Capítulo 8


Por la ciudad

Con el ataque de Pug —directo, real— maduré, me convertí en una verdadera profesional. Nunca más me volvió a suceder nada parecido. La vida cotidiana es realmente muy tediosa entre los traumas que nos provocan nuestras crisis, incluso en un prostíbulo. Tanto en la casa como fuera de ella, pronto vi que en la vida de cada persona una manera de evitar que el tedio de la existencia se convirtiera en total desesperación y aburrimiento era hablar de pequeñeces como si se tratara de grandes asuntos. Uno se pasa el tiempo haciendo grandes las pequeñas alegrías y las minúsculas irritaciones y peleas. Los soldados me decían que en la guerra era igual, a pesar de todas las imágenes coloridas y banderas ondeando y canciones de batallas. La mayor parte del tiempo no era más que esperar, anquilosarse, aburrirse. Cuando el asesinato y la muerte llegaban, llegaban rápido, de modo que el soldado sólo podía captar una parte nebulosa de lo que estaba sucediendo. Uno me contó sobre la batalla de Cold Harbor que eran como pedazos de rostros en un espejo roto. Un joven, un soldado de caballería de las Guerras Sioux, me contó que matar empezó a gustarle.

La vida en un prostíbulo es tan tediosa como en cualquier otra parte. Cuando no estábamos trabajando en Flegel’s, hablábamos de los clientes, de sus peticiones y sus modos, del comportamiento de algún putero tonto mientras estaba borracho, de las bromitas que nos hacíamos, del tipo de sopa que nos daban de comer, de qué aspecto teníamos con algún nuevo estilo de moda en el cabello (postizos, moños, rizos…). Las putas son personas normales y corrientes que hacen un trabajo del que la sociedad preferiría no enterarse. No era todavía adulta, así que pasaron algunos años antes de que pudiera entender por qué una mujer hecha y derecha era una puta y cómo se veía a sí misma.

Cuando me hice madame podía formarme una opinión acerca de una chica en el acto y decir cómo resultaría, incluso qué problemas causaría. Y a cuáles debía rechazar: «No gracias, aquí no. Buenos días y hasta luego».

Cuando iba a cumplir dieciséis años, estaba repleta de lo que aprendí que llamaban ilusiones; estaba confundida sobre el mundo, sobre lo que la vida le ofrecía o le hacía a una, sobre lo que sería el futuro. Obtenía información escuchando y observando. Tenía un cuerpo muy fuerte y hermoso, unos senos maravillosos con pezones de color rosa fresa —no marrones o moteados como algunas—, llenos pero no demasiado grandes. Mi piel era rosa nacarado, el pelo en mi cabeza, bajo mis brazos y entre mis piernas, era dorado rojizo. Por naturaleza ya era precavida, pero a menudo también demasiado confiada. Todavía no me había dado cuenta de que la sociedad que estaba más allá de nuestra puerta no era más que una fina capa de valores morales y sociales —como la superficie de una tarta—, lemas devotos, cortesía a ultranza. Nada de eso esconde, para una puta, los hechos verdaderos de cómo es en realidad la sociedad. Vi a tiempo que la Iglesia, la política, los negocios, el matrimonio, existían bajo reglas no muy diferentes de las que teníamos en Flegel’s. En ambos lados se recurría al soborno, la deshonestidad, las mentiras, la corrupción en lugares altos, la malversación de impuestos.

El prostíbulo era más honorable cuando daba su palabra sólo porque tenía que serlo. Nuestro tendero tenía básculas trucadas, al cura que trató de clausurarnos lo exiliaron por sodomizar a los niños del coro, los hombres de negocios que dirigían el partido reformista alquilaban una buena cantidad de los peores prostíbulos y burdeles baratos de negros a lo largo del río. No me había esperado este tipo de mundo; por todas partes era como estar la granja otra vez. Fue una conmoción para mí, una verdadera patada en la espinilla.

Los miércoles en Flegel’s las chicas teníamos todo el día libre hasta las cinco de la tarde; y los domingos, toda la mañana. Cuando una chica tenía la regla, no trabajaba entres días y podía quedarse fuera hasta las doce de la noche. Zig no permitía que una chica se quedara a dormir en otra parte a menos que él la enviara en carruaje a visitar a un putero. Ése era su principio de alemán terco: «Donner und Blitz! ¿Dirijo un prostíbulo o un baile de sociedad? ¡Aquí hay horarios!».

Frenchy y yo acostumbrábamos a visitar las tiendas y nos pavoneábamos en el vestíbulo de los hoteles, le guiñábamos el ojo a algún tipo que conocíamos allí, pero nunca íbamos detrás de un mujeriego ni mirábamos seductoramente a un caballero. No éramos tan tontas. La sociedad podía pescarnos rápidamente, cuando estábamos fuera de nuestro campo de acción, pero si nos convertíamos en parte del juego, entonces era diferente.

Como decía Zig: «Si no alteras el tejido de la sociedad, puedes salir impune de cualquier cosa, excepto del asesinato. Y tal vez hasta de eso si tienes los contactos adecuados».

Al pasear por la ciudad o caminar por las calles me sentía parte de un mundo que estaba a un millón de kilómetros de mis días con la tía Letty. De vez en cuando, le enviaba dinero a mi gente de la granja, al menos hasta que mi madre murió. Me enteré de que había muerto por una mujer de Indian Crossing que me encontré un día en la calle fuera de una tienda de telas cerca de Lafayette Park. Pude ver que se quedó impresionada por mi aspecto y mi atuendo. Me dijo que mi madre «una noche simplemente se sintió mal y se tumbó en la cama». Mi padre le dio té de hierbas y tres días después murió. Le di a la mujer, una tal señora Miller, cinco dólares para que pusiera unas buenas flores grandes en la tumba y me fui rápidamente. Me fui y me bebí dos copitas de whisky de centeno en el bar de mujeres de un hotel, una seguida de la otra. Sólo podía pensar en lo cansada que debía de estar mamá, agotada por un montón de partos, abortos espontáneos, tanto cocinar y limpiar y dedicarse a las faenas agrícolas, darle de comer a los cerdos, despedazar, ordeñar en el barro y bajo la lluvia, en el granizo y en la nieve. Sus dedos congelados hasta volverse azules, sus dientes desaparecidos a los treinta años, su piel como una lija. Nunca tuvo una palabra amable, nunca tuvo un buen vestido o un par de zapatos que le quedaran bien. No lloré ese día porque estuviera muerta. Lloré porque ahora estaba descansando, ya no sufría, ya no era brutalizada por la bestia de mi devoto padre y su falta de compasión, amabilidad o amor por ella. Pobre mamá, respetable, moral, fiel, trabajadora; ya sólo podía llorar por la pobre zorra y amarla como nunca lo hice mientras vivió.

Encima del sombrero tenía un pequeño velo que Frenchy había arreglado para mí y lo bajé para ocultar las lágrimas. Tenía dieciséis años. Nunca amé a mi madre y ella no tuvo tiempo de amarme. Sentí que algo andaba mal conmigo, Goldie Brown, como me hacía llamar. Tenías que amar a tu madre y a tu padre; todo el mundo lo decía. Y yo no pude cuando vivieron. No tenía ningún sentimiento por ninguno de los que se habían quedado en la granja. Eso era malo, me dije. Y me contesté, lamento que mamá haya tenido una vida tan mala, lamento mucho la manera tan cruel en que vivió, la miseria, la forma en que debió de haber muerto. Muy enferma, con todas sus entrañas rotas en cierto modo y enredadas. Seguramente nadie llamó a un médico para que fuera a verla. Lo cual estaba simplemente bien; el matasanos de Indian Crossing era un viejo mugriento que fumaba opio, según decían, y sabía muy poco más allá de tratar un sarpullido o un cólico.

Al salir del bar del hotel me vi a mí misma en el espejo de un escaparate, bien vestida, con un sombrero coqueto, un pequeño velo sobre los ojos, el talle con encaje, meneando el trasero orgullosamente, con zapatos grises y marrones debajo de los tobillos delgados. Una puta de veinte dólares en Flegel’s.

Zig pagaba a las chicas un tercio de lo que ganaban. Los clientes les regalaban dinero y perfumes (que Zig les compraba a mitad de precio). Una chica gastaba su dinero en modistas, en estupideces como peines de marfil y espejos, en tonterías que no necesitaba, joyas que nunca tenían mucho valor a la hora de empeñarlas. Por ello yo estaba ahorrando dinero con Zig, que me lo ingresaba en el banco. Era muy honesto con las cuentas. Decidí que iría a los muelles y pediría dos lápidas para mi tía Letty y para mamá. Lo hice. Pero nunca fui a verlas.

Zig tenía la idea de que las chicas se mantenían sanas si salían de la casa de vez en cuando, caminaban y hacían un poco de ejercicio. La gente no hacía ejercicio en esa época. Sólo talaban árboles, hacían granjas. Fuera de la casa descubrí que había un apasionante Saint Louis, Missouri (sólo que casi siempre la gente de la ciudad la llamaba Saint Louie, Mizzoura). Estaba la vida alegre que llevaban los rufianes y los vividores en los hoteles, y la ciudad tenía algunos muy finos (vividores y hoteles). Estaba el Lindell Hotel, con todo ese cristal elegante lo miraras por donde lo miraras. Los lugares más lujosos eran el Southern Hotel con sus grandiosas escaleras y el Planters House.

En algunas ocasiones tenía el día y la noche libres y me ponía mis mejores perifollos y plumas, y algún jugador o mercader del río me invitaba, con la aprobación de Zig, a cenar y a beber; y más tarde en una habitación privada de un hotel elegantemente decorado pasábamos una noche realmente alegre y la mañana nos sorprendía con los ojos llenos de legañas, y el botones llegaba con las jarras de agua helada y dos vasos de una bebida para curar la resaca. A menudo había fiestas que Zig organizaba para respetables hombres de familia que venían a Saint Louie por negocios, hombres que buscaban diversión y salir con algunas putas de la ciudad. Y supongo que buscaban en una cama aquellas cosas que simplemente no eran como en casa, pero que podían encontrar en Saint Louie, «la futura gran ciudad del mundo», como siempre ponían en los periódicos. Generalmente Zig prefería que los clientes fueran a la casa: «No soy una caballeriza que alquila caballos».

Más tarde, cuando estuve en Nueva Orleans, al echar la vista atrás me percaté de que Saint Louie era una especie de ciudad del sur transplantada, demasiado hacia el norte, pero todavía llena de languidez —ésa es la palabra— y de ese modo desganado y evasivo de ver la vida fácil entre el whisky y los truhanes de los negocios y el tráfico de caballos.

En la distancia recuerdo todas esas terrazas donde los ricos se sentaban con sus trajes blancos, a beber sus ponches y sus julepes,[9] y alrededor siempre un montón de negros, que actuaban como si todavía fueran esclavos, pero era teatro.

Los negros estaban a lo largo del dique, cerca de los barcos de vapor con paletas que no eran tan populares como lo fueron antes de la guerra, pero que seguían echando vapor, y nadie se cansaba de hablar de la carrera entre el Robert E. Lee y el Natchez. También eso era teatro; en el fondo todo el mundo trataba de hacerse más y más rico.

El bullicioso río hacía una sola cosa; empujaba a la gente al vino y a la cerveza y al whisky. No se podía beber mucha agua, y eso era un hecho.

Zig decía que si los negros no dejaban de follar y seguían teniendo entre diez y veinte mocosos negros por pareja: «Espérate cincuenta años y el país va a estar hasta el culo de negros». Vivían todos a lo largo del río, y la vida era dura, y sus casuchas y chozas estaban hechas de lo que estuviera a mano, cualquier cosa que pudieran robar o pillar. Nunca pude entender cómo hacían para permanecer tan joviales. Eran grandes pregoneros de la Biblia, se tumbaban y escarbaban para alcanzar a Dios en los corrales de paja con sus lujuriosos predicadores. Como eran tan folladores —había muy poco que hacer cuando no estaban trabajando—, llenaban todas las calles sin pavimentar de cerca del río de bebés negros y muchos de ellos más blancos que muchos de los clientes o chicas que conocí.

Había mucha chusma blanca que se follaba a las «negras casi blancas» y a las mulatas a la orilla del río y en todos esos antros donde se vendía whisky malo. Podías encontrar negras que traficaban con sus coños y que la chupaban en los callejones, y de algún modo siempre se reían, quizás demasiado fuerte. Los proxenetas negros vivían con estilo y acuchillaban a sus mujeres con navajas de afeitar. Para mí una puta negra era un ser humano, pero no me gustaban los hombres que vivían a costa de ellas.

Todo esto, conforme fui conociendo la ciudad durante los paseos de los domingos por la tarde, estaba a millones de kilómetros de Vandeventer Place donde vivían la clase alta y los hombres, con chalecos gruesos y cadenas de oro y palillos de oro, que nos visitaban y permanecían tan serios y respetables. Todos esos grandes árboles y las mansiones finas me atraían; el ciervo de hierro en el césped, los adornos calados y demasiado cargados en todas las puertas y techos y más chimeneas de las que una casa necesitaba. Vi su interior en algunas ocasiones, sus lámparas de cristal y candelabros colgantes, y muchos objetos de plata y recovecos árabes y muebles pulidos como para llenar un palacio. Estuve ahí, es decir, cuando las esposas estaban en el este o visitando a alguien lejos de casa. Era divertido encargarse del amo de una de esas casas en la enorme cama que compartía con su esposa.

Lucas Avenue, hacia el centro, era el lugar donde la mejor gente había vivido alguna vez, un hogar para los viejos apellidos y los primeros pobladores, que después hicieron los suyos o se mudaron o murieron. Ahora era el barrio de los prostíbulos realmente de lujo, que se ocupaban, como Zig y Emma, de dirigir lo que los periódicos llamaban burdeles, donde la clientela de los carruajes bebía champán. A decir verdad muchos huéspedes llegaban en carretas alquiladas y preferían el bourbon en vez del espumoso. Nunca leí algo escrito en un periódico sobre una casa de citas que no la hiciera parecer algo un poco más romántico de lo que en realidad era. Y mucho más misterioso, ya que después de todo no era más que un negocio, de lujo o de bajo nivel. Como decía Zig: «No hay punto medio: una puta vale un dólar o veinte».

En Lucas Avenue todos mirábamos por encima del hombro a las pobres putas de los prostíbulos en Chestnut y Market Street, donde casi estaban codo con codo con el vodevil y el teatro de variedades, los lugares de apuestas donde un jugador podía probar su suerte en el faraón y otros juegos de naipes y encontrar prácticamente cualquier tipo de bebida, estilo de amor o juego que él quisiera.

Era ruidoso, pero deprimente por la mañana. Fuera de todos los teatros y los lugares de apuestas, las chicas de la calle que arrastraban sus mugrientos dobladillos solían buscar una víctima. Y a menudo eran jóvenes y bonitas, pero también estaban maltratadas y sólo podían parecer atractivas bajo las luces amarillas de la calle. Las verdaderas «cortesanas de lujo» estaban en el vestíbulo del Southern Hotel o del Planters y llevaban una vida con la que las putas de casa soñábamos, pero no nos atrevíamos a intentar como carrera. Tenías que tener máxima protección oficial, estar al tanto de todo, manejarte a ti misma con modales y cuidado superiores.

Cuanto más se acercaban las calles al río, peor era el negocio y las casas de citas estaban más deterioradas y eran más inmundas. Vaqueros y cazadores de pieles, hasta un maldito indio de vez en cuando, solían ir a Saint Louie para hacer celebraciones y llevarse a las chicas a la cama, descargar su cañón y comportarse como salvajes. Tampoco olían muy bien, según lo que había oído. Muy pocos antros tenían bañeras y muchos de los mismos lugares distinguidos todavía usaban bañeras de metal. Los hombres del río y los ganaderos y los vagabundos, los merodeadores y los trabajadores de los trenes, generalmente llevaban un arma; así que los disparos cada noche eran moneda corriente y las puñaladas con cuchillos Bowie eran material de algunos crímenes espantosos. Todo el mundo admitía que ya no era como en los buenos tiempos cuando el río era el rey y la gente bien era la dueña de la ciudad: repartían puros, invitaban a bebidas y destrozaban algún prostíbulo de vez en cuando, pero pagaban como caballeros por todos los daños. La nostalgia está bien, pero examinando esos días, uno la descubre llena de mentiras. El pasado siempre tiene un culo más sonrosado.

Quedaba mucho del pasado en la ciudad. Pero yo era joven y no me interesaba demasiado por los hechos. No había empezado a leer todavía; eso llegó con las malas noches, y la edad, cuando ya no dormía muy bien. Pero sí me daban escalofríos cuando algún putero me mostraba las grandes escaleras de piedra del viejo palacio de justicia, mugriento, con excrementos de pájaro, donde los sheriffs habían vendido esclavos al por mayor. Solía pensar que Zig tenía razón cuando decía que llegaría el día en que los negros superarían en número a los blancos y que asumirían el control. «Ojalá viva para ver a los yanquis y a los colonizadores bailar cakewalk».

Nunca había estado en ningún lugar donde lo que llamábamos americanos igualara en número a los forasteros, los extranjeros que conformaban la mitad de la población de la ciudad y que en su mayoría eran alemanes con cuello gordo. Había unos cuantos italianos con un mono encadenado, algunos suecos o noruegos, rubios y demacrados con una esposa y media docena de hijos, que con un poco de yeso hacían chozas y granjas en los Dakotahs. Los alemanes eran en su mayor parte pudientes o asquerosamente ricos. Tenían barrigones y negocios sólidos. Eran muy políticos. Tenían a Carl Schurz, quien había sido general y estuvo en Washington durante un tiempo y trató de acabar con los sobornadores y los sobornos. Pero por supuesto que los mismos reformadores empezaron muy pronto a recaudar los sobornos, y así siempre había un nuevo programa de reforma y el general Schurz luchaba contra las bandas de atracadores de carros, el cártel del whisky y los robos en los trenes. En general, los alemanes comían en exceso, iban a escuchar mucha música, reunían a sus grandes familias en los bares al aire libre y cantaban canciones. Follaban bastante bien, pero eran muy sentimentales y un poco tacaños. Rara vez podías conseguir de un kraut, como los llamábamos, mientras estaba de pie en ropa interior, una botella de perfume.

Saint Louie era una gran ciudad para estudiar el sistema americano de corrupción política. Era como todas las ciudades en las que alguna vez estuve. La gente respetable votaba a tipos que metían las manos en las arcas de la ciudad y la policía y los tribunales formaban parte del fraude. Y siempre había personas buenas con anteojeras y que no llegaban al fondo de las cosas, pero que siempre estaban aplicando un programa de reforma en Saint Louie o Cleveland o Nueva York. Se elegían nuevos alcaldes y nuevos funcionarios y nuevos jefes de la policía. Pero los viejos fraudes continuaban. Quizá porque la gente bien y los santurrones eran dueños de los burdeles y de los prostíbulos. Sus propiedades se usaban para apostar y ellos cobraban buenos alquileres.

Nadie quiso nunca darle a la pobre chusma blanca y a los negros una oportunidad de salir de la miseria. Fuera lo que fuera, las elecciones se compraban, timadores y chanchulleros eran elegidos para puestos políticos, y a menudo parte del soborno se gastaba en Flegel’s.

Zig decía siempre que la gente venía a la casa tan a menudo para comer como para subirse a las habitaciones con las chicas. Ciertamente la comida en Flegel’s era algo especial para los tragones. La cocinera se quedaba encantada cuando la gente alababa su Rebhuhner mit Sauerkraut, su sopa mit Markklosssehen, y cuando la mesa estaba completamente rodeada de huéspedes y chicas y Zig alzaba su copa y decía: «Zum Wihlsein!», provocaba una ovación y entonces los huéspedes se ponían a comer y tragaban. Por lo general, las putas no son muy comilonas, pero Belle y yo sí que comíamos mucho.

Engordé un poco, y como eran los tiempos de las mujeres redonditas, antes de que se pusieran de moda las malditas bailarinas de salón como Irene Castle y las chicas de las tabernas clandestinas de los años veinte, un poquito por aquí y por allá en una mujer era algo que a los hombres les gustaba para agarrar firmemente. Solíamos terminar una comida con Nusstort mit caffee creme o Bienenstick. No sé cómo podíamos fornicar todavía, pero las camas estaban ocupadas todo el tiempo.

Zig tenía en reserva todos los vinos franceses elegantes, pero en ocasiones muy especiales a él mismo le gustaba traer de la bodega frascos de schnapps, botellas de Steinhager, Kummel, Kirschwasser. En Flegel’s desarrollé un gusto por las mejores bebidas y me fue de mucha ayuda cuando me convertí en madame y almacenaba mi propia bodega para la clientela. Las putas, si no comen mucho, por lo general sí beben, y las que sí comen se ponen un poco gordas. Zig solía tentar a las chicas con un poco de mermelada, jamón de Westfalia o Lachsschinken con pan. ¡Y qué pan! Después de todos estos años todavía puedo saborear el pan que Zig mandaba hornear para la casa a un panadero de Market Street, que conocía los panes de la madre patria. Graubrot, Kummelbrot, con semillas de alcaravea, Pumpernickel.

Después de una buena comilona en el almuerzo, Zig solía desabrocharse los primeros dos botones del pantalón y decir que había comido demasiado, lo cual era cierto. A Zig le gustaba la buena vida, una casa limpia, nada de insolencia y una siesta por la tarde después de una comida con la que quedarse lleno. Solía acostarse en el sofá más grande del salón, con un periódico o un pañuelo rojo sobre la cara, y empezaba a resoplar y roncar. Emma solía llevarse a su cuarto a su chica favorita del momento para una «siestecita», lo cual significaba pellizquitos y mordisquitos y otros jueguecitos.

Emma Flegel tenía a su cargo a dos modistas a quienes se les permitía ir a la casa y confeccionar y probar la ropa que las chicas habían pedido y pagado, y yo estaba aprendiendo a vestirme bien. Era una época en la que el corsé todavía era tieso con varillas de barba de ballena y soportes de acero, pero una ya no se ponía todas esas cosas pesadas de las modas de antes.

Una de las modistas era una vieja puta que se fue al negocio de la ropa y me hizo mi primer vestido y chaqueta de terciopelo azul. A mí me volvía loquita el terciopelo. Me dijo que tenía suerte de haberme salvado de las modas que imperaban unos cuantos años antes. Bajo faldas muy largas que barrían el suelo, una mujer de sociedad o una puta de buen gusto solía llevar un fondo blanco de tela de Cambrai hecho de encaje; debajo de eso, otro fondo sin encaje; debajo de eso, dos fondos de franela con dobladillos elegantes; y para conferirle todo su movimiento, otro fondo con un ribete de crin de caballo tejido o paja en el dobladillo para hacer que se ensanchara como un globo. Debajo de todo esto se ponían bragas adornadas con bordado inglés. Guantes, medias, velos, sombreros, plumas, zapatos hasta la pantorrilla, cadenas, relojes, broches, hombreras y rizos completaban el disfraz. Era demasiado.

Nosotras nos poníamos todavía camisola encima de las varillas y fondos de muselina almidonados, pero no tantos. La franela era la maldición de la matrona; decían que absorbía el sudor, y como era casi a prueba de balas, se evitaban los resfriados pues te protegía de las corrientes de aire. También algunos tontos decían que la franela era sana porque su superficie vellosa irritaba la piel, la mantenía activa y la frotaba hasta que quedaba limpia. Pero dado que la mayoría de las putas de primera se bañaban, quitábamos de en medio la franela, salvo cuando realmente hacía frío.

Me gustaban el tul, el encaje, las sedas, los velos, los estambres. Las que tenían cuerpo de ánfora necesitaban encajes muy apretados, que estrujaban todo menos las tetas y el culo. Para las chicas que tenían escasas caderas existían bultos de crin de caballo tejido llamados rellenos, de modo que cualquier flacucha podía parecer como si tuviera un trasero sublime.

Durante las horas de trabajo en Flegel’s generalmente nos poníamos ropa holgada, pero en nuestros días libres, una puta finamente vestida podía hacer que el caballo de Mrs. Astor pareciera un ratón gris. Siempre estábamos ataviadas a la moda, igual que cualquier esposa bien vestida.