Los pendientes del jugador
Mi primera experiencia íntima con un vividor profesional, es decir, un hombre que vivía de su mente y su talento, en vez de trabajar, como hacían otros hombres, para ganarse la vida, fue con un jugador conocido en la ciudad como Highpockets. Tenía unos treinta y cinco años, una nariz en forma de aguja, era guapo de un modo deteriorado e inexpresivo, su cabello delgado y negro siempre estaba brillante con aceite y tenía un rostro pálido como el vientre de un pez. Se vestía demasiado bien, era un verdadero galán; sus manos tenían vida propia, siempre se movían, señalaban, se agitaban, hacían pequeños gestos que parecían tener sus propias ideas, no las de Highpockets. Era un jugador arriesgado, podía repartir el mazo de arriba abajo, arreglarlas barajas, marcarlas o arañarlas en los bordes con una uña. Podía producir ases, según decía, donde nunca antes había habido ases. Pero por lo general jugaba honestamente, teniendo en cuenta que los hombres adictos a las cartas son implacables con cualquiera al que sorprendan manipulando un juego. Highpockets era un jugador experto en el póquer, el faraón, el red dog, el whist y cualquier otro juego de cartas. Sus ojos y su rostro eran impasibles como la mirada de un director de funeraria.
Highpockets era uno de esos hombres que usaban a una mujer en la cama como medicina. Ninguna idea de placer, romance o amor formaba parte de la fornicación para él. Simplemente nunca se le hubiera ocurrido. Cuando estaba nervioso, exhausto, molido, cuando estaba excitado después de tres días de perder en el juego, o eufórico, tenso como una cuerda de banjo después de una semana de ganar, perder, ganar, solía venir a Flegel’s tembloroso y con cara de sueño, con olor a bourbon, sudor, puros; venía a la casa, se llevaba a una chica a la cama, y calmaba sus nervios follando prolongadamente hasta que se quedaba profundamente dormido. Entonces respiraba fácilmente y, ni siquiera, solía decir más tarde, ni siquiera soñaba. De alguna manera el espasmo final de su cuerpo al correrse, arropado en los brazos de una puta, era como soltar el freno que lo hacía irascible, nervioso, dispuesto a dejar caer un vaso si no se lo ponías justo en la mano.
A la mañana siguiente se despertaba, bostezaba, se remojaba una hora en una tina caliente, se cambiaba con ropa limpia que tenía en una bolsa que dejaba en la casa. Highpockets pedía que le mandaran a un barbero negro para que lo afeitara, lo perfumara, lo retocara, luego chasqueaba unas monedas en su pantalón inglés de moda y bajaba para almorzar con Zig y Emma y algunas de las chicas que estaban despiertas. Yo le fascinaba; mi cabello era del color de las monedas de oro, según decía.
Esas mañanas daba los buenos días de esa forma tan educada que tienen la mayoría de los jugadores profesionales: «Excelente día». Comía lonchas de beicon, galletas saladas, bebía cerveza oscura con Zig y contaba historias de cuando ganaba y cuando perdía. De cuando huía asustado de una muchedumbre que quería lincharlo, de cuando había salvado el pellejo en alguna ciudad de salvajes, con malhechores que jugaban a las cartas pero que no sabían contar bien o de piratas de río tras su bolso.
Highpockets manipulaba las cartas para nosotros en la mesa, hacía aparecer cualquier carta a voluntad, ejecutando los trucos de su arte. A todas nos caía bien Highpockets. Cuando estaba tranquilo y bebía, las mujeres no eran santo de su devoción y decía bajezas sobre nosotras, con una sonrisita en su rostro de jugador de póquer.
—Una mujer es simplemente como otra mujer. Un coño entre un par de piernas es simplemente como cualquier otro, igual podría ser un hueco en un árbol o una botella vacía —solía continuar, expresando su aversión por las mujeres como seres humanos, como parejas, como esposas, y su fracaso como putas—. Simplemente sonreíamos; él era un buen cliente. Como muchos de los hombres que llegaría a conocer que usaban a las mujeres como meros objetos por alguna extraña razón o necesidad dentro de ellos, nunca admitió que la cuestión sexual, después de que lo calmaba, en realidad le repugnaba. Los prostíbulos de Estados Unidos conocen a este tipo de hombre y saben cómo atenderlo, coger su dinero y deshacerse de él como un cabrón desgraciado.
Yo le gustaba a Highpockets porque no me molestaban sus sandeces contra las mujeres y el acto sexual. Yo sólo sonreía. Y él me pasaba la mano por el pelo y me decía:
—Goldie, si analizaran tu cabello podrían demostrar que tiene oro puro, un contenido muy alto. Brilla como el borde de un montón de monedas bajo la luz de una lámpara.
Las noches en las que necesitaba su medicina sexual, se me acercaba, me llevaba a la cama y ejecutaba su danza horizontal, girando y dando vueltas, rechinaba los dientes, me maltrataba con su cuerpo, estaba como loco por algo —los cuatro ases de la liberación— que esperaba encontrar a través de mí.
Una noche después de jugar a los naipes durante cuatro días en un hotel enfrente del río con vendedores de novillos y cargadores de ganado, llegó a la casa fumando un enorme puro, con su sombrero de copa ladeado sobre su ojo derecho. Mientras bailaba, las faldas de su abrigo marrón volaban, no dejaba de chasquear los dedos y apenas pudo calmarse lo suficiente para aceptarle a Zig una copa de brandy.
—Cuatro días seguidos sobre la mesa, con las cortinas bajadas, las lámparas encendidas, sólo nos levantábamos para mear y cagar, echarnos una media hora de siesta de vez en cuando, tragar huevos crudos en una copa de vino. Arriba, abajo, arriba, abajo. Luego una racha de buenas cartas, buenas manos. Los ases me empezaron a salir justo cuando los deseaba. Una Flor Imperial, nunca han visto semejante mano, llegó tan bien. Le gané a tres reinas con tres reyes dos veces y de forma honesta. Bebidas, Zig, bebidas para todos. Goldie, mi amor, Goldie muñequita, sube tu precioso trasero por las escaleras para este hombre de apuestas.
Estaba tan excitado, se le veía tan demacrado a pesar de toda su charlatanería alegre, que me pregunté si no caería muerto antes de que consiguiera llegar a la cama conmigo.
Mientras se quitaba la camisa, se bajaba los pantalones, mostrándome sus piernas sin vello, se acercó a la cama, con un pendiente en cada mano.
—¿Habías visto semejantes brillantes, Goldie?
—¿Qué son?
—Esmeraldas, de verdad. Ese indio de Méhico (tenía una extraña forma de pronunciar México) me dijo que lo eran. Se las gané en un bote de cuatro mil dólares cuando lo desplumé de todo su dinero. Cada billete y moneda que traía en sus pantalones.
Casi todas las putas habrían dicho: «Oh, ¿son para mí?».
Pero a veces yo también jugaba al póquer.
—No parecen ser gran cosa.
—¡Ah! —Las colocó contra mi oreja—. Ah, mírate en el espejo.
Vi a un hombre delgaducho medio desnudo y a una chica desnuda. Y dos pendientes enjoyados colocados contra mi cabeza.
—No están mal —dije.
—Te digo algo, Goldie. Tú me has dado suerte esta temporada. Son tuyos. Cuando te perfores las orejas para ponértelos.
—A ningún jugador le durarían tanto tiempo, ni siquiera si me las perforara mañana. Mira, Highpockets, cariño, perfórame las orejas ahora mismo y pónmelos.
Se rió como un cuervo graznando. Seguía loco y tenso como un reloj de un dólar por los cuatro días de juego. Sus ojos estaban hinchados, en el mentón le crecía barba de manera irregular. Se tambaleaba, sostenía los pendientes.
—Mierda, no puedo creer que me estés retando.
Saqué de un costurero una enorme aguja de verdad, la puse encima de una vela hasta que estuvo casi demasiado caliente para seguir sosteniéndola. La limpié y se la tendí.
—Está bien, Highpockets, perfora mis orejas.
—Si tienes tantas agallas, yo también. Nunca rechaces un desafío si las probabilidades son buenas.
—En medio del lóbulo.
—Goldie, te va a doler.
—No cuando tenga puestas esas esmeraldas.
—Cielos —dijo en voz muy baja y sirvió dos pequeños vasos de bourbon.
Cada uno teníamos uno y giré mi oreja izquierda hacia la lámpara con más luz. Mientras cerraba los ojos, lo oí respirar irregularmente. Yo misma era una chica algo loca en esos días. Sentí una picadura como de abejorro en el lóbulo de la oreja, cogí aire y me mordí el labio inferior. Sentí cómo empujaba el pendiente y giré la cabeza y otra vez sentí la picadura y la estocada del pendiente. Abrí los ojos, y en el espejo ahí estaba yo, pálida, sonriendo, mostrando casi todos mis dientes, y unas cuantas gotas de sangre, como pequeños pétalos de rosa, caían a cada lado de mi cuello, en mis hombros. El dolor se había ido y detrás de mí Highpockets miraba fijamente los pendientes. Sonrió.
—Dejaría que me respaldaras en un juego contra la banda de James o los Coles o los Younger cualquier día, con los revólveres sobre la mesa.
Se puso a besar la sangre de mi cuello mientras me llevaba hacia la cama. Yo estaba igual de loca que él, sentía el mismo frenesí. Entre cada polvo, se levantaba de la cama y le daba un trago al bourbon y volvía para que siguiéramos revolcándonos. Para cuando su verga ya no pudo más, la almohada estaba toda manchada de sangre.
Me desperté para encontrar a Highpockets durmiendo como un bebé a mi lado. Me toqué las orejas. Ni siquiera estaban infectadas y no sangraban. Me puse una bata y bajé. Eran como las dos de la tarde. Le pedí al cocinero que me preparara un montón de sándwiches de huevo frito de los que les gustan a los jugadores, con rodajas de cebolla cruda, y cogí un enorme tarro con café muy fuerte. También un vaso lleno de brandy de siete años de edad de la bodega privada de Zig. Emma Flegel y Frenchy estaban comiendo pan frito y sopa de pan. Frenchy dijo:
—Miren a la duquesa. El duque le dio las joyas de la familia.
Emma dijo:
—Bueno…
—Vidrio —dijo Frenchy—. Sacado del fondo de una botella.
Emma se inclinó, olfateó y toqueteó mis orejas.
—No, son reales. Ja, muy bonitos, Goldie. Pero lávate la oreja con hamamelis para que no se te infecten.
Subí y le di a Highpockets un trago de brandy y una taza de café. No podía comer.
—Que me llenen la tina. Apesto como un zorrillo. Llama al barbero negro; quema mi camisa y mis calzones. ¿De dónde sacaste esos pendientes? ¿Quién? ¡Yo! ¿Darle a una puta todo ese hielo verde? Bueno, supongo que sí. Vosotras os valoráis como si lo que tuvierais no fuera tan común como la orina de ballena.
Le dije que se fuera a la mierda. Se rió.
Highpockets era él mismo otra vez. Tuve los pendientes tres meses, luego en una racha de mala suerte me los pidió prestados de nuevo, los perdió, y nunca más los volví a ver.
La mayoría de las putas sólo conocen a los hombres como clientes a quienes atender. Para mí los hombres eran interesantes como ciudadanos, como individuos, como cosas inútiles, intrigantes y como fracasos. Algunos pasaban por el cambio masculino de la vida del que he escrito, un sentimiento claro para ellos de que era su última oportunidad, y más allá, para ellos, sólo estaban los años aletargados y deteriorados en los que no serían más que un capón, y pensarían en todos los placeres que pudieron tener y que ya no tendrían. Esta idea le llega a un hombre tarde o temprano, y a algunos hombres, nunca. Conocí a un juez federal que iba a ver a las chicas dos veces por semana a los setenta y seis años y usaba el colchón para todo lo que servía. Y hay jóvenes en sus veinte que bien podrían ser novillos castrados de rancho. Van a una casa por motivos sociales; para demostrarles a sus amigos que son hombres, y algunos en efecto resultaban ser como un té poco cargado. Pero en el salón decías ante los testigos: «Cariño, dejas hechas un trapo a las chicas».
Pero en el hombre medio es entre los cuarenta y cinco y los sesenta años cuando empieza a darse la preocupación por su potencia, su virilidad, su poder de resistencia. Se preocupa por su firmeza, por el encanto que se le escapa, su falta de aliento, su conciencia de las chicas jóvenes en las calles en verano cuando se suben a los escalones de un carruaje o al andén del tranvía. Semejantes manzanas prohibidas nunca son para ellos. Empieza a notar los tobillos, mide las tetas que pasan con un ojo cauto. Mira a una mujer desconocida y se pregunta cómo estaría despojada de su ropa, y si el color de su pelo es real, si sus senos están sujetos para parecer tan duros y altos. Acaso era un juego de nalgas real bajo el satén o era la forma del relleno de su traje. Me han dicho que empiezan a oler y a saborear a las mujeres, no se las pueden quitar de la cabeza.
En cierto modo es triste que la naturaleza les haya dado una necesidad y un temor al mismo tiempo. Sus hijos maduran o ya son maduros; ahora como el viejo toro semental en el pasto, son gordos y tienen las articulaciones entumecidas. Pero en la mente —según me decían—, todavía había un pensamiento para los viejos placeres. Su ego se fundamentaba en los huevos y en sus partes y les daba la vieja comezón de intentarlo con una verdadera prostituta de lujo, algo que era especial en el prostíbulo de Zig Flegel. Así les sucede a muchos hombres.
A diferencia de los clientes más jóvenes, solteros agresivos o libertinos extravagantes, estos clientes compulsivos o desesperados de pronto se volvían hedonistas; qué bien suena esa palabra, aunque la saqué de un libro. Y esos clientes eran implacablemente serios, no tenían ni una pizca de humor salvo por algunos chistes anticuados. A menudo derramaban su semilla sólo por tocar torpemente y por tanta ansia, antes de estar completamente servidos.
Con el tiempo algunos de los mirones y buscadores se convirtieron en clientes habituales. Igual de alegres y ruidosos que los otros habituales. Solían azotar en el trasero a una chica, sentarla en su regazo, pellizcar sus tetas como si participaran en una orgía romana. Una orgía como una pintura en óleo que Zig tenía en la pared del pequeño salón privado. Hombres en sábanas, con hojas en el pelo, mujeres bailando y comiendo uvas, todo el mundo recostado, y los chavales esclavos llevando la cabeza de un verraco sobre una bandeja mientras en la distancia un volcán hace erupción; pero ninguna de estas novedades había alcanzado a los romanos en su diversión. Cuando era nueva en la casa solía ponerme a estudiar el cuadro y me preguntaba si había habitaciones arriba o si follaban colectivamente o hacían cadenas margarita en el comedor.
Se veía a muchos de los huéspedes en Flegel’s estudiando el cuadro de vez en cuando; sonreían tristemente, quizá preguntándose cómo estarían con hojas de parra en el pelo. O más probablemente se preguntaban qué estaban haciendo en un prostíbulo de Saint Louie con chicas que tenían la misma edad que sus hijas. ¿Qué estaban haciendo al participar en jueguecitos tontos en posiciones ridículas, desperdiciando sus fuerzas, forzando sus corazones o glándulas? ¿Para qué? Uno de mis puteros, un dueño de hotel, solía decirme mientras se vestía por la mañana:
—¿Por qué, Goldie? ¿Por unos cuantos revolcones, para reavivar un poco las cenizas? Bueno, pues una de estas noches voy a caer muerto aquí y habrá un lío infernal. Trata de sacar mi cuerpo por la puerta de atrás, Goldie. Eres una buena chica, pero me estás matando.
No cayó muerto en un prostíbulo después de todo. En realidad murió de un disparo mientras cazaba venados con su mejor amigo, quien lo confundió con un ciervo moviéndose en la maleza. Conmigo nunca recibió el impacto de los cañones de una escopeta de calibre doce a corta distancia.
En un hombre maduro hay un montón de ternura y un conocimiento de la muerte en los actos simples del sexo. También hay calidez, en un lugar como el de Zig y Emma, una sensación amistosa, la desnudez devastadora de las cosas que evitamos fuera. Un cliente que era juez, solía decir:
—Aquí las únicas mentiras que necesitamos son que somos guapos, viriles, generosos y amables. Somos libres de toda esa maldita hipocresía, de los falsos valores del bien común.
Supongo que Flegel’s fue una especie de escuela para mí. Definitivamente aprendí mucho escuchando, haciendo preguntas, informándome de la manera en que la mayoría de la gente nunca se informa. Los líderes de la comunidad que venían a Flegel’s estaban un poco hartos del mundo, de su mundo, lleno de apariencias y de atropello al prójimo.
Los abogados podían distorsionar las cosas a su conveniencia, la escena política estaba podrida de tráfico de influencias y sobornos, dinero sucio. Hablaban de los fraudes en los mercados de oro, bienes inmuebles, tierras indias, coaliciones de ferrocarril —Hill, Harriman, Gould, Huntington—, cárteles de azúcar, de acero, de trigo. Me sentía otra vez como me había sentido en la granja; había algo disparatadamente mal cuando la gente veneraba a Jesús pero no hacía mucho más que pregonar sus ideas y luego ir a ver cuánto podían despellejar al prójimo. No llegué a esta creencia mía así de repente, pero al final estaba bastante segura de que mucho del habla devota no era más que apariencia.
Pero también tomaba conciencia de la bondad de mucha gente, de cómo eran simplemente buenos tipos a pesar de toda la mano dura, del trabajo pesado, del fastidio de tratar de ser honestos y hacerse un rinconcito para ellos. Gente que realmente creía en la gente, que realmente quería ser buena. Lo veía incluso en un prostíbulo. El viejo vendedor de hielo, un hombre de la guerra civil con una pata de palo que llevaba a las chicas flores que él cultivaba, y nunca robaba; la vieja cocinera que tenía un marido enfermo, inútil y borracho, y un hijo idiota, y ella tenía los pies más planos y más hinchados que jamás se hayan visto. Pero trabajaba duro, se reía mucho, nunca holgazaneaba, nunca se quejaba más que para gritarle a alguien que le hubiera pisado los juanetes. Era bueno saber que ahí estaban, porque el resto del mundo era cruel y astuto.
Zig y Emma Flegel eran severos y enérgicos, codiciosos y aun así sentimentales de una manera cálida y familiar. Nunca rechazaban a los mendigos que se congelaban en una noche de enero y buscaban algún rincón donde dormir. Lloraban con las tarjetas de Navidad que tenían nieve falsa brillando y con las fotos de conejitos de Pascua con chavalas vestidas de niños. Fuertes, astutos, dueños de un negocio ilegal, regalaban toda la comida que sobraba en la casa y la ropa gastada y los muebles rotos a las familias pobres que vivían cerca del río. En su mayoría eran chusma blanca con una docena de niños con narices mocosas; las mujeres tenían el vientre muy hinchado con más niños dentro y venían con sacos para transportar los restos del pan, bolsas de sandía mezclada con pedazos de langosta, puré de patata, alas rotas de pollo. Todo eso en una masa blanda mezclada con cenizas de tabaco y huesos medio roídos. Nunca consideré a los pobres —cómo podían ser honestos o prudentes— tan lastimosos y tan jodidamente llenos de desesperanza.
Frenchy solía estremecerse sólo de verlas escarbar en nuestro basurero:
—Ahí están, Goldie. Seguramente casadas con pobretones holgazanes, preñadas cada nueve meses y sus tetas todas secas por culpa de una docena de bastarditos con dientes que las muerden. Apuesto a que algunas de las chicas bonitas hubieran podido ser buenas putas, cielos.
Zig, que era luterano aunque no iba a la iglesia, movía un dedo y le decía a Frenchy:
—No andes hablando así de Dios y de esas mujeres respetables. Los pobres siempre estarán con nosotros. Eine Hand wascht die Andere. Y debemos ocuparnos de ellos. ¿Qué puede saber una puta?
Frenchy, con su talante vivaz, simplemente decía:
—Ve y ocúpate de tus asuntos. ¿Has pensado alguna vez cómo se gana el dinero para todas tus dádivas? Entre nuestras piernas.
Zig abofetearía a cualquier chica que le hablara de ese modo. Pero Frenchy era la especialista de la casa para aquellos puteros a los que les gustaban atenciones exóticas adicionales. Y Zig, como Highpockets el jugador le dijo una noche:
—Zig, eres un hombre que no se desvía. Sirves a la naturaleza y ahorras tu dinero como un buen ciudadano. Eres la columna vertebral del país, la sal de la tierra.
Y eso era Zig, un buen ciudadano. Apoyaba a ambos partidos políticos con dinero, nunca dejó de pagar por su protección y mantenía a sus hijos lejos del prostíbulo. Los crió como gente bien, lo que siguen siendo hasta hoy. Mucho tiempo después, cuando Frenchy llevaba muerta varios años, me ponía a pensar en toda esa gente rica de Saint Louie, que vivía bien gracias a lo que las putas habíamos tenido entre nuestras piernas para sus abuelos.
Y una puta que piensa es a menudo una puta triste. Todavía mejor que el whisky para una chica de casa deprimida era el canto. Un grupo apiñado alrededor de un músico tocando el banjo o alguien en el piano podía quitarle el mal humor a una chica mejor que una pinta de Old Crow, y con menos daño. Las canciones eran generalmente de Stephen Foster, y cuando una canción popular salía todos trataban de cantar. No había tantas canciones subidas de tono como podrían pensar. Lo sentimental era la orden del día y los huéspedes y las chicas cantaban Old Rosin the Bear, Nelly Bly y The Hunters of Kentucky. Todavía recuerdo canciones que ya nadie canta: My Old Aunt Sally, Root, Hog and Die. Y algunas que todavía se oyen: My Long Blue Tail, Wait for the Wagon, Come Where my Love Lies Dreaming.
Hoy en día algunas de las canciones que cantábamos alrededor del piano de Zig podrían parecer cursis: Tis But a Little Faded Flower, Mollie Darling, Grandfather’s Clock. También hay llorones. Rose of Killarney siempre hacía llorar a los cabrones políticos irlandeses, que robaban el dinero público, así como Write Me a Letter from Home; así que teníamos que despejar el ambiente con Shoo Fly, Don’t Bother Me. Bebiendo y cantando, todos abrazados, mientras las cuerdas del banjo punteaban y el piano emitía notas graves, no era difícil darle a la noche un ánimo alegre, que llevaba a relaciones y experiencias más íntimas en las habitaciones de arriba.
A Zig le gustaban las melodías alemanas sentimentaloides sobre selvas negras y troles, canciones de estudiantes borrachos de juerga. Algo de música seria, también, y las mismas melodías de baile. No sé si era un buen pianista o no. La música o cualquier cosa excepto una balada popular nunca significaron mucho para mí. Supongo que nunca tuve la formación para entender lo que era la buena música. Me quedé con la música de la granja y del campo y más tarde con el ragtime y con el vodevil. Cuando estaba en Storyville en Nueva Orleans tenía a tres pianistas negros. Se ganaban un par de dólares la noche y podían comer lo que quisieran. Tocaban lo que se convertiría en jazz o ya lo era. Para mí eso nunca le llegó a Stephen Foster ni a la suela de los zapatos.