreja. Conocía el sueño de los hombres maduros atados a un hogar y la obligación y los hijos y los negocios, que todavía se veían a sí mismos como un ridículo hombre libre del mundo al lado de la mujer más diferente a su esposa que hubieran podido encontrar. Pero siempre con miedo de quedarse más tarde de las doce y media de la noche en tus brazos porque su esposa podría preguntar qué lo retenía fuera hasta tan tarde, y olfatear tu olor en su cuerpo.