Instalada como una mantenida
Para cuando empecé a pensar seriamente en el futuro corría el año de 1876. Tenía veintidós años. Flegel’s ya no era la casa que había sido. En pocos años se produjo el cambio, o más bien pequeños cambios. Y eso, excepto por algunos de los viejos clientes beles, significó nuevas casas más elegantes adónde ir, chicas recién llegadas a Saint Louie. Todo eso hacía de la casa de citas de Zig y Emma Flegel una tradición quizás un poco tediosa. La verdad era que los Flegel ya eran ricos, muy ricos; sus hijos crecían y lo que ahora querían era una especie de corteza de respetabilidad.
Emma todavía se llevaba a alguna nueva chica joven a su cama, mantenía un flechazo alrededor de un año antes de buscarse a una nueva favorita. Yo fui su mascota por unos seis meses nada más llegar a la casa. Me alimentaba con las mejores fresas, me besaba y estrechaba en todos los rincones, me llevaba a la cama para abrazarme y agarrarme y jugar conmigo como un cachorrito demasiado lindo para cualquier cosa menos para amarlo. Nunca había oído hablar del lesbianismo, cuando oí la palabra, me pareció más ridícula que los jueguecitos.
No me importaba, y sobre todo no sabía nada. Acariciar a una mujer y jugar con ella me parecía parte del modo de vida y del lugar que tenía en este mundo. Un poco de frotada de clítoris y mordisqueo de pezones, si parecía complacer a la madame, formaba parte de lo que una hacía para no alterar el equilibrio del prostíbulo. Una madame podía hacerle la vida imposible a una chica que era impertinente o que trataba de ir en contra de la rutina o de los hábitos de un lugar. Si la naturaleza permitía esas cosas, no podía pensar en ninguna razón para resistirme.
No duré mucho tiempo como favorita, lo cual estuvo bien para mí, porque serlo ocasionaba que las otras chicas se pusieran en mi contra y me pellizcaran hasta dejarme azul, me dieran puntapiés con sus zapatillas y me dijeran cosas cuyo significado ni siquiera entendía.
Todo lo que sabía era que tenía una buena vida y los días libres a veces me iba con Frenchy a visitar algunos de los prostíbulos de clase baja donde ella tenía amigas. Frenchy había salido de un burdel de los más bajos; «sólo por mi talento», como solía decir.
Esos prostíbulos de bajo nivel de Saint Louie estaban en edificios ruinosos en partes atestadas de la ciudad, con olores a paredes podridas, excrementos humanos y retretes, whisky y tabaco masticado, tan fuertes que había que aguantar la respiración. Las putas eran más viejas y tenían un aspecto deteriorado, con cabezas llenas de pelo que se rascaban todo el tiempo. Se ponían demasiada pintura en la cara, pero acompañada con una mala dentadura, que de verdad parecía Camembert, y una vestimenta zarrapastrosa. Cualquier chica joven que llegaba aquí, si tenía agallas y cordura, podía mudarse a una casa mejor. Pero muchas simplemente se quedaban hasta que les contagiaban una enfermedad venérea, les daban una paliza o las mataban o se echaban a perder con algún carterista y terminaban en la cárcel o en el hospital de caridad, si no era en el manicomio. Muchas también —más de las que se podría pensar— simplemente se volvían mujeres respetables y se casaban con algún marido campesino. No es posible extraer una moraleja sobre las putas y quedarte con ella. Son personas, personas de verdad, no objetos; y es asombroso, siempre lo fue para mí, lo bien que pueden arreglárselas y meterse y salir de los problemas, tener buenos y malos momentos, mostrar carácter y combatividad. Todo el mundo tiene ideas sobre las putas, pero ninguna imagen real de ellas.
Un nivel más arriba estaban las casas de la clase media para los obreros y vagabundos, trabajadores de la ciudad, todos aquellos que calculaban el coste de sus gastos. El empleado, el cochero, el leñador, el marido que no follaba satisfactoriamente en casa —podía ir a que les sacaran cenizas, a mojar el churro— ambas expresiones eran populares en esos tugurios de clase media.
Frenchy tenía una prima que trabajaba en uno de esos lugares. Era muy ordinario, tenía un papel pintado bastante bueno, sofás simples y un músico que tocaba el banjo en el salón. La madame y la mayoría de las chicas eran nativas, provincianas de Kansas y buscavidas que habían llegado de granjas en quiebra y pequeños ranchos. Algunas habían sido abandonadas por un guardafrenos o maestro carpintero, que siguieron adelante dejándolas sin dinero para el alquiler ni para comer.
Se sentaban en ropa interior o bata, bebían cerveza, bromeaban mucho en dialecto campesino, se sentían en casa con los clientes simples y calientes que llegaban con zapatos y bombines empolvados. Había cierta moralidad en estos lugares que reflejaban el mundo de las putas y sus clientes. Follaban como mamá y papá, haciéndolo prácticamente de la manera correcta y tradicional americana, como los habían educado. Se hablaba y se hacían bromas sobre el francés, pero raramente lo pedían o lo ofrecían. El estilo italiano, penetración por detrás, era una especie de chiste que provenía de los campesinos jóvenes que experimentaban consigo mismos y entre ellos, y se lo consideraba como una señal de pecado depravado de la ciudad. Los recuerdos de las lecciones de la Biblia y los sermones sobre Babilonia y el fuego del infierno de sus iglesias de pueblo seguían vivos en los prostíbulos de clase media.
Sólo en los antros realmente bajos y en los mejores lugares, como Flegel’s, uno podía despojarse de la moralidad del país, del habla popular americana sobre sexo, como una serpiente se despoja de su piel. La idea de azotar por diversión, de que te pisoteen con tacones o de una cadena margarita en un prostíbulo de clase media era como escupir en la bandera o dibujarle un bigote a la foto de Martha Washington. La prima de Frenchy nos contó que un cliente de su prostíbulo le rompió la crisma a otro con una escupidera cuando le oyó pedirle a una puta que se la mamara. Pero estos lugares de clase media estaban en su mayoría en Saint Louie, según me dijeron. Si había otros iguales en otro sitio, nunca lo averigüé.
La vieja banda de Flegel’s se estaba desintegrando. Belle, nuestra puta salvaje y maravillosa, se casó con un capitán de barcaza de río y se mudó río abajo, el día de su boda estaba borracha como una cuba y gritaba que ahora era una «jodida mujer respetable». Frenchy tuvo una pelea con Emma Flegel y la tiró al suelo con un golpe de mano, luego hizo las maletas y se fue a toda prisa antes de que Zig llegara a castigarla. Zig odiaba castigar a las chicas, pero si tenía que hacerlo, se desabrochaba los gemelos, se arremangaba las ligas, suspiraba y usaba la palma de la mano: zas zas en cada mejilla, con estilo de disparos rápidos. Un par de docenas realmente podían dejarte tirada sin un solo moratón. Me castigaron así dos veces.
Frenchy se fue a toda prisa. Me quedé deprimida, solitaria, sin rumbo. La mayoría de mis clientes habituales, que siempre preguntaban por mí, se habían mudado, o dejaron la ciudad por un tiempo. Las nuevas chicas eran un lote mezclado. Una era una pelirroja judía de Polonia, que no sabía nada de inglés pero que se pasaba el tiempo asintiendo y señalando y moviendo la cabeza. Y el grupo usual de alemanas tontas, también una chica morena con cara de zorro y el hábito de sorber y frotarse la nariz como si le picara todo el tiempo. Entonces ya reconocía a un perico cuando lo veía. Alguien que inhalaba cocaína. Cuando la contrataron, me percaté de que los Flegel se estaban volviendo un poco negligentes.
Todo esto condujo a mi encuentro con Konrad Ritcher, así lo llamaré aquí; su familia todavía es relevante en Saint Louie. Vino por primera vez a la casa en 1877, lo trajo un fabricante de armarios que estaba produciendo cajas de puros de madera de cedro para Ritcher, que era el dueño con éxito de tres fábricas de puros en Middle West. Ritcher hacía buenos puros para varias empresas que los vendían bajo sus propias marcas. Pero también tenía una línea que orgullosamente vendía como Golden Clares, con una etiqueta que tenía una mujer gorda que sostenía hojas y un bulto de puros, hechos en dorado y rojo y azul con un tipo de letra anticuado, todo enroscado y muy grande. Los puros tenían dos extremos puntiagudos y eran muy fuertes.
Konrad Ritcher tenía cuarenta y dos años cuando lo vi por primera vez en el salón de los Flegel, era robusto y fornido, no era alto pero estaba bien proporcionado, estaba recién afeitado, tenía cabello grueso, castaño, rizado con raya en medio. Llevaba un chaleco a cuadros de pata de gallo y el típico reloj con cadena y faltriquera y demás cosas colgando. Parecía muy jovial, bebía vino del Rin, y les ofrecía a las chicas y a los otros dos huéspedes. Era como un perro doméstico que quería agradar y que estaba un poquito preocupado de que en lugar de eso alguien le diera una patada. Cuando un cliente está demasiado jovial y más alegre de la cuenta, puedes ver la tensión en él y te das cuenta de que no está acostumbrado a los prostíbulos.
Se acercó y se sentó a mi lado y no me pellizco ni se lanzó inmediatamente contra uno de mis senos. Se secó la cara con un pañuelo de seda y se secó también bajo el cuello de puntas de su camisa. Sonrió y me dijo en voz baja:
—Tienes que ayudarme, muñeca. Nunca antes he estado en un lugar de éstos.
Puse mi sonrisa de ¡uy qué hombretón!, y sujeté mi brazo con el suyo.
—¿Sin estrenar?
—¿Qué?
—Olvídelo. Va a estar bien. Un hombretón como usted. Apuesto a que es un demonio con las chicas.
—Eres una mujer muy hermosa.
Los nuevos generalmente lo decían. Le dije que parecía un tipo muy varonil, que era todo un hombre, muy hombre. Esto calmó a Konrad un poco, pero seguía sudando a mares. Emma me dio la señal de que me lo subiera. Me puse de pie y le pregunté si le gustaría ver mi cuarto. En Flegel’s los huéspedes pagaban antes de irse, por lo que no había nunca un regateo. Le mostré el camino para subir las escaleras, pasamos por los cuadros de paisajes, los estantes con viejos tarros de cerveza, el grupo de mujeres de mármol desnudas comiendo fruta mientras unos hombres con piernas de cabra las agarran con abrazos de oso. Los huéspedes generalmente se quedaban impresionados por nuestro arte.
Konrad estaba muy silencioso cuando llegamos al cuarto. Le desabroché la corbata y le quité el cuello alto, le desabroché el chaleco. Todo el tiempo hacía ruiditos como de ronroneo y le susurraba al oído lo bonito que era tener a un hombre como él para variar y las ganas que tenía de estar con él en la cama. Nada demasiado fuerte y nada de habla vulgar. La primera vez los puteros podían entrar en pánico fácilmente y salir corriendo, con la corbata y el cuello en las manos. Konrad tenía la edad justa, poco más de cuarenta años, probablemente llevaba casado veinte años con una esposa a la que le era fiel, tenía unos cuantos hijos y sentía el tiempo pasar, sintiendo que quizá había algo mejor, más joven, más juguetón que una esposa aburrida que ya no veía en el acto de follar nada más que una costumbre y una obligación.
Konrad se desnudó y dejó ver su maravilloso cuerpo robusto, lleno de vello amarillo en el pecho y en sus partes, con un sorprendente y maravilloso aparato erecto que mostraba que estaba atento e interesado en mí a pesar de toda su timidez. El hecho de que estuviera allí con el fabricante de armarios mostraba que Konrad venía en busca de aventura, cambio, esperanza… Mi amigo del periódico solía decir: «La esperanza es el único pecado».
Agarré a Konrad con mi mano y lo toqué por aquí y por allá, y pronto nos tendimos de bruces, yo extendida como un plato apetitoso, y él se me acercó y me dijo: «Qué hermosa, qué hermosa». Lo guié y se encorvó y gritó como si le hubiera caído un rayo. Pude sentir enseguida que nunca había estado en una vagina que agarrara y apretara.
Se corrió casi inmediatamente y yo me corrí con él. Supongo que estaba satisfecha con el deleite de un hombre que nunca había estado en un prostíbulo; quiero decir, un hombre como Konrad Ritcher, que no era un colegial pajero en su primer polvo, o algún loco que lo había postergado durante tanto tiempo que su acto era como partir a una mujer por la mitad, siguiendo y siguiendo, mientras tú le insistías y lo animabas hasta que era como darle latigazos a una mula para que hiciera un trabajo que no quería hacer.
Konrad era algo fresco, casi infantil, aun así era mucho hombre. Simplemente se quedó ahí acostado, sin salirse de mí y yo apretándolo con el músculo. Después de un rato, sin hablar una palabra, volvimos a empezar. Se quedó toda la noche, lo que se llamaba un cliente trasnochador. Se fue sin desayunar al amanecer, con el cuello a duras penas en su lugar, la corbata mal puesta, le susurró a Zig algo al oído y le dio una moneda de oro de diez dólares para mí.
Zig me explicó que el señor Ritcher era un hombre muy relevante, que la familia de su esposa era muy importante, que sus cinco hijos eran muy listos, que los puros Golden Clare eran muy buenos. Yo estaba rendida pero satisfecha; no había fingido, sino que lo había sentido de verdad cada vez que empezamos una y otra vez en mi habitación. Tenía un presentimiento de que mi vida entera estaba cambiando, pero no sabía cómo.
Dormí ocho horas seguidas, me desperté oyendo que la casa se preparaba para la noche, los cubos, las cajas de bebidas que llevaban al salón, el gorjeo de las chicas peinándose, quejándose con Emma Flegel por algo. Oí cómo barrían las alfombras y las ponían en su lugar. Bostecé, me estiré, me hice un guiño a mí misma en el espejo. Me sentía relajada, a gusto; había en mis venas como una especie de vino que no venía de una botella. El taconeo de los zapatos de tacón de las criadas —que odiaban usar, pero Zig insistía— terminó por despertarme. Las criadas estaban llevando palanganas y agua y toallas a las habitaciones. Me quedé acostada ahí, con un brazo sobre los ojos, pensando en la noche, pensando cosas prácticas, nada de estupideces románticas. No estaba enamorada de Konrad Ritcher. Simplemente parecía tan bueno e insensato y tan satisfecho conmigo. No era un huésped aburrido, un putero que quería intentar cosas extrañas con tu cuerpo o un cliente lascivo que te veía cuando estabas desnuda como un gato mira a un ratón en sus garras.
Esperaba que volviera. Había tenido, desde luego, interés especial en algunos huéspedes antes. Una chica quiere gustar, gustar de verdad, que la acaricien, que la llamen gatita, amorcito, muñequita, tesoro, bonita. Hay un deseo en toda puta de no ser meramente carne. Hay una especie de necesidad, se podría decir, de que la acepten como un ser humano. Y no, como Frenchy solía decir, sólo «uno o dos kilos de comida para perro en un bonito envoltorio, un agujero en la pared, un lugar donde enjuagarse los huevos». Extrañaba a Frenchy; era peleona y tan divertida.
Las putas necesitan entenderse a sí mismas más que la mayoría de las mujeres porque en la mayoría de los casos sí se sienten más o menos desgraciadas. Se sienten miradas con desprecio por aquellos a quienes entretienen por la noche. Ven cómo otras mujeres cambian de acera cuando se las topan. Es ese aferrarse a la tonta esperanza de que pueden ser aceptadas como seres humanos lo que hace tan tristes a tantas putas. En cuanto a mí, no me había importado una mierda lo que las esposas de los puteros pensaran de mí o cuando iba de compras lo que había detrás de la sucia sonrisa de algún vendedor cuando cogía mi dinero por lo que me estaba vendiendo. En los días de compras, Belle generalmente le sugería al gerente de la tienda una visita a la casa como pago. Para mí siempre era una infierno regatear con los dueños de las tiendas. Una puta no debería tener días de oferta.
Konrad me había visto no como a una simple puta, sino como un descubrimiento. Seguramente había estado un poco perturbado, pero también había estado deleitado, de la manera en que algunas personas miran una pintura en óleo de un ciervo en la cañada o un bistec de Kansas City. O un diamante del tamaño de una avellana. Como si fuera uno de esos milagros que nunca esperaste ver tú mismo. Como si algo sagrado, por lo que renunciarías a todo dentro de lo razonable, hubiera llegado a tu vida. Más tarde, al hablar con Konrad, me di cuenta de que era prácticamente así como se había sentido.
Dos noches más tarde estaba de vuelta, nervioso, según dijo Emma, hasta que bajé al salón y estuve libre. Arriba en la habitación abrió una lujosa cajita roja y sacó dos pendientes con perlitas rodeadas de rubíes.
—Goldie, con todo mi agradecimiento.
Le dije que eran preciosos y le pregunté si eran para mí. Sabía muy bien que sí. Y me quedé ahí de pie desnuda ante el espejo de cuerpo entero y le dije que me los pusiera. Tenía las orejas perforadas desde hacía varios años cuando Highpockets había traído esas esmeraldas. Konrad me puso los pendientes en los viejos agujeros, que había mantenido abiertos con unos de oro.
Temblaba y besaba mis hombros desnudos, y yo me giré hacia él, provocándolo, calentándolo un poco. Me dijo: «No sé, no sé, Goldie, qué voy a hacer».
Le dije que yo sí sabía. Me dijo no, no, que se refería a que nunca en su vida había perdido la cabeza por nada, ni en los negocios, ni en la política, ni en los problemas familiares. Hasta en sus inversiones de bienes raíces donde la gente compraba como loca, siempre había sido sereno y tranquilo y estable. No dejaba de decir «estable» una y otra vez y me enseñó cómo le temblaba la mano. Me lo llevé a la cama y fue como antes, sólo que más fuerte. No podía quedarse toda la noche. Había sido un infierno para él dar explicaciones sobre la vez pasada. Pero volvería en dos días. Jugamos algunos de los viejos juegos, ninguno de los cuales había intentado él antes. Empezó a hablarme de su esposa, pero le dije que dejáramos eso aparte. No quería oír nada sobre la señora Ritcher. Para qué echarlo a perder, le dije. Cuando se fue, me dio su cortapuros de oro para recortar las puntas de los puros. Me prometió que le mandaría a Zig un par de cajas de los mejores habanos.
Un putero encaprichado es una tentación para una puta. Había tenido algunos hombres así; pero Zig Flegel era muy estricto en su regla de que el huésped estaba a salvo en su casa. No podían chantajearlo, usarlo, adularlo para obtener más regalos más allá de un frasco de perfume, o, si estaba muy satisfecho, un par de ligas enjoyadas o medias de seda.
Nunca tuve la tentación de aprovecharme de un huésped encaprichado. Siempre me había preguntado y había estado un poquito asustada con respecto al poder de las glándulas sexuales sobre la mente, que acumulan tanto fuego en el cuerpo de un hombre que puede perder todo el sentido de la proporción, sentido de su lugar, de la sociedad. En esos días yo veía la sociedad como una enorme bolsa de personas elegantes, todas alineadas con buena ropa y sombreros finos, que vivían en casas grandes, con los mejores caballos y carruajes, hablaban elegantemente, gobernaban el país, llenaban las iglesias. Me parecía que estaban haciendo un mundo mejor y más limpio para el resto de nosotros. Los veía llevar apresuradamente cestas con pavos y arreglos para los pobres en la temporada navideña, y a su manera hacían que tuviéramos mejores modales. Conocían las respuestas para todo y la forma adecuada de decir y hacer las cosas. Más tarde aprendí que no era así, pero en esa época los llamaba la clase alta, la aristocracia. No eran más que mierda de caballo.
Más tarde me di cuenta de que la sociedad, la aristocracia, no era diferente de nosotros ni de los pobres diablos de la clase media o baja. La clase alta tenía los mismos deseos, las mismas locuras, las mismas desgracias, la misma codicia, sólo que en su nivel. Su vida estaba distorsionada por el dinero y por algo llamado familia. La forma de la nariz de la abuela o quién había emigrado y cuándo de su país de origen. Cuando el señor Pulitzer se casó y no le dijo a su novia que era judío, eso fue un escándalo para la sociedad. Ésas eran las cosas que les hacía diferentes del resto de nosotros. Pero principalmente era el dinero. Podía ver que los Flegel se estaban forjando un lugar en ese mundo… Hoy en día sus nietos están ahí, situados en lo más alto. Se sorprenderían si les dijera quiénes son.
Pero cuando Konrad Ritcher vino a verme no sabía todo esto como ahora lo sé. Todavía creía que había personas verdaderamente especiales, más altas, más guapas, más elegantes, gente que todo lo sabía, que todo lo veía. Y el resto de nosotros éramos basura comparados con ellos. Esta conciencia duró en todo el país hasta la Gran Guerra, hasta 1917. Luego todo estalló en alcohol clandestino, chicas libertinas, contrabandistas, polvos pegajosos en el asiento trasero de los Marmon, los Pierce-Arrow y los Buick. Las chicas de los clubes campestres lo estaban haciendo gratis. Entonces los prostíbulos de lujo empezaron a ir de mal en peor y la protección empezó a costar demasiado, a pesar de que los funcionarios y la policía no podían otorgar protección completa en esta nueva clase de mundo. Las mafias cambiaron el patrón americano de los burdeles, las acciones represivas cerraron muchas de las casas de citas más elegantes.
La sociedad me desconcertaba en esa época en Saint Louie, pero para cuando me convertí en una madame ya la tenía bien calada. La sociedad hacía sus reglas, pero también las rompía, y luego decía esto es la moda, esto es el estilo. Entonces era casi respetable follar en posadas del camino, besuquearse en un Stutz Bearcat y pasar fines de semana con la esposa de otro o mantener a una golfa de Broadway en un apartamento, aunque todo el mundo lo supiera. Las cosas se volvieron demasiado relajadas y fáciles. «Nidos de amor», así los llamaban los periódicos. La sociedad se bajó de su pedestal, se mezcló con los gánsters, los artistas y los cantantes y los maricas. Toda la moralidad, que mi viejo mundo había guardado tan cuidadosamente, fue arrojada por la ventana.
Si lo escribo aquí como se me ocurre, es porque en esa época quería un mundo mejor y tiempos mejores. Pensaba en el mundo de Konrad Ritcher y sus buenos modales y códigos como si en eso consistiera la respetabilidad. Su miedo al pecado, supongo que eso era lo que lo desconcertaba; sentir placer podía ser pecado y a pesar de ello disfrutaba, aun cuando siempre permanecía ese sentimiento corrosivo de que se estaba en contra de la moralidad del grupo en el que se nació. Si se elimina esa idea de pecado se tiene la época posterior, después de la Gran Guerra, cuando la idea de pecado se había perdido, así como un poco del placer también, porque algunas personas decían que era natural, que era normal. No había pecado. Konrad, pronto me di cuenta, creía en el pecado y eso era lo que le atraía de nuestra relación.
Muy pronto me percaté de que todo es normal si se convierte en un patrón. Todo está mal si los que hacen el patrón dicen que no a eso. Así que ahí estaba yo, despertando, sintiendo quizá que mi vida tomaba un nuevo rumbo, que se instalaba en una nueva vía. Y el placer que Konrad obtenía de su idea de pecado era mi billete para otro mundo.
Había estado pensando en instalarme como una madame, pero no tenía ahorrado todo el dinero necesario. Había estado comprando ropa y cosas, pero podía reunir cerca de diez mil dólares. No estaba ni cerca, no para el tipo de casa de lujo que yo quería. Con interiores de fontanería y baños de mármol, satén en las paredes, incluso tapicerías, de las que se hablaba mucho, aunque entonces yo no sabía lo que eran. Quería muebles de teca, roble dorado y caoba, un piano con un montón de incrustaciones de perla, muchos floreros de porcelana. Un buen prostíbulo muestra jarras de cristal tallado, un rincón turco con almohadas y bandejas de cobre, espadas cinceladas en la pared. Un cuarto bien acolchado para grupos, actos especiales y cadenas margarita. Soñaba con unas enormes escaleras, con vestidos de noche para las chicas adornados con pieles y plumas de garceta y de pavo real. Y un enorme perro San Bernardo que vagara por toda la casa y el jardín. Una buena madame tenía un par de caballos bayos en los establos en la parte de atrás, un cochero con un sombrero de copa barnizado y un carruaje abierto con cuerdas elásticas. El coste de protección de todo eso era muy alto. No estaba lista todavía para instalarme como una madame.
Además era muy joven, demasiado joven para hacerme respetar por las chicas, los funcionarios de la municipalidad y la policía, los comerciantes a los que tendría que comprarles cosas.
Empecé a pensar en Konrad y cuantas más ideas sobre él dejaba que zumbaran en mi cabeza, más me gustaba. Sabía que existía el peligro de que me enamorara de él. Pero quería pensar que podía evitarlo. Enamorarse de un hombre casado de Saint Louie en la última parte del siglo XIX era sólo dolor y agonía. Llevó a varios asesinatos muy interesantes. Aunque encubiertos la mayoría de ellos, todavía me acordaba de la historia del general Sickles. Zig nos contó que la esposa del general había tenido un romance en Washington con un primo del hombre que escribió The Star Spangled Banner, y que el general le disparó a sangre fría en la calle y todo el mundo lo llamó héroe y quedó libre. El amor en una relación con un hombre casado tenía que evitarse. Yo era joven y dura en esos tiempos y estaba segura de mi control de la parte emocional de una relación.
Decidí que haría todo para que Konrad me instalara en la ciudad. Lo admiraba, me gustaba en la cama. Era un discípulo muy apto y tenía un instinto para aquellas experiencias que su esposa había dejado de lado por considerarlas disparates repugnantes de un hombre.