La vida en una casa
La casa de Zig y Emma Flegel difería en cierto modo de otras casas de citas, pero, por supuesto, nunca hubo una serie de reglas o regulaciones para dirigir un burdel. Aun cuando en Estados Unidos hay un tipo de método y una tradición al respecto, no es algo rígido. Lo más importante es establecer adecuadamente la protección de la policía de la ciudad. Los funcionarios de la ciudad y la policía tienen que garantizar que, a cambio del soborno que se les da, no se hostigue ni se allane la casa. La policía sola no lo puede hacer en ninguna ciudad americana. Quizá pueden hacer la vista gorda o no meter mano, pero a menos que los funcionarios de la municipalidad, y a menudo hasta los del condado y los del estado, también sean parte del soborno, es inútil gastar más de sesenta mil dólares para amueblar una casa, traer putas expertas y alegres, poner una bodega de vinos, conseguir un buen cocinero y entrenar a las criadas; no, a menos que tengas algún tipo de acuerdo con la ley.
Siempre se está hablando sobre la prostitución, hay esfuerzos para hacer las llamadas reformas. Pero se clausuraron pocas casas de manera masiva en Nueva Orleans antes de 1917. Los que sufrían redadas eran casi siempre lugares de bajo nivel o casas cuya madame se había peleado con los oficiales corruptos. Normalmente la policía le advertía a una casa cuando iba a haber una redada por algún escándalo en la ciudad o por el edicto de una reforma. Entonces, o abría otra vez en unos cuantos días o se mudaba a un nuevo local. Durante las olas de reformas se arrestaba a las putas callejeras, pero rara vez a una chica de las casas.
Saint Louie (tuve que aprender que se escribía Saint Louis) era una ciudad bastante permisiva cuando empecé a trabajar con los Flegel. Todo el mundo tenía su tajada y el dinero se pagaba a mafiosos, quienes se encargaban de distribuir los sobornos; desde los policías inferiores de ronda que se dejaban caer por la cocina de Zig para tomar una cerveza y un plato de sopa de rabo de buey, hasta los jefes políticos de los principales partidos, que a menudo eran dueños de varios de los edificios que se alquilaban a los propietarios de los prostíbulos. Había funcionarios honestos; también había becerros de dos cabezas.
Por lo general el nombre de los burdeles era el de su madame. El nuestro era Flegel’s; aunque por todo el país había lupanares llamados Liberty Hall, Mahogany Hall, Palace of Dance, Venusberg, House of All Nations. Era peligroso volverse demasiado elegante o demasiado famoso; los puritanos descubrían esas casas con el olfato y empezaban a hablar y a emprender acciones para clausurarlas.
Durante las primeras dos semanas que estuve con los Flegel me encargué de lo que Zig llamaba «los polvos al estilo Mamá y Papá»; en su mayoría ciudadanos respetados de edad madura y buenos modales con un poco de timidez. Querían tener en sus brazos a una mujer joven, cumplir con las formalidades, y una vez que habían descargado, te daban las gracias educadamente y hasta una moneda de oro de cinco dólares. Poco a poco aprendí de Frenchy y Belle todos los trucos de nuestro oficio, lo que un buen prostíbulo tenía que ofrecerles a los huéspedes en Flegel’s.
A un cliente se le permitía cualquier acción sexual que satisficiera su impulso físico siempre y cuando no causara dolor o derramara sangre. Una puta no podía rechazar las peticiones de un cliente en la gama de juegos que él quería o esperaba.
Las palabras degenerado o perverso no tienen significado en el juego sexual entre un hombre y una mujer. Al haber sido una campesina, conocía, a través de los animales, todas las acciones íntimas que se pueden observar en la naturaleza. El hombre, bruto o inepto, no es, en cuanto a su conducta con las mujeres, ni más ni menos degenerado o perverso que un perro, un gato, un ganso o un toro. La manera de olfatear, lamer, mordisquear, montar, hacer bailes libidinosos, es más o menos la que vas a encontrar en un corral. En el mundo exterior podrá haber una formalidad, cuyo motivo es canalizar o contener el impulso masculino, pero en casa de los Flegel no estábamos en el negocio para predicar, restringir o incitar a la moderación, y cuando nos poníamos de rodillas, no era precisamente para rezar.
Si todos nos escandalizáramos menos con las palabras, seríamos más sanos. Cuando por primera vez vi las palabras fellatio y cunnilingus en un libro que un cliente trajo, estallé a carcajadas. Me parecía tan enfermo y tan fuera de la simple razón etiquetar dos costumbres populares de la humanidad con semejantes palabras en latín, tan pesadas. Lamerse y hacer mamadas son parte del juego natural del sexo y pueden verse todos los días entre las mascotas de la casa. En Estados Unidos, después de la guerra civil, esto era tan popular como siempre lo ha sido. Hablando con los clientes me enteré de que lo practicaban en sus camas con sus esposas, a menos que la esposa fuera una mojigata o muy delicada. Había puteros que venían a la casa de los Flegel que decían que un sacerdote o ministro les había desaconsejado a sus esposas hacer el acto o dejárselo hacer. Supe de muchos casos en que eso causó rupturas de matrimonios y una vez un doble asesinato. Nosotras en casa de los Flegel nos ocupábamos de aquellos a los que rechazaban en casa. Tal vez no habría familias de doce o veinte hijos si las esposas hubieran sido más razonables sobre lo que el libro —todavía lo tengo en casa— llama coitus more ferarum y onanismo.
Estas cuestiones de la vida sexual tuvieron muchos nombres a lo largo de los años. A un cliente podían, en habla popular, mamársela o chupársela. Si el cliente era la parte activa, entonces se zambullía en el felpudo, se bajaba al pilón, o después se lo comía. El acto era popularmente más conocido como amor francés, pero no se podía decir que fuera una especialidad francesa. Si se jugaba mutuamente, era un 69 o tenedor y cuchara.
Lo primero que aprende una chica en una casa es que el acto sexual realmente consiste en la estimulación de ciertos puntos en el órgano masculino; a la verga no le importa mucho cómo la acaricien o la presionen con tal de que termine con una eyaculación, o lo que el libro llama tumescencia, y el habla popular llama correrse. La poesía, los juegos, las palabras de amor que se han añadido al sexo hacen que todo aparezca como algo más elevado y aprobado por la sociedad; por la sociedad judeo-cristiana, que en cierta forma va contra la naturaleza. Muchos de nuestros problemas suceden porque queremos pensar que la sociedad y la naturaleza son lo mismo.
Para una chica de casa no era extraño que un caballero de edad le pidiera la atención especial que podría provocar la risa de sus amigos si lo supieran o que un jovencito quisiera que lo zurraran con fuerza sobre la carne desnuda mientras mamaba una teta porque su mamá en casa ya no se la ofrecía. Una vez que una pauta ha demostrado ser satisfactoria para que un hombre se corra, se actúa de la manera que complace al cliente normalmente, pero no siempre, con los genitales como escenario. La violencia, con excepción de la que otorgaba Frenchy, la especialista de la casa en palizas y otras formas de castigo solicitadas por algún putero, no estaba permitida en la casa de los Flegel. Frenchy también aceptaba que la azotaran en el trasero, por un precio más alto.
El primer mes que estuve en Flegel’s estaba segura de que podía manejar a cualquier cliente o cualquier situación. Casi toda la clientela estaba compuesta por asiduos o por amigos de éstos que estaban de visita en la ciudad; los llamaban «los patrocinadores». Pero a veces un nuevo huésped era bienvenido si venía con la recomendación adecuada.
Una compañía teatral estaba de gira en la ciudad con un famoso actor que se había casado varias veces. Un hombre más bien feo, creo, pero era un sujeto jovial y uno de los favoritos en el salón. Su nombre en la casa, cuando visitaba Saint Louie, entre un matrimonio y otro, era Pug. El salón se animaba mucho cuando él estaba, con la caja de música o el piano sonando, las dos criadas que servían cerveza, brandy y vino, Zig que se ponía al piano de vez en cuando y tocaba valses de Strauss con Schlamperei o piezas que estaban a punto de ponerse de moda. Pug tenía a un par de chicas sobre sus rodillas. Los huéspedes colgaban sus sombreros de copa en el vestíbulo, en los percheros de cuerno de venado con el emblema del Kaiserschritzen.
A las once de la noche empezaba la velada en casa de los Flegel. Las chicas estaban en batas, kimonos, o pequeñas chaquetas rojas, bragas y medias negras de encaje. El salón podía tener unas doce personas a la vez y en la parte de atrás había un salón privado con capacidad para media docena, con una mampara en un rincón para los huéspedes que no querían socializar, ni que se supiera que habían ido a un prostíbulo.
Esa noche, en el salón, Pug explicaba que cien años atrás ninguna mujer usaba bragas. Sólo las putas se las ponían y hubo un escándalo enorme cuando las mujeres empezaron a imitar a las meretrices poniéndose bragas, que eran cómodas y las mantenían calientes. Había el olor habitual a humo de puro, y para las chicas vino diluido —vino del Rin con agua de seltz—. Zig no permitía la bebida fuerte entre las putas. Cada una teníamos arriba como seis sesiones por noche y no puedes trabajar bien si estás borracha.
Pug se puso de pie, acomodó en el suelo a las dos chicas que estaban sobre sus rodillas y me cogió del brazo.
—Goldie, esta noche somos tú y yo.
Yo ya sabía sonreír, menear la cadera un poco y decir:
—Qué amable es usted, señor.
Tuve que ayudarlo a subir las escaleras mientras él ordenó a Zig que le mandara un cubo de hielo y vino. Pug no estaba completamente borracho, pero sí algo mareado. No dejaba de tararear una canción que yo no había escuchado antes ni he vuelto a escuchar desde entonces.
En la habitación le ayudé con su chaleco. Había dejado su chaqueta abajo. Le quité la corbata y el cuello y él se bajó los tirantes y los pantalones y se quedó ahí de pie tambaleándose y cantando mientras yo le retiraba sus zapatos de botón. Ahí estaba él con sus calzones largos, parte de la barriga arqueada sobre su ingle. No dejaba de chasquear los dedos y pedir un puro. Olía a almeja echada a perder. Siguió chasqueando los dedos:
—Concédeme este baile. El viejo Pug quiere bailar.
Le dije que no sabía bailar pero que con gusto haría otra cosa. Me quité el vestido y me acosté en la cama. Se acercó y me miró y empezó a gruñir. Me llamaba con el nombre de una mujer, Kate.
—No eres una buena puta, Kate. Eres una puta vil y despreciable —y así siguió.
Era grosero y todo el tiempo me llamaba con ese nombre de mujer. Tenía un tufo a sudor y a whisky, de su boca abierta le salía baba; esperaba que se cayera y se desmayara. Eso deseaba, así de espantada estaba. Había tenido unos cuantos huéspedes rudos, pero ninguno que fuera tan grande y que pareciera tan loco como Pug parecía en ese momento. Si se ponía violento tenía varias alternativas que Frenchy y Belle me habían enseñado. A veces funcionaba halagar a un cliente rudo. Si eso fallaba, tenía a mano una aguja de sombrero en la base de la palangana y del cántaro; la amenaza de clavar eso en una mano firme podía calmar a una bestia sobria, pero no siempre a un borracho. También estaba el truco de acercarse al huésped que te estaba dando lata y luego darle un rodillazo fuerte en la ingle, golpeándole en los huevos. Ningún hombre peligroso podía seguir siendo violento después de semejante golpe atroz. Simplemente se encogería y gritaría de dolor. Eso haría que subieran Zig y Alex el camarero a toda velocidad mientras una podía salir pitando de la habitación.
Era el último recurso de una puta preocupada a punto de ser destrozada o gravemente herida por un putero. Rara vez era necesario en casa de los Flegel. Pero ahora Pug me había agarrado por el cuello con ambas manos y me estaba levantando del suelo, y eso que yo era una mujer grandota.
—Maldita seas, Kate, ya no te daré más regalos. Voy a estrellar tu cerebro contra la pared.
Forcejeé, pero él era más grande y más fuerte. Me zarandeó y yo sentí que estaba en las últimas. Estaba desnuda salvo por las medias negras y las ligas amarillas y mis zapatos rojos de tacón. Zig estaba orgulloso de los zapatos de tacón que había importado para los huéspedes especiales que eran fanáticos de los zapatos. No podía alcanzar la ingle de Pug con mi rodilla. Me estaba zarandeando como si fuera un espantapájaros. Traté de gritar, pero lentamente me estaba estrangulando. Le di un puntapié con el dedo del pie, luego con un tacón en el barrigón. Volví a dar patadas tan fuerte como pude. Caí en un rincón cuando Pug me soltó, maldiciendo y gritando mientras se sujetaba la barriga peluda. Me extinguí como la luz de una vela en una tormenta. Cuando volví en mí, Frenchy, en cueros como Dios la trajo al mundo, me estaba echando brandy por la garganta, y me di cuenta de que estaba sollozando y con arcadas. Emma Flegel me estaba cubriendo con una manta y podía oír una conmoción en el resto de la casa. Emma Flegel me dijo:
—Ya estás bien, Goldie. Ya estás bien.
Yo sólo pude decir con mi garganta totalmente rasgada y ardiendo:
—¿En serio?
Abajo pude oír a Pug chillando y gritando, pero no pude entender lo que vociferaba. Tenía un chichón en la cabeza y un ojo cerrado de la hinchazón.
La casa pronto se vació de huéspedes, las lámparas del salón se apagaron. Un teniente de la policía subió a verme. Estaba acostada en el sofá, con un pedazo de carne cruda sobre mi ojo hinchado; seguía teniendo arcadas, pero nada salía. Frenchy sostenía mi cabeza en sus rodillas y no dejaba de repetir:
—Cerdo asqueroso, maldito cerdo asqueroso.
Zig y el teniente de policía se me acercaron. Era un polizonte sueco, bajito y ancho con ojos muy oscuros, que comía y bebía en nuestra cocina, pero que nunca subía con las chicas.
Le pidió a Zig que despejara la habitación y él y Zig arrimaron una sillas y se sentaron a mi lado. Zig me puso la manta encima de los hombros, ya que estaba temblando y mis dientes castañeaban.
—Ahora Goldie, tú eres ein gutes Mädchen. El oficial está aquí para protegerte. ¿No es así, Swen?
—Goldie, el señor Flegel me dice que no le vas a causar ningún problema al caballero.
Se me salieron los ojos de las órbitas.
—No, claro que no. Sólo estaba… digo…
—Está gravemente herido. Tiene una hernia… ¿sabes lo que es eso? Tu zapato se lo hizo. Le rompió el músculo aquí y se le salió parte de la barriga. Una ruptura fea —me enseñó en su abrigo azul justo donde le había ocurrido—. Ahora bien, Goldie, él sólo está de paso, y dice que para mañana tendrá una orden contra Zig y contra ti. Mañana a primera hora.
Me puse a llorar. Zig me agarró la mano.
—Goldie, déjaselo todo al tío Zig. Y a nuestro buen amigo Swen. Queremos que firmes una declaración. Que alegues ciertos actos y agresiones. Swen va a ir con Pug y va a hablar seriamente con él después de que el doctor lo calme allá abajo.
—¿Acerca de qué?
—Acerca de mandar tu versión a los periódicos y de pedirle a un juez que emita una orden contra Pug.
—¿Tengo que hacer eso?
Leí la corta declaración en el papel. Casi nada tenía sentido para mí. En esos días todavía movía los labios cuando leía. Dije:
—Aquí dicen que tengo catorce años… y tengo… —iba a decir que tenía quince, y no catorce, pero el policía simplemente sonrió.
—El juez tiene cuatro hijas jóvenes. Si lee esto seguro que echa a ese actor de la ciudad por abusar de una menor.
Firmé Goldie Brown, y bebí algo que Emma Flegel me dio en un vaso y me quedé dormida. Me pregunté qué habría pensado el teniente Swen si hubiera sabido que en realidad tenía sólo quince años, y no los dieciocho que les había dicho a Zig y Emma. Lo más probable es que nada; por la zona del dique había putas de doce años trabajando.
Por la mañana tenía tortícolis y mi ojo estaba muy cerrado y tenía moratones azules en el cuello. Más tarde escuché que Pug se había retirado a un hospital durante una semana donde le colocaron una faja y donde dijeron que se había resbalado en una acera mojada. Su compañía dejó la ciudad. Nunca más volví a oír hablar de ese actor, y cuando su espectáculo venía a Saint Louie, uno de los prostíbulos que no visitaba era el de los Flegel.
Aquélla fue mi primera experiencia directa de cómo la policía, los tribunales y los prostíbulos con protección sólida trabajaban juntos. También me enseñó a ser precavida con los huéspedes chiflados y peligrosos y Frenchy me dijo que había señales para reconocer a un putero al que le falta un tornillo.
—Sudan de manera poco natural, son demasiado corteses al hablar, sabes, y no te miran directamente a los ojos cuando te están hablando. Sólo se te quedan mirando cuando no hay nada que decir. Fíjate en sus guantes, en las manos. Si no dejan de doblarlos dedos, protégete. Si te los puedes follar, llevártelos a la cama para un casquete, quizá puedas calmarlos. Si no, diles que tienes algo especial que les has reservado y lárgate de ese cuarto tan rápido como puedas. Si su madre fue una zorra, el cabrón se vengará con alguna chica, puedes apostar por ello, Goldie.
Estuve acostada tiesa y seca como un bacalao durante una semana. Luego me pintaron el ojo y el cuello con polvo blanco líquido y volví a atender a algunos clientes. Los clientes habituales fueron muy amables conmigo. Algunos tenían un interés realmente leal por mí y me llevaban arriba y mientras hacíamos nuestras cositas me pedían que les contara cómo había sucedido todo. Realmente los enfurecía.