Capítulo 9


En el negocio del sexo

Sería lo mismo y más de lo mismo, una historia tediosa, si contara con detalle mi vida durante todos esos años que pasé como puta con los Flegel en Saint Louie. La vida en una casa de lenocinio es tan tediosa como la de un marinero o un maquinista, la mayor parte del tiempo. De pronto puede haber crisis, pero por lo general son contadas. El ajetreo constante de las horas se convierte en días, o en mi caso noches, las semanas se vuelven meses, y caramba, de repente soy uno año más vieja. Unas cuantas miles de noches en el salón, otras miles de veces en la cama.

La ciudad creció un poco. Se hicieron ferias y reuniones, elecciones, escándalos. Chanchullos políticos de los que a veces teníamos las versiones de los propios chanchulleros. El otro mundo estaba fuera de las cortinas de nuestro salón. Únicamente su sonido y su olor nos llegaban mediante el encaje importado, las cortinas pesadas de Flegel’s. Lo veíamos como si estuviéramos de pie al borde, con un sabor como de migajas de un pastel que alguien se estaba comiendo. En nuestros momentos fuera de la casa era como salir al territorio indio hostil —sin el peligro—.

Los clientes más viejos se iban muriendo. Sus hijos iban a visitarnos para que les «cortaran su flor», les despojaran de su virginidad. Al ayuntamiento llegaban nuevos hombres a alardear y hablar de dinero; quizá los dos, poder y dinero, sean lo mismo. Nosotras conocíamos a los puteros lejos de sus familias y veíamos sus pequeños hábitos desagradables, ademanes de soledad, duda. Caray, no se imaginan lo melancólico y pesado que puede ser un millonario o un fabricante de muebles, un consignador o un rico intermediario de cereales, con una puta de veinte dólares a las dos de la mañana, con las gotas de lluvia golpeteando en la ventana como guisantes secos, y que tiene que levantarse y volver a casa.

Los estilos cambiaban, los miriñaques se hacían más pequeños, los perifollos más elegantes, los sombreros se hundían más en la cabeza, sus alas se volvían más anchas, llenas de plumas doradas y de garceta o alas más estrechas con adornos de azabache y lazos. Cada chica tenía una colección de abotonadores plateados o dorados, frascos de perfume evaporado, algunas fotos en ferrotipo de algún actor o boxeador o parásito político, un héroe pegado en el espejo o en la parte de arriba del tocador. Era una vida regular como el amanecer; alegría, miseria, esperanza, falta de esperanza e ideas de suicidio, todo era regular. Minimizábamos el presente, teníamos una idea aletargada del futuro. Nos mentíamos las unas a las otras sobre el futuro y a nosotras mismas también. Algún día algún hombre fuerte, rico y con clase se presentaría y nos sacaría del prostíbulo. Habría una gran mansión o tierras cubiertas de viñas como en las partituras del piano del salón, por todas partes crecerían rosas condenadamente enormes y en el cielo habría una luna llena de otoño. Pero el sueño no tenía detalles y en privado yo pensaba que la idea de unas tierras y unas rosas sonaba tan tediosa como un día nublado. Era demasiado parecido a la granja de la que venía.

Yo era una puta maravillosa. No veo ninguna razón para no admitirlo ahora que estoy a tantos años de mis días y noches de joven. Napoleón o U.S. Grant nunca dijeron que no fueron generales maravillosos. Nunca conocí a algún actor que no admitiera que era maravilloso. En cuanto a los jueces, senadores, jefes políticos, en la cama o en el salón, todos me transmitían la impresión de ser hombres que conocían su propio valor, su juego.

Una puta, siempre lo sentí, es en cierta manera una esposa superior. Al menos en esa parte de la vida que es la más íntima. Es superior a una esposa en el sentido de que tiene un entorno dramático, no es un hábito aburrido de casa. Sabe cómo gratificar sexualmente a un hombre hasta dejarlo como una masa de gelatina trémula. Adula, nunca se vuelve crítica, nunca menosprecia. Una puta sabe potenciar el ego de un hombre, su idea de sí mismo como alguien importante, varonil y lleno de vitalidad. Como vividor, semental estupendo, bebedor, alguien que da regalos fácilmente, que cuenta historias fascinantes, un bromista y hombre de ciudad, todo un estuche de monerías.

Sus hábitos desaliñados no nos importan un comino ni le pedimos su opinión sobre qué hacer con una sirvienta insolente ni nos quejamos sobre la instalación de la cañería. A una puta nunca se lave sin bañar, sin perfumar. Cuando está con un hombre, siempre está peinada y maquillada, siempre se la ve bajo la luz romántica de una lámpara o de una vela. No niega su cuerpo, no dice tener dolor de cabeza ni habla de los hábitos desagradables de los hombres. Sus atenciones nunca son hoscas, ni tiene la idea de que —por Dios, bestia, supéralo— «es en lo único que piensas».

Las chicas escuchábamos la historia detallada de alcoba de montones de familias de Saint Louie y sus problemas de cama, en los brazos de maridos que venían a desprenderse de su tristeza y aburrimiento, así como a relajar sus pelotas.

Estaba atenta a los hombres y me interesaba por sus hábitos. Tenía un muy buen cerebro que armonizaba con mi cuerpo. De nuevo, no me estoy vanagloriando de mí misma. Cualquiera que sea el cerebro que uno tiene se remonta al tipo de abuelos que uno tuvo remontándose unos cuantos cientos de años. O como un doctor de Berkeley me dijo una vez, desnudo en mi casa en San Francisco, al explicarme por qué no se le ponía dura tan a menudo: nadie en su familia podía levantarla durante mucho tiempo después de los treinta y cinco años.

Era ignorante, apenas podía leer y escribir, pero practicaba las letras elegantes con la punta de una pluma Spencer, y una botella de tinta azul. Intentaba copiar cosas de los periódicos y revistas. Conseguí un libro sobre escritura elegante y practicaba curvas y hacía pájaros y nubes y frutas de tinta, haciendo es y kas y haches elegantes. Con el tiempo logré una letra bastante elegante. Trataba de hablar con excelente pronunciación. Nunca le cogí del todo el truco a la gramática, pero de tanto escuchar a la mejor gente que iba a los prostíbulos de clase, con el tiempo pude evitar muchos de los errores fáciles. Preferiría que me arrestaran antes que cometer algunos de ellos, o casi. Pero nunca capté todos los secretos de la gramática y todavía no lo he conseguido. En cuanto a las palabras sofisticadas —escribo como hablo— quiero estar segura del significado de lo que digo tal y como lo conozco.

En todos esos años nunca me quedé embarazada. Emma Flegel nos enseñó algunos trucos de compresas y duchas que se ocupaban de eso. En el caso inusual de que una puta estuviera preñada, había una píldora negra disponible en cualquier farmacia que, tomada durante tres días y con baños calientes, generalmente curaba a la chica. «Caerse del techo» era como llamábamos al hecho de recuperarse de una regla atrasada.

Como putas aprendimos cómo examinar a un putero de manera informal, para saber que estaba libre de Gran Casino o Pequeño Casino. Nos volvimos muy buenas actrices fingiendo mediante el juego del placer sexual un gran orgasmo jadeante, retorciéndonos y gritando palabras de amor y girando la cabeza. La mayor parte del tiempo no sentíamos nada, pensando mientras tanto en que quizá las croquetas de bacalao habían estado demasiado saladas en el almuerzo o preguntándonos si los zapatos adornados con borlas eran adecuados para caminar el domingo en el parque. El gran pecado en la cama era expulsar gases si él no se tiraba un pedo antes.

Eso no significa que no hubiera veces con un putero favorito en las que nos dejáramos llevar. Yo era una chica sana y apasionada en esos días y me gustaba un hombre bien dotado, y un hombre guapo, con bigotes rizados o patillas, una buena cabellera y un pecho abierto. No demasiado joven, sino un hombre hecho y derecho y en la flor de su vida. Tuve varios clientes que siempre preguntaban por Goldie y que encajaban en lo que acabo de describir. Había un jugador que viajaba en tren hacia el oeste, buscando incautos. Trabajaba en las rutas de Colorado y San Francisco. También un maderero que despojaba a Michigan de sus enormes árboles y un criador de caballos de carrera y trotones. Todos tenían toda mi atención. No estaba enamorada de ninguno de ellos, pero me encantaba estar en la cama con ellos y sentir su vitalidad, sentirme tan viva, tan mujer haciendo cosas tan femeninas.

Jugábamos a toda clase de juegos disparatados. Arrojábamos botellas a las paredes, tratábamos de imitar posturas y posiciones de tarjetas postales, hablábamos de planes disparatados como huir a Turquía o París o Sudamérica. Por la mañana el lugar olía como la primera misa de los obreros, a bourbon derramado, orinales desbordados, palanganas llenas de agua sucia, botellas vacías en cubos de hielo derretido, humo de puro y el olor a carne cansada. Ése era el más fuerte: cuerpos desnudos, exhaustos y cansados. No quedaba otra más que subirse al tercer piso a las habitaciones limpias que había extra, dejarse caer en la cama sin haberse lavado y dormir. Ésa era la rutina de una puta: años sin cerebro ni pensamiento, sin mucho sentido o significado. Casi no me daba cuenta de que estaba gastando mi juventud sin pensar en el futuro.

Pero una noche ruidosa de revolcón de cerdos como ésa era sólo para unos cuantos clientes especiales. El resto del tiempo era como actuar, reprimirse. Una buena puta no odia a los hombres, aunque la leyenda diga que sí. A decir verdad, como puta realmente sientes que tienes algo que ofrecerle a un hombre y te enorgulleces por ser muy buena en eso. Si no, una chica no pertenece a una casa de primera clase. No estoy hablando de las putas callejeras, ni de las de las casas baratas, las pobres bestias que atienden entre treinta y cincuenta barqueros crueles por noche. No duran mucho tiempo con esas condiciones laborales.

En esos días en Flegel’s aprendí que el sexo ocupa como el ochenta por ciento de la imaginación de un hombre. Si se ha visto privado de mujeres por el mar o por las paredes de una prisión, por una lealtad demasiado larga a una esposa seca, se ha construido imágenes en su mente que dejarían exhausto a un joven sultán. El sexo para la mayoría de los hombres es una fantasía. Basta con leer los llamados «libros guarros», los clásicos y la mierda que te pasan por debajo de la mesa. Todos escritos por hombres. Pura fantasía de masturbación, imposible de efectuar y ridícula en sus juegos y exigencias extrañas. Cuando un hombre va con una puta, está lleno de esperanza de que algo de esta fantasía se convierta en realidad. No es así. No se puede. Puede que lo exciten, que se la chupen, que se lo follen, que le hagan muchas cosas, pero casi todo lo que tiene en su mente es un mundo imaginario. Es el trabajo de una buena chica en un prostíbulo hacer que goce lo real de dos cuerpos, una serie de juegos, una estimulación de sus terminaciones nerviosas y una efusión de su esperma. Si esto suena poco romántico, es porque en realidad el sexo no tiene nada de romántico. Es real, se juega con cuerpos reales; es una exigencia de liberación como el resorte de un reloj al que se ha dado cuerda. Es placer animal de gran deleite. Cuando uno habla del sexo romántico, lo está confundiendo con el amor. Y en el lugar adecuado trataré de mostrar las diferencias, y también cómo sexo y amor pueden trabajar en equipo. La cursilería empalagosa que los poetas escriben es masturbación de altura, nada más.

Los clientes más viejos o más habituales de Flegel’s sabían que las fantasías del sexo eran pura fantasía. Venían como si fuera un club. El vino y el whisky eran de los mejores, la música era buena, los alrededores elegantes, el servicio amable. Se atendía cada uno de sus deseos. Con unos cuantos tragos, algunos pastelitos, un poco de buen jamón ahumado, un pedazo del mejor pan horneado, vino helado, una última bocanada de un habano fino, ¿qué mejor manera de terminar una velada? Subiendo a la habitación con una chica atenta, risueña, cuyo trasero o tetas eran tan suaves y cálidos y jóvenes comparados con lo que había disponibles, si es que había, en casa. Zig solía decir: «Cuando los buenos prostíbulos desaparezcan, la cultura desaparecerá de la buena vida americana». Mientras escribo esto, los buenos prostíbulos prácticamente han desaparecido.

El sexo para esos clientes que conocían lo mejor era como un baño relajante, un masaje, una canción, una media hora de reír y follar con una chica que olía bien. Y en aquellos días las axilas sin afeitar sugerían las maravillas de otras partes. En Flegel’s no hacían falta las fantasías.

Con el tiempo, cuando las modas cambiaban en la sociedad, a menudo era en los mejores prostíbulos donde se introducía un estilo. Ya he dicho cómo las cortesanas fueron las primeras en ponerse bragas, unas cosas grandes y holgadas con aberturas por delante y por detrás para las cuestiones naturales de la mujer. Ellas también popularizaron las medias de rayas y los polvos para el cuerpo y la cara. El hábito de afeitarse las axilas también fue una innovación de prostíbulo. Nunca me gustó. A la mayoría de los hombres tampoco. Hay algo sensual en el vello picante de una axila. Pero la moda predominó sobre la tradición, se podría decir, y el afeitado se instauró. Incluso el vello púbico se recortaba y modelaba con tijeras y navaja de afeitar. El mismo Zig les afeitaba las piernas a las chicas que lo necesitaban. No quería chicas cortadas o llenas de cicatrices y el suicidio era siempre una sombra en cualquier prostíbulo. Guardaba bajo llave sus navajas de afeitar.

Las temporadas de vacaciones, los rumores de guerra, los acontecimientos políticos, todos eran buenos tiempos para los prostíbulos. Cuando los jóvenes volvían de la universidad, o el final del verano, todo eso significaba hacer nuestro agosto en los salones, en las habitaciones de arriba. En Navidad llegaba el ponche de huevo. La noche de Año Nuevo los puteros solteros y sus visitas recorrían el distrito, haciendo escala en sus casas favoritas, llevando botellas, pequeños regalos, mientras sus carruajes o carretas alquiladas esperaban fuera con los caballos humeantes escarbando la calle. Los clientes venían con abrigos de pieles y sombreros de copa, con alientos fríos y las narices rojas. Durante las festividades siempre había varios trasnochadores, puteros que pagaban extra para pasar la noche. En el tercer piso generalmente había una cadena margarita, una fiesta en la que igual número de hombres y de mujeres, cuatro, seis, ocho, le daban la bienvenida al Año Nuevo. He sabido de hasta seis parejas que pasan una noche en varias combinaciones sexuales como una cadena mezclada de vagones de mercancías, todos enganchados y desenganchados.

Zig era muy cauteloso en cuanto a las cadenas margarita. Podían estropear las camas y los muebles. Podían salirse de control. Recuerdo una cadena margarita de Año Nuevo que terminó en la azotea, con hombres y mujeres desnudos que agitaban botellas y cantaban. Dos de las chicas se cayeron por el tragaluz; casi se matan.

Flegel’s no estaba en lo que llamaban el distrito de las luces rojas, sino que se situaba donde estaban los mejores y más refinados prostíbulos. Así que la policía simplemente le advertía a Zig que tuviera más cuidado. Fue la primera vez que escuché el viejo chiste de «Señor, su letrero ha salido volando».[10]

El término distrito de las luces rojas en habla popular se refiere a las luces rojas fuera de un prostíbulo. A decir verdad, no recuerdo muchas luces rojas fuera de una casa de citas, ni siquiera en el Storyville de Nueva Orleans, donde las casas eran legales y podían anunciarse. El verdadero comienzo de la historia de las luces rojas se remonta a los primeros días del ferrocarril en Kansas City donde los trenes de mercancías se detenían en los depósitos de trenes toda la noche. Los guardafrenos, que llevaban faroles rojos para hacer señas, solían visitar a menudo los prostíbulos cerca del depósito de trenes de Kaycee, y colgaban sus faroles fuera de la casa que elegían. Era el trabajo del despachador mandar a los chicos a dondequiera que hubiera una luz roja para advertirle al guardafrenos que su tren estaba listo para salir. Ahí empezó la idea de una luz roja fuera de los prostíbulos.

En los veranos el calor era pesado y achicharrante en Saint Louie. El río lo hacía húmedo y sentías que podías exprimirte como una esponja. En julio y agosto Zig y Emma generalmente viajaban por todo el país, visitando otras casas, o compraban muebles en el este o buscaban candidatas para su tipo de casa. Frenchy generalmente se iba los veranos a visitar a su gente en Pittsburgh, llevándoles regalos. Las chicas alemanas se iban a la granja de los Flegel para recolectar huevos, encurtidos, o simplemente tumbarse en las hamacas y parecer estúpidas. Belle y yo fuimos un par de años a un lago de moda cerca de Winnibigoshish en Minnesota y nos quedamos en algún buen hotel en el que no les molestaban un par de putas mientras actuaran como damas. Los mejores hoteles no nos aceptaban. Pero algunos muy animados no nos mandaban al garete. Actuábamos con refinamiento, comíamos bien, nos bebíamos de un trago unas cuantas botellas. Tenía que cuidar a Belle, a quien le gustaba colocarse. En cuanto a mí, me gustaba el alcohol, pero no era una esclava. Más tarde prácticamente dejé de beber.

Decíamos que éramos sombrereras; generalmente en esa época las sombrereras eran un tipo de puta amateur o al menos se las consideraba fáciles. Si teníamos ganas, escogíamos a unos cuantos puteros, a algún trabajador de Kansas o a un banquero cualquiera, poníamos nuestros ojos de cordero degollado, y viajábamos en su carroza o íbamos a las casas de apuestas con ellos. Si nos parecía que no habría problema, nos íbamos a la cama con ellos.

Hubo un joven vicepresidente de Duluth y su amigo, un embalador de carne de Chicago, con los que pasamos la noche en un hotel sofisticado a la orilla del lago. Tomamos el desayuno los cuatro en la suite y todo parecía ir bien. Luego el embalador de carne, un verdadero inepto, puso dos monedas de veinte dólares de oro sobre la chimenea de mármol blanco. Belle, que tenía dolor de cabeza por la resaca, alzó la mirada, caminó hacia la chimenea, tomó las monedas en su mano y las sacudió.

—¿Qué diablos pensáis que somos, par de fanfarrones? ¡Un par de putas! ¿Acaso os hemos pedido que apoquinéis? ¿Lo hemos hecho, como cualquier golfa local del lago?

Echaba humo y avanzaba como una máquina de vapor. Les lanzó las monedas a los dos hombres, que escaparon de la furia con sus sombreros y bastones puestos como protección mientras se dirigían al vestíbulo. Después de apartar a los clientes asombrados, Belle recogió las monedas y las lanzó hacia las grandes escaleras, mientras gritaba a todo pulmón:

—¡Hijos de puta, inútiles! ¡En qué estáis pensando! ¡Que estabais con un par de jodidas putas!

El gerente de ojos inocentes y patillas nos dijo que teníamos diez minutos para hacer las maletas y abandonar el lugar.

Casi todos los veranos de los primeros años en Flegel’s pasé dos tranquilos meses en la granja Flegel, a quince kilómetros al oeste de la ciudad. Un enorme lugar, mantenido con un buen orden alemán. Había vacas, caballos, cerdos, el maldito arca de Noé completo que se encuentra en una granja. Estaba lejos de parecerse a la granja destartalada de mi padre. Había bodegas frías llenas de vasijas con crema y requesón colgado en sacos de estopilla, ruedas enormes de queso cheddar. Había un ahumadero lleno de jamones que se curaban en humo de nogal quemado, jaulas con gansos a los que alimentaban a través de un embudo metido en sus picos, con pintas de maíz desenvainado en los gaznates hasta que engordaban y sus hígados estallaban para hacer paté.

El olor a estiércol de vaca y forraje de maíz cortado me ponía triste. Por más lejos que te vayas, nunca escapas de los recuerdos de tus días de cachorro. Los dos niños Flegel a menudo estaban por allí. Eran niños grandes, blancos e hinchados. Un niño y una niña, sin color, como panecillos crudos. Muy bien vestidos, muy bien cuidados, vivían en la gran casa blanca de la granja. Las putas, cuando estábamos en la granja, nos quedábamos en la casita de ladrillo de los cuidadores. Era una pareja de daneses que no hablaban ni una palabra de inglés, los dos tenían más de setenta años y pasaban días completos de faena aun cuando la esposa estaba torcida con los miembros entumecidos. Había hamacas bajo los nogales y árboles de castañas. Solía mecerme en una mientras veía revistas de moda de mujer, bostezaba, me rascaba, sorbía limonada y escuchaba a las putas alemanas. Siempre había allí tres o cuatro de ellas, que cotorreaban sobre su país de origen y su gente, mientras tejían o hacían pimpollos con seda pesada que formaba algún diseño o motivo.

Yo no tejía ni creaba motivos decorativos. Simplemente me relajaba como un gato. O solía mirar a los dos niños blancuzcos de los Flegel pasar en su carrito de mimbre de dos ruedas con un poni gordo que sacudía la cola y tiraba cagadas a la calle rastrillada con sulfato de cobre. Solía mirar a esos dos niños sobrealimentados que pasaban bien vestidos —no se les permitía nunca hablar con nosotras— y solía pensar en cuando tenía su edad, y entonces me maldecía a mí misma y me decía: no te autocompadezcas, Goldie Brown, no te autocompadezcas, Goldie Brown.

Hice algunos planes para ir a ver las lápidas que había mandado poner sobre las sepulturas de mi tía Letty y de mi madre. Pero nunca fui. Pensaba en el viaje a la capital del condado, el viaje por la vereda hacia el cruce, los surcos en el camino del cementerio, y me ponía toda sudorosa y nerviosa y abría la boca y jadeaba. Me sentía como un reloj y toda descompuesta por dentro cuando pensaba en volver a casa. Al final solía decir, el año que viene, el año que viene, y encendía un cigarro turco, me mecía en la hamaca y ahuyentaba las moscas. Nunca reuní el valor suficiente para volver ni siquiera cerca de casa.

Me sentía mejor cuando Zig mandaba un carruaje a la granja para llevarme de vuelta a la ciudad para animar a algunos clientes. Dos senadores de los Estados Unidos estaban en Saint Louie un verano con algunos ferroviarios de California. Le habían pedido a Flegel’s que ayudara a entretenerlos a ellos y a su grupo. Se estaban reuniendo fondos para unas elecciones presidenciales ese año. Se podría decir que yo puse las cosas en movimiento follándome al presidente de la junta directiva.

Con el humor que tenía, con todos esos recuerdos de la granja, era bueno estar trabajando de nuevo. Me sentía tan nerviosa como un gato con aguarrás. Estaba ocurriendo un cambio en mí. Tenía los primeros síntomas del deterioro de una buena puta; empezaba a pensar qué diablos sería de mi futuro y si podría seguir así para siempre. Ese tipo de pensamiento ha echado a perder a más putas que el whisky, las drogas, los proxenetas o la sífilis. Te despiertas una mañana y no te gusta el día, la luz del sol, la comida sabe mal, descubres una pústula en tu mejilla. El mundo entero avanza de manera errónea, coges algo y lo rompes. No puede ser el cambio de vida; eres demasiado joven.

¿Entonces? Tenía dinero. Zig tenía libretas de ahorros que mostraban que tenía una buena cantidad de dinero en varios lugares. Tenía un guardarropa que me había costado más de lo que valía, pero aún así me imaginaba que eso y algunos anillos y relojes y pulseras valían un montón de dólares de plata. Estaba más solicitada que nunca. Había engordado por todas partes a mis veinte años. Una mujer tenía una silueta ancha en esos días. Mis dientes eran perfectos salvo por unas pastas de oro martilleadas en un par de muelas traseras que me puso un dentista cerca del ayuntamiento, que tenía un taladro de pie y que no dejaba de acariciar mis senos mientras trabajaba. Tenía buena salud, buena digestión; evitaba el problema de oficio de las putas: el estreñimiento. La mayoría de las putas cuando hacían una mamada, se tragaban el asunto para prevenir problemas galopantes del pulmón. Yo no creía en eso.

Me imaginaba que había tres formas para que una puta de éxito pudiera irse. Puede casarse. Tuve varias proposiciones de caballeros que no lo dijeron en serio. Algunas reales: una de un maderero, dos de jugadores, que también eran, estaba segura, proxenetas. Una proposición de matrimonio me la hizo un periodista del periódico alemán del señor Pulitzer en Saint Louie. Me dijo que yo era una doncella del Rin y me citó a Heine; pero en realidad tenía un culo muy prominente que se salía de sus pantalones anchos de tela de tweed y sus polainas cubrían unos zapatos rotos que necesitaban suelas. Era pura palabrería y poesía, así que me pasaba el día diciéndole: «Fuera mosca, fuera».

No, no me iba a casar. No estaba enamorada. No sabía si alguna vez lo estaría. Era —esa joven yo— dura, realmente orgullosa, astuta, y llevaba en mi mente una especie de traje de protección como el del rey Arturo, de esos que ves en los museos, con camisas y polainas de hierro. El mío estaba hecho de orgullo de mí misma y de no dejar que mi verdadero yo se mostrara. Desde luego, no sabía cuál era mi verdadero yo, pero lo protegía de todos modos.

Varias de las putas que conocí se casaron bien. Otras, sin embargo, no. Dejaron a sus maridos, les dio por beber, caminar por las calles, drogarse, terminaron destruidas por enfermedades en cuartos de hospitales de caridad y sus cuerpos acababan descuartizados en escuelas de medicina. Una chica de Chicago que conocí se casó con un fabricante de carruajes y dicen que su hijo fue un escritor bastante conocido.

Paul Dressler, un compositor popular de principios de siglo, una vez me pidió que me casara con él. Era un gran chulo. Escribió, creo, My Gal Sal y On the Banks of the Wasbah. Era un tipo grande como un oso, siempre jovial, que comía y bebía y se subía con las chicas. No creo que fuera muy serio conmigo y probablemente tenía una o dos esposas escondidas. Tenía un hermano que también se hizo escritor, bajo otro nombre. En Nueva Orleans en 1912 un cliente me dio uno de los libros del hermano, Sister Carry [sic] y era realmente bueno. La chica era verdadera, descrita por un hombre, claro está. Los hombres escriben muchas estupideces sobre las mujeres. Conocí hombres, como el gerente de la taberna del libro, que se escaparon con el dinero de la caja fuerte. Y yo hubiera podido ser la chica, si no fuera una puta.

Una de las tontas alemanas de Flegel’s se casó con un charcutero, que empezó a transportar carne ahumada y empaquetada en carros helados y tuvieron muchos niños gordos sin cuello; todos parecían cerdos jóvenes cuando los vi un verano en un balneario. Ahora son una familia bastante importante de Middle West. Pero por lo general las putas se casan mal, y si se casan pobres, después de un tiempo se empiezan a preguntar por qué se lo están dando gratis a un cretino que no les da nada más que privaciones y nada de diversión. Normalmente empiezan a montar una clientela por las tardes, es cuando lees sobre algún marido que le dispara a una pareja en una habitación.

La segunda opción para una puta era salir como la mantenida de un hombre bastante rico que la quería en privado y toda para él. En un apartamento o casita en un barrio no muy malo, con un carruaje y dos caballos, más tarde un coche. Solían tener una criada o cocinera y un cochero o jardinero. Llegué a ver esos apartamentos. Con cristal de Tiffany, muebles de roble dorado, un enorme piano, quizás un perro chow-chow con una lengua morada, muy elegante. Y cada cumpleaños o Navidad una cadena de perlas, una pulsera de oro o pendientes de diamantes, algunos bonos o acciones en una caja de seguridad de banco.

Mantener a una mujer en Saint Louie era difícil para un hombre muy conocido. En la ciudad no se hacía la vista gorda que era habitual en Nueva York o Chicago, donde podían mantener a bailarinas o actrices famosas. De todas formas había unas dos docenas de mujeres mantenidas en Saint Louie, mantenidas por cerveceros, editores, dueños de barcos, fabricantes de zapatos o embaladores de carne ricos y hombres por el estilo.

Una gran desventaja era el aislamiento. Tu única compañía eran otras putas o una o dos actrices. En los discretos clubes nocturnos y restaurantes de lujo te conocían, pero te acomodaban en rincones oscuros o en algún cuarto privado. Existía siempre el peligro de que chantajearan a tu amigo. De vez en cuando alguien podía escribir una carta, armar un escándalo y la relación se acababa y el compañero que pagaba solía irse con su esposa e hijos a Bar Harbor o a Europa, para que lo perdonaran, perdonaran, perdonaran. A menudo las esposas se enteraban, y si eran listas, no armaban un escándalo; hasta se sentían aliviadas, si odiaban el sexo. Las tontas a veces armaban la de Troya. Al final la chica era la que cargaba con la culpa. Casi no se hablaba de divorcio entre las mejores familias. Aunque sabíamos que el mozo de establo jugaba al 69 con una esposa y que una matrona era frígida o lesbiana, los matrimonios estaban bien cimentados y llevaban la voz cantante. Los contados hombres que se casaron con su mantenida tuvieron que dejar la ciudad; uno mató a la chica y el otro se suicidó en Texas.

La tercera opción era la salida hacia la que yo estaba apuntando en mi cabeza. Convertirse en una madame de una buena casa y llevarla sólo con la mejor gente. Quizás hoy, después de la Gran Guerra, esto puede parecer un negocio vil y bajo. Pero eso no era cierto en aquellos días entre 1849 y 1917 cuando había casas de citas de lujo en todas las ciudades, una buena docena en cada gran ciudad. Estaban protegidas, eran frecuentadas por la mejor gente, la aristocracia, como una institución tradicional, así que ser «patrocinador» en Nueva York, Chicago, Nueva Orleans y cincuenta ciudades más, era parte del comportamiento social de un hombre. No hablaban de eso en compañía de mujeres, desde luego, pero la mayoría de los hombres jamás negaba su existencia. En compañía de otros hombres bromeaban y hacían chistes sobre Liberty o Mahogany Hall, House of All Nations. Ya habían sido promiscuas en su juventud, o todavía lo eran.

Zig Flegel solía decir orgulloso y seriamente que se necesitaba tanta inteligencia para dirigir un buen prostíbulo, velar por su protección, sus muebles, contactos, chicas, personal, comida, vinos y música, mantener a los clientes felices y deleitados, a las chicas en su mejor momento, como se necesita para dirigir un sistema de ferrocarril, un emporio comercial o incluso, sí, una compañía de navegación.

No exageraba mucho. ¿Sería yo capaz de dirigir una organización tan compleja?