Capítulo 6


En casa de los Flegel

Sigmund Flegel, según contaba, había sido mozo de cuadra en una finca en Oldenburg en Baja Sajonia y llegó a Estados Unidos con un cargamento de yeguas de crianza y un semental para un rico americano del estado de Nueva York. Zig se convirtió en cochero en la finca y allí conoció a Emma, que era ayudante de cocina. Ella era originaria de Lubeck. El dueño del lugar los encontró una mañana a los dos en la cama y no los despidió, a condición de que se casaran. Parecía poco para conservar sus trabajos. Con los años ahorraron dinero. Cómo llegaron a ser los dueños durante veinte años de uno de los mejores prostíbulos de Saint Louie, esa parte es bastante imprecisa, y así se quedó. Lo que era un hecho es que tenían buenos contactos con el ayuntamiento y con el gobierno del estado, y a través de ellos se ganaron el respeto y la protección de la policía. Eran una pareja extraordinaria, trabajadora y obstinada, pese a toda su gemutlichkeit.

Zig —sólo lo llamabas Sigmund cuando estaba enojado contigo— tenía un temperamento fuerte. Era gordo y tenía los pies planos, ojos marrón claro rodeados de carne arrugada como una vieja tortuga, un bigote hacia arriba, encerado y manchado de tabaco en polvo que aspiraba por las fosas nasales y de los puros que fumaba con una boquilla ámbar. Zig tenía un humor agradable hasta que se cabreaba, entonces escupía balas. Mantenía la casa en orden con su mirada, sus gruñidos y, si tenía que hacerlo, con su mano. Nunca usaba el puño para golpear a nadie, pero si una chica merecía un castigo, le pegaba fuertemente en la cabeza de un lado a otro con la palma y el dorso de su mano. Golpes regulares en la cara y en la cabeza, rápidos e hirientes. Decía que así era como lo castigaba su coronel cuando de joven montaba en la caballería: «Cuando te tiraba al suelo de un golpe, simplemente te levantabas sonriendo, saludando».

Por lo general, Zig no tenía que castigar a ninguna chica muy a menudo. Era justo, no acostumbraba a tener favoritismos, le gustaba que todo estuviera en su lugar y tenía un lugar para todo. Sabía muchos refranes y dichos antiguos alemanes. Raum für alle hat die Erde era uno de sus favoritos. Y tenía un olfato agudo para el dinero. Pero Zig no escatimaba en la comida, la ropa de cama o los muebles para la casa. «Al final, lo mejor sale más barato.» A menudo lloraba la noche de Año Nuevo, y decía que había sido un mal hijo con su difunta madre.

Emma Flegel se encogía con la edad. Casi podías ver los huesos saliéndose de la piel de su cara. Se recogía el pelo y se lo ataba con lazos de terciopelo. Era dorado claro pero no brillante. Tenía pies y manos muy largas y caminaba colocando firmemente los pies sobre la alfombra como si se asegurara de que hubiera algo que pisar. Era tanto el ama de llaves como la madame del prostíbulo. Zig se encargaba del edificio, del cual eran dueños, y las cuentas, la compra de vino y el soborno de los oficiales. La mayoría de las casas tienen una madame y también un ama de llaves que vela por la ropa de cama, las criadas y el orden de las chicas arriba. Pero Emma desempeñaba ambas funciones y eso la hacía estar a la carrera cuando los puteros —como aprendí que llamaban a los huéspedes— querían atención.

Emma, a diferencia de Zig, nunca mostraba mal carácter o enfado. No daba bofetadas, daba pellizcos. Bajo su constante calma estaba un poco loca. Era «la hija de un capitán de mar», solía decir orgullosamente, y miraba por encima del hombro a los sajones y al resto de los alemanes. Coleccionaba conchas marinas, dormía con Zig en una enorme cama suiza que tenía tallados en madera animales y pinos y troles. Esas cosas estaban por toda la cabecera y al pie de cama. Emma siempre tenía una chica favorita a la que acariciaba y besaba en la mejilla o en el cuello y con la que se echaba siestas. Nunca bebía, pero fumaba unos puritos negros. Era una verdadera hausfrau, una buena cocinera, pero no tenía mucho tiempo para entretenerse trabajando en la cocina. Trudy, la idiota de ojos saltones y labios parduscos y húmedos, era su sobrina. Había una gorda cocinera alemana llamada Elsa y dos criadas alemanas, gordas y jóvenes. Las tres vivían fuera y llegaban sobre las cuatro de la tarde.

Las criadas no eran putas, pero si algún cliente insistía, se iban arriba y follaban, riéndose todo el tiempo. Zig no lo veía con buenos ojos, pero Emma trataba de complacer al cliente, especialmente si era uno de los que ellos llamaban asiduos. Había un cochero que también era peón y un camarero llamado Alex que supuestamente era hermanastro de Zig. Era un borracho con cara somnolienta y con una gruesa barba amarilla.

Yo quería agradar y prestaba atención. Si no conocías la ocupación del lugar, a primera vista podías pensar que se trataba de una alegre familia alemana, limpia y ordenada, con demasiados muebles.

Había cinco chicas en la casa cuando llegué, pero sólo me acuerdo de dos de ellas. Frenchy era realmente italiana. Era parlanchina, irascible, tenía los dientes afilados, el cabello oscuro brillante como el alquitrán y una piel oscura como la de una ciruela que siempre olía bien y era cálida. Tenía unas tetas grandes, una cintura estrecha y las caderas más activas que jamás hubiera visto, como si estuvieran sobre un pivote. Podía moverlas en cualquier dirección. Era impertinente y ella misma se burlaba de sus pequeños pies. Siempre parecía sobrecargada por arriba. Frenchy tenía buenos dientes, labios gruesos y casi siempre se estaba riendo, cantando y blasfemando. Hablaba con un dialecto marcado, pero conocía palabras muy largas y leía libros que la hacían llorar. Los disfrutaba, solía decir. Mandaba dinero a Italia para Garibaldi y más tarde para los socialistas en la cárcel. Decía que quería poner bombas. Era muy fuerte y odiaba todo orden formal empezando por los reyes, los papas, los líderes políticos y cualquiera que no fuera de su agrado. Nos cogimos mucho cariño. Frenchy se encargaba de lo que ella llamaba el «comercio outré», una nueva palabra para mí. Podía recoger con su coño las monedas que los clientes ponían en la orilla de una mesa.

Belle era una puta rubia, grandota y perezosa, su cabello era casi blanco y se le rizaba alrededor de las orejas y el cuello. Era hermosa, alta, huesuda, medio chiflada, con ojos verdes grandes. Belle se movía lentamente y hablaba en voz baja. Zig decía: «Podría pensarse que no mataría ni una mosca». Sin embargo, era una arpía cuando se emborrachaba con bourbon y con lo que ella llamaba «agua corriente». En varias ocasiones Belle había destrozado el salón y había tratado de prender fuego al lugar. Los Flegel no la despedían porque era una puta maravillosa y también la favorita de varios funcionarios de la municipalidad y de dos molineros muy ricos. Esos dos puteros se apoderaban de la casa cuando estaban en la ciudad y le daban a Belle anillos y pieles que ella regalaba, perdía o le robaban. Nunca le duraban los objetos de valor ni el dinero por mucho tiempo y su ropa interior estaba rota y andrajosa a menos que Emma Flegel la tuviera con frufrú, bragas de encaje y camisones con ribetes. Cuando estaba sobria, Belle era muy limpia, se lavaba constantemente, se bañaba, se perfumaba y se hacía las uñas de los pies.

Ella decía venir de Virginia y ser pariente de Robert E. Lee, pero según Zig era chusma blanca de Memphis, de una barraca, y que cuando uno de los funcionarios de la municipalidad la encontró, se estaba prostituyendo con tripulantes de las barcazas por veinticinco centavos el polvo, y se guardaba las monedas en la boca porque no tenía otro lugar donde guardarlas, pues estaba desnuda. El funcionario que llevó a Belle con Zig era un hombre importante con una familia grande, por lo que no podía alojarla en un apartamento en Saint Louie. Belle decía que Ed, el funcionario, estaba enamorado de ella. «Vaya, basta con que chasquee mis deditos para que se escape conmigo.» Pero nunca chasqueó sus dedos porque ella sabía y todos sabíamos que los peces gordos no se escapan con una puta, y menos con una que se volvía loca de atar cuando estaba borracha.

Las otras tres chicas que estaban allí en esa época simplemente parecían ser, según recuerdo, unas alemanas apáticas, inexpresivas, serviciales, capaces y que no daban problemas en la casa. En su tiempo libre hacían bordado. Podría pensarse que todas esas virtudes eran una ventaja en un prostíbulo, pero en realidad los clientes se cansaban de ese tipo de chica alemana. Zig estaba cambiando a las putas todo el tiempo, buscaba algo diferente que completara el talento con el que Frenchy y Belle excitaban a los clientes asiduos.

En ese momento no me imaginaba que yo misma me convertiría en una de las especialidades de la casa y que me quedaría por mucho tiempo. Me llamaban Goldie Brown. Una vez un reportero borracho del periódico del señor Pulitzer en Saint Louie anduvo por toda la ciudad diciendo que Frenchy, Belle y Goldie eran las Tres Gracias de Saint Louie. Me tuvieron que explicar a qué se refería con las Tres Gracias.

Dormí con Trudy dos días, comiendo y recuperando el ánimo. Luego Emma Flegel me dijo que si quería trabajar podía hacerlo esa noche. Me arreglaría el cabello, me prepararía la tina de roble de arriba, me cortaría las uñas y me daría algo de ropa buena. Dijo que la ropa que yo tenía no se la pondría ni a un espantapájaros.

Mientras me remojaba en la tina caliente y Trudy me traía cubos de agua, Emma Flegel me explicó mis responsabilidades como puta. No puedo describir su marcado acento alemán, pero lo que dijo fue:

—Somos un buen negocio y bien establecido. Ofrecemos nuestros servicios solamente a la mejor gente y a sus amigos y visitantes de nuestra ciudad que vienen recomendados por nuestra clientela. La única regla que tenemos es que ejecutes tu kunst y no puedes rechazar a ninguno de nuestros huéspedes. Tienes que asegurarte, de manera alegre y amable, de que él salga contento. Él es tu amo, tú eres su esclava. Haz lo que él quiera. En lo que al caballero se refiere, como cliente asiduo, sabe que dentro de lo razonable estamos aquí para complacerlo. Frenchy se encargará de aquellos con necesidades muy especiales y a ti te mandaré, durante las primeras semanas, a los clientes simples y fáciles de complacer. Ten un estilo agradable, siempre una voz baja, y si ein lustiger Bruder quiere que lo animes de algún modo, deja que te guíe. Con los jóvenes tímidos tú tendrás que tomar la iniciativa, pero a ésos te los vamos a posponer un rato. Kurzum, sé pulcra, sé limpia, sé servicial. Algunos de los clientes son ancianos y necesitan paciencia. ¿Tienes alguna pregunta, Goldie?

Dije que no, que no tenía preguntas que hacer. Tenía algunas, pero me imaginé que al ser nueva en este asunto y sería mejor no parecer demasiado ansiosa y exponer mi ignorancia acerca de las reglas de un prostíbulo haciendo preguntas.

Emma Flegel me explicó los recibimientos en el salón y el trabajo arriba con un huésped: cómo ayudar a desvestir al cliente, qué posiciones adoptar para excitarlo y algunos gestos y expresiones que podían complacerlo.

—Actúa como si estuvieras echando el polvo de tu vida, gime, da vueltas, implórale que por piedad te muestre lo hombre que es, quédate encantada al final por su tamaño, su peso, tanto semen. Emite pequeños gritos cuando supuestamente te estés corriendo con él. Ahora, es mejor que en realidad no te corras. Pero aparéntalo por completo. Descubrirás que a algunos puteros les gusta que actúes de forma tímida para que tengan que forzarte, y algunos quieren que grites palabrotas. ¿Las conoces?

—Sí —dije, imaginándome que con el habla de la granja bastaría.

Me dio algunas expresiones como ejemplos y no eran muy diferentes a las que había oído en la granja o usado con ese hijo de puta de Charlie Owens.

—Esta noche atenderás a cuatro o cinco clientes. No tengas prisa. No somos ese tipo de casa. Después de cada turno te lavas bien en la palangana, te arreglas el pelo y el atuendo y bajas. Si te regala un frasco de perfume, se lo agradeces. Zig te lo administrará. Si te da algo de dinero extra, es tuyo. No puedes concertar ninguna cita con él fuera de la casa. Zig te llevará a fiestas en hoteles o casas si alguien lo pide. Pero siempre ruégale al caballero que vuelva aquí; estás simplemente loca por él. Él está aquí para oír ese tipo de cosas, para recibir este tipo de atención. Quizá te pregunte, si ve que eres joven y nueva, qué ungluck te trajo aquí. Les gusta más cuando les dices que un hombre más viejo te arruinó la vida y que eras inocente. Hazlo triste y agárrate a él mientras se lo cuentas. También por esto vienen aquí. Ya descubrirás que follar es sólo una parte de los servicios para nuestros clientes.

Me dieron unas medias blancas de seda, el primer par que tuve o vi en mi vida, y unas ligas con un capullo de rosa amarillo, zapatillas con tacón y un vestido largo con un cuello redondo. Eso era todo, además de un pañuelo para meter debajo de una liga. Emma me arregló para que mis tetas se vieran como si se estuvieran saliendo del vestido. Me dio un beso y me dijo: «Ach so».

Estaba muy asustada. Fuera estaba oscuro. Podía oír el clop clop de los caballos, el ruido de las ruedas de las carrozas, voces en el salón. En el vestíbulo Frenchy me agarró del brazo: «Vamos, campesina».

El salón era rosa claro con pesados marcos dorados llenos de escenas de caza y montañas con nieve en la cima, también imágenes de chicas desnudas bailando ante turcos y árabes. Sobre unas bases había estatuas de mármol con chicas desnudas abrazando árboles, oliendo flores. Los muebles eran brillantes de color marrón amarillento, y más tarde me enteré de que se llamaban Biedermeier y de que los habían traído directamente de Alemania. Había colgando lámparas de aceite con pantallas rojas y verdes todas pintadas con flores, y chicas atravesando arbustos perseguidas por gente peluda con pequeños cuernos y piernas de animales por debajo de las rodillas y grandes erecciones. En una pared había una estufa hecha de azulejos de colores. En el suelo había floreros altos con ramas secas de algún tipo atadas con lazos dorados. Todavía puedo enumerar todo lo que había en ese salón. Zig estaba muy orgulloso del mobiliario y siempre señalaba que los óleos eran «verdaderos, todos hechos a mano por los mejores artistas alemanes de Dusseldorf».

En mi primer número de la noche en el salón había tres clientes con sombreros de copa sentados en un gran sofá rojo y una chica con una bata azul estaba sentada en las rodillas de uno de los clientes jugando con su bragueta. Emma, con un vestido oscuro de cuello alto sujeto por un corpiño, nos tomó a Frenchy y a mí del brazo y nos dirigió hacia los otros dos huéspedes.

—Lo mejor de la casa. Ella es Frenchy, ella es Goldie.

—Encantada. Estoy segura —dijo Frenchy.

Yo sólo conseguí decir: «Encantada».

Frenchy se sentó en las rodillas de uno de los huéspedes y yo asumí que el que quedaba era el mío. Era de mediana edad, gordito, con gafas de montura dorada, escaso cabello peinado a un lado y una gruesa cadena de oro que atravesaba su chaleco a cuadros.

Me senté en sus rodillas y me rodeó con los brazos. Imité a Frenchy, lo rodeé con los brazos. Para ese momento ya me había calmado. El lugar olía a cerveza y a brandy, humo de puro y talco, y algo de lo que un prostíbulo nunca se deshace: el olor de los cuerpos de mujer, un olor a casa, por mucho que la mantengas limpia.

Mi putero empezó a besarme en el cuello y las mejillas, enterró su cabeza entre mis senos, y luego llevó mi mano a su bragueta. De repente tuve conciencia de que estaba trabajando. Mi cliente emitió un gruñido: «Caramba, eres una chica grande y pesada. ¿Nos vamos para arriba?».

Emma Flegel me miraba y sonreía:

—Herr Swartzkof —dijo—, esta noche ha elegido a la perla de la casa.

Yo no había dicho ni una palabra aparte del saludo. Me puse de pie y el cliente se levantó y relajó la entrepierna. La escalera tenía dos estatuas de chicas medio desnudas sujetando lamparitas y los escalones estaban cubiertos con alfombras azules y amarillas. Subí, apoyándome en mi cliente, con sus brazos alrededor de mí. Me habían dado la segunda habitación de la izquierda. De las otras habitaciones podía oír risas y sonidos de palmaditas en las nalgas.

Mi cuarto de trabajo era pequeño, tenía una gran cama recién hecha, dos sillas, un enorme espejo de cuerpo entero en una base de mármol, un jarro de porcelana y una palangana, una pila de toallas y una barra de jabón rosa en un plato de porcelana. Al lado de la palangana había un orinal grande con un diseño de oro en el borde.

Mi cliente miró a su alrededor con agrado y yo a la vez me quité el vestido y empecé a retirarme las medias. Me dijo: «No, no, déjatelas puestas. Una pierna se ve mejor con medias y zapatos». Seguimos hablando así durante un rato, yo no veía la hora de terminar.

Le ayudé a quitarse la chaqueta, el chaleco, los pantalones, colgué todo encima de una silla alta como me habían dicho. Llevaba calzones largos como los que usaban todos los hombres de esa época, fuera verano o invierno. Creo que se llamaban balbriggans.[8] También llevaba una compresa a la altura del hígado que supuestamente cumplía alguna función médica. Sus calcetines estaban sujetos con ligas con broches de oro.

Me fui a la cama, me acosté con las medias y los zapatos puestos, puse las manos detrás de la cabeza, sonreí, tratando de parecer seductora. Por un momento pensé, Nellie, todo esto no es más que un maldito sueño. No estás sobre esta gran cama suave, oliendo tan bien por el baño y este hombrecito gordo y con cara de tonto no se te está acercando con su verga en la mano como si te estuviera ofreciendo un caramelo. Pero no era un sueño. Saltó a la cama y empezó a hablarme muy excitado de lo que me iba a suceder. Sentí que mi piel se ruborizaba y mucho calor por todas partes. Pero una vez que estuvo encima y dentro de mí, fue simplemente como Charlie y yo cientos de veces. Me dejé ir, me olvidé de mi misma y me corrí con él.

Así es como fue para mí la primera vez en una casa, trabajando como puta. Ya no me acuerdo de los otros cuatro clientes que me tocaron esa noche. Todo lo que sé es que no tuve orgasmos con ellos, sino que sólo los fingí. Hacer tan bien mi trabajo para los Flegel hacía que me enorgulleciera de mí misma. Y todos ellos le dijeron a Emma lo buena que era la nueva chica. Me dieron dos frascos de perfume y mi primer cliente me dio una moneda de oro de cinco dólares cuando le ayudé con sus pantalones. Me dijo que lo volvería a ver. Así fue, dos veces por semana durante cinco años, y hubiera ido a su funeral. Era un fabricante de pieles conocido. Pero los Flegel me dijeron que nunca íbamos a los entierros de nuestros clientes: «No es de buen gusto… y la familia, quizá, no sepa de nosotros».

Eran aproximadamente las cuatro de la mañana cuando me fui a dormir. La casa olía a alcohol, puros fríos y orinales con orines de los huéspedes y de las chicas, y con agua sucia y jabonosa.

La última vez que subí un cliente me pidió que hiciera pis y por vez primera vi que en la parte inferior del recipiente había pintada una imagen de dos personas haciendo lo mismo que nosotros. Estaba demasiado cansada como para examinarla. Finalmente me fui a la cama sola, me eché hacia atrás, y traté de darle un poco de sentido a la noche, a todos los hombres, sus rostros, su aliento, sus ojos y bocas abiertas mientras estaban excitados y sus manías de mordiscos y pellizcos, truquitos y exigencias. Me quedé dormida. Mi cuerpo estaba cansado; los nervios como crispados de tanto prestar atención, de intentar escuchar, complacer y actuar, todo al mismo tiempo. Pero estaba feliz de encontrar un techo y amigos. En cuanto a Charlie, ahora veía que no era gran cosa. Por primera vez me sentía deseada por hombres importantes, halagada, satisfecha, me hacían sentir que era parte del mundo, parte de la vida. Tenía sólo quince años, pero sabía que era una persona y me agradaba ser lo que ellos llamaban una chica comprensiva.

Esa noche todavía no sabía que el que me dijeran que era una niña «buena» no era gran cosa, que era un poco como decir «parece un buen día». Pero era algo amable y yo no había recibido muchos gestos amables. Era dura, sin autocompasión, y tampoco tenía sentimientos de pecado o culpa de ningún tipo.

Mi padre y otros cristianos en Indian Crossing llevaban vidas ruines, tratando a los demás sin ninguna amabilidad. La pequeñez de sus mentes, el modo en que trataban a sus esposas e hijos, a los demás, a los desconocidos, todo eso me había dejado sin amor a sus creencias o a sus ideas del pecado. Sabía que su manera de hablar mojigata y sus refranes piadosos, no los hacían buenos hombres. No fue sino hasta que tuve una edad madura cuando me di cuenta de que mientras que los seguidores de la fe son hipócritas en su mayoría, la verdadera cristiandad tuvo mucho de bueno antes de que se organizara en grupos especiales. Rara vez en mi ocupación o fuera de ésta vi que las verdades simples y los dogmas extravagantes significaran lo mismo.

Así que nunca creí en el pecado del sexo. También descubrí que no creía en los pecadores. Los huéspedes que llegué a conocer con los Flegel, tanto los clientes esporádicos, como los puteros que se volvieron mis visitantes constantes, eran por lo general hombres de clase media o alta que no encontraban la vida en casa suficientemente interesante o excitante. Sentían que los años pasaban tan rápido como un carruaje de caballos desbocados. Trataban de llenar algunos huecos físicos, experimentar unos últimos placeres sexuales. No podría decir que eran adúlteros, depravados, bestias lujuriosas. No quiero decir que a veces no tuviéramos algunos de los dos últimos, aquéllos con ideas locas de dolor o daño, los enfermos de la cabeza y los cabrones brutales que odiaban a todas las mujeres y querían ver moratones o sangre, escuchar llantos y gritos. Ésos eran minoría en la casa de los Flegel y difícilmente los dejaban entrar.

Si tuviera que decir lo que es un buen prostíbulo, diría que es un corral, con gente que husmea y da vueltas y se reúne y toquetea y se corre. Hacíamos el trabajo para el que estábamos destinadas. Quizá ridículas en cuanto a las posiciones y los juegos, quizá los dejábamos con una sensación de que había pasado de manera un poco apresurada, incluso no como se suponía que debía ser el clímax. Creo que follar termina en un pequeño, rápido y fugaz momento de muerte. Los animales de corral lo saben; así que, quizá los clientes de los Flegel también sentían que la vida y la muerte eran reales en ese lugar.